¿Quién no tiene un secreto? ¿Quién no ha ocultado algo? Me refiero a ese tipo de cosas que, de revelarlas, sorprenderían a quien las escucha. O a esas otras que, tras haberlas revelado, nos sentimos avergonzados o violentos. En algunos casos solo consisten en un secretillo, una picardía que, de hacerse pública no nos dejaría en muy buen lugar. En otros, quizás, esté más que justificado llevarse el secreto a la tumba, para no dañar en demasía nuestra imagen o la de otra persona.
De acuerdo, vale, no todo el mundo tiene secretos pero sí bastante gente, yo incluido. Pero, a pesar de lo que puede sugerir el título de este post, no voy a confesar un pecado, ni siquiera un pecadillo, o una falta grave o leve, como queda mejor llamarlo para eliminar la carga religiosa que aquella calificación implica. Lo que quiero revelar es algo que, para muchos, todavía hoy, en una sociedad aparentemente tan abierta y tolerante, sigue manteniéndose, por lo general, en secreto.
En mi post titulado “El poder de la mente”, describí, con un ejemplo personal, cómo un estado anímico es capaz de dañar al cuerpo, expresando en él dolencias físicas con un componente puramente mental. Las personas que padecen estas manifestaciones psicosomáticas son muchas, más de las que nos podíamos imaginar.
De estos casos, generalmente moderados en su forma de manifestarse, nadie se avergüenza, ocultándolos a amigos y familiares. Más bien todo lo contrario. Cuando alguien dice haber sufrido uno de esos episodios, son muchos los que no dudan en contar, a su vez, su experiencia y reconocer lo mal que lo pasaron. Un ejemplo de ello fueron los comentarios que dio lugar mi post, donde más de un/a lector/a contó su caso sin ningún reparo. ¿Por qué? Porque se considera algo “normal”. Otro caso muy distinto es cuando se sufre una alteración de mayor entidad: desde crisis de ansiedad a una depresión, por poner solo dos ejemplos, quizá los más habituales. La ansiedad se disfraza del consabido estrés, dándole un tinte menos patológico del que tiene en realidad. Y la depresión… Bueno, la depresión clínica (no la típica “depre” de quien está bajo de moral) se oculta como si se tratara de la lepra. Los más atrevidos –generalmente sus familiares- suelen decir que van al médico o, a lo sumo, al especialista y que les dan unas pastillas para “los nervios”. El término “psiquiatra” les horroriza y temen escandalizar a su interlocutor. Otras veces se prefiere hablar de “psicólogo”, que está mejor visto.
En nuestra sociedad la depresión todavía es un estigma para quien la padece. Es algo vergonzante, algo sobre lo que se pasa de puntillas, algo de lo que se habla en voz baja. Y, sin embargo, las cifras indican que es una alteración mental al alza. Y esa alteración mental –generalmente transitoria y tratable- es percibida por algunos, que tienen la suerte de no haberla experimentado, como algo propio de enajenados. Un depresivo es visto como alguien que está mal de la cabeza, un débil mental. Prejuicios estos, producto de la ignorancia, que hacen tanto o más daño al enfermo que los motivos que originaron el cuadro depresivo.
La depresión constituye hoy en día uno de los principales problemas de salud por su alta prevalencia, incidencia y consecuencias. Entre el 8% y el 15% de las personas sufrirán depresión a lo largo de su vida. En la actualidad es una de las tres primeras causas de discapacidad en el mundo, pero en 2030, según estimaciones de la Organización Mundial de Salud (OMS), se convertirá en la primera causa.
Y, a pesar de ello, la gente -bien el propio enfermo, bien sus familiares más directos- sigue ocultándolo.
En Cataluña, en diciembre de 2010, se creó la web “Obertament” (Abiertamente), una alianza para luchar contra el estigma y la discriminación de los que padecen enfermedades mentales, una web en la que los enfermos-usuarios cuentan y comparten con los demás sus propias experiencias. Esta iniciativa intenta proclamar que no hay que avergonzarse por padecer o haber padecido una depresión.
Yo sufrí una depresión. Lo confieso sin ningún rubor. De eso hace ya más de veinte años, pero ha quedado grabado a fuego en mi memoria. Yo tuve la fortuna –o el mérito- de auto-diagnosticarme, reconocer que necesitaba ayuda y buscarla. Aun así, en su momento, también lo oculté a mis compañeros de trabajo, a requerimiento de mi superior, a quien se lo confesé tan pronto se confirmó el diagnóstico y comprobé que no me sentía capaz de llevar a cabo mi trabajo a pleno rendimiento, con la lucidez y concentración que ello requería. Él quiso que nadie se enterara, quizá para protegerme de las murmuraciones, quizá porque él también lo consideró algo vergonzante. No lo sé ni se lo pregunté. Durante el tiempo que duró ese calvario, no se me ocurrió acogerme a la baja laboral, seguí aparentando normalidad, aunque ignoro si realmente logré mi propósito a ojos de mis colegas. Solo falté al trabajo en dos ocasiones, en las que sentí la imperiosa necesidad de abstraerme del mundo que me rodeaba y meterme en la cama hecho un ovillo, no queriendo despertar. En ambos casos argumenté, para evitar suspicacias, una lumbalgia aguda. Con medicación, apoyo psicológico y paciencia, me recuperé por completo aunque quedaron secuelas durante un tiempo. Mi jefe nunca se interesó por mi evolución, nunca preguntó cómo me encontraba. ¿Le resultaría violento?
No entraré en detalles del cómo ni del por qué, sería demasiado prolijo y complejo. Simplemente diré que fue la presión laboral a la que estuve sometido durante un periodo de tiempo, una presión relativamente breve pero muy intensa, la que me desequilibró, la que minó mi autoestima y me hizo sentir inútil. En unos meses, el directivo sometido a múltiples y exigentes pruebas de suficiencia en un centro internacional de alto rendimiento empresarial, pasó de estar orgulloso de su trayectoria y éxitos profesionales a sentirse indigno de ostentar el cargo del que creía haberse hecho merecedor. Y todo por creer que no había estado a la altura de lo que se esperaba en un ejecutivo de una multinacional. Desde entonces siempre he dicho, y lo mantengo, que ser un perfeccionista no es una virtud sino un gran defecto.
Solo quien ha sufrido una depresión o ha vivido junto a alguien que la ha padecido sabe de lo que hablo. He visto a personas a las que jamás hubiera imaginado caer en ese estado de anulación, personas optimistas y fuertes por naturaleza, que se han venido abajo por causas exógenas inesperadas, tanto físicas (una enfermedad grave, crónica o incurable) o psíquicas (muerte de un ser querido, mobbing laboral, acoso, etc.). Yo fui consciente en todo momento de mi estado y del motivo que lo causó. Hay quien no entiende lo que le ocurre y no pide ayuda porque no sabe que la necesita. Hay quien vive como un zombi y su supervivencia emocional depende de los que le rodean y son ellos quienes deben estar a la altura de las circunstancias.
No es hasta que uno sale de ese pozo oscuro en el que ha caído –o lo han empujado-, que comprende cuán injusto es que, siendo víctima de una dolencia que no ha provocado o que incluso le han provocado, tenga que avergonzarse y ocultar por lo que está pasando para no ser visto como un bicho raro, como un débil, como un don nadie que no ha sido capaz de afrontar los contratiempos de esta vida que nos ha tocado malvivir.
¿Qué está haciendo esta sociedad para que cada vez haya un mayor número de personas que pierden, aunque sea temporalmente, la salud mental?
En nuestro país el consumo de antidepresivos se ha triplicado en los últimos diez años y sigue en aumento. Las posibles causas de este incremento son, por una parte, la mayor detección diagnóstica y su empleo en otras indicaciones clínicas, pero también cabe la posibilidad de una práctica inadecuada pues son mayormente los médicos de atención primaria quienes recetan estos medicamentos en lugar de derivar al paciente a un especialista y proceder a un diagnóstico más certero. Pero a pesar de estas voces críticas acerca de lo que califican de sobre-prescripción, es innegable que existe un déficit de atención psicológica y psiquiátrica con respecto a otros países europeos y que la crisis económica y el paro no han hecho más que agravar la situación.
A este paso, la sociedad acabará asimilando la depresión al grupo de enfermedades “normales” y el enfermo depresivo dejará de ser un apestado, un caso raro, para ser un enfermo más. Esperemos que esta minoría no acabe siendo una mayoría pues pagaríamos cara esta “normalización” patológica.
Con esto pretendo decir que no hay que avergonzarse por sufrir una depresión ni ser menospreciado por padecerla. No pretendo que llegue un día en que decir “yo tuve una depresión” sea motivo de orgullo, pero sí poder decir “yo tuve una depresión, logré salir de ella, y no sentí vergüenza”.
*Imagen: Montgomery Clift, en un fotograma del film "Yo confieso", de Alfred Hitchcock.