martes, 21 de noviembre de 2023

Quien espera, desespera

 


Dicen que el tiempo es oro. Y yo, que soy impaciente por naturaleza, diría aún más: que es del más puro platino. No hay que perder ni una miaja. Es parte esencial de nuestra vida.

No creo que sea una excepción si digo que me irrita tener que esperar. Parafraseando a no sé quién, diré que la puntualidad es un deber de caballeros, cortesía de reyes, hábito de gente de valor y costumbre de gente bien educada. Sé que suena a rancio, pero, en líneas generales, lo suscribo.

Hay personas que llevan la impuntualidad en sus genes y no pueden evitar llegar tarde a sus citas. Solo les deseo que esa impuntualidad crónica no les acarree un problema grave, como que al no aparecer a tiempo a una entrevista de trabajo, pierdan una gran oportunidad laboral. Aunque creo que esos impuntuales habituales lo son de forma selectiva; según por qué y para qué sí saben presentarse a tiempo. Solo con que se disputen un lugar o puesto preferente, un premio o un producto escaso y muy rebajado, son capaces de madrugar extraordinariamente, como los que hacen cola de noche, durmiendo al raso, para hacerse con el nuevo modelo de iPhone.

Pero, como suelo hacer en mis entradas, estas consideraciones solo son una pequeña introducción, un aperitivo previo al caso que realmente quiero comentar y criticar: la espera que todos los mortales —diría que sin excepción— tenemos que soportar cuando acudimos a una cita médica. Yo, que soy un obseso de la puntualidad y eso de llegar tarde se me antoja como una aberración, soy del todo incapaz de llegar ni tan solo un minuto tarde a mi cita médica. ¿Y si hoy el médico va bien de tiempo o se ha dado de baja un paciente y me llama antes de lo esperado, cuando todavía no he llegado? ¡Qué iluso! Años y años de experiencia negativa en este aspecto y todavía creo que una demora de unos pocos minutos será una catástrofe y me saltará el turno, quedándome sin ser visitado.

Y es que, según mi dilatada experiencia en este quehacer, la media de tiempo que suelen hacer esperar al paciente —por algo se llama así— varía entre un cuarto —algo excepcional— y tres cuartos de hora. Menos mal que tenemos el móvil para distraernos y evitar morirnos de aburrimiento mientras esperamos.

Que acudamos, por ejemplo, a un servicio de análisis clínicos que no requiere cita previa y tengamos que esperar una hora porque el laboratorio de extracción está repleto ya a primera hora —ahí están los que se apresuran a ser de los primeros cuando suelen ser de los que habitualmente llegan tarde a sus citas— es perfectamente normal, pero que, teniendo concedida cita previa y tengamos que sufrir el mismo retraso para ser atendidos, ya es de juzgado de guardia. ¿De qué sirve tener una hora concedida si luego, cuando llegas a la consulta, tienes que hacer cola y te llaman según el orden de llegada? Este no es un ejemplo inventado, lo he vivido no hace mucho, motivo por el cual interpuse una reclamación que, obviamente, no ha recibido respuesta. Y me refiero a lo que ocurre en centros médicos privados. No quiero pensar en los públicos, aunque mi memoria me retrotrae a muchos años atrás, cuando solía acudir a la sanidad pública y ocurría exactamente lo mismo. Una vez más hago hincapié en que la privada se parece cada vez más a la pública, al menos en este sentido.

Y si vas a Urgencias, ya ni os cuento. De promedio nos tocará pasarnos en dicho Servicio entre cuatro y cinco horas, entre el triaje previo, la atención médica y el diagnóstico final.

Y ¿qué ocurre con el tiempo de espera para pedir una cita telefónicamente? «Todos nuestros agentes están ocupados», locución grabada en bucle y, eso sí, acompañada de una musiquita que al final te destroza los nervios. Y con mucha suerte, te acaban atendiendo después de más de cinco minutos de espera y tras varios intentos fallidos. Es desesperante.

¿Poco personal en todos estos casos? Seguro. ¿Poca diligencia? También. ¿Poco interés? Posiblemente. A veces se me antoja que hacer esperar es todavía un atributo muy español, que me trae a la memoria a Mariano José de Larra y su «vuelva usted mañana».

 

jueves, 9 de noviembre de 2023

Las guerras que no cesan

 


Reconozco que puedo resultar pesado, por reiterativo, al abordar casi siempre, y especialmente en mis últimas entradas, temas complejos y de muy difícil solución y con el denominador común de la injusticia y la miseria humana que parece haber venido para quedarse. No pretendo ser un aguafiestas, simplemente reflejo la triste realidad sobre asuntos y comportamientos humanos que me rebelan. Y como no, no podían faltar las guerras. Aunque ya traté este tema en alguna de mis entradas antiguas, la de hoy incide en este drama social en un momento de máxima actualidad.

A fecha de hoy, se estima que hay en el mundo 58 conflictos armados, de los cuales quiero destacar, por su proximidad, por el número de muertes diarias y por su impacto global, pero sobre todo en Occidente, la guerra ruso-ucraniana y la palestino-israelí. No voy a dar cifras sobre los civiles muertos y heridos, que se elevan a decenas de miles, entre los cuales se cuentan numerosos menores, porque este dato escalofriante va en aumento día a día y, además, varía según qué facción las ofrece.

En ambas contiendas se han llevado a cabo numerosos crímenes de guerra, con ataques a la población civil desarmada. Hospitales y escuelas han sido destruidas hasta los cimientos, causando multitud de muertes de inocentes y siempre alegando que en esos edificios se escondían terroristas armados que utilizaban a la población civil como escudos humanos. Y si eso ya de por sí es horrible, más indignante es, si cabe, intuir que esos crímenes no serán juzgados por ningún tribunal internacional, quedando sus perpetradores y mandatarios totalmente impunes.

Pero además de estas terribles cifras, es preocupante ver cómo la comunidad internacional es incapaz de poner freno a tal barbarie. Ni la ONU ni la UE tienen poder alguno para detener los ataques que van diezmando la población civil, que parece ser, muchas veces, el verdadero blanco de los ataques para obligar al enemigo a rendirse. Ambos bandos se acusan mutuamente de los hechos, mintiendo y tergiversando la información, cuando no ocultándola.

Intento ser lo más ecuánime posible, censurando cualquier tipo de acto brutal que no tiene justificación alguna siquiera en un campo de batalla, venga de quien venga. Se dice que incluso la guerra tiene sus normas —algo que me resulta irónico— y quienes no las respetan merecen ser duramente sancionados. Pero nada de esto ocurre, nadie se atreve a tomar cartas en el asunto, a excepción de emitir veladas críticas verbales. Solo el secretario general de la ONU, António Guterres, se ha atrevido reiteradamente a criticar los crímenes de guerra perpetrados contra la población civil y no solo su discurso ha sido como predicar en el desierto, sino que, además, ha recibido duras críticas por parte del agresor, ante la pasividad del resto de Naciones representadas en dicha organización, que no han osado a salir en su defensa.

En estos dos conflictos bélicos he procurado no ser maniqueísta, tachando de buenos y malos a los contendientes. La guerra es mala por definición. Pero sí que me inclino a favor del más débil y en contra de quien inició el conflicto, aunque para ello tenga que retrotraerme a décadas pretéritas, como en el caso del establecimiento del Estado Israelí en 1948, propiciado precisamente por las Naciones Unidas, que fue el detonante de todos los disturbios habidos y por haber en tierra palestina.

Pero obviando quién tiró la primera piedra en cualquiera de las dos confrontaciones bélicas que aquí me ocupan, aunque sea un dato fundamental para entender lo ocurrido, insisto en que lo que más me subleva es ver como las Naciones Unidas y la UE no logran detener el conflicto, que las sanciones emitidas por la ONU caen en saco roto y que el maldito veto de los que son precisamente culpables del cruel desatino da al traste con cualquier acción represora. Una vez más vemos cómo intereses, tanto políticos como económicos, interfieren en la toma de decisiones conjuntas y unánimes. Lo que realmente se pretende es mantener el statu quo y la correlación de fuerzas a nivel mundial. ¿Por qué el gobierno de los EUA no censura abiertamente y sin tapujos al de Israel, si siempre se ha erigido como el pacificador de cualquier conflicto bélico, cuando Israel ha estado constantemente instigando al pueblo palestino, ocupando de forma imparable sus tierras con asentamientos que todo el mundo ha calificado de ilegales? ¿Por qué no le obliga a cumplir con las resoluciones de las Naciones Unidas para que ambos pueblos tengan su propio Estado y puedan convivir pacíficamente? Pues porque la comunidad judía en los EUA es muy numerosa, poderosa e influyente, e ir en su contra tendría graves consecuencias políticas y económicas en ese país norteamericano. Incluso el posicionamiento de su presidente puede inclinar la balanza en su contra en las próximas elecciones. Además, hay que tener en cuenta que los EUA suministran armamento a Israel por un valor de casi 300 millones de dólares.

Y las sanciones a Rusia, ¿qué efectos reales han tenido hasta ahora? Parecía que la condenarían a la ruina y la rendición, pero no ha sido así. ¿Cómo es eso? Porque Rusia tiene unos aliados que no le dejarán caer de la cuerda floja. China, Corea del Norte y Bielorrusia, son los principales valedores y, en segundo lugar, aunque también importantes, están Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán y Siria, si bien estos lo sean fundamentalmente por tener a los EUA como enemigo común.

Así pues, mientras los agresores tengan aliados que puedan suministrarles armamento, petróleo, dinero y otros bienes necesarios para sobrevivir y contrarrestar las sanciones, pudiendo así seguir combatiendo, no habrá una posible resolución al conflicto y la paz seguirá estando lejos.

Paz y Justicia no siempre van de la mano, pues puede haber paz, aunque sea ficticia, bajo un gobierno dictatorial. En cambio, si se logra hacer justicia se puede conseguir la paz, siempre y cuando los países enfrentados tengan la firme voluntad de hacerlo. Por desgracia, en los dos casos aquí expuestos, dudo mucho que ello exista y se logre, por lo tanto, una paz justa y duradera.

 

jueves, 2 de noviembre de 2023

La violencia que no cesa

 


Desde el principio de los tiempos, la violencia ha sido una característica constante del ser humano. A las guerras tribales en las sociedades primitivas les sucedieron otras más cruentas y sofisticadas, llegándose a perpetuar, a lo largo de los siglos, tanto en el ámbito civil, militar e incluso eclesiástico.

Actualmente seguimos viviendo rodeados de violencia, hasta tal punto que ya parecemos inmunes a ella. Cuando nos percatamos, casi a diario, que hay quienes no respetan la vida ajena y atentan contra sus semejantes por cualquier motivo, ya sea político, religioso, racista o por obra de un perturbado, esas imágenes tan crueles nos causan un gran impacto mientras dura la información recibida, pero acabamos viéndola como algo irremediable en un mundo loco que parece que no puede funcionar sin la violencia.

Mientras que hay actos violentos que nos quedan lejos, como la guerra entre Rusia y Ucrania o las recientes atrocidades cometidas en Palestina, otros nos resultan muy cercanos, con los que también convivimos a diario y que no cesan —e incluso diría que aumentan— por mucho que se intente ponerles coto por distintos medios, ya sean policiales o educativos. Me refiero a la violencia de género, la violencia machista.

Quizá sea cierto lo que algunos alegan sobre que en la época de la dictadura también tenían lugar, pero la censura del régimen de entonces nos mantenía en la inopia con objeto de aparentar un bienestar social que no existía. Pero, aunque así fuera, mi impresión es que, contradiciendo la creencia de que vivimos en una sociedad mucho más culta y preparada que la de los años 50 y 60 del siglo pasado, este tipo de violencia a la que me refiero ha llegado a unos límites no solo intolerables sino también altamente alarmantes.

Ignoro desde cuándo existen estadísticas al respecto, pero con solo echar un vistazo a los datos publicados desde el año 2012 hasta hoy, se han producido en nuestro país más de seiscientas muertes de mujeres a mano de sus maridos, parejas o exparejas, con un promedio de 53 muertes al año. Un dato escalofriante que no parece que vaya a disminuir por lo menos en los próximos años si no hallamos una fórmula que corte de raíz tal brutalidad.

Con la información y actividad social que se despliega constantemente sobre este grave problema social, parece mentira que siga habiendo maltratadores y asesinos que no dudan en acabar con la vida de sus exparejas incluso existiendo una orden de alejamiento.

El tema es duro y complejo, pues implica la existencia de varios factores, desde el temor de muchas mujeres a denunciar a su maltratador a algo que para mí es mucho peor: que todavía hay muchas jóvenes que no reconocen que el trato que reciben de sus parejas es una agresión en toda regla. Todavía hoy en día se dan casos de chicas que reconocen que no se daban cuenta de que el comportamiento de su pareja era más propio de un abusador que de un amante. «Me controlaba lo que hacía, me miraba el móvil para ver con quién hablaba y qué decía, no me dejaba ponerme una falda corta, me prohibía salir con algunas amigas, no soportaba que hablara con chicos, pero yo interpretaba que lo hacía porque me quería. Sí, últimamente nos peleábamos con frecuencia. En más de una ocasión llegó a pegarme. Al principio algún bofetón, luego alguna patada. Y me insultaba. Pero todo lo arreglaba con un polvo». Esto es, a grandes rasgos, pero con bastante fidelidad, lo que confesó hace unas semanas ante las cámaras de la televisión catalana (sin mostrar el rostro y con la voz distorsionada) una joven de unos veinte años, que además afirmó haber perdido la virginidad a los quince con ese novio que tanto la quería sin que a ella le viniera en gana. Vamos, que tuvo que acceder a sus pretensiones para que no se pusiera agresivo.

Aun siendo muy consciente de la existencia de estos casos, oír de primera mano y de alguien tan joven esa retahíla de maltratos, me puso los pelos de punta. ¿Y esa educación sexual que se dice que se imparte en las escuelas, de qué sirve?

Hace también unas pocas semanas se hizo público el resultado de una encuesta sobre este tema, que concluía que más de un diez por ciento de los jóvenes varones no veían como un acto de maltrato darle un bofetón a su chica en el transcurso de una discusión o el hecho de mirarle el móvil. ¿Qué pasa por la cabeza de esos jóvenes maltratadores? ¿Acaso toman ejemplo de lo que ven en casa? ¿Es cierto que ser un maltratador es algo que se hereda en el seno de la familia? Si es así, el problema es más difícil de resolver, porque ya no es una cuestión de educación juvenil sino también paterna.

Y si incluimos en la violencia de género, las violaciones, los datos son tanto o más alarmantes si cabe, por lo escalofriantes que resultan.

Pensar que solo en el año 2020, según el Ministerio del Interior, hubo 12.769 víctimas de violencia sexual, de las que 10.798 fueron mujeres, es algo impensable en una sociedad educada. Y del total de delitos de violencia sexual contra las mujeres, el 12% fueron agresiones sexuales con penetración. De ese mismo informe se desprende que se producen 4 violaciones de mujeres al día en España. Y para acabar de retorcer más la situación, según una macroencuesta del año 2019, se estima que solo un 21,7% de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia por parte de sus parejas lo denuncia, y más de la mitad de las que sí lo denunciaron afirman que la policía mostró escaso interés o hizo poco por resolver su caso. Parece, o quiero creer, que esto último está en vías de solución.

Según datos más recientes, del 31 de mayo de 2023, el número de mujeres víctimas de violencia de género aumentó un 8,3% en el año 2022. Desde luego no nos podemos sentir orgullosos de vivir en un país en el que la violencia de género no solo no cesa, sino que aumenta. 

Posiblemente no podamos afirmar, a pesar de estos datos, que España sea un país mayoritariamente machista, pero sí es cierto que el machismo esta todavía muy extendido y arraigado, y no solo me refiero al que origina estos tipos de maltrato, sino al que se da todavía en otros muchos ámbitos de nuestra sociedad. Pero esta es otra historia. ¿Algún día podremos cambiarla?


jueves, 26 de octubre de 2023

La inmigración que no cesa

 


Los movimientos migratorios han sido algo natural desde tiempos inmemoriales. La humanidad ha ido evolucionando a través de los siglos gracias, en parte, a los nuevos asentamientos que distintos grupos étnicos han ido creando en busca de un lugar mejor para vivir, ya sea por imperativos climatológicos o de supervivencia para hallar los pastos y la caza que les proveyeran de sustento.

Pero una cosa son las migraciones voluntarias y otra muy distinta son las forzadas, como las que se han instalado en nuestro planeta durante décadas y que cada vez son más frecuentes y abundantes.

Muchas personas se desplazan en busca de trabajo u oportunidades económicas, como sucedió en España en las décadas de 1960 y 1970, pero otras muchas lo hacen para escapar de la hambruna, de conflictos bélicos, de persecuciones, del terrorismo y de violaciones y abusos a gran escala de los derechos humanos.

Solo unos pocos afortunados logran su objetivo y hacerlo de forma regular, es decir legal. Pero en nuestro país, según datos de 2019, el número de inmigrantes sin papeles ascendía casi al medio millón. Y es que últimamente España está siendo el punto de llegada de una gran parte de inmigrantes.

Últimamente estamos viendo como las islas Canarias están recibiendo cientos de inmigrantes al día, llegados a bordo de pateras. Hace tan solo unos días arribó a El Hierro un cayuco con 320 personas a bordo, lo que supone un récord histórico, según Salvamento Marítimo.

En paralelo, a la isla italiana de Lampedusa, llegaron unas seis mil personas en 24 horas, pidiendo asilo o la posibilidad de trasladarse a países del norte de Europa. El centro de acogida en dicha isla está totalmente desbordado, sin lugar suficiente para acoger a tantos recién llegados.

Volviendo a España, en lo que va de año, han llegado en cayuco 38.000 personas, siendo la ruta canaria la más numerosa, con más de 25.000 llegadas, y también la más mortal, sea dicho de paso, con cinco muertes diarias.

¿Cómo hacer frente a este drama humano? Pues Grecia y la UE tienen una solución: en lo alto de una montaña en medio de la nada, en una isla remota del mar Egeo, se está construyendo una auténtica prisión para refugiados, que al parecer responde a un nuevo modelo de blindaje de fronteras. El objetico es llevar a los hombres, mujeres y niños que llegan en patera a un lugar donde nadie los pueda ver, lejos de la población local, de las cámaras y de todo. Son verdaderos campos de refugiados. De momento, la más avanzada de estas estructuras se encuentra en la isla de Samos, la más cercana a Turquía, en la que unos 4.500 refugiados malviven en chabolas, cuando este centro fue diseñado para acoger a 648 personas. Según las autoridades griegas, cuando entre en funcionamiento el nuevo centro en construcción a finales de este año, los refugiados podrán salir del mismo de día, identificándose con unos brazaletes electrónicos. Sin embargo, no tendrán dónde ir. Y como este problema seguirá creciendo, la Comisión Europea ha donado el gobierno griego 130 millones de euros para construir este y otros centros previstos en las islas de Lesbos, Leros y Quíos.

Llegado a este punto, nos podemos plantear por qué vienen tantos inmigrantes si durante el viaje perderán la vida muchos de ellos, niños incluidos, cuando el lugar de recepción no les ofrece las mínimas garantías para ver satisfechos sus deseos y necesidades.

También es llamativo e indignante que las mafias dedicadas al tráfico de inmigrantes lleguen a cobrar hasta 6.000 euros a quienes tratan de entrar irregularmente en España. ¿Cómo obtienen esos inmigrantes tal cantidad de euros si dicen vivir en la miseria? Supongo que hay una diversidad de explicaciones. Unos los obtienen vendiendo todos sus bienes (casa, rebaño, etc.), otros reciben ayuda económica de amigos y familiares y otros solo pagan una pequeña parte y del resto ya se encargarán las mafias de cobrarlo a quienes les avalaron, sin reparar en el método empleado.

Este es un gravísimo problema que parece tener muy difícil solución. Al margen de los que realmente huyen de una guerra, de un genocidio por motivos étnicos o religiosos, o por cualquier represión y persecución que puede acabar con sus vidas, los que vienen en busca de trabajo y de una vida mejor, deberían pensárselo mejor antes de arriesgar sus vidas y las de sus hijos. Se ha hablado hasta la saciedad de que la solución pasa por informarles de a qué se enfrentarán cuando lleguen a su deseado destino y de que hagan oídos sordos a los cantos de sirena que les prometen una vida mucho mejor cuando lleguen a la Tierra Prometida. Otra de las soluciones, teóricamente plausible pero bastante inviable en la práctica, la que realmente atajaría ese éxodo de sus tierras, sería proveer a los gobiernos de los países de los que huyen sus ciudadanos, de medios económicos para paliar esa pobreza endémica en la que se han instalado, o bien —todavía más inviable, por no decir irreal— luchar contra esos gobiernos tiránicos que provocan las guerras civiles y las persecuciones étnicas y reprimen a todos sus disidentes. Y siempre son los más desfavorecidos quienes pagan las consecuencias de tal barbarie. Nadie va a enviar dinero a regímenes corruptos que lo van a utilizar para su propio beneficio. Ya vemos cómo el envío de alimentos y medicamentos por parte de las ONG es frecuentemente sometido a expolio por los guerrilleros o por el propio ejército de los países receptores.

Y mientras tanto, la inmigración no se detiene, aunque nuestro Ministerio del Interior ha indicado que el número de inmigrantes llegados a España en lo que va de año es un 3,3% inferior que en el mismo periodo del año pasado.

Lo más lastimoso de este negro panorama es que me da la impresión —y no solo me refiero a los partidarios de la extrema derecha— que esta avalancha imparable de inmigrantes puede originar una mayor xenofobia de la que ya existe en nuestro país, pero, por otra parte, existen unos datos realmente chocantes y es que mientras que algunos afirman que los llegados de fuera nos quitarán nuestros puestos de trabajo, según publicó El País en julio de 2021, “España necesita siete millones de inmigrantes en tres décadas para mantener la prosperidad”. Ahí lo dejo.

 

sábado, 14 de octubre de 2023

Saltarse las normas

 




Yo diría que somos uno de los países europeos más indisciplinados. Son muchos los que se saltan las normas sociales establecidas sin que, generalmente, nadie haga nada al respecto. A lo sumo, alguna multa, que el multado no suele pagar o bien le resulta más económico hacerlo que evitar el motivo del daño causado, como sería el caso de las industrias contaminantes.

Son tantos los ejemplos de indisciplina, que haría falta un voluminoso tomo sobre las infracciones más habituales. Y como muestra, un botón no basta, mejor unos cuantos:

Las modelos de pasarela siguen luciendo un índice de masa corporal muy por debajo de lo saludable, ofreciendo una imagen más propia de la anorexia.

El tiempo destinado a la publicidad en televisión supera con creces el límite fijado oficialmente. La nueva ley del audiovisual fija tramos horarios, estableciendo un máximo de 144 minutos de publicidad entre las 06:00 y 18:00 horas, y de 72 minutos entre las 18:00 y las 24:00 horas. En ambas franjas, ello equivale a 12 minutos a la hora. ¿Alguien ha observado que ese tope de cumpla? Si tenéis la paciencia necesaria, tomad un cronómetro y comprobaréis cómo esos tiempos se exceden notablemente.

Desde el pasado mes de junio, las llamadas telefónicas comerciales —también llamadas spam— están prohibidas, con unas pocas excepciones. Sin embargo, estas se siguen produciendo, como ya anticipaban muchos analistas, y ello gracias, al parecer, a algunas lagunas de esta nueva norma.

Los límites de velocidad, tanto en ciudad como en carretera, se superan con creces. No es que yo sea un perfecto ciudadano al volante en este aspecto —en carretera suelo, siempre que el estado de la vía y el tránsito lo permitan, exceder en 10 Km/hora el límite establecido, pero sigo observando a peligrosos fitipaldis que parecen que estén en un circuito de carreras automovilísticas y realizando adelantamientos muy arriesgados, algo que puede poner en peligro la vida de otros conductores. Y ello también puede aplicarse a los motoristas.

Hay ciudadanos que siguen aparcando sistemáticamente en doble fila, en un vado señalizado o en una plaza reservada, abandonando el coche todo el tiempo que sea necesario.

Muchos son los ciclistas —y últimamente usuarios de patinetes eléctricos— que circulan por donde les viene en gana, ya sea por la calzada, que es lo correcto, como por las aceras, con el consiguiente peligro para el peatón. Deben creer que tienen una bula de circulación no sujeta a límites.

Y cuántos son los dueños de perros que no se dignan recoger sus excrementos, sembrando la calle de caquitas como si de una letrina al aire libre se tratara. Yo tengo perro y siempre salgo con él con las bolsas de recogida de heces que se venden y se pueden obtener gratuitamente en dispensadores públicos para tal fin. Incluso en las zonas acotadas para perros —conocidas como pipican— observo una cantidad desmesurada e incomprensible de excrementos, que los dueños de los perros que las han producido no se dignan a recoger, aun cuando haya un letrero de grandes dimensiones que indica esa obligación, junto al cual hay un dispensador de bolsas y un pequeño contenedor para depositarlas una vez utilizadas.

Y sigo viendo las calles, las playas y los campos sucios de desperdicios de origen humano de todo tipo, contribuyendo con ello a incrementar la contaminación del ya de por sí deteriorado medioambiente.

Y así un sinfín de despropósitos, que no solo van contra las normas más elementales de convivencia, sino que además afectan el bienestar de muchos de los que sí las respetamos.

Y para finalizar, el mayor despropósito que atenta contra la vida de quien osa saltarse la norma, consiste en no respetar los pasos a nivel en una vía férrea debidamente señalizados, con semáforo y barrera, para ahorrarse unos pocos minutos de espera. Últimamente se han registrado varios atropellamientos mortales de personas que cruzan impunemente la vía del tren cuando este está a escasos metros o bien en un tramo de escasa o nula visibilidad. Y cuando esto ocurre, siempre se buscan culpables fuera de la irresponsabilidad de las víctimas, exigiendo el soterramiento de las vías o un vallado a lo largo de todo el recorrido de la línea férrea. Evidentemente, estas actuaciones evitarían tales accidentes, como también se evitarían atropellamientos a peatones si los coches circularan bajo tierra. En casos como este hay que repartir de forma ecuánime las responsabilidades de cada parte.

A veces me da la impresión de que hay quien disfruta saltándose las normas como si con ello quisiera demostrar que son más listos que los demás, que no somos más que unos tontos disciplinados.

 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Turismo destructivo

 


Que el turismo es una pieza clave para la economía de nuestro país es indudable. Pero ¿cuál es el precio que debemos pagar a cambio de los cuantiosos ingresos que se derivan de él? ¿Estamos dispuestos a ver incrementado, año tras año, el número de turistas extranjeros que nos visitan?

Según datos de 2021, los ingresos por turismo representan el 8% del PIB, con algo más de 97 mil millones de euros, y en ese mismo año generó 2,27 millones de puestos de trabajo, representando un 11,4% del empleo total.

En 2019, año que se usa de referencia por preceder a la pandemia, los ingresos alcanzaron los 161 mil millones de euros. Este año, aunque no se ha superado las cifras de 2019, se han acercado mucho, con una ocupación hotelera media del 70% durante el mes de julio, superando el 90% en algunas poblaciones eminentemente turísticas, y los ingresos han aumentado un 6,3% respecto a 2022.

En Barcelona capital, el número de cruceros ascendió el año pasado a 810 y se estima que este año alcanzará la cifra de 900, de modo que habrá más cruceristas que habitantes (1,83 millones solo entre enero y julio).

Esta masificación turística es una mina de oro para la capital catalana, pero va asociada a grandes inconvenientes y molestias para sus habitantes, produciendo un deterioro considerable del medioambiente, fundamentalmente en forma de polución, tanto por tierra (vehículos), mar (cruceros) y aire (vuelos comerciales). Por no hablar de la proliferación de pisos turísticos, que desalojan a los vecinos de toda la vida y encarece enormemente el precio de la vivienda en las zonas en las que aquellos se asientan. Y eso no solo ocurre en las grandes capitales sino en muchas otras zonas de gran interés turístico. Quizá el ejemplo reciente más notorio es el de Ibiza, donde incluso los trabajadores de la hostelería y restauración no hallan un techo asequible bajo el que guarecerse. Y más recientemente, este problema de la masificación se ha extendido a zonas turísticas rurales, como en la Vall de Boí, un precioso enclave pirenaico de la comarca de l’Alta Ribagorça, en la provincia de Lleida, donde ha proliferado enormemente la construcción de viviendas, perdiendo paulatinamente su atractivo original. Pero este es un problema que se sale del ambiente propiamente turístico.

Otro problema que veo con el turismo es la gran dependencia económica. Hemos visto, durante la pandemia, como el turismo se resintió hasta el punto de perder un gran número de puestos de trabajo dependientes de él. De este modo, si el cambio climático sigue afectando a la climatología y España deja de ser un país atractivo para los que buscan sol y temperaturas agradables, el declive, primero y el fracaso después está servido.

Una pega adicional del turismo son las malas condiciones laborales de los trabajadores del sector. Suben los precios en los hoteles y restaurantes, pero sus empleados reciben a cambio un salario de pena y, en algunos casos, con una explotación de juzgado de guardia.

Y, cómo no, es inevitable que en ciudades y zonas que atraen un gran número de visitantes, se produzcan fricciones con la población local, que se siente invadida por una muchedumbre que no suele respetar las normas de convivencia, afectando en muchos casos el normal desarrollo de sus actividades. Hasta que no se halló una solución práctica, los aledaños de la Sagrada Familia era un hervidero de turistas, con los consiguientes autocares, que degradaban el barrio en forma de contaminación visual.

Hace ya muchos años que los responsables de turismo decidieron tomar cartas en el asunto y evitar el llamado turismo de borrachera, incrementando la calidad, y el precio, de los servicios y plazas hoteleras, pero nada de eso ha llegado a buen puerto y siguen llegando manadas de “guiris” buscando diversión basada en las tres eses: Sun, Sex y Sangría, con el consiguiente resultado en forma de trifulcas y peleas callejeras producto del alcohol, que empiezan a consumir a primera hora de la tarde y en plena calle, sin que sean apercibidos ni multados por ello. Claro, hay que cuidar el turismo, sea cual sea y como sea, pues nos deja un buen dinerillo. La pasta es la pasta y lo demás son monsergas.

La masificación debida a las visitas turísticas es un problema general. Las grandes capitales europeas también lo acusan y actualmente uno de sus máximos exponentes es, por ejemplo, Venecia, en donde las autoridades han puesto coto al turismo de masas en forma de un canon que deben pagar los que quieren visitar la ciudad de los canales sin pernoctar en ella. No sé si esta es una medida coercitiva o recaudatoria, e ignoro cuál será su efecto real.

Mi pregunta es si puede existir un turismo sostenible, y para ello he consultado algunas fuentes y todas coinciden en que para conseguirlo debe desarrollarse su actividad generando un impacto mínimo sobre el medioambiente y la clave principal es que la explotación de un recurso esté por debajo del límite de renovación del mismo. Es decir, se trata de fomentar un turismo respetuoso con el ecosistema, con un mínimo impacto sobre el medioambiente y la cultura local. Y en el aspecto económico busca básicamente la generación de empleo e ingresos de la población autóctona.

La verdad es que después de leer esta información me he quedado exactamente igual a como estaba. Todo ello me suena a palabrería, esa tan propia de los políticos, para quedar bien. Creo que estamos ante un problema que, no siendo irresoluble, tiene pocos visos de mejorar por falta de un verdadero interés o bien por la lucha de intereses encontrados. Si ya a nivel internacional, los políticos y mandatarios no se ponen de acuerdo para atajar una crisis climática como la que estamos viviendo o bien, una vez alcanzado, este no se respeta y se da marcha atrás a medidas restrictivas contra la contaminación, qué podemos esperar de los alcaldes y gobiernos autonómicos, que lo que buscan es llenar sus arcas, y los empresarios del sector turístico que solo desean llenar su caja fuerte. Pero, claro, siempre es bueno tener de tu parte a quienes luego, a la hora de votar, tendrán en cuenta cómo los has tratado.

De momento, si no se pone remedio, vamos a tener que seguir soportando ese turismo destructivo. Si seguimos así, creo que el turismo en España acabará muriendo de éxito. Habremos matado entre todos a la gallina de los huevos de oro.


miércoles, 13 de septiembre de 2023

¿Qué me pasa, doctor?

 


Una vez de nuevo ante el ordenador y con las pilas a medio cargar por culpa de algunos contratiempos de salud, me he puesto a pensar qué es lo que me ha incomodado más estas pasadas semanas, si el calor bochornoso, las aglomeraciones, los guiris ruidosos e impertinentes, la carestía de la vida, la actividad política española e internacional o alguna otra cosa que me haya llamado la atención. Pensando, pensando y retrocediendo unos dos o tres meses, he acabado seleccionando, no ya esos problemillas de salud, sino cómo he percibido la atención médica que he recibido. Así pues, no voy a relatar cómo han sido mis vacaciones, cual escolar que inicia un nuevo curso y cuenta su experiencia veraniega, sino destacar un hecho que me ha importunado sobremanera y que me atrevería a decir que cada vez es más notorio: la falta de interés y de empatía que embarga a algunos profesionales de la salud.

Durante este periodo de tiempo que menciono, me he visto obligado, desgraciadamente, a acudir a varios médicos especialistas y a someterme a pruebas diagnósticas de distinta índole.

Aun acudiendo a la sanidad privada, lo primero que me ha sorprendido desagradablemente es el tiempo necesario para obtener una cita médica. En más de un caso, ha tenido que transcurrir un mes y medio desde la solicitud hasta la fecha otorgada. No es de extrañar que el Servicio de Urgencias se colapse, pues muchas veces el paciente no puede esperar tanto para ser atendido. Pero es que, cuando por fin estás frente al médico, en más de una ocasión he tenido la impresión de estar ante un robot, que solo escucha y toma notas en su ordenador, sin apenas mirarme, asintiendo con movimientos leves de cabeza y alguna que otra mirada de refilón.

De este modo, cuando he salido de la consulta, me han asaltado las dudas de si he recibido toda la información necesaria o si el médico habrá obviado algún hecho trascendente. Se supone que una analítica completa, una resonancia, un TAC, un ecocardiograma, o cualquier otra prueba diagnóstica aclarará el supuesto problema y el profesional sanitario dará con la solución. Pero cuando vuelves a estar sentado ante él, observándole mirar los informes y/o las imágenes, pensativo, para luego decirte que podría tratarse de esto o de aquello, que en todo caso no se trata de algo grave, pero que hay que seguir controlando, y que no hay nada más que hacer, excepto acudir a otro especialista que presumiblemente estará más capacitado para dar un diagnóstico certero porque lo que se ha observado cae más dentro de la competencia de otra especialidad, entonces te desmoralizas.

De este modo, me he visto recientemente atrapado en un bucle de falsos o dudosos diagnósticos para terminar donde estaba al principio. Como si jugara al juego de la oca, puedo decir aquello de “de puente a puente y tiro porque me sigue la corriente”. Uno va pasando de especialista a especialista sin que nadie sea capaz de definir dónde está el verdadero problema y la correspondiente solución.

¿Mala suerte o incompetencia? No dudo de la formación de los médicos especialistas a los que he tenido que recurrir, sino de su falta de interés. Muchas veces he tenido que sonsacarles información, preguntando lo que debieron haberme dicho sin necesidad de preguntárselo. Deben pensar que quien tienen delante no tiene formación suficiente para entender sus palabras. Pero si muestras estar lo suficientemente formado e informado y tienes la desfachatez de interrogarles más a fondo o dar tu modesta opinión, parece como si su ego se sintiera amenazado por la intervención de ese intruso, adoptando entonces una actitud de suficiencia y autoridad.

Llegado a este punto, comprenderéis que he visto muy debilitada mi confianza en la clase médica. Estamos viviendo unos adelantos médicos increíbles, con intervenciones quirúrgicas de alto riego e impensables hasta hace poco, pero eso contrasta con los errores médicos que siguen produciéndose ante casos banales. Al final uno preferirá tener que ser sometido a un trasplante múltiple de órganos que tener un dolor crónico en la espalda, como es mi caso.

Debo hacer aquí un inciso sobre el cáncer que padecí hace algo más de dos años y del que salí airoso. Ello fue gracias a una terapia innovadora a base de anticuerpos, es decir a esos adelantos médicos a los que antes me refería. Pero en cuanto al trato que recibí por parte del oncólogo fue de nula empatía, hacía simplemente su trabajo siguiendo el protocolo. Nunca se interesó por mi estado anímico, algo que en tales circunstancias se agradece enormemente. Y los médicos que se encargaron de los controles durante y después de la quimioterapia exactamente igual.

No soy creyente ni supersticioso, pero antes de volverme a poner en manos de un médico —cosa que deberé hacer más pronto que tarde— haré como los toreros cuando salen al ruedo: me santiguaré tres veces.

Para terminar, quiero hacer hincapié que es muy cierta la máxima que dice que cada uno cuenta la feria según le va en ella. Pues a mí, de momento, no me está yendo muy bien. Espero que la cosa mejore y no tenga que volver a preguntar ¿qué me pasa, doctor?