sábado, 16 de marzo de 2024

¿Karma? ¿Qué karma?

 


Se conoce como karma la energía derivada de los actos de un individuo durante su vida, que condiciona cada una de sus sucesivas reencarnaciones, hasta alcanzar la perfección. El karma justifica o explica los dramas humanos como la reacción a las acciones buenas o malas realizadas en el pasado más o menos reciente. Así pues, podemos decir, según ello, que todo lo que hacemos tiene una repercusión a corto, medio o largo plazo. Por lo tanto, el karma viene a decir que si cometemos actos negativos él se encargará de que tengamos consecuencias negativas en el trascurso de nuestra vida y si, por el contrario, cometemos actos positivos, recogeremos experiencias positivas.

Vaya por delante que yo no creo en la reencarnación y, por lo tanto, no creo en algunos de los planteamientos anteriormente expresados, pero sí que llevan a plantearme algo que siempre me ha intrigado, ya desde muy niño: ¿Quien hace el mal, lo acaba pagando? O, mejor aún: ¿El bien siempre vence al mal?

Mi respuesta a estas dos preguntas es totalmente negativa. Creer en ello solo es una forma de ilusión para compensar nuestras frustraciones ante una injusticia. Por desgracia, he conocido bastantes casos en que el supuesto “malvado”, no solo no ha recibido su merecido, sino que ha tenido éxito en todo lo que ha hecho y se ha propuesto hacer.

Las enseñanzas cristianas apelan a la justicia divina que, en el juicio final, enviará al infierno (sea cual sea su acepción y naturaleza) a los pecadores que no se hayan arrepentido en vida de sus malos actos. Esta creencia insufla al que ha sufrido una injusticia, la resignación, al pensar que el culpable pagará su mal comportamiento en la otra vida y que él, con su conducta cristiana de poner la otra mejilla, se ganará el cielo (o como se quiera considerar a este concepto) y la paz eterna. Conformismo es lo que, en realidad, preconizan muchas religiones y creencias que, por cierto, yo no profeso.

Como inconformista que soy ante las injusticias, tanto propias como ajenas, reitero que no he tenido el gusto de ver cómo se hace justicia en esta vida, sintiéndome con ello impotente ante una situación que vemos constantemente a nuestro alrededor. Debo aclarar que aquí no me refiero a la justicia impartida en los juzgados ante delitos de distinta índole cometidos por delincuentes —que, aun así, muchas veces se libran de un castigo justo y necesario—, sino a esos actos cometidos por quienes ostentan el poder, tanto en el ámbito público como en el privado, en forma de abusos o de coacciones de cualquier tipo y que producen un daño irreparable a quienes las sufren. A este tipo de actos injustos es al que me refiero al pensar en lo útil que sería el karma si hiciera bien su trabajo.

De todos modos, no puedo dejar de mencionar el hecho de que a menudo observamos en la vida pública que muchos delitos graves quedan impunes, que hay individuos y organizaciones que se libran de pagar sus faltas, como si gozaran de impunidad ante la ley.  Dictadores, tiranos y genocidas ¿han pagado y pagarán por sus execrables actos? Solo me viene a la mente el juicio de Nuremberg, que impartió justicia contra los responsables del Holocausto, si bien no todos los que merecían ser castigados fueron juzgados o condenados a pena alguna. Recordemos también la ejecución en la horca de Sadam Hussein y otros casos en que, más que justicia, deberíamos hablar de venganza, como la muerte de Muamar el Gadafi y, muchos años atrás, de Benito Mussolini, a manos del gentío enfervorizado. Pero esos actos revanchistas y cruentos tampoco entrarían en este capítulo. Estoy a favor del principio de que quien la hace, la paga, pero, a poder ser, por medios lícitos, es decir impartiendo justicia de acuerdo con la ley, y no precisamente la del Talión.

Para concluir, diría que, a pesar de mi experiencia personal negativa, ¿debo creer en el principio del karma? ¿Debo confiar en que quien hace el mal lo pagará tarde o temprano? Y vosotros: ¿creéis que, como dice el refrán, a cada cerdo le llega su San Martín?


viernes, 8 de marzo de 2024

Haters

 


Desde que las redes sociales han invadido nuestra vida social, valga la redundancia, ha aparecido una serie de nombres, títulos y actividades que no cesan de crecer. Primero fueron los facebookers, o de un modo más coloquial, feisbuqueros, que junto con los bloggers, o blogueros, eran mayoría; a estos les siguieron los twiterers o tuiteros, los instagramers (término sin equivalente en castellano), los youtubers o yutuberos, y más recientemente los viners (usuarios de la red social Vine, dedicada a compartir vídeos cortos y a los que todavía no se les ha asignado el más que probable calificativo castellano de vineros).

Así pues, Facebook, los blogs de todo tipo, Twiter (ahora bautizada como X por su propietario, el archimillonario y excéntrico Elon Musk), Instagram, Youtube y el ya mencionado Vine, son las redes sociales que dominan este espacio creado en internet por personas u organizaciones que se conectan con una inmediatez increíble para compartir intereses o valores comunes.

Si estas redes o aplicaciones son útiles para la sociedad lo dudo, pero sí debo admitir que contribuyen a expandir noticias y hechos privados y públicos de forma instantánea, pero que solo interesan a sus usuarios. Pero como en toda aplicación tecnológica, hay pros y contras, y esos contras los estamos sufriendo cada vez con más intensidad. Un instrumento no es malo per se hasta que el uso que se le da resulta pernicioso.

Hay quien gana mucho dinero compartiendo sus imágenes, experiencias, conocimientos, ideología, etc., en función del número de personas que visionan sus, en algunos casos, chorradas y diatribas mentales, que luego son imitadas por sus fieles seguidores. Y ahí entra el denominado Influencer, que, como su nombre indica, influye (a veces muy negativamente) en el comportamiento de sus admiradores.

Entiendo que a muchos de esos “promotores” les mueve un afán de notoriedad y de rendimiento económico, pues cada vez hay más que viven de ello. Pero lo que no entiendo es la existencia de esas otras personas que se dedican a denigrar u ofender a una organización o a otras personas, normalmente populares o famosas. Son los denominados haters, término inglés que significa odiadores (hate = odio, odiar).

Los haters se caracterizan por ser personas que, sistemáticamente, se dedican a criticar duramente, a hostigar y ridiculizar a sus “presas”, de forma pública para, de este modo, dar más repercusión a sus ataques. Me las imagino personas cínicas, desdeñosas y hostiles por naturaleza, amargadas, hipócritas y, evidentemente, agresivas.

Deben ser de esas personas que, por costumbre y con ánimos de perjudicar al destinatario de sus invectivas, dejan una opinión muy negativa e incluso nefasta en las webs de las empresas (restaurantes y cualquier otro tipo de negocio) a las que han acudido en alguna ocasión o que ni siquiera conocen de primera mano. Solo les mueve el ánimo de perjudicar, de dañar la imagen de su objetivo.

El ámbito de su actuación son esas redes sociales a las que he aludido anteriormente, por su difusión extensa y pública, y siempre intentando hacer valer su opinión por ser el único razonamiento correcto para ellos. Suelen ser políticamente incorrectos, pues emiten sus juicios —o debería decir prejuicios— de forma provocativa, buscando la confrontación que, por lo general, no aparece porque el aludido prefiere no entrar en el juego y obviar las sandeces que aquel utiliza en su contra. Y no creo que esa animadversión esté dirigida a una única persona o grupos de personas o entidades. Es algo natural en ellos. Cualquier motivo es bueno para odiar, simplemente les gusta atacar a otros con cualquier excusa (militancia o ideología política, credo religioso, gustos musicales, raza, sexo, etc.).

Parecido al hater está el troll (al que hasta ahora desconocía), que se dedica a publicar comentarios provocadores con la finalidad de hacer enfadar y provocar al resto de la comunidad de usuarios, por simple diversión. A diferencia del hater, que, aun siendo hostil, muy crítico y negativo, pero que aporta su punto de vista, aunque sea desagradable, el troll busca interrumpir una línea de conversación, burlándose de forma ingeniosa e irrelevante. Un tonto del culo, vamos. Y perdonad la vulgaridad, pero no he encontrado otro calificativo para definirlos.

Ignoro cuántos haters existen a nuestro alrededor, aunque sospecho que cada vez son más, pues parece que el odio retroalimenta a esos odiadores compulsivos. Es bien sabido que el odio genera odio, y solo hay que ver la situación política de nuestro país y de otros muchos en el mundo.

Ahora los políticos se echan los trastos a la cabeza y hacen declaraciones a través de tweets (o tuits). Claro que no sé cuál es el mejor, o peor, modo de calumniar y atacar al oponente, si de forma verbal o escrita. Dependerá de la difusión que se le dé a esos mensajes.

Creo que la figura del hater se ha instalado en nuestra sociedad para siempre y ocupa muy diversos puestos y no solo en las redes sociales, sino también en quienes ostentan cargos de responsabilidad.

El mandamiento que dice “amar a tu prójimo como a ti mismo” —uno de los diez mandamientos más difícil de cumplir, todo hay que decirlo— y el mandato bíblico de “haz el bien y no mires a quien” se han fusionado y mutado para convertirse en “odia a tu prójimo y no mires de quien se trata”.

Pienso, y quiero creer, que el odiador compulsivo es un infeliz, porque acumular odio no puede hacer feliz a nadie. Quizá estemos ante un enfermo mental que solo encuentra alivio vomitando sapos y culebras. Que Dios nos libre de los haters. Amén.

 

domingo, 3 de marzo de 2024

¿Quién es esa Chica?

 Hoy, excepcionalmente, no traigo a este espacio ninguna queja o reivindicación social. En su lugar, he optado por contar una historia basada en hechos reales y que demuestra hasta qué punto un viejo romántico y nostálgico como yo puede llegar a imaginarse algo que, a ojos de los demás, puede parecer estúpido. Para hacerla más llevadera, me he permitido resumirla. Aun así, probablemente solo les resultará interesante a quienes hayan pasado por algo parecido, aunque dudo mucho que haya alguien tan ingenuo (o necio) como yo.



Cuando vi por primera vez a aquella chica detrás del mostrador, rejuvenecí de pronto más de cuarenta años. No me lo podía creer. ¿Sería un espejismo? Era idéntica a Viviana. Claro que la memoria nos juega, a menudo, malas pasadas y nos hace ver lo que queremos ver. Por eso, acabé rechazando la idea de que fuera quien yo pensaba.

 

Yo tenía dieciséis años cuando conocí a Viviana y ella quince. La esperaba cada tarde a la salida del colegio de monjas al que iba y la acompañaba hasta su casa. Y así cada día hasta que, no sabiendo cómo conservarla, la acabé perdiendo. Yo era muy joven e inexperto en la técnica —¿o debería decir arte?— de la seducción y eso me pasó factura.

Nos reencontramos unos años después. Por casualidad. En la calle. Nos reconocimos y volvimos a pasear juntos, una vez más, hasta su casa. Esta vez parecía que todo iría mejor, pero tampoco logré mi propósito y nos volvimos a distanciar, a pesar de mis esfuerzos para retenerla a mi lado. Supongo que todavía no sabía lo suficiente o no tenía los atributos que ella deseaba que tuviera su pareja ideal. Yo ya tenía diecinueve años, a pesar de que aparentaba los dieciséis de tres años antes. Mi timidez y mi aspecto infantil jugaron siempre en mi contra. Ella, en cambio, ya era toda una mujer con los dieciocho años recién cumplidos.

 

Insisto en que cuando vi por primera vez a aquella chica, detrás de la barra, mi mente retrocedió hasta finales de los años sesenta. Cuando tuve que pedirle lo que deseaba para comer, allí de pie, delante del mostrador, la miré fijamente y, si no fuera por el tiempo transcurrido, habría dicho que era su hermana gemela o, en plan más realista, su hija.

          Seguramente estaba equivocado. La Viviana que conocí hablaba en catalán. Aquella chica, en cambio, habló en castellano, tanto con los clientes como con sus compañeras, durante todo el tiempo que estuve esperando que me entregara mi comanda. Claro que la hija de Viviana podía muy bien hablar la lengua paterna, ¿Qué sabía yo? Una elucubración, la mía, como cualquier otra de mi estilo.

          El parecido era increíble: su mirada, su media sonrisa, las pecas en los pómulos, alrededor de su nariz, recta y proporcionada, los gestos, la manera de moverse... Hasta su voz me pareció igual, pero eso debía ser, seguramente, fruto de mi imaginación. Si a veces nos cuesta recordar la voz de un ser amado cuando hace años que nos dejó, ¿cómo podía recordar la de una joven a la que hacía cuarenta años que no veía?

          Desde aquel día, cada vez que iba a tomarme un bocadillo a aquel local y la veía, no podía evitar pensar en el hecho de que tenía delante a una réplica de la Viviana que conocí. Hasta que el tiempo, la sensatez y la costumbre convirtieron aquella circunstancia en una simple anécdota.

          Pero, he aquí, que un día una compañera la llamó, desde la distancia, “Vivi” —o eso me pareció— y, de pronto, todo empezó de nuevo. Vivi podía ser perfectamente una abreviación de Viviana y no resultaba insólito que le hubieran puesto el nombre de pila de su madre. Y así volvió mi ridícula obcecación. Estuve a punto de preguntarle si tenía una madre de mi edad, que se llamaba Viviana, que, de adolescente estudió en el colegio de monjas de La Gran Vía barcelonesa y que... Pero ¡qué disparate! ¿Qué habría pensado de mí? ¿Que estaba chiflado, que era un viejo sonado o, peor aún, un viejo verde? Además, dejando de lado la altísima improbabilidad de que fuera cierta mi sospecha, ¿qué importaba ya si aquella chica de la que me enamoré en mi adolescencia, tenía o no una hija —que por edad podía ser hija mía— que me la recordaba cada vez que la veía en aquella bocatería?

          Todo ello demuestra varias cosas: que tengo una imaginación novelesca o los recuerdos demasiado pegados a mi cerebro, que la nostalgia de los hechos de juventud me hace soñar despierto y ver cosas que no existen, que se me ha parado el reloj y que vivo anclado en el pasado, que el tiempo corre tan deprisa que me parece que fue ayer cuando iba detrás de las chicas, que soy un viejo romántico, ridículo e incluso infantil, que...

Finalmente, no tuve más remedio que dejar correr esa ridícula obsesión, por mucho que me habría gustado tener noticias de Viviana —al igual que de otras chicas que dejaron huella en mi vida sentimental—, volver a poner los pies en el suelo y olvidarme de monsergas.

 

Y así quedó la cosa hasta que unos diez años después, hace tan solo unas dos semanas, la he vuelto a ver en otra bocatería de la misma franquicia en mi población. Físicamente ha cambiado un poco —diez años no pasan en vano—, pero conserva un aspecto juvenil —debe tener unos treinta años—, pero su expresión es ahora más dulcificada y menos distante con el público.

          Cuando me sirvió la bandeja con mi comanda, me miró y, esbozando una amable sonrisa, me deseó buen provecho.

          Sentado con unos amigos con los que me había reunido allí para desayunar, la observé desde nuestra mesa y les conté toda esa historia ridícula, quién fue Viviana en los años sesenta y cómo se le parecía esa chica. Todos se giraron para observarla y, sonrientes, me animaron, bromeando, a que se lo contara, aprovechando que el local estaba prácticamente vacío a aquella hora y no habría ningún testigo presencial que pudiera oír mi confesión y ponerla en evidencia. Creo que mis amigos, además de bromistas, también son unos soñadores, de ahí que compartamos el gusto por la literatura y participemos en el mismo grupo de escritura.

          Lógicamente, me marché del local sin haberle dicho nada y pensando que le había hecho un favor a aquella pobre chica que, por causa del destino, también se llamaba Viviana y que yo, en mi desaforada fantasía, le había atribuido un parentesco con “mi” Viviana, como hija imaginaria e imaginada.

          No quiero imaginarme qué pasaría si algún día me hallara frente a una joven idéntica, o muy parecida, a cualquier otra chica de las que estuve enamorado de adolescente.

          Y que conste, que mi mujer está al corriente de quien fue Viviana y de todo lo que acabo de relatar y no puso ningún impedimento para que se la contara a la protagonista de esta historia. 


viernes, 23 de febrero de 2024

Ancianos

 


Según el Diccionario de la lengua española, un anciano es “una persona de mucha edad”. Como el término mucho me resulta muy vago, preferiría usar, en su lugar, el de “edad avanzada”, aunque tampoco sea muy aclaratorio.

La OMS considera una persona de edad avanzada (ellos sí usan este término) a la que tiene entre 60 y 74 años. Desde los 74 a los 90, es vieja y más allá de esta edad de una vejez avanzada.

La verdad es que a mí el calificativo viejo no me gusta nada. Viejo es un mueble, un coche, un objeto cualquiera, pero no una persona.

Dentro de cuatro meses cumpliré los 74, por lo que todavía estoy considerado oficialmente una persona de edad avanzada, y al año siguiente ya seré un viejo. Pero yo, en contra de la opinión pública, sigo considerándome un viejo joven o, si mucho me apuráis, un adulto mayor.

Pero vayamos a las estadísticas: A uno de enero de 2022 (no he logrado encontrar datos más recientes), el número de personas mayores en España ascendía a 9.479.010, lo que representaba casi un 20% de la población total (47.479.000 de habitantes). A fecha de hoy, poco habrán variado estas cifras.

Si miramos el número de pensionistas, al cerrar 2023 había en nuestro país algo más de 9 millones, aproximadamente un 18,75% de la población. Evidentemente, no todos los pensionistas son personas de edad avanzada ni todas las personas de edad avanzada cobran una pensión, pero para hacernos una idea del peso económico que representa la población anciana, estos datos son suficientemente aclaratorios.

Hasta aquí, todo han sido consideraciones sobre el significado de la palabra anciano, o persona de edad avanzada, y su incidencia en la sociedad española, pero lo realmente importante es saber y ver cómo viven y son consideradas estas personas por el resto de la población.

Hace unos días, leí que 4 de cada 10 personas mayores de 65 años se sienten solas. Esto es muy triste y grave.

Uno de los problemas con las personas mayores, aunque no el más importante, es lo que se ha dado en llamar “edadismo”, es decir, los estereotipos, prejuicios y la discriminación hacia las personas asociados a la edad, fenómeno este presente, de forma aceptada, en casi todos los ámbitos de la sociedad. La Fundación Pasqual Maragall, colaboradora con la investigación del Alzheimer, ha elaborado un documento en el que se distinguen tres tipos de edadismo: el institucional, referido a los servicios que discriminan y limitan la participación de las personas según su edad; el interpersonal, en el que se usa un lenguaje plagado de términos y expresiones despectivas asociadas al envejecimiento; y el autoinfligido, cuando las personas mayores acaban interiorizando discursos negativos relacionados con la edad.

El edadismo, según la OMS, impacta negativamente en la salud y el bienestar de las personas, especialmente en las mayores, en cuyo caso su efecto se manifiesta por una menor esperanza de vida y peor salud física, mental y emocional, una menor calidad de vida, un mayor aislamiento social, un incremento de la inseguridad económica, y un mayor riesgo de sufrir casos de violencia y abuso.

Con respecto a este último punto, todos hemos conocido casos de maltrato en residencias de ancianos, que, aunque sean afortunadamente minoritarios, son un claro ejemplo de lo anteriormente dicho. La discriminación de la banca hacia las personas de edad avanzada, a quienes no se les facilita las transacciones de sus ahorros, los desahucios de personas vulnerables por razón de edad y economía, que son expulsadas de sus viviendas y a las que se deja sin amparo, hasta que una “obra de caridad” se apiada de ellos, son algunos ejemplos del desamparo al que están sometidos.

De niño, me educaron en el respeto a las personas mayores, tratándolas con educación y cediéndoles el asiento en cualquier transporte público, Hoy día —y no pretendo ser un viejo nostálgico que piensa que todo lo pasado fue mejor— ese comportamiento ya no existe y se trata a los ancianos, en el mejor de los caos, con conmiseración, como si fueran dignos de lástima o niños pequeños.

Llegados a cierta edad, muchos ancianos no pueden valerse por si mismos y la vida moderna y ajetreada, hace que sus hijos no puedan hacerse cargo de ellos, pues requieren una atención continua y muchas veces sanitaria. Es comprensible, en tales casos, que los familiares responsables de ellos acudan al empleo de una residencia de ancianos, donde serán atendidos como se merecen y como quisiéramos ser atendidos todos nosotros. Pero no deja de ser triste ese alejamiento del hogar, el suyo o el de sus hijos, al que se ven empujados, muchas veces contra su voluntad.

Los viejos estorban, son un gasto, un engorro, que algunos desaprensivos, por no llamarlos sinvergüenzas, que ostentan el poder, desatienden su responsabilidad moral y social para velar por su salud y bienestar en las residencias públicas que los acogen (algunas en un estado y con unos medios lamentables), y cuya muerte por causas perfectamente evitables, los trae al pairo porque de todos modos tenían que morirse.

Las leyes, las costumbres y, en definitiva, el sistema, no ampara lo suficiente a los ancianos necesitados de ayuda, que son muchos, dejándolos en una situación muy frágil. Han sido ciudadanos que, con su trabajo y su contribución económica, han levantado el país y lo han hecho mejor, son seres humanos que al llegar a una edad en la que ya no son rentables, se les aparca, esperando que desaparezcan lo antes posible para ahorrar en pensiones, por muy paupérrimas que sean.

No sabría decir si esa situación tan desgarradora que he expuesto es la regla general o la excepción. Solo puedo decir lo que mis ojos ven y han visto. Ojalá estuviera equivocado y espero que las personas mayores de hoy no se vean en ninguna de estas situaciones en un futuro próximo.


martes, 13 de febrero de 2024

No te vayas democracia, no te vayas por favor

 


Se le atribuye a Winston Churchill la afirmación de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Hay quien niega que fuera eso lo que realmente dijo y le atribuyen otras frases igualmente interesantes sobre la democracia. En todo caso, yo diría que si non e vero, e ben trovato, y suscribo esa afirmación.

A muchos se les llena la boca hablando de democracia, especialmente quienes no la respetan ni la practican, y acusan de extremistas a aquellos que dicen que en muchas ocasiones brilla por su ausencia. Sea como sea, opino que si no está ausente en la mayoría de países desarrollados, si está en retroceso.

En diciembre de 2023, el Centro de Estudios y Documentación Internacionales con sede en Barcelona, conocido por su acrónimo CIDOB, publicó un estudio titulado “El mundo en 2024: diez temas que marcarán la agenda internacional”. Entre esos diez temas a los que hace referencia, el segundo en importancia es “La democracia a examen”, precedido por el no menos importante “Más conflictividad, más impunidad”.

En el capítulo sobre la democracia en el mundo, se cifra en 4.000 millones las personas que están llamadas a las urnas en 76 países, casi el 51% de la población mundial. Y añade que mientras la mayoría de la ciudadanía de estos países viven en una democracia plena o con imperfecciones, uno de cada cuatro votantes participará en comicios en regímenes híbridos y/o autoritarios (sic).

El repaso que se hace de la situación de la democracia en esos países es realmente alarmante y no hace falta que reproduzca aquí los resultados de ese escrutinio, en el que han intervenido varias universidades y equipos de investigación política y sociológica, por su extensión y porque no es este el lugar más apropiado para una exposición tan detallada.

Y es que no hace falta recurrir a fuentes tan cualificadas para darnos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. Tanto en los países de nuestro entorno como en el continente americano, vemos cómo, poco a poco, se van afianzando los regímenes autocráticos y la ideología de extrema derecha. En algunos casos solo son, de momento, brotes o movimientos minoritarios, pero que van alcanzando notoriedad. Partidos con reminiscencias fascistas, que pretenden abolir muchas de las libertades conseguidas a lo largo de muchos años de lucha y progreso y hacernos retroceder a un pasado gris y dictatorial, están cada vez más presentes en la política europea e internacional. Todos empiezan asomando la cabeza ante la pasividad, indiferencia o tibieza de la mayoría de partidos demócratas, para ocupar, con el tiempo, un espacio relevante e incluso participar en la vida política con el objetivo de acabar ostentando un poder mayoritario.

Hasta ahora estábamos acostumbrados a algunos regímenes totalitarios “clásicos”, encabezados por Rusia y China, que representan en conjunto a casi 1.600 millones de ciudadanos, seguidos de Corea del Norte, Cuba, Bielorrusia, Qatar, Taykistán, Chad y Vietnam, entre otros. Pero de un tiempo a esta parte estamos viendo surgir políticos, que cada vez tienen más seguidores, que pretenden imponer su ideología extremista, vistiéndola, con un más que dudoso éxito, de moderna y liberal.

Recientemente hemos visto cómo políticos como Giorgia Meloni en Italia, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orban en Hungría y Javier Milei en Argentina, llegaron a la presidencia de su país blandiendo una política retrógrada, populista, negacionista y en contra de las libertades y derechos humanos. Y también tenemos la sombra cada vez más larga de Donald Trump, al que, si no se produce un milagro, vemos cada vez más cerca de la presidencia de los Estados Unidos de América, quien acaba de afirmar ante un público enfervorizado que animará a Rusia a atacar a los miembros de la OTAN si estos no pagan lo que les corresponde en defensa. ¿Cómo un país como los EEU puede estar en manos de un loco de atar? ¿Y cómo puede ser que tenga tantos seguidores como para ganar las próximas elecciones?

Hay quien dice que, al igual que el clima, con sus periodos glaciares e interglaciares, existe una alternancia en la ideología política, con ciclos que hacen que después de una dominancia de un color político determinado, este da paso al opuesto, de modo que tras una época democrática sobreviene una antidemocrática. La gente se cansa de un sistema que no le soluciona sus problemas más acuciantes y opta por un cambio, abrazando a quienes les prometen satisfacer sus necesidades. Y aquí el populismo tiene una baza importante para ganar adeptos a su causa. Si después, esos votantes comprueban que no se han cumplido sus expectativas, vuelven a confiar en aquellos en los que desconfiaban y que prometen cambios y mejoras sociales. Hay, sin embargo, excepciones notables, pues hay votantes muy fieles a “su partido” y le siguen votando haga lo que haga. Es lo que alguien, cuya identidad no recuerdo, definió como feligreses, en lugar de seguidores, refiriéndose a los votantes de la derecha. Pero, como dice el refrán, en todas partes cuecen habas.

Al margen de esa apreciación, a mí me da la impresión que en el mundo la democracia está en retroceso, dando paso a quienes quieren imponer sus ideas como sea, atacando y vilipendiando a sus oponentes, creyendo que quien más grita es quien tiene la razón. Como ejemplo, tenemos a Milei, a quien esta táctica le ha salido bien, de momento, porque cuando los argentinos que le votaron vean cómo es en realidad, al margen de sus fantochadas, se sentirán estafados y volverán a ubicarse en el otro platillo de la balanza. Lo realmente malo es que no haya un espacio político en el que creer y situarse. Con todo, como supuestamente dijo Churchill, creo firmemente que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos.

Esperemos que ese avance del totalitarismo moderno, que de momento parece imparable, no llegue a dominar el planeta, que ya tiene más que suficiente con resistir los embates del ser humano en materia medioambiental.

Y termino parafraseando las bonitas Sevillanas del adiós: No te vayas democracia, no te vayas por favor.


sábado, 3 de febrero de 2024

¿Espionaje o chivatazo?

 


Todos sabemos, y ya nos hemos acostumbrado, aunque nos resulte odioso, que estamos constantemente vigilados por una especie de Gran Hermano, que registra nuestros movimientos, hábitos, gustos, compras y vete tú a saber qué más.

La tecnología que hemos abrazado con entusiasmo o, por lo menos, resignación, controla lo que consultamos en internet. Acabamos de comprar un artículo online y al poco aparece en nuestro móvil, calificado como Smart phone para que quede constancia de su inteligencia, anuncios ofreciéndonos productos similares e incluso los mismos que ya hemos adquirido. Haces una reserva en un hotel a través de una plataforma de búsqueda y reservas, y a partir de entonces esa plataforma que utilizaste te acribilla con nuevas ofertas. No obstante, todo ello es fruto de un programa de rastreo y algoritmos diseñados para tal fin. Muchas veces, de forma automática o inconsciente, estamos entrando en ese sistema aceptando con un clic el uso de cookies. Por lo tanto, no es el ojo humano el que nos controla.

Lo que aquí me trae en esta ocasión es la sospechosa casualidad de algunas ofertas telefónicas. Cuando algo casual nos sucede una vez, reafirma dicha casualidad, pero cuando tiene lugar en varias ocasiones y en idénticas circunstancias, ya huele a chamusquina.

En más de una ocasión, en los últimos meses, tras hacer una reclamación telefónica sobre un error o cargo excesivo en la factura (dos veces con Endesa, una vez con Movistar y otra con Natuygy), al día siguiente o al cabo de unos pocos días, recibí una llamada de alguien que solo se identificó por su nombre de pila, preguntando por mí, como titular del contrato, para ofrecerme una rebaja, pues “era consciente” de que pagaba más de lo debido. La primera vez que me ocurrió, acababa de presentar una reclamación a Endesa por un cargo exagerado y erróneo en el consumo de electricidad. Estaba realmente furioso porque no era la primera vez que presentaba la reclamación, tanto verbal como escrita, sin recibir ninguna respuesta satisfactoria. Pues bien, al cabo de unas horas, una señorita me llamó diciéndome que, si estaba descontento con las facturas, me ofrecía un descuento, que notaría ya en la próxima facturación. Conocía mi nombre, dirección del suministro eléctrico y, por supuesto, mi número de teléfono móvil al que llamó. Como yo acababa de tener una desagradable discusión con un agente de Endesa, que no quiso entrar en razón, un instinto irracional me hizo creer que, efectivamente, me llamaban de esa Compañía, aunque me sorprendió la propuesta. Mi interlocutora no fue, si embargo, muy lista para que colara el engaño porque me hizo saber que nada cambiaría, pero que no me extrañara que la próxima factura viniera con el nombre de Iberdrola, que era lo mismo, que solo cambiaba la suministradora. Llegado a este punto, la envié a paseo con malos modos.

Y como dice el refrán que gato escaldado del agua fría huye, ahora cada vez que recibo una llamada para ofrecerme esto o aquello, corto por lo sano.

Como decía, no es la única vez que me ofrecen una opción más ventajosa tras haberme quejado a una Compañía. La última vez hace tan solo unos días. En esta ocasión, la queja, dirigida a Naturgy, se refería a la reiterada estimación de los consumos de electricidad que aparecían en mis últimas facturas. Tengo instaladas placas solares que me reportan un ahorro energético y económico sustancial, como lo demuestran las primeras facturas recibidas tras la instalación. En este caso, solo debemos pagar la electricidad consumida que no nos ha podido suministrar las placas en su totalidad —en días y horas de poca o nula luz solar— y que entonces nos es suministrada por la compañía eléctrica, que es la que abonamos en la factura. Pero si esta parte del suministro no se basa en lecturas reales sino estimadas, no hay forma de saber si lo que pago es lo que realmente consumo.

Mi reclamación se produjo, vía telefónica, por la mañana, y a media tarde recibí la llamada de alguien que se presentó como “el de la luz”, con la intención de hacerme una oferta ventajosa. A este sujeto no tuve tiempo para echarle toda la caballería encima porque colgó tras mis primeros improperios.

En todos estos casos, hay que reconocer que los supuestos estafadores no tenían muchas tablas, porque enseguida se les vio el plumero, tanto por lo que pretendían como por su verborrea más bien vulgar. Pero yo me pregunto ¿cómo obtienen toda esa información (mi descontento y mis datos personales)? Alguien se los tiene que facilitar, sin duda. ¿Quién es ese alguien? Pues probablemente la misma persona con la que se ha contactado para presentar la queja, que recibe una recompensa por filtrar esa información confidencial a un contacto, que a su vez la traslada a otra Compañía del sector, que es la que contrata a esos espías.

Todo un despropósito, jugando con la confianza y credulidad de la gente. Como la competencia es muy alta, para ellos todo vale, aunque sus actos sean moralmente censurables e ilegales.

Por lo visto, los comportamientos deshonestos deben ser bastante frecuentes en algunas Compañías, tanto públicas como privadas. Como resultado de ello, el 21 de febrero de 2023 se publicó una ley sobre Whistleblowing (comúnmente llamada ley del chivatazo), la cual protege a las personas que informen sobre infracciones y mala praxis en el ámbito laboral, evitando que sean sancionadas por la Empresa en la que ello tuvo lugar. Esta ley se circunscribe, en realidad, a los casos en que un empleado denuncia un comportamiento irregular de un compañero y cuya denuncia puede dañar la imagen de la Empresa, de ahí que el denunciante pueda ser sancionado por esta. En los casos que he traído aquí, el chivatazo lo debería dar, por lo tanto, un compañero de quien pasa a un tercero una información privada de un cliente. Por una vez, la figura del chivato me cae bien. Pero mucho me temo que esos chivatos teletrabajan —sus números de teléfono eran los de un móvil— y, por lo tanto, quedarán impunes, como la mayoría de tramposos de este país.


jueves, 25 de enero de 2024

¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones?

 


Cada vez los aparatos que compramos son más sofisticados, más perfectos y eficientes, y esto que, a primera vista, puede parecer muy ventajoso, que lo es, también tiene un grave inconveniente: que para su montaje y funcionamiento necesitamos, más que nunca, unas indicaciones que nos guíen hacia la consecución de este objetivo fundamental, porque si un aparato no funciona no sirve para nada, aunque sea una afirmación de Perogrullo. El documento informativo que debe acompañar siempre al susodicho aparato es lo que se conoce como Libro o Manual de Instrucciones.

Hasta aquí, todo correcto, pero pobre del que se encuentre —algo que sucede últimamente con bastante frecuencia— con unas instrucciones cuyo texto (si lo hay) está en un castellano mal traducido de quién sabe qué idioma original, muy probablemente del chino, pues es el fabricante más habitual de muchos artículos que compramos, sobre todo, por internet.

Al margen del texto escuálido y deficientemente traducido, las imágenes que lo acompañan y que deberían ser aclaratorias para llevar a cabo el montaje y funcionamiento del aparato en cuestión, en realidad son bastante confusas. Aparecen muchas flechas y números para indicar el camino a seguir, cómo hay que pasar de un paso al siguiente, pero el dibujo adjunto deja mucho que desear, tanto que finalmente no queda más remedio que guiarse por la intuición.

Y para muestra un botón:

Recientemente tuve que cambiar mi impresora —que, por cierto, y contra todo pronóstico, ha tenido una larga vida— por una nueva y, aparentemente, más moderna. No diré marcas para evitar problemas. Solo diré que ambas son japonesas. Pues bien, con la instalación del programa en el ordenador, mediante un CD, no hubo ningún problema. Este apareció, sin embargo, cuando tuve que montar los inyectores de tinta —la marca y el modelo que adquirí ya no usa cartuchos de distintos colores sino dos inyectores, uno para el color negro y el otro para toda la gama de colores habidos y por haber—, pues siguiendo las instrucciones, cuyo texto era muy escaso y difícil de interpretar, junto con unas imágenes que pretendían describir las distintas partes de la impresora, no había forma de identificar cómo y dónde debían instalarse dichos inyectores. A punto estuve de cargarme alguna pieza del aparato intentando acceder a su supuesta ubicación según la orientación de las flechas. Busqué por internet algún manual de instrucciones de la misma marca y modelo y siempre me aparecía el mismo documento que tenía en mis manos. No había, pues, ninguna alternativa válida. Solo con la ayuda de mi yerno —joven y acostumbrado a estos tinglados, pues son muchos los juguetes y aparatos que ha tenido que montar. que también adolecían de unas instrucciones comprensibles—, y de su intuición —la mía ya debe estar de capa caída— pudimos hallar la solución al problema. Pero una vez resuelto este escollo, cuando intenté, al cabo de unos días, escanear un documento —algo que con la anterior impresora era pan comido— me encontré que no sabía cómo hacerlo. Solo gracias a un tutorial que encontré en internet, pude averiguar cómo llevar a cabo esa tarea, pero como estos tutoriales no se basaban exactamente en el modelo de mi impresora, algunas de las indicaciones y consejos del Youtuber no me ayudaron en demasía, sobre todo en lo referente al sistema de archivo de los documentos escaneados. Otra vez la intuición —esta vez sí funcionó— y el consabido sistema de prueba-error, logró salvar ese nuevo escollo.

En definitiva, los avances tecnológicos en el campo de los artículos de uso doméstico no van acompañados de las necesarias y detalladas instrucciones de empleo para el usuario. Parece como si, una vez vendido el aparato de marras, allá te las apañes. Es curioso que muchas veces un vídeo tutorial obtenido de internet te aclare muchísimo más las dudas que el propio manual de instrucciones que acompaña al aparato.

Siempre he creído, y sigo creyendo, que es tanto o más importante que el servicio de venta —la información y asesoramiento del vendedor a la hora de comprar—, el de posventa, la atención al cliente tras la compra, algo de lo que se olvidan algunas empresas, del tipo que sean.

La información que se obtiene antes de adquirir un objeto, ya sea a través de internet o de una tienda, es fundamental para que alguien se decida por un producto u otro, por un modelo u otro, o por una opción u otra, pero la información una vez que el producto está en nuestras manos es esencial. Normalmente el vendedor se desentiende de todo lo relacionado con su funcionamiento una vez has salido por la puerta con el paquete en la mano o este ha llegado a su destino.

En el caso de mi nueva impresora, como ya intuía que tendría algún problema durante la instalación, pregunté a la tienda que me la vendió si serían tan amables de asesorarme en caso de encontrarme con algún problema. Por toda respuesta me facilitaron un número de teléfono del fabricante. Desestimé de inmediato esa posibilidad, pues ¿cómo iba a pedir ayuda telefónica sobre los pasos a seguir si mi interlocutor no estaba junto a mí viendo lo que yo veía? Eso si conseguía ser atendido por un técnico. Ya se sabe: si quiere eso, marque el uno, si quiere lo otro marque el 2, etcétera, y si no, espere y será atendido por uno de nuestros comerciales. Ay no, que nuestras líneas están ocupadas. Esto, por desgracia, me lo sé de memoria.

Así pues, en casos así, no nos queda más remedio que liarnos la manta a la cabeza, probar y probar, a ver si por fin suena la flauta por casualidad, o bien echar mano de un buen samaritano que tenga más luces tecnológicas que nosotros. Porque de información, la justa y, aun así, insuficiente.

Para terminar, no excluyo que quizá el problema que expongo radique en el hecho de que me he quedado desfasado ante los adelantos técnicos o que mi cerebro ya no funcione con la misma agilidad que antes y entiendo que resultaría muy costoso producir dos tipos de manuales: uno para listos y otro para idiotas. Pero yo quiero creer que, aunque sea mayor, no soy idiota, como reivindicó Carlos San Juan ante el avance de la digitalización del sector de la banca.