Si la mayoría de mis entradas
son un poco osadas, esta lo es todavía más, pues trato un tema para el que
quizá no estoy lo suficientemente preparado, guiándome solo por la observación
e instinto. Se trata, como su título indica, del principio de la oferta y la
demanda.
Según la definición técnica,
“la ley de la oferta y la demanda es el principio básico sobre el que se basa
una economía de mercado. Este principio refleja la relación que existe entre la
demanda de un producto y la cantidad ofrecida de este producto teniendo en
cuenta el precio al que se vende” (Economipedia, marzo de 2020).
Pero todos sabemos que una
cosa es la teoría u otra muy distinta la práctica, más concretamente en cómo se
aplica una teoría a la vida cotidiana.
Entiendo que cuando hay un
exceso de un producto, o bien pocos demandantes del mismo, se reduzca su precio
para animar a los posibles compradores, como si de unas rebajas de verano o de
invierno se tratara. Pero algo muy distinto es que cuando ese producto escasea
y, por lo tanto, su productor o comercializador no llegará a recaudar lo
esperado, se eleve su precio, con lo cual el comprador se ve obligado a pagar
más por él. Este caso es especialmente importante —y es el que me ha inspirado
esta entrada— cuando el producto en cuestión es un bien esencial.
Permitidme, dentro de mi
ignorancia en materia económica, hacer una comparación muy simple, pues muchas
veces, simplificando al máximo una situación aparentemente conflictiva se
entiende mucho mejor cuál es el problema: Si, de pronto, por el motivo que sea,
una tienda de calzado ve reducidas significativamente sus ventas con respecto a
la temporada anterior, ¿elevaría el precio de los zapatos para compensar la pérdida
de ganancias? En absoluto, pues nadie estaría dispuesto a pagar más por un
artículo cuyo precio justo es muy inferior. En este caso, sin embargo, no nos
referimos a un artículo de primera necesidad, de modo que uno puede esperar,
salvo contadas excepciones, a que se normalicen los precios.
Pero en general, yo lo veo del
siguiente modo: Si un fabricante produce o vende menos, en lugar de resignarse
a ingresar menos dinero, aumenta el precio hasta un límite que le permita
seguir recaudando lo mismo que antes. Si, por ejemplo, un producto se vendía a
20 euros la unidad y las ventas eran de 1.000 unidades mensuales, ingresando,
por lo tanto, 20.000 euros al mes, y de pronto solo se venden 500 unidades
mensuales, pues lo vende ahora a 40 euros y Santas Pascuas. De este modo es el
comprador quien tiene que asumir la bajada de ventas. Sé que es simplificar
mucho el problema, pero en la práctica es eso lo que sucede en muchos casos.
Un hecho mucho peor, donde la
cara dura se manifiesta en todo su esplendor, es el que se da en la restauración
y hostelería. Si un menú cuesta habitualmente 20 euros y una habitación de
hotel 80 euros la noche, en cuanto se celebra un congreso que promete una gran
afluencia de público, esos precios se disparan hasta cotas inadmisibles. Esos
empresarios no tienen suficiente con llenar sus establecimientos más de lo
habitual, sino que además se aprovechan de la necesidad de los clientes, que
tienen que comer y dormir durante la celebración de ese evento. Esta actitud,
aunque sea lícita, es, para mí, inmoral.
Por último, quiero referirme a
los productos alimenticios de primera necesidad, cuya ley de la oferta y la
demanda ahoga a muchos ciudadanos y que tiene su origen —aunque no su culpa
exclusiva— en el campo. Sé que es un tema delicado, por cuanto el campo es un
escenario muy especial y los campesinos son los primeros en sufrir la crisis.
Posiblemente me estoy poniendo en camisa de once varas, pero, por delicado que
sea el tema, yo lo percibo así: la sequía, la lluvia intensa, la granizada —los
peores enemigos para la agricultura— da frecuentemente al traste con la
producción de todo un año. La cosecha de melocotones, peras, manzanas, uvas,
etc., se ve afectada hasta el punto de tener que desecharla toda entera, con la
consiguiente pérdida económica. En esa situación, la cantidad de esas frutas para
su venta se verá muy menguada. Los campesinos, cuyas tierras se han visto
afectadas, probablemente se verán parcialmente resarcidos por un seguro agrario
—si lo tienen— y/o por las ayudas del Gobierno si se califica el desastre como
catastrófico. Pero en caso de que no toda la cosecha se haya echado a perder, las
manzanas, peras, melocotones y uvas que han sobrevivido, costarán el doble del
precio habitual en años de bonanza y con ello los cultivadores se resarcirán de
la pérdida económica que les esperaba. Por no hablar de los intermediarios, que
se frotarán las manos aprovechándose de la escasez, para aumentar, a su vez, sus
márgenes de beneficio.
Todo aquel que tiene un
negocio, del tipo que sea, debe afrontar la época de vacas flacas sin que nadie
más tenga que asumir sus problemas económicos. Solo en el caso de que lo que se
produce sea un producto de primera necesidad que, por lo tanto, conviene
proteger por el bien de toda la ciudadanía —el caso de la agricultura y la ganadería—
se justifica la petición de compensaciones económicas para no tener que cerrar
sus exploraciones, pero no veo por qué esa compensación económica por la
pérdida de ingresos tiene que ser a costa del consumidor final. Si mientras el
negocio iba viento en popa, los beneficios eran muchos, ¿por qué cuando viene
una mala época los consumidores tenemos que sufrir las consecuencias? Si este
año hay menos peras y sandías en los supermercados, pues nos tendremos que
conformar o espabilar comprando otro tipo de fruta, pero no pagar por ellas lo
que dicta esa maldita ley de la oferta y la demanda.
Como nota final, quiero dejar
claro que aquí no he tratado el tema de la explotación que sufren los
campesinos al pagarles una miseria por sus productos mientras que los
intermediarios y comercializadores finales se enriquecen, ya que este es otro
problema grave que nada tiene que ver con el objetivo de esta reflexión y que
merece una entrada aparte.