Todo el mundo tiene derecho a
un juicio justo y todo detenido a un abogado. Y si no puede permitirse pagarlo, siempre dispone, según la ley, de uno de oficio.
Si el acusado considera que un
abogado de oficio no le garantiza la calidad de su defensa porque tiene un
montón de casos de los que ocuparse y, por lo tanto, un tiempo muy limitado
para dedicarse en profundidad a estudiar el que se va a juzgar, por poco que dicho
acusado, o su familia, pueda echar mano de su cartera, optará por un letrado
particular y a ser posible “de los buenos”, esos que casi lo ganan todo y se
enorgullecen de ello.
Hasta aquí nada del otro
mundo, pero lo que sí me subleva e incluso me indigna es ver cómo ciertos
abogados, en su papel de defensor, se ponen del lado del delincuente hasta el
punto que no solo intentan procurarle una sentencia más benévola, buscando
algún atenuante, sino que parecen congeniar con la mente retorcida que ha
llevado a su defendido a cometer un acto execrable.
En este sentido, me viene a la
memoria el abogado defensor de la manada de Pamplona, que cuando comparecía
ante las cámaras, se comportaba como uno más de los miembros de ese grupo de
violadores, exhibiendo una actitud agresiva y chulesca, intentando hacer ver
que no eran más que unos angelitos que, bajo el efecto del alcohol, habían
cometido un pecadillo de juventud sin maldad alguna.
Y así se podrían enumerar
muchos otros casos, tanto o más execrables, en los que me resulta
incomprensible que haya un abogado, o abogada, que acepte defender a un asesino
que ha realizado un acto monstruoso, a un violador reincidente o a un pederasta
multi reincidente cuya culpabilidad ha quedado más que demostrada. Y todavía me
llama más la atención que sea precisamente una mujer la defensora de un brutal maltratador
que ha acabado con la vida de su pareja o ex pareja, o que ha perpetrado una abominable
violencia vicaria.
Si bien un abogado de oficio
está obligado a ocuparse del caso que se le ha asignado (ignoro si tiene la posibilidad
de rechazarlo por convicciones morales), el abogado particular puede ejercer la
objeción de conciencia y rechazar ser contratado, de forma que si lo acepta es
o bien por dinero, por notoriedad pública o porque no le hace ascos al asunto
en el que debe actuar. Las tres opciones me parecen igualmente obscenas.
Entiendo que si no hubiera
ningún abogado o abogada que aceptara un caso como estos, el acusado quedaría
sin defensa, debiendo defenderse a sí mismo o recurriendo a uno de oficio que,
aunque le repugnara tener que defender lo que considera indefendible, no le
quedaría más remedio que actuar para conseguir, si no la absolución, sí la
mínima pena posible, o bien convencerle de que se declare culpable, aceptando
el veredicto que proceda.
Y es que parece que hay
abogados (algunos se han hecho, si no famosos, sí populares de tanto aparecer
en los medios) a los que les gusta aceptar los casos más desagradables,
implicándose tanto en su papel, que actúan como el alter ego del violador o
asesino.
Quizá todo esto no sea más que
un prejuicio por mi parte, pero no puedo evitar torcer el gesto ante la imagen
de un abogado defendiendo vehementemente a su cliente, apelando a la inocencia
de quien merece recibir un castigo ejemplar ante la sociedad.
¿Quién puede ser capaz de
defender con uñas y dientes al marido y a las decenas de violadores de Gisèle
Pelicot invitados por aquel mientras mantenía drogada a su esposa? ¿Qué
atenuantes pueden esgrimir sus abogados?
Desde luego, hay abogados y
abogados.