Juan era una persona perfeccionista y de costumbres fijas. Desde que se levantaba hasta que salía por la puerta camino del trabajo, seguía una serie de actos rutinarios, siempre en el mismo orden. Según él, ello tenía la ventaja de que nunca podía saltarse u olvidarse de algo importante pues, tratándose de una cadena de actos automáticos, no había lugar para los despistes.
Tanto en el trabajo como en su vida privada, Juan no dejaba nada a la improvisación, todo debía tenerlo bajo control, pero ello, lejos de tranquilizarle, le estresaba enormemente pues le obligaba a comportarse siempre con mucha cautela y vigilar muy de cerca todo lo que hacían sus colaboradores.
Consciente de que ese estrés constante era perjudicial para la salud, física y mental, trataba al menos de aplacar la desazón que le producía el trabajo incluso durante los fines de semana, llenando su tiempo libre con actividades especialmente placenteras, como la lectura, la música y el cine, que le distraían puntualmente de los problemas cotidianos. Sin embargo, consideraba que con ello sólo sustituía una rutina, la del trabajo, por otra nada engorrosa, por supuesto, pero que, a la postre, acababa siendo igualmente monótona. De este modo, para Juan, toda su vida era pura rutina y la dividía, como siempre decía, en rutina de entresemana y de fin de semana, y ésta última en rutina de verano y de invierno. Cambiaba el escenario, el continente, pero no el contenido.
Juan se quejaba, cada vez más, de su insoportable vida rutinaria, siempre haciendo las mismas cosas, fuera y dentro de casa. Si todo era rutina en su vida hogareña, en el trabajo era el no va más: todo programado hasta el último detalle, una cantidad ingente de actividades inamovibles, guías y normativas para cualquier tarea, y todo ello con un horario de trabajo irracional. En definitiva, siempre el mismo trabajo y las mismas obligaciones, pesadas y aburridas, una tras otra, día a día, hasta las tantas.
Hasta que un día, harto de llevar esa vida laboral más propia de un esclavo que de un profesional preparado y responsable como él, Juan se propuso, como fuera, cambiarla por otra mucho menos programada, más divertida, en la que la iniciativa, el criterio y la libertad de movimientos llenaran una jornada que, de este modo, pasaría volando sin apenas darse cuenta. Ya se sabe que, cuando se hace algo con gusto y ganas, el tiempo no cuenta.
Al poco de habérselo propuesto, gracias a la suerte y a un buen amigo de toda la vida, muy bien relacionado con el mundo del cine, a Juan se le presentó la oportunidad de cambiar su aburrido trabajo de tantos años, como jefe de contabilidad de aquella enorme y monolítica empresa multinacional, por otro totalmente distinto, mucho más dinámico y estimulante, como ayudante de producción en unos estudios de doblaje muy importantes de Barcelona, donde se doblaba casi el ochenta por ciento de las películas proyectadas en España.
Su mujer puso el grito en el cielo cuando se enteró.
-Pero ¿te has vuelto loco o qué? A quién se le ocurre dejar un trabajo de tantos años como el tuyo, con un cargo importante y un buen salario, para vete tú a saber qué! –le dijo furiosa.
-Para empezar, me conformo con cualquier trabajo, ya iré escalando puestos poco a poco. Aprendo rápidamente y ya sabes que el trabajo no me asusta. Necesito cambiar de actividad y de ambiente tanto como el aire que respiro y salir de este pozo en el que me encuentro si no quiero volverme loco –le contestó Juan con una vehemencia inusual en él.
Así pues, viendo que no había vuelta atrás y creyendo, como le aseguraba su marido, que aquel nuevo trabajo sería el bálsamo para su insatisfacción crónica y el remedio para su constante ansiedad, la mujer de Juan acabó cediendo; amaba a su marido y quería lo mejor para él. Si él era feliz, ella también lo sería. Que sea lo que Dios quiera, pensó resignada.
Y así, Juan cambió, de la noche a la mañana, la rutina diaria de revisar hojas y hojas de gastos, facturas y más facturas, comprobar extractos bancarios, redactar informes y más informes, cuadrar cuentas y balances, hacer los reports semanales, mensuales y anuales, y preparar los presupuestos trienales y quinquenales, en fin, todas aquellas tareas asquerosas e ingratas, por la de servir cafés y bollos a los dobladores, visitantes y personal técnico, abrir la puerta cada vez que alguien llamaba, que era cada dos por tres, atender al teléfono, tomar nota de los mensajes que muchos dejaban para luego transmitírselos a sus destinatarios y, lo más interesante de todo, archivar en cajas de cartón las grabaciones dobladas, clasificadas por el título, la fecha de producción y el nombre de la distribuidora. Bueno, y cualquier cosa que el director le pidiera deprisa y corriendo. Y por descontado, como había mucho trabajo por hacer, no tenía hora fija para irse a casa. Era el primero en llegar para poder encender las luces, poner en marcha el aire acondicionado o la calefacción, la fotocopiadora, la máquina del café y comprobar que la señora de la limpieza hubiera limpiado adecuadamente las salas de doblaje y vaciado las papeleras. Para no olvidarse de nada, le dijeron, sería mejor que hiciera todo eso siempre por este orden.
Ya han pasado cinco años desde que Juan cambió de trabajo y no se atreve a reclamar lo que le prometieron. Ya se sabe, la crisis es horrible. Además, le han tenido que rebajar un quince por ciento su salario. Eso o a la calle, y a su edad y con las indemnizaciones de hoy en día…