Hoteles
de lujo en los lugares más emblemáticos y glamurosos, junto al lago Ontario en
Toronto o Michigan en Chicago; con vistas al neoyorquino Central Park o en la
Quinta Avenida; en el moderno barrio parisino de La Défense, frente al
londinense Marble Arch o próximo a la bahía de San Francisco. Habitaciones con todos
los adelantos y elementos necesarios para que la estancia resulte lo más cómoda
posible: grandes ventanales, salón anexo al dormitorio con mueble bar
generosamente equipado, televisor con pantalla LCD y con acceso a decenas
canales de televisión por cable. En el baño, el más completo surtido de
artículos de limpieza y cosmética, con las toallas más grandes y suaves del
mercado y un par de albornoces con pantuflas incluidas. Instalaciones con todo
tipo de servicios públicos y privados: restaurantes temáticos, sala de fiestas,
Spa, gimnasio, piscina, masajes, etc. Todo ello para hacer la estancia más
placentera.
Qué
bonito es viajar y poder disfrutar de ese confort, os diréis. Sin duda. Pero no
todo es miel sobre hojuelas, ni todo el monte es orégano, ni es oro todo lo que
reluce, según el gusto del consumidor de refranes, porque hay un elemento crucial
que puede hacer que todo lo anterior carezca del valor “extra ordinario” que quiere
otorgarle la cadena hotelera y que pase desapercibido, si no en su totalidad,
sí en gran parte: la soledad del usuario.
Nunca
me he sentido más solo que en una habitación de hotel, tras cerrar la puerta,
dejando atrás un largo y pesado viaje y teniendo ante a mí varios días de largas
y tediosas reuniones.
Mis
viajes por trabajo han consistido, por lo general, en la asistencia a reuniones
con colegas de otras filiales de la empresa o bien a simposios y congresos del
sector farmacéutico. En la gran mayoría de ocasiones he asistido solo (por lo
del ahorro), sin una compañía que pudiera hacer más amena y llevadera la
estancia. Si bien la soledad tiene la ventaja de la libertad de movimientos,
por otro lado, no tienes con quien compartir ni una triste cerveza en esos
escasos y preciados momentos de relajación. Aunque también debo decir que en
alguna ocasión en la que ello no ha sido así, he pensado en el refrán de que
más vale solo que mal acompañado.
Lo
único positivo de algunos viajes ha sido la posibilidad de hacer turismo,
aprovechando el habitualmente escaso tiempo libre antes o después de las sesiones
de trabajo, ya que durante las mismas no te queda más remedio que confraternizar
con tus colegas pues, por muy amigables que sean, llega un momento en que uno necesita
desconectar y dejar de hablar y pensar en inglés. En el caso de un simposio o
congreso, donde no conoces a nadie, la situación puede llegar a ser más
abrumadora, ya que te sientes obligado a entablar conversación con desconocidos
con los que apenas tienes algo en común. Únicamente después de cenar recobras ese
esperado instante de libertad que aprovechas para retirarte a tu habitación y
encontrarte solo entre cuatro paredes lujosamente decoradas. Y es que esas
cuatro paredes solo son un reducto de sosiego y desconexión temporal de la agobiante
labor de las relaciones públicas profesionales.
Mirar
(que no ver) la televisión tumbado en una confortable cama King-size, con cuatro o cinco almohadas con distinto relleno y
textura, cambiando de canal, a cual más aburrido (y luego nos quejamos de los
programas de las cadenas españolas), o mirar el techo buscando el modo de
relajarte y prepararte anímicamente para la reunión o sesión del día siguiente,
o contemplar tras los cristales del ventanal la increíble vista de la ciudad
bajo la luz del crepúsculo, para acabar rellenando el tarjetón, que luego
colgarás del pomo exterior de la puerta, en el que has indicado lo que quieres tomar
de desayuno y la hora o margen horario en el que deseas recibirlo en tu
confortable habitación, y poniendo el despertador (no me fio de los conserjes
encargados del morning call) a una
hora muy temprana para que el camarero o camarera del servicio de habitaciones no
te pille por la mañana en la ducha o en calzoncillos, tarea esta innecesaria
pues siempre te despiertas con mucha antelación, por eso de los nervios. Esa es
la vida privada que cada noche se repite en la lujosa habitación de hotel que
te ha tocado en suerte.
Volviendo
a la actividad de “turista accidental”, en bastantes las ocasiones, debido al
calendario y horario de vuelos, he debido acudir a la localidad donde tenía
lugar el evento un día antes o bien marcharme un día después que el resto de
asistentes. Han sido, pues, esos momentos libres de obligaciones profesionales
los que he podido dedicar a conocer someramente las ciudades en las que me he
alojado. Pero lo que para muchos habría sido motivo de placer (cuántas veces
han envidiado mi suerte amigos y familiares), en mi caso, aun sacándole el
máximo provecho, ha resultado un motivo más para sentir lo que llamaría la soledad
del viajero. Pasear solo, visitar un museo solo, almorzar y cenar solo, dormir
solo. La peor experiencia en este sentido fueron los cuarenta días que tuve que
pasar en Bruselas en acto de servicio para la empresa belga en la que entonces trabajaba.
Si bien dediqué los fines de semana a recorrer la ciudad y alrededores, todas
las tardes, grises y oscuras, de aquellos meses de enero y febrero, tras la
jornada laboral, me encontraba recorriendo a solas las calles con la única
compañía de un paraguas que me protegía de la recalcitrante aguanieve y cenando
(mi superior belga fue muy generoso y bondadoso conmigo) en los mejores
restaurantes bruselenses que rodean la Grand-Place. Cada vez que el maître,
viéndome solo, me preguntaba lo evidente, “¿mesa para una persona?”, me
asaltaba una extraña sensación de rareza y abandono. Quizá todo esto suene a la
percepción de un ser triste y deprimido. ¿Qué queréis que os diga? Quizá sí. Tenía
veinticinco años y era la primera vez que salía de España solo y por motivos de
trabajo. Pero esa solo fue la primera de las muchas experiencias que le han seguido,
aunque ninguna tan prolongada.
Cuando
estás ─o te sientes─ solo, rodeado de una muchedumbre desconocida y extraña
para ti, las horas se hacen interminables en cualquier parte. Salas de espera
en terminales interminables, enormes y fríos vestíbulos de hotel, bares y restaurantes
abarrotados de clientes, ya sean parejas o grupos de amigos. Y tú ocupando una
mesa en un rincón de la sala o del comedor para intentar pasar desapercibido y
contando las horas para estar de nuevo con los tuyos, en tu ambiente y con la
compañía que deseas y echas en falta.
He
estado en muchos hoteles y ciudades de Europa y América por trabajo y nunca me
he sentido totalmente a gusto. Llamar a casa y oír una voz querida era lo
único que llenaba de luz esa penumbra anímica que me provocaba la soledad.
Quizá
sea un tipo raro, o por lo menos atípico, pero para mí no hay nada
menor que estar en casa. Y si hay que hacer turismo, que sea en grata compañía.
La soledad de los hoteles no se la deseo a nadie.