viernes, 30 de enero de 2015

La faena del doctor mexicano


 
En mayo de 1990, justo un año antes de abandonar la empresa norteamericana que años atrás me había enviado al curso de formación en Whatley Manor, tuvo lugar en Sevilla el meeting anual del área de Regulatory Affairs (1). Este encuentro, al que asistirían unos cincuenta profesionales procedentes de otras tantas filiales del Grupo, ese año se celebraría en España y más concretamente en Sevilla, a sugerencia de mis colegas inglesas que, desde la oficina europea en Maidenhead (Gran Bretaña) dirigían el cotarro. Por lo tanto, como representante español y residente en este país, me correspondió el dudoso honor de organizar el evento, que tuvo como escenario el hotel Meliá Lebreros. Obviaré referir la multitud de anécdotas que viví antes y durante la organización, y que podría calificar como una antología del disparate, porque no es éste el objeto de estas líneas.

El caso es que, a la cena de clausura del susodicho meeting, asistiría, ni más ni menos que Paul Freiman, a la sazón presidente de la multinacional, quien debía dirigirnos unas palabras. Por lo tanto, el hecho de que una hora antes de dar comienzo el acto, la sala donde debía llevarse a cabo todavía estaba patas arriba, fue más que suficiente para imaginarme mi cabeza rodando por la moqueta. Por fortuna, la capacidad de hacer las cosas a última hora e improvisadamente que tenemos los españoles hizo que todo estuviera a punto unos minutos antes.

Entonces, si todo acabó bien, ¿por qué estaba tan sudoroso cuando entré, con cara de perro apaleado, en el salón-comedor? Pues por culpa del director médico de la filial mexicana que también asistió al meeting. Desde el primer momento que apareció en escena, no hizo más que incordiarme. Primero, pretendía que me encargara de localizar y recuperar su equipaje extraviado; luego, exigió que le cambiara la habitación por una de la planta VIP; no paraba de quejarse por todo, incluso de la grasa del jamón de Jabugo que le sirvieron como aperitivo el día de su llegada triunfal. Todo un plasta. Pero lo peor de todo fue lo mal que me lo hizo pasar por quedar él bien ante el presidente. Creo que es una anécdota digna de contar para ilustrar lo que puede llegar a hacer una personalidad dominante sobre otra sumisa, en este caso la mía.

El presidente de la Compañía, a quien el doctor mexicano tenía el honor de conocer en persona, había llegado a primera hora de esa misma tarde en que se había de celebrar el acto aquejado de mareos y vértigos que achacaba al viaje en avión y a los problemas auditivos que solía padecer. Como no desaparecían, poco antes del inicio de la cena de clausura, buscó a su buen doctor mexicano para que le diera un remedio para su mal. Y ahí empezaron mis carreras. Éste me hizo llamar y me dijo, no, más bien me ordenó, que hiciera lo que fuese pero que tenía que conseguir, pero ya, unas ampollas de Cianocobalamina (vitamina B12) inyectable, un viejo medicamento que, por aquellas fechas, comercializábamos en España con el nombre “B12 Latino Depot”.

-Pero, ¿cómo voy a conseguirlo ahora, con tan poco tiempo? –dije, preocupado.
-Pues, yo qué sé. Llama a algún delegado de Sevilla y que lo traiga –me contestó.
-Es que no conozco a ningún delegado –añadí, más preocupado todavía.
-Pues busca el teléfono de la delegación en el listín o lo que haga falta pero espabila.

Y ante mi desconcierto, añadió, taladrándome con la mirada:

-Pero ¿sabes tú quién es ese? ¡Es el presidente de la Compañía, joder! Nos la estamos jugando como no tengamos en unos minutos ese medicamento.

Me di perfecta cuenta de que no podía dar más excusas pues daría la impresión de ser un pusilánime, un indeciso, una nulidad que no sabe reaccionar ni tiene iniciativa alguna y no quería quedar como tal. ¿Dónde estaba mi iniciativa y mis problem solving skills? Sabía que si conseguía lo que se me pedía, quien se llevaría el mérito sería el doctor mexicano y yo solo sería un simple peón ignorado. Pero algo tenía que hacer.

-Iré a una farmacia –le dije, extrañándome de no haberlo pensado antes ni que él me lo hubiera propuesto.
-Pues ya puedes ir corriendo, venga, no te quedes ahí.

Dicho y hecho, me lancé, primero hacia la recepción del hotel para preguntar dónde estaba la farmacia más próxima y luego a la calle para llegar a mi destino cuanto antes. Eran las siete y media y las farmacias suelen cerrar a las ocho, así que ya me podía dar prisa si no quería ver mi cuello saltando por los aires.

En la farmacia me dispensaron el medicamento pero no tenían jeringuillas. ¿Cómo es posible que no tengan jeringuillas? ¿Y ahora qué? ¿Dónde está la farmacia más próxima a esta farmacia más próxima al hotel? Pues siga recto esta calle y a unos trescientos metros encontrará otra.

De vuelta de esa segunda carrera contrarreloj, trotando, con traje y corbata, con la camisa pegada al cuerpo, con la frente perlada de sudor, seguramente despeinado y jadeando como un toro de lidia durante el descabello, hice entrada, ante la mirada de asombro del director internacional de Regulatory Affairs y de muchos de mis colegas, en la antesala donde se estaba sirviendo un coctel antes de pasar al salón-comedor. Tan pronto como el doctor mexicano me vio, se me acercó ágil como una liebre, me arrebató el paquetito que llevaba bien sujeto a la mano y desapareció tan raudo como había aparecido. Al cabo de unos minutos, reapareció, relajado y satisfecho y, sonriendo por debajo de su frondoso bigote, me dedicó un guiño de complicidad. Ni gracias, ni bien hecho, ni nada. Para él la medalla y para mí el sofoco y las agujetas.

Cuando el meeting hubo terminado y todos los asistentes hubieron abandonado el hotel, me quedé una mañana más en Sevilla, hasta tomar el vuelo hacia Barcelona por la tarde, para pasear relajadamente por los aledaños de la Giralda y comer, por fin, a mi antojo y relajado.

La comida de despedida, en el restaurante La Albahaca, en el corazón del barrio de Santa cruz, fue la mejor, con diferencia, de los últimos diez días. Probé el “ajo blanco”, que estaba de muerte. Y por la tarde, ya en la sala de embarque, me despedí de aquella ciudad con una mezcla de alivio y tristeza; alivio por haber dejado atrás tanta tensión y tristeza por no haber podido disfrutarla con más detenimiento. Ya habría, como efectivamente las ha habido, más oportunidades. Abandoné, pues, Sevilla, con un montón de recuerdos y un fuerte sabor y olor a ajo en la boca. No se lo digáis a Victoria Beckham.
 
[1] Literalmente, Asuntos Regulatorios; especialidad que, en la industria farmacéutica, se responsabiliza fundamentalmente de obtener la autorización de comercialización de nuevos productos farmacéuticos y de parafarmacia y de observar el cumplimiento de la legislación en materia de medicamentos y productos sanitarios.

 

martes, 27 de enero de 2015

Whatley Manor



En Octubre de 1984, volví a incorporarme a la multinacional norteamericana, que había abandonado por un periodo de poco más de un año para probar fortuna en otra sueca, cuya experiencia no resultó todo lo placentera que esperaba. Durante los seis años y medio que duró esta segunda etapa, lo que recuerdo con más desagrado fue mi estancia en Whatley Manor.

Whatley Manor era –y todavía lo sigue siendo- una mansión del siglo XVIII, en plena campiña inglesa, restaurada y convertida en hotel de lujo para todo tipo de clientes pero especialmente pensada para hombres de negocios, cursos de formación para ejecutivos y reuniones de empresa, debido seguramente a que la estancia en un lugar tan tranquilo y apartado era como un retiro espiritual. El único buen recuerdo que conservo de mi paso por allí fue el del día de mi marcha, el de la vuelta a la libertad.

La empresa había montado un curso de formación para mandos intermedios de una semana de duración y ese fue el lugar elegido para la ocasión. Antes que yo, había asistido al curso Rafael, el director técnico quien, al saber que yo iba a ser el siguiente, me llamó desde Madrid, donde teníamos la fábrica, para infundirme ánimos en su estilo siempre tan directo, diciéndome que aquello era un “palo de padre y señor mío”. El director de recursos humanos, en cambio, no debió entenderlo del mismo modo pues vino a mi despacho para darme la enhorabuena por haber tenido el privilegio de ser elegido para disfrutar de esa oportunidad única que se me brindaba.

Cuando veo ahora las imágenes del hotel por internet me retrotraigo a esos días de un mes de mayo de mediados de los años ochenta. Aunque los alrededores han cambiado un poco, sigue presente esa sensación de ahogo que me producía saberme examinado, escrutado como acatador y dador de órdenes, analizado como mando según la presión a la que era sometido, verme observado y calificado en función de mi actitud de liderazgo durante esos juegos en grupo al aire libre aparentemente intrascendentes pero que denotaban, a parecer, nuestra personalidad. Ejercicios en solitario y en grupo, puestas en escena de situaciones laborales conflictivas, el role-playing, discusiones, lecturas y ejercicios orales y escritos llenaron esos días de encierro con la sana finalidad de formarnos como mandos y futuros ejecutivos.

Pero, curiosamente, lo que peor me hizo sentir no fue esa experiencia formativa sino la angustia vivida durante mi viaje de ida a Londres. Cuando me marché de casa para dirigirme al aeropuerto del Prat, era muy temprano y mi mujer todavía dormía. Mi hija Anna, que debía tener poco más de un año de edad, afectada de unos tremendos catarros de repetición que nos tuvo meses y hasta años preocupados hasta que un otorrino buen samaritano accedió a extirparle amígdalas y vegetaciones, estaba padeciendo esos días uno de los episodios más virulentos. Antes de marcharme, fui a verla en la cuna y su agitada respiración y la calentura de su cuerpo me sobrecogió y aunque sabía que el tratamiento al que la teníamos sometida acabaría dando sus frutos, como siempre, no pude evitar irme con el corazón en un puño.

Como si de un mal presagio se tratara, me venía recurrentemente a la mente la imagen de la niña en estado de gravedad y la de mi mujer yendo a urgencias con ella en brazos. Por mucho que quise quitarme esa idea de la cabeza, no podía evitarlo y no paraba de pensar que mientras yo andaba por ahí, mi hija podía estar en estado grave. Cada vez que quería llamar a casa para cerciorarme de que todo iba bien, algo me lo impedía. Llamaban a embarcar o no tenía, ya en Londres, monedas para poder usar un teléfono público. Incluso, cosas de la mente, me pareció oír mi nombre por megafonía, tanto en la terminal de Barcelona como en la de Heathrow. En ambas ocasiones, me quedé inmóvil, agudizando el oído por si volvían a repetir el mensaje, pero nada. Pensamientos horribles me asaltaban por mucho que intentaba alejarlos por estúpidos. No sería la primera vez que ocurre una desgracia mientras el padre está ausente –pensaba-, ni sería la última que un bebé fallece en la cuna. Y dale que te pego. Llegué a mi destino hecho un manojo de nervios.

En el aeropuerto de Heathrow nos agrupamos unas veinte personas de distintas filiales de Europa en torno a un rótulo que, con el nombre de la empresa, sostenía un hombre de mediana edad que nos llevó en un microbús hasta el que sería nuestro reducto durante una semana. Tan pronto me entregaron la llave de la que sería mi habitación, una planta baja que daba a un patio o courtyard, como mejor suena, me lancé sobre el teléfono y marqué el número de casa. Como casi siempre me ocurría cuando estaba de viaje, no había nadie en casa, lo cual acrecentó mi alarma. Ya decía yo que algo malo ha pasado. ¿Estarán en el hospital? –me repetía. Hasta que llamé a mi suegra y con sólo oír su tono de voz me tranquilicé al momento. Su “Ay, hola, ¿dónde estás?, pero si se te oye como si estuvieras aquí al lado”, me dijo que todo estaba en orden. Luego me contó que madre e hija habían salido a pasear pues la niña ya no tenía fiebre. Ahí terminó mi suplicio humano y paternal, el peor que uno puede sufrir. Ahora ya podía entregarme al viacrucis al que me someterían nuestros dos instructores norteamericanos.

Cuando al término de esa larga semana regresé al trabajo, vino a verme de nuevo el director de recursos humanos para preguntarme sobre mi experiencia. ¿Qué podía decirle? Tuve que sacar al hipócrita que todos llevamos dentro para casos especiales y referirle lo útil que ese curso había sido para formarme como mando. Y qué decir de los instructores, unos monstruos de la psicología empresarial, unos perfectos coach. No añadí más para que no se me notara la exageración.

No sé si ese paso por Whatley Manor me ayudó a ser un mejor empleado y mando. No sé si luego estuve a la altura de lo que procedía para alguien a quien han preparado para actuar como el perfecto subordinado para unos y un buen jefe para otros. Lo que sí sé ahora es que lo que me pareció entonces un suplicio no sería más que el preámbulo de lo que me esperaba durante el resto de mi vida profesional.
 

 

martes, 20 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (y III)



Por lo que a mí respecta, los recuerdos auditivos y olfativos permanecen tanto o más tiempo en la memoria que los visuales. Así, puedo oír todavía los cuartos y las horas que daba aquel viejo reloj de pie, con la caja de madera de color caoba y forma de guitarra, por cuya abertura central veía balancearse un péndulo dorado al son de un sonoro tic-tac; un viejo (por su estado) y antiguo (por su edad) reloj al que mi padre daba cuerda con una pequeña manivela, puntual y pacientemente, todas las noches, antes de acostarse.

Ese reloj casi centenario lo trajo consigo mi abuela materna al trasladarse a vivir con nosotros, junto con otros enseres y mobiliario de los que no quiso desprenderse. Su habitación era algo digno de una tienda de antigüedades. Recuerdo esa enorme cómoda, con un gran espejo frontal y sobre la que descansaba una imagen en bronce de un San Roque cuya visión me producía aprensión, con ese perro lamiéndole las úlceras de la rodilla. Por no hablar del devocionario, un librito negro que siempre tenía en su mesilla de noche y que, en una ocasión, estando yo enfermo y aburrido en cama, me dejó leer para ayudarme a ser un buen cristiano. Ver aquellas ilustraciones en blanco y negro, aquellos horripilantes dibujos de demonios, de almas en pena e infiernos llameantes engullendo a sus víctimas pecadoras fue algo espeluznante para un niño de unos seis años. Y es que casi todo lo que rodeaba a mi abuela era bastante lúgubre y siniestro, empezando por su vestimenta, de luto riguroso, y terminando por las historias de brujería y superstición de su pueblo natal que nos contaba y que, según ella, eran auténticas.

Tras esa desagradable experiencia, preferí desde entonces otro tipo de lectura. Los tebeos -que ahora se les llama Comics-, como el TBO, Pulgarcito, el Tiovivo y, más tarde, El Capitán Trueno, El Jarato y Hazañas Bélicas, formarían parte de mi lectura preferida pero por su precio, entre una y cinco pesetas, creo recordar, mi madre lo consideraba algo superfluo. Así pues, tuve que contentarme, con gran alivio y regocijo por mi parte, con los ejemplares de segunda mano que generosamente me prestaba, a espaldas de su hijo y usufructuario de los mismos, la señora Encarna, vecina del primero primera, que pasaba mucho tiempo en casa para charlar con mi madre por las mañanas y rezar el rosario por las tardes, y que me tenía un gran cariño porque, según solía decirme, prácticamente me había visto nacer.

Me inicié, pues, en la lectura gracias a esos Comics que recibía de prestado cuando enfermaba. Hasta que un día de gripe y febrícula recibí un preciado regalo: un viejo ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer. He perdido la cuenta de las veces que releí esa novela, imaginándome ser el protagonista, pero no por las aventuras de riesgo que corría el intrépido Tom sino por los pasajes que describían su relación con Becky, la niña de la que se enamoraba. Era, sin lugar a dudas, un romántico precoz.

Mi pasión por la fantasía fue congénita y mi madre la causante de ella, eterna contadora de cuentos y aventuras, y todo lo que rodeaba a lo aparentemente fantástico me subyugaba sobremanera. En este sentido y aun a riesgo de ser arbitrario, creo que pocos eran los niños que vivían las Navidades y, en especial, la noche de Reyes como yo lo hacía, o mejor dicho, lo sentía. Lo mío era una locura acompañada de una ingenuidad desmesurada e ilógica. Y es que cuando a la ingenuidad se le une la fantasía, el resultado puede ser una experiencia alucinante.

Así, una noche de Reyes, vi asomarse la cara del Rey Baltasar (deduje que debía ser él por la negrura de su cara) por la puerta de mi habitación, que sin duda entreabrió para asegurarse de que estaba dormido, tras lo cual me arrebujé de tal modo que casi no podía respirar. Todavía veo las sonrisas de mis padres cuando me oyeron contar esta tremenda experiencia nocturna.

¡Todo era tan fantástico en aquella época! Fantástico y autentico. No existían los mensajeros reales, la carta la entregábamos a los mismísimos Reyes Magos de Oriente, ¡en mano! Y nos sentábamos en su regazo para contestar a una retahíla de preguntas sobre nuestro comportamiento en casa y en el colegio. Además, se lo curraban de verdad, no como ahora, pues estaban en todas partes, a lo largo de todo el recorrido que hacíamos a pie desde casa hasta el centro. Primero, en los almacenes El Barato, en la esquina entre Villaroel y Tamarit, frente a la Ronda San Antonio. Después, les veíamos sentados en unos magníficos tronos en los almacenes El Águila, en la Plaza Universidad. Y finalmente, en los almacenes El Sepu, pero ahí solo estaba Melchor, en lo alto de un torreón, saludando con la mano a todos los niños y niñas que paseaban por las Ramblas. Debía ser el que gozaba de una mejor forma física –pensaba yo- para poder subir, a su edad, hasta allí arriba. Al cabo de los años, esos almacenes fueron pasto de las llamas, que acabaron borrándolos del mapa, excepto El Sepu, que volvió a funcionar. Eso debió ser, sin duda, un acto vengativo de alguien que, de mayor, quiso ajustar cuentas con quienes no habían cumplido con sus expectativas infantiles. Por tal motivo, digo yo que, desde entonces, Sus Majestades envían a sus lacayos para evitar riesgos innecesarios.

Las Navidades han cambiado al compás de la modernidad más consumista y menos altruista. Todo era, eso sí, bastante primitivo. Recuerdo el aguinaldo que se le daba al barrendero, al cartero, al farolero, al sereno, y a no sé quién más, todos ellos conocidos en el barrio y que llamaban a nuestra puerta, casi siempre antes de cenar, para pedirlo en persona a cambio de una sencilla felicitación que entregaban con un poema en el reverso. Recuerdo el gran pesebre que montábamos en una tabla de madera apoyada sobre el respaldo de dos sillas, alrededor del cual cantábamos villancicos. Recuerdo el frío de verdad en una Barcelona cálida el resto del año, mitigado por un brasero en el comedor y una bolsa de agua caliente en la cama. Recuerdo la nevada del 62 y los primeros copos cayendo a la vuelva de la Misa del Gallo, y al hijo de nuestros porteros que, mirando caer la nieve, repetía incrédulo “ca, no cuajará, no cuajará”, y el metro de nieve que cubría las calles al despertarnos por la mañana. ¡Eso sí que era Navidad!

No solo las costumbres han cambiado. El barrio, mi barrio, esa Barcelona en miniatura donde en un radio de doscientos metros disponíamos de todo lo necesario, ha sufrido una profunda transformación. El colmado o tienda de ultramarinos, como algunos la llamaban, donde mi madre me enviaba a comprar aceite o patatas y a cuyo propietario le decía que ya pasaría ella a pagarle; el zapatero remendón de la esquina con ese olor penetrante a goma y cola de pegar; la tienda de electrodomésticos donde reparaban de todo porque las reparaciones salían más a cuenta que comprar un aparato nuevo; la lechería que servía la leche a granel en cuartillos de hojalata (que al hervirla producía esa deliciosa capa de nata y que me disputaba con mis hermanas); la bodega de al lado donde comprábamos el vermut también a granel y el hielo a pedazos, que cortaban con una guillotina a partir de largas barras de hielo que traían a diario en furgonetas; la panadería donde vendían el pan a peso real (y que cuando iba yo a comprarlo nunca llegaba entero a casa pues me comía el cuscurro o la añadidura); la mercería, con tantas clases de hilos y botones; la librería-papelería donde mi madre compraba las novelas de Corín Tellado y yo los lápices de colores. Esas tiendas han desaparecido o se han reciclado. Los grandes almacenes y los hipermercados han dado al traste con los pequeños negocios familiares, que no pueden competir con las grandes superficies, ni en precio ni en surtido.

Recuerdos de escalera, recuerdos de barrio, recuerdos de domingo cuando los niños de catequesis íbamos al cine parroquial a ver esas desternillantes películas de Charlot y del Gordo y el Flaco, o a los dos cines de barrio, a tiro de piedra de casa, que echaban dos películas de reestreno precedidas por el preceptivo NODO y que frecuentábamos, mis hermanas y yo, cuando la sesión era apta para todos los públicos.

Todo ha cambiado y nosotros también; las cosas cambian o desaparecen pero los recuerdos perviven. Estos grandes-pequeños recuerdos de mi infancia, cuando vivía en aquella escalera de vecinos y en aquel barrio, y que mantengo frescos en mi memoria, me dicen que, aunque no todo lo pasado fue mejor, el menos deberíamos haber conservado y fomentado aquello que nos hizo felices, que nos hizo saborear la vida y vivirla plenamente, aquellos aspectos de nuestra niñez que contribuyeron a que hoy sepamos valorar lo mucho o poco que tenemos.
 

jueves, 15 de enero de 2015

PREMIO "ME QUEDO CONTIGO"




Hombre meticuloso (a veces demasiado) como soy, estaba a punto de hacer un balance del año que acabamos de dejar atrás en cuanto a este blog se refiere cuando, de pronto, he descubierto, asombrado, que ha sido nominado (y yo con él, claro) al PREMIO ME QUEDO CONTIGO, yo que, en esto de escribir, solo tengo a mis espaldas dos premios de redacción en el bachillerato.
No soy buscador de premios pero, caramba, da un cierto gustillo que alguien se acuerde de ti y te nomine porque crea que lo que escribes vale la pena.

Como soy novel en esta cuestión, he tenido que indagar lo que hay que hacer una vez llegado a este punto y las normas son las siguientes:

1)    Ser seguidor del blog que te ha nominado

2)    Nombrar el blog de la iniciativa y decir que es la creadora de este premio

3)    Nominar cuatro blogs con los que te quedarías y un blog nuevo o que tenga pocos seguidores

4)    Realizar un post con la iniciativa y compartir en sus blogs y redes sociales

Aun así, permitidme que lo haga a mi manera:

He sido nominado por PEDRO FABELO, del que soy seguidor, autor del blog del mismo nombre y que, a pesar de su enunciado, de absurdo no tiene nada: http://pedrofabelo.blogspot.com.es.
Supongo que mi nominación pertenece a la de blog nuevo y/o que tiene pocos seguidores. Si bien lo de la novedad es algo relativo (algo más de un año de existencia), no hay duda sobre a escasez de seguidores. A ver si os animáis.

Muchas gracias, Pedro, por pensar en mí y eso que nos hemos encontrado hace muy poco. El gusto es mutuo.

En cuanto al/a autor/a del blog de la iniciativa y creador/a de este premio, se trata de Soraya, autora del blog CROCHET Y DEMOS (http://crochetydemos.blogspot.com.es), a quien no tengo el gusto de conocer. Desde aquí, le muestro también mi agradecimiento por la parte de culpa que le corresponde.

Este blog, “Cuaderno de bitácora”, nacido en noviembre de 2013, es hijo natural del que creé con anterioridad, en junio de 2013, con el nombre de “Retales de una vida”, que empezó su andadura con relatos intimistas y que posteriormente mutó hacia la ficción, y cuyo enlace, para los que no puedan soportar la intriga, se encuentra en el margen derecho, en “Mi otros blogs”.
Me divierte y me relaja escribir. No solo hace volar mi imaginación sino mi vida entera y, para mí, ser “escribiente” (no me atrevo a autoproclamarme escritor), tiene un efecto catártico que me libera de todos los males. Me gusta compartir por escrito mis pensamientos, esos que cuesta expresar en voz alta. También me gusta la ficción del género que sea. En fin, me gusta pensar y fabular.

Para terminar, mis blog nominados, esos que me alegran el día cuando los leo, aparte del de Pedro (porque sería devolverle la pelota) son los siguientes, por orden alfabético:

-       Aida Ramos y sus Instantes imperfectos: http://instantesimperfectos.blogspot.com.es
Un blog y una autora jóvenes que merecen ser tenidos en cuenta.

-       Elda. Contigo en a distancia: http://eldagallego.blogspot.com.es
Por sus dulces y emotivos poemas

-       Fanny Sinrima y sus Palabras Nómadas del Viento: http://palabrasnomadasdelviento.blogspot.com.es
Por la profundidad y melodía de sus poemas y porque me enseñó lo que es un Tanka y un Haiku

-       Julia C. y sus Palabras y Latidos: http://palabrasylatidos.blogspot.com.es
     Un reciente descubrimiento y un gran hallazgo. Belleza convertida en palabras

-       Vichoff. Las cosas de la caja: http://lascosasdelacaja.blogspot.com.es
     Por su elaborada e inteligente prosa.

Todas estas  narradoras y poetisas llevan muchísimo más tiempo que yo en la palestra y, por lo tanto, estarán acostumbradas a recibir premios y nominaciones pero supongo que siempre agrada recibir uno más, aunque la nominación venga de un humilde y bloguero servidor.

Solo me queda por añadir que, a partir de este punto, espero recibir nuevo/as visitantes y, sobre todo, que disfruten de la lectura.

HASTA PRONTO.

 

viernes, 9 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (II)



Aunque los alrededores han cambiado, levanto la vista y tengo ante mis ojos exactamente la misma visión de cuando era niño. La misma fachada, aunque más oscurecida por el tiempo si cabe, el mismo balcón con la barandilla de hierro forjado y oxidado por la vejez y, posiblemente, por el abandono, en un viejo edificio de siete plantas, pegado a su gemelo idéntico como si de hermanos siameses se tratara. Un edificio, cuyas cinco plantas superiores constaban de dos viviendas por rellano, mientras que el principal y el primer piso albergaban cuatro de muy reducidas dimensiones, dos sin baño y dos sin cocina, según dieran al patio o a la calle. Por fortuna, el ingenio de los inquilinos suplía esas deficiencias montando la pieza que les faltaba en alguna otra parte de la exigua vivienda. Ese fue el escenario de nuestra vida en común.

Me contaron que, cuando mi familia creció y necesitó de más espacio vital, tras cumplir mi primer año de edad y venir a vivir con nosotros mi abuela paterna, nos trasladamos desde una de esas viviendas del principal a la del tercero segunda, que acababa de quedar libre y que disponía de cuatro habitaciones, comedor, cocina y baño completo, todo un lujo para quienes no estaban acostumbrados a un piso como aquel, de poco más de setenta metros cuadrados.

Muchos no creen posible que pueda retener en mi mente algunas imágenes y recuerdos de aquellos primeros años: el cochecito plegado tras las cortinas de un pequeño habitáculo que hacía las veces de armario; mi padre en la galería que daba al patio de vecinos, sosteniéndome en brazos y mostrándome aquellos gatos que vivían a expensas de algunas vecinas misericordiosas; la caja de zapatos convertida, gracias a la maña y paciencia de mi madre, en un cochecito de cartón; la tienda de campaña que me montaba, para que me entretuviera mientras ella cosía, con una sábana que sujetaba aquí y allá con unas pinzas de tender la ropa; el caballito de cartón destripado en el que me columpiaba; la máquina de coser que funcionaba dándole a un gran pedal, como en los órganos de viento; los cuentos que diariamente escuchaba, a la hora de comer, en el programa de radio “Tambor”, a la una, y a la hora de cenar, en el del programa vespertino “Cascabel”, a las ocho y media, después de que mi madre escuchara los consultorios sentimentales de Montserrat Fortuny, a las doce del mediodía, y de Elena Francis, a las siete de la tarde.

Debí de ser un niño muy impresionable pues no me explico cómo esos recuerdos de mi más tierna infancia puedan ser tan límpidos, como si solo hubiera transcurrido una década, y que se me agolpen sin apenas proponérmelo: Mi primer día de parvulario en aquel piso de la calle Parlamento, convertido en una academia para niñas, la Academia Creus, de alumnado mixto los dos únicos cursos de parvulario que en aquel entonces existían, y a la que asistían mis dos hermanas; mi clase, en un altillo prefabricado en el patio trasero y con una gran pizarra en la que siempre figuraba, en lo alto de una esquina, un dibujo a color de un gran ojo sobre una nube y dentro de un triángulo, simbolizando, supongo, la omnipresencia de Dios y la Santísima Trinidad; la distribución laberíntica de las otras clases, conectadas entre sí y por las que debíamos transitar hasta llegar al patio donde se hallaba ubicado el parvulario; la señorita María Ángeles, la directora, una mujer robusta y morena, que me atemorizaba con unas bromas que yo no entendía, como cuando me sentó sobre el mostrador de recepción haciéndome creer que me quedaría con ella en lugar de irme a casa con mis hermanas, que estaban a punto de salir de clase; y, cómo no, Maribel, la niña rubia y de ojos azules que tanto me gustaba, vecina y compañera de parvulario, hija de un carpintero que mira por dónde se llamaba José, que tenía su vivienda y taller en uno de los pisos del principal y que un día me hizo una tosca espada con dos listones de madera de pino.

Hay hechos que se convierten en recuerdos personales porque nos los han contado tantas veces que acabamos haciéndolos nuestros o porque conservamos algunas imágenes en un viejo álbum de fotos, pero este no sería el caso en todo lo que acabo de referir pues todavía puedo evocar las emociones, anímicas (temor, alegría, sorpresa) y sensoriales (el olor a tiza, a lápices, a batas escolares, a serrín), asociadas a esos acontecimientos. Será que mi cerebro absorbió tan ávidamente aquellas experiencias e imágenes que, en su día, me resultaron especialmente impresionantes, que las ha guardado a muy buen recaudo durante todos estos años.

Dicen que cuando envejecemos, perdemos la memoria a corto plazo pero conservamos, en cambio, intactos los recuerdos de la niñez y juventud. A veces, me cuesta recordar lo que cené la noche anterior. ¿Será que ya he entrado en esa etapa?

martes, 6 de enero de 2015

Recuerdos de una escalera (I)


El tercero segunda del número 165 de la Avenida del Paralelo ha conocido muchas épocas y generaciones, atesorando muchos recuerdos, pero para evocar los míos, los más preciados, hay que retroceder hasta los años cincuenta y sesenta, cuando, apretujados en el estrecho balcón, podíamos ver y, algo que hoy sería impensable, oír las películas que se proyectaban en el Cine Avenida, aquel cine de barrio que, en las noches de verano, se trasladaba a la azotea del edificio. Nuestro balcón y su azotea les separaban unos trescientos metros y aun así, aguzando nuestros oídos sin demasiado esfuerzo, podíamos seguir perfectamente el diálogo entre Grace Kelly y James Stewart en “La ventana indiscreta” de Hitchcock o entre Charlton Heston y Eleanor Parker en “Cuando ruje la marabunta” de Byron Haskin. Años después resultaría imposible oír al vecino de al lado de tanto barullo que originaba un tráfico intenso las veinticuatro horas del día. En unos diez años, aquella avenida se había transformado en un torrente imparable de vehículos.

Al margen de que hoy en día los niños tienen unos entretenimientos muchísimo más sofisticados, aunque quisieran, tampoco les sería posible jugar al juego de los coches, ese al que jugaba con mi hermana menor, también desde el balcón de casa, y que consistía en adjudicarnos los coches que circulaban en una u otra dirección, ella los que subían desde el puerto hasta la Plaza España y yo los que circulaban en sentido contrario, ganando quien contabilizara los coches más llamativos a ojos de unos niños de aquella época. Nuestros preferidos eran, sin lugar a dudas, esos coches americanos, conocidos popularmente como ”haigas”, que llamaban la atención por su longitud y fastuosidad.

¡Qué tiempos aquellos! Tiempos de malta con leche recién hervida para desayunar, de pan con chocolate para merendar, de hielera en vez de refrigerador, de televisión en blanco y negro con carta de ajuste  y un solo canal para los más pudientes, de misa matutina diaria en el colegio y rosario vespertino diario en casa, de juegos en la calle hasta que nos llamaban para comer, de pantalones cortos hasta los catorce años, de niños que respetaban a sus maestros en clase y a sus padres en casa, tiempos en que todo lo atractivo era pecado, tiempos de atraso, de conveniencias y de ilusiones reprimidas.

En mi escalera, en un avejentado edificio de antes de la guerra, con más de cuarenta vecinos y un anticuado ascensor con botones de latón, cabina de madera con múltiples ralladuras mal disimuladas bajo la capa de barniz, paredes de cristal, y motor con poleas y contrapeso a la vista, solo había un niño de mi misma edad, Joaquín, vecino del cuarto primera, con quien compartía, muy de vez en cuando, juegos y secretos infantiles hasta que la adolescencia nos separó no sé muy bien por qué.

Todos los edificios que formaban la manzana de viviendas daban a un enorme patio interior donde, en los tejados de las plantas bajas, deambulaban decenas de gatos a sus anchas, a los que alguna que otra vecina solitaria y amante de los animales les echaba, contra la voluntad de la mayoría de sus convecinos, que no querían ver crecer a aquella comunidad asilvestrada, comida generalmente compuesta de desechos que, en lugar de acabar en el cubo de la basura, terminaban en el buche de los hambrientos felinos que no paraban de engordar y reproducirse.

De puertas adentro, la oscura y triste escalera de nuestro edificio se veía amenizada, todos los días, con la música salida del teclado de la señora Rosita, vecina del segundo segunda, ensayista de escalas musicales, arpegios y gorgoritos por las mañanas y profesora de solfeo y piano para niños y niñas por las tardes, así como con la voz de barítono del señor Jaime, vecino del segundo primera, que durante su afeitado matutino nos deleitaba con un aria operística o un fragmento de zarzuela. Así pues, todo el elenco musical conocido vivía en el mismo rellano y nosotros gozábamos de una ubicación auditiva privilegiada en el palco del tercero.

Cada vecino, cada familia, tenía, naturalmente, sus historias particulares, unas más emocionantes que otras, unas más reales que las demás, unas más tristes de lo que debieran, pero ese vecindario, formado por un mosaico de las más diversas tipologías, tenía algo en común: haber sobrevivido a una guerra civil, haber formado una familia, pertenecer a una clase trabajadora que, a base de esfuerzo y paciencia, lograría prosperar hasta situarse en una clase media que, con sus ahorros de años de trabajo, podría comprarse los electrodomésticos que, con tanto retraso respecto a otros países, entrarían en nuestros hogares para hacernos la vida más cómoda y, los más acomodados, hasta podrían adquirir ese utilitario tan preciado a plazos.

En ese vecindario tan variopinto coexistían un amplio abanico de profesiones: desde un propietario de un bar de alterne hasta un ex comisario de policía. Y en casa, una familia de seis miembros, formada por mis padres, mis dos hermanas, mi abuela paterna y yo, sobrevivía gracias al pluriempleo de mi padre, desde que salía el sol hasta que se ponía, y a la costura por encargo de mi madre, en el poco tiempo libre que le quedaba después de ejercer de ama de casa, generalmente de noche.

Esa escalera de vecinos era como un enjambre de abejas obreras pero trabajando cada una por su cuenta y riesgo, sin un panal común que defender, sin más objetivo que el de mejorar las condiciones de vida de cada uno de sus miembros. Pero, aun así, era una comunidad donde todos se conocían, se hablaban y se ayudaban: ese “me prestas un poco de sal y harina que me faltan para cocinar”, ese “puedo dejarte al  niño mientras voy a por el pan”, ese “apúntalo a la cuenta que mañana te lo pago”, o esa compañía en momentos de enfermedad o de duelo. Esa escalera de vecinos fue el viejo árbol que sustentó el nido donde nací, el bosque abigarrado por el que me moví durante mis aventuras y desventuras infantiles y juveniles, el refugio donde escondí mis penas adolescentes, el campo donde abandoné mi vida de soltero y del que salí para vivir una nueva vida, más plena, más satisfactoria pero también más complicada.

Recuerdo y recordaré con cariño y con cierta nostalgia mi paso por esa comunidad de vecinos, en la que ya casi no queda ninguno de los integrantes que conocí, y mis orígenes humildes de los que me siento tan orgulloso.