Debe ser porque soy una
persona que no deja para mañana lo que pueda hacer hoy o porque soy
tremendamente impaciente, pero no puedo entender cómo en este país decisiones
que requieren ser tomadas lo antes posible, se demoran semanas, meses e incluso
años.
Sentencias que, una vez concluido
el juicio con un veredicto de culpabilidad, requieren semanas para ser
redactadas, cuando, en mi humilde opinión, solo requerirían unos pocos días
para elaborar un texto lo más legalmente correcto y exhaustivo posible.
Para la aplicación de una
normativa, como el levantamiento del uso obligatorio de las mascarillas, la
regulación de determinados actos públicos, la restricción del uso de agua para
el riego, la reducción del IVA de ciertos artículos de consumo, y así un largo
etcétera, se suelen fijar plazos de ejecución muy largos. ¿Por qué, si se trata
de algo importante o incluso esencial, no se inicia su aplicación en el plazo
más breve posible? Hay actos de ámbito nacional que requieren de su aprobación por
el Consejo de Ministros y de su posterior publicación en el BOE y esto,
lógicamente, no se hace en dos días, pero muchas veces, una vez aprobado y
publicado el Decreto, la Orden Ministerial o la norma de cualquier otro rango, se
establece un plazo de semanas para su entrada en vigor, lo cual solo sería
justificable si su aplicación requiriera de una larga o compleja adaptación del
funcionamiento de las instituciones y del personal afectados.
Y volviendo al terrero de la
Justicia, qué decir de la celebración de un juicio años después de haberse
cometido el delito, causando con ello una tremenda injusticia en
aquellos casos en los que el acusado entra en la cárcel y luego se le declara
inocente. La Justicia lenta no es justicia y si esa demora está causada por
falta de medios, no hay excusa para no solventar esa grave deficiencia. La
salud y la justicia no merecen demoras injustificadas en la implantación de
medidas destinadas a la mejora de su funcionamiento. En ambos casos está en
juego la vida de una persona y la defensa de su bienestar.
Si en la empresa privada la diligencia
es obligatoria, pues de lo contrario uno puede verse en la calle por
incumplimiento de sus obligaciones, en la vida pública no deja de ser
prioritaria y esencial para el bien común.
Quizá es que esa demora en la
toma de decisiones se debe a la lentitud en la que sus máximos responsables se
ponen las pilas.