Los que intentamos vivir con
los pies en el suelo, anclados en lo que consideramos una vida lógica, basada
en el sentido común, cada vez más exiguo, más tocado, más deteriorado, nos
vemos obligados a ser espectadores pasivos de hechos que nos sobresaltan y que,
por desgracia, son cada vez más frecuentes y escandalosos.
Desde que el mundo es mundo y
el hombre es hombre, siempre ha habido injusticias protagonizadas por ese
hombre que se ha erigido como el salvador de la humanidad, pero que, en
realidad, no es más que un depredador omnívoro, que lo devora todo sin piedad y
solo pensando en su propio beneficio. Y a la gente de bien, entendiendo como
tales los que desean vivir en paz y en armonía en ese mudo utópico donde todos
los seres humanos tienen los mismos derechos y oportunidades, no les queda más
remedio que asumir la imperfección que domina el mundo real. La impotencia por
cambiar ese mundo hostil nos obliga a vivir en la resignación, esperando que no
seamos de los que sufren las injusticias y los males que nos acechan.
Vivimos sometidos a todo tipo
de presiones y calamidades. A la dificultad “natural” de sobrevivir en una
sociedad tan materialista, hay que añadir males de toda índole y origen. El
cambio climático que está devorando las zonas ecológicamente más ricas del
planeta. Los incendios, provocados por la codicia de los poderosos, o bien por
ese cambio climático que ellos mismos están permitiendo, cuando no causando,
están arrasando zonas que deberían estar protegidas. Las pandemias naturales,
que siempre se ceban en los más desfavorecidos, a los que las ayudas, en
cantidades insuficientes, solo llegan cuando los ciudadanos del primer mundo ya
han salido airosos. Los disturbios y la violencia provocada por las injusticias
sociales, especialmente en países dictatoriales, que van en aumento. La
progresión de los extremistas xenófobos que una malentendida tolerancia les
abre las puertas a los parlamentos más democráticos. La hipocresía y la
manipulación por parte de algunos medios y de determinados partidos políticos
que solo pretenden alcanzar el poder del modo que sea. Los políticos que nos
defraudan constantemente, dando una imagen impropia de quienes deben velar por
el bienestar de la sociedad. La corrupción masiva, que alcanza cotas increíbles
y contra la que resulta muy difícil, cuando no imposible, luchar. Y, en
definitiva, la impotencia de quienes observan, perplejos, tanta incoherencia,
insensatez e irracionalidad da vía libre a que sus autores sigan actuando en
beneficio propio y que nadie se atreva a pararles los pies.
¿Quién va a enfrentarse a los
poderes fácticos sin tener un respaldo que le asegure el éxito? ¿Quién le
parará los pies a Putin y a tantos reyezuelos que ostentan el poder con mano de
hierro y con las manos manchadas de sangre? ¿Quién puede detener la política de
asentamientos en tierras palestinas de Netanyahu, con el apoyo de los EEUU?
¿Quién puede acabar con el radicalismo islamista? ¿Quién, en definitiva, puede
luchar contra los elementos?
Muchas de esas injusticias y atrocidades
las vemos de lejos. Guerras, persecuciones, genocidios, migraciones, hambruna,
y un largo etcétera, inundan los telediarios. Otras, en cambio, las vivimos muy
de cerca, aunque tengamos la suerte de no sufrirlas en nuestras carnes, como el
paro, el despilfarro, la corrupción generalizada, los intereses económicos por
encima de los sociales, la hipocresía de los políticos que se dicen
progresistas pero que actúan como la derecha liberal, permitiendo que fondos
buitre desalojen a la fuerza a ciudadanos que viven en la precariedad,
prometiendo medidas y ayudas que nunca llegan o lo hacen mal y demasiado tarde.
El incumplimiento de los programas electorales y las alianzas postelectorales
entre partidos a priori no afines y coaliciones antinaturales, están en el
orden del día. Por no hablar del transfuguismo y la compra descarada de votos.
Políticos que abandonan su partido, pero no el acta de diputado, conservando su
poltrona en el parlamento autonómico o central. Divisiones, peleas, broncas
vergonzosas e indignas de quienes representan, o dicen representar, a los
ciudadanos.
Se ha hablado repetidamente
del uso cada vez más acentuado de ansiolíticos y antidepresivos en nuestro
país. No es extraño. Algunos lo achacan al confinamiento al que nos hemos visto
sometidos por la pandemia. Es posible. Pero esto ya viene de lejos, no es algo
novedoso. Yo más bien creo que el origen está en la desmoralización de muchos trabajadores
que ven, impotentes, la pérdida de sus puestos de empleo, el cierre de muchas
empresas, el negro horizonte que les espera y la falta de oportunidades de
muchos estudiantes, que deberán emigrar si quieren sobrevivir a esta crisis.
Toda esa amalgama de
situaciones y sensaciones adversas no pueden dejarnos indiferentes, pero
tampoco debemos, por nuestra salud mental, hundirnos en la desesperación.
Nuestros padres y abuelos vivieron y superaron una guerra civil y las penurias
que de ella se derivaron. Todo ello dejó una huella indeleble y en algunos
casos una herida muy profunda, pero salieron adelante. Porque la vida continúa.
Si algo deberíamos aprender de
todas estas “agresiones” externas, es que podemos resistir a sus embates. Lo
mejor que podemos hacer es no sucumbir a la desesperación. A eso se le llama
resiliencia.
Si el ser humano sigue
habitando este planeta después de tantos milenios es porque ha sabido adaptarse
a los cambios naturales y a dominarlo en pro de su supervivencia. Solo espero
que las futuras generaciones aprendan de esta crisis que ahora estamos
sufriendo para salir airosos de ella y que sepan y puedan revertir esos cambios
antinaturales que el hombre moderno ha introducido para explotar un planeta que
necesita para sobrevivir. Porque la resistencia del planeta Tierra tiene un
límite y este se está acercando peligrosamente. Y una vez restablecido el
orden natural del planeta, que se pongan de inmediato manos a la obra para lograr
también ese orden mundial que todos necesitamos.
De todos modos, a mi edad no me quedan muchas esperanzas ni oportunidades para ver grandes cambios. Solo puedo resignarme a
contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos y no abatirme más que lo
justo y necesario. Porque, insisto una vez más, a pesar de todo, la vida continúa.