jueves, 25 de marzo de 2021

A pesar de todo, la vida continúa

 


Los que intentamos vivir con los pies en el suelo, anclados en lo que consideramos una vida lógica, basada en el sentido común, cada vez más exiguo, más tocado, más deteriorado, nos vemos obligados a ser espectadores pasivos de hechos que nos sobresaltan y que, por desgracia, son cada vez más frecuentes y escandalosos.

Desde que el mundo es mundo y el hombre es hombre, siempre ha habido injusticias protagonizadas por ese hombre que se ha erigido como el salvador de la humanidad, pero que, en realidad, no es más que un depredador omnívoro, que lo devora todo sin piedad y solo pensando en su propio beneficio. Y a la gente de bien, entendiendo como tales los que desean vivir en paz y en armonía en ese mudo utópico donde todos los seres humanos tienen los mismos derechos y oportunidades, no les queda más remedio que asumir la imperfección que domina el mundo real. La impotencia por cambiar ese mundo hostil nos obliga a vivir en la resignación, esperando que no seamos de los que sufren las injusticias y los males que nos acechan.

Vivimos sometidos a todo tipo de presiones y calamidades. A la dificultad “natural” de sobrevivir en una sociedad tan materialista, hay que añadir males de toda índole y origen. El cambio climático que está devorando las zonas ecológicamente más ricas del planeta. Los incendios, provocados por la codicia de los poderosos, o bien por ese cambio climático que ellos mismos están permitiendo, cuando no causando, están arrasando zonas que deberían estar protegidas. Las pandemias naturales, que siempre se ceban en los más desfavorecidos, a los que las ayudas, en cantidades insuficientes, solo llegan cuando los ciudadanos del primer mundo ya han salido airosos. Los disturbios y la violencia provocada por las injusticias sociales, especialmente en países dictatoriales, que van en aumento. La progresión de los extremistas xenófobos que una malentendida tolerancia les abre las puertas a los parlamentos más democráticos. La hipocresía y la manipulación por parte de algunos medios y de determinados partidos políticos que solo pretenden alcanzar el poder del modo que sea. Los políticos que nos defraudan constantemente, dando una imagen impropia de quienes deben velar por el bienestar de la sociedad. La corrupción masiva, que alcanza cotas increíbles y contra la que resulta muy difícil, cuando no imposible, luchar. Y, en definitiva, la impotencia de quienes observan, perplejos, tanta incoherencia, insensatez e irracionalidad da vía libre a que sus autores sigan actuando en beneficio propio y que nadie se atreva a pararles los pies.

¿Quién va a enfrentarse a los poderes fácticos sin tener un respaldo que le asegure el éxito? ¿Quién le parará los pies a Putin y a tantos reyezuelos que ostentan el poder con mano de hierro y con las manos manchadas de sangre? ¿Quién puede detener la política de asentamientos en tierras palestinas de Netanyahu, con el apoyo de los EEUU? ¿Quién puede acabar con el radicalismo islamista? ¿Quién, en definitiva, puede luchar contra los elementos?

Muchas de esas injusticias y atrocidades las vemos de lejos. Guerras, persecuciones, genocidios, migraciones, hambruna, y un largo etcétera, inundan los telediarios. Otras, en cambio, las vivimos muy de cerca, aunque tengamos la suerte de no sufrirlas en nuestras carnes, como el paro, el despilfarro, la corrupción generalizada, los intereses económicos por encima de los sociales, la hipocresía de los políticos que se dicen progresistas pero que actúan como la derecha liberal, permitiendo que fondos buitre desalojen a la fuerza a ciudadanos que viven en la precariedad, prometiendo medidas y ayudas que nunca llegan o lo hacen mal y demasiado tarde. El incumplimiento de los programas electorales y las alianzas postelectorales entre partidos a priori no afines y coaliciones antinaturales, están en el orden del día. Por no hablar del transfuguismo y la compra descarada de votos. Políticos que abandonan su partido, pero no el acta de diputado, conservando su poltrona en el parlamento autonómico o central. Divisiones, peleas, broncas vergonzosas e indignas de quienes representan, o dicen representar, a los ciudadanos.

Se ha hablado repetidamente del uso cada vez más acentuado de ansiolíticos y antidepresivos en nuestro país. No es extraño. Algunos lo achacan al confinamiento al que nos hemos visto sometidos por la pandemia. Es posible. Pero esto ya viene de lejos, no es algo novedoso. Yo más bien creo que el origen está en la desmoralización de muchos trabajadores que ven, impotentes, la pérdida de sus puestos de empleo, el cierre de muchas empresas, el negro horizonte que les espera y la falta de oportunidades de muchos estudiantes, que deberán emigrar si quieren sobrevivir a esta crisis.

Toda esa amalgama de situaciones y sensaciones adversas no pueden dejarnos indiferentes, pero tampoco debemos, por nuestra salud mental, hundirnos en la desesperación. Nuestros padres y abuelos vivieron y superaron una guerra civil y las penurias que de ella se derivaron. Todo ello dejó una huella indeleble y en algunos casos una herida muy profunda, pero salieron adelante. Porque la vida continúa.

Si algo deberíamos aprender de todas estas “agresiones” externas, es que podemos resistir a sus embates. Lo mejor que podemos hacer es no sucumbir a la desesperación. A eso se le llama resiliencia.

Si el ser humano sigue habitando este planeta después de tantos milenios es porque ha sabido adaptarse a los cambios naturales y a dominarlo en pro de su supervivencia. Solo espero que las futuras generaciones aprendan de esta crisis que ahora estamos sufriendo para salir airosos de ella y que sepan y puedan revertir esos cambios antinaturales que el hombre moderno ha introducido para explotar un planeta que necesita para sobrevivir. Porque la resistencia del planeta Tierra tiene un límite y este se está acercando peligrosamente. Y una vez restablecido el orden natural del planeta, que se pongan de inmediato manos a la obra para lograr también ese orden mundial que todos necesitamos.

De todos modos, a mi edad no me quedan muchas esperanzas ni oportunidades para ver grandes cambios. Solo puedo resignarme a contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos y no abatirme más que lo justo y necesario. Porque, insisto una vez más, a pesar de todo, la vida continúa.


lunes, 22 de marzo de 2021

Josep Baselga. In Memoriam

 


Hoy tenía previsto publicar una de mis típicas entradas, con ese poso crítico que las caracteriza, pero me he visto obligado a hacer un paréntesis para intercalar esta, dedicada a un hombre de ciencia que acaba de dejarnos a la temprana edad de 61 años.

Desde estas líneas quiero, en primer lugar, lamentar su pérdida como consecuencia de un grave trastorno degenerativo cerebral conocido como enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, y en segundo lugar agradecerle su aportación a la oncología. Él, que ha salvado tantas vidas, no ha podido salvar la suya.

Josep Baselga i Torres, nacido en Barcelona el 3 de julio de 1959, fue el Jefe de Servicio del Departamento de Oncología Médica, Hematología y Oncología Radioterápica del Hospital Universitario Vall d’Hebrón de Barcelona desde 1996 hasta 2010. Entre su dilatado currículum figura haber ocupado, entre 2013 y 2018, la dirección médica del hospital Memorial Sloan-Kettering de Nueva York, considerado el mejor centro mundial en investigación oncológica. Pero entre sus aportaciones médicas a la oncología hay que resaltar lo que me ha llevado a dedicarle estas líneas.

El Dr, Baselga apostó desde sus inicios por los mecanismos biológicos de las enfermedades y más concretamente del cáncer, enfocando sus investigaciones en lo que se ha dado en llamar la medicina personalizada. Dicho enfoque fue fundamental a la hora de desarrollar medicamentos que han acabado siendo introducidos en la práctica médica habitual, cuando muchas compañías farmacéuticas dudaban de su viabilidad. El fármaco más representativo es el anticuerpo monoclonal trastuzumab, que ha contribuido a salvar muchas vidas humanas en pacientes con cáncer de mama de tipo HER2, entre los que me encuentro.

Ahora, y durante un largo periodo de tiempo, corre y correrá por mis venas ese fármaco cuyo desarrollo este prestigioso oncólogo impulsó gracias a su visión de futuro.

Muchas gracias al doctor Josep Baselga en nombre de todos los que se han visto favorecidos por sus conocimientos y en el mío propio. Son ya muchos los oncólogos en nuestro país que han tomado el testigo de su perseverancia e ingenio. De momento, gracias a él, el trastuzumab sigue siendo uno de los tratamientos de elección en el cáncer de mama.

 

viernes, 12 de marzo de 2021

¿Mala costumbre o mentira piadosa?

 


En más de una ocasión he echado el freno justo antes de publicar una de mis “criticas sociales”, como me gusta llamarlas, por temor a incomodar o disgustar a algunos de mis lectores, al sentirse indirectamente señalados. Estoy casi convencido de que hace años perdí a unos cuantos seguidores por ello. En aquella ocasión fue por criticar la actitud de los que solo te leen si les lees, como si lo de la lectura de otros blogs estuviera sujeta a un obligado quo pro quid y no a la libertad de elección o al tiempo disponible para ello.

Esta es una de esas ocasiones en las que he estado tentado de borrar todo lo escrito para evitar un malestar a quien se vea reflejado. Pero como, de hecho, ninguno de mis más fieles seguidores ha cometido —que yo sepa— el pecado que voy a señalar, he decidido liarme la manta a la cabeza y que sea lo que Dios quiera. ¿A qué pecado me refiero? Al de la mentira. Y al decir esto me siento como el sacerdote en lo alto del púlpito culpando de pecadores a los fieles que le escuchan desde el banco de la iglesia y señalándolos con su dedo acusador. Pero más que acusar, lo que deseo aquí y ahora es desahogarme de algo que vengo observando desde hace mucho tiempo.

Hay cosas que no entiendo y que me irritan sobremanera, y no solo por esa falta de comprensión por mi parte, sino por la hipocresía que encierran. En alguna ocasión he hablado de las contradicciones e incoherencias que vemos a menudo a nuestro alrededor y que incluso nosotros mismos hemos protagonizado. Somos humanos y pecamos de falta de sinceridad cuando nos sentimos forzados a ello. Pero la hipocresía gratuita, la no obligada por las circunstancias, es lo que más me subleva.

Convendréis conmigo que a veces hemos tenido que mentir para no herir a alguien cuando nos ha hecho una pregunta cuya respuesta, de ser totalmente sincera, le produciría dolor. Eso es lo que se define como mentira piadosa, una mentira que se dice por compromiso, como cuando alguien te pregunta si crees que ha envejecido más de la cuenta, si está guapa, si le queda bien un vestido, etc., esperando una respuesta benévola en el primer caso y positiva en los otros dos. En esas situaciones nos parecería cruel decir: «Pues sí, tío, te veo muy decrépito para tu edad»; o bien: «Mujer, guapa lo que se dice guapa…pues no»; o, ya en plan más duro: «Pues ya que lo preguntas, te queda fatal, no he visto en mi vida una cosa tan horrible».  En su lugar, solemos optar por algo que no nos comprometa o que no ofenda: «No, hombre, yo no te veo tan viejo como dices» o «Claro que estás guapa» o «Te sienta bastante bien», sin necesidad de pasarse al lado más hipócrita, como sería decir: «Pero si estás hecho un chaval» o «Estás guapísima, como siempre» o «Te sienta estupendamente, como todo lo que te pones», para luego, a sus espaldas, dejarlos hechos un guiñapo.

Insisto, pues, en que a veces nos hemos visto obligados a decir esas mentiras piadosas, en cierto modo forzados por quien pregunta, algo que se ha convertido en una costumbre, casi una norma de cortesía. Pero si dijéramos esta sarta de mentiras sin venir a cuento, sin que se nos pidiera la opinión, por iniciativa propia, ya sería una hipocresía extrema, rayando el cinismo.

Y aquí entra mi crítica de hoy, referida a un comportamiento que, como he dicho, llevo observando desde hace mucho tiempo y que, supongo, también afecta a más de uno en mi situación.

Los que me conocéis, sabéis que tengo una recopilación de relatos publicada desde hace algo más de cuatro años, que lleva por título Irreal como la vida misma y que —dicho sea de paso— está disponible en Amazon. He dicho en más de una ocasión que la peor parte, para mí, de esta “hazaña” ha sido su promoción, bien a través de mis blogs, de Facebook, Twitter e Instagram. Sencillamente, me resulta violento tener que dar la tabarra, una y otra vez, para dar a conocer este libro y, de ese modo, animar a mis seguidores a que lo adquieran y, por supuesto, lo lean. No soy el único que usa este método para publicitar sus libros autoeditados, a falta de una editorial. No hay otra forma. Es lo que hay. En cada ocasión que lo he hecho, me he prometido que sería la última, pues me duele pensar que me puedan tachar de pesado. «Otra vez con su libro de marras, qué cansino».

Pero, al margen de esta autopublicidad, he tenido la gran suerte de que varias compañeras y compañeros que sí han leído esta recopilación y que son propietarios de un blog, han tenido la deferencia de dedicarle una reseña, algo que es de muy agradecer por cuanto que han obrado libremente, sin que les haya pedido hacerlo.

Pues bien, en cada una de esas reseñas —todas muy positivas y quiero creer que sinceras—, algunos de sus lectores, quienes no sabían de mí ni de mi libro, han dejado comentarios mostrando un claro —que no sincero— interés por hacerse con un ejemplar. Algunos, incluso, parecían ansiosos por hacerlo y daban a entender que lo harían de inmediato, cosa que no ha llegado a suceder, salvo en una ocasión, que yo recuerde y porque era alguien que sí me conocía. ¿Por qué fingir un interés que no existe? ¿Por qué afirmar algo que no se cumple? ¿Es una mentirijilla para quedar bien? ¿Algo que todo el mundo hace y no pasa nada? Para mí es una falta de seriedad, incluso de educación, tanto hacia el autor de la reseña —con el que pretenden quedar bien— como del libro, algo que no viene a cuento y que, a individuos crédulos e ingenuos como yo, les jode (con perdón), porque da una alegría que luego se convierte en decepción. Si no te interesa un libro, por el motivo que sea, por muy buena calificación que le haya otorgado quien ha hecho su reseña, no pasa nada, omites hacer un comentario. En el caso en que te sientas obligado a comentar algo, por tu buena relación con el autor de la crítica, puedes ser ambiguo, irte por los cerros de Úbeda. Eso es siempre mejor que mentir, pues esa mentira es hipocresía gratuita.

Por mucho que alguien te diga que vale la pena leer ese o aquel libro, no estás obligado a creerle, ni mucho menos a comprarlo, pero, por lo menos, no digas que lo vas a hacer. Porque el pobre autor que espera ver hecha realidad su ilusión, acabará comprobando de que todo ha sido, una vez más, un farol.

Por favor, abandonad esa arraigada costumbre de mentir para quedar bien. Las mentiras piadosas solo son para los que las quieren oír, no para los que queremos saber la verdad.

 

lunes, 1 de marzo de 2021

Criptomonedas y criptomillonarios

 


A mi edad hay cosas para las que ya he llegado tarde, particularmente en lo referente a nuevas tecnologías y aplicaciones digitales, y no porque me sienta incapaz de aprender a usarlas sino porque ya no me producen ningún interés ni puedo sacarles un mínimo rendimiento. ¿Por qué, por ejemplo, tengo que darme de alta en esa aplicación conocida como Tiktok? ¿Para hacer el mamarracho? Tengo instalado Instagram y solo lo uso para colgar fotografías y uso, muy de vez en cuando, YouTube para ver algún concierto, alguna película y como un medio para buscar y bajarme música, mientras que los instagramers y youtubers pueden forrarse haciendo y diciendo cualquier cosa ante sus seguidores.

Pero hay supuestos adelantos que superan mi capacidad de discernimiento y que, al igual como me ocurre con la Bolsa, me crean mucha incertidumbre e incluso temor. Con la Bolsa ya no quiero saber nada, he tenido una muy mala experiencia y no quiero que mis ahorros se vean zarandeados por los vaivenes —a veces, en mi opinión, caprichosos— de los mercados y de las políticas económicas y sociales internacionales.

Hace muchísimos años que vengo usando la tarjeta de crédito, tras la cual hay una entidad financiera identificable y responsable. Hace algún tiempo que efectúo mis pagos en las Estaciones de Servicio con una aplicación (Waylet) descargada en mi móvil y desde hace muy poco puedo hacer lo mismo en muchos establecimientos con otra aplicación (CaixaBank Pay). Todas ellas me ofrecen confianza y seguridad. También he comprado artículos de todo tipo y entradas por internet y he pagado directamente a través de mi tarjeta de crédito o por PayPal. Jamás, hasta el momento, he tenido problemas.

Así pues, no soy un viejo carca que dé la espalda a las nuevas tecnologías porque sí. Pero hay ciertos avances, si es que en realidad lo son, que me crean una gran desconfianza por la (aparente) complejidad e inseguridad que encierran.

La sustitución de la moneda en papel por la de plástico fue un gran adelanto por su practicidad, aunque con ello estemos totalmente controlados —se sabe qué, cuánto, cuándo y dónde compramos—, aunque, a la vez, se evite el blanqueo de dinero. Pero el advenimiento de las llamadas criptomonedas se me antoja algo muy peligroso, especialmente para quien no le gusta especular con su dinero.   

Hay voces que aconsejan invertir en Bitcoins, la criptomoneda más popular del momento. Quien así lo hizo hace tan solo tres años ha visto aumentar su valor de forma increíble en comparación con cualquier otra inversión. Solo a lo largo del 2020 subió un 43%. Pero si nos retrotraemos a febrero de 2017, por aquel entonces el bitcoin se cotizaba a 1.200 dólares, mientras que en enero de este año su valor alcanzaba los 35.000 dólares (fuente: web Bit2Me Academy, 13 de enero de 2021), un 2.800% en cuatro años, y podrá alcanzar los 59.000 dólares a lo largo de este año (fuente: Thomas Hughes, en la web Entrepreneur, 2 de febrero de 2021). Algo inaudito. De este modo, quien hubiera invertido, por ejemplo, 100.000 € en bitcoins, ahora tendría casi tres millones, pudiendo llegar a los cinco millones. Todo muy fácil ¿no os parece? Quien no invierte en bitcoins es porque es tonto, parecen decirnos estos resultados.

Pero también hay voces que insisten en la peligrosidad de tales inversiones, por su gran variabilidad —su valor puede cambiar cada hora, tanto al alza como a la baja—, la falta de protección —no hay una entidad financiera que se responsabilice de nada ni esta moneda está respaldada por ningún gobierno— y son más susceptibles de pirateo, lo que ya se conoce como criptopirateo.

Yo soy de la vieja escuela, con lo que, aunque me duela, prefiero tener mi dinero en una entidad bancaria de intermediario, aunque me cobre algunas comisiones, que en una nube o red informática; prefiero el billete físico y el plastificado que el encriptado. Prefiero la realidad a la virtualidad.

¿Creéis en las criptomonedas como inversión y como medio idóneo para las transacciones económicas? ¿Creéis que acabará imponiéndose? Yo creo que, dado el elevado valor actual del bitcoin, muy pocos podrán tener un buen puñado de ellos en sus bolsillos virtuales, y los que puedan, los ricos, quizá acabarán siendo criptomillonarios, y los que no, la gran mayoría, seguiremos siendo lo que siempre hemos sido. De ser así, me temo que la brecha entre ricos y pobres se irá agrandando aun más, a no ser que estas monedas virtuales acaben sufriendo un descalabro brutal y el que ha arriesgado mucho dinero acabe siendo más pobre que una rata.

Pero, aun no siendo economista ni vidente, me parece que ocurrirá como en la fiebre del oro o con los contagiados por la Covid-19, que después de alcanzar el pico máximo, vendrá el declive hasta llegar a niveles mínimos. Los que ganarán dinero con las criptomonedas serán los de siempre, los mismos que saben jugar a la bolsa, conocedores de cuándo tienen que comprar y cuándo vender.

Yo, como ni puedo ni quiero meterme en ese berenjenal, me quedaré mirando lo que ocurre.