jueves, 26 de diciembre de 2013

Soy un ciudadano atípico




Para una persona como yo, educada en la más estricta observancia de las normas sociales de educación, convivencia y de respeto a los demás, y fiel seguidor de estas enseñanzas hasta la muerte, me irrita sobremanera ver cómo otros se las saltan a la torera, como si tuvieran una bula que les exonere de guardar el debido respeto a sus semejantes.


Hace ya muchos años, desde que era un crío, que sé que soy atípico, una persona rara, estadísticamente hablando, que no responde a lo que se espera de un ciudadano normal y el pasado sábado por la noche, como casi todos los sábados por la noche, ante la ya clásica y repetitiva prueba de ello, decidí que me explayaría contándolo aquí. El escenario: el cine.


¿Por qué en un cine? Pues porque es otro de los lugares o escenarios donde podemos encontrar unas de las muchas conductas que más me molestan y donde también pongo en práctica mis dotes de observación. Quizá soy un quisquilloso, pero no soporto a aquellos que no piensan en los demás y me temo que éstos conforman más de la mitad de la población de este país. Dentro de esa población “insocial” hay, a mi juicio, dos grupos: los gilipollas (que hacen lo que hacen sin pensar en los demás) y los cabrones (que lo hacen pensando en jorobar al prójimo). El resto de la población la forman los “buenos ciudadanos” que, a su vez, dividiría en dos grupos: los pasivos (que hacen las cosas bien sin pensar) y los activos, también llamados modélicos (que obran bien a propósito), que son una franca minoría. Entre los ciudadanos modélicos estarían los atípicos (que no dejan de tener algo de gilipollas) que, como yo, no sólo se esfuerzan en comportarse civilizadamente, sino que, además, se cabrean un montón al ver la conducta egoísta de los insociales ante la indiferencia de los demás.


En un cine hay una variada casuística de comportamientos insociales, afortunadamente de poca peligrosidad. Simplemente, son ciudadanos molestos, mayoritariamente gilipollas, con algún que otro cabrón suelto.


En primer lugar, están los que no saben lo que es la puntualidad, esos que entran en la sala cuando ya ha empezado la sesión, cuando ya está a oscuras y que no nos dejan ver tranquilamente la proyección mientras deambulan buscando sus asientos, porque ni siquiera se han molestado en ubicar sus asientos en la sala.

Aquí debo aclarar que voy a un cine de esos de última generación, en los que junto a la puerta de entrada de las salas hay un panel luminoso en el que, entre otras informaciones, hay una imagen en perspectiva de la sala en la se indica claramente la numeración de las filas y de las butacas y se pide a los señores clientes que localicen sus asientos antes de entrar para que sepan, de este modo, por qué pasillo deben acceder a sus localidades y no tener que cruzar las filas de derecha a izquierda o viceversa, molestando innecesariamente a los sufridos espectadores que llegaron antes que ellos.

A ver, a todos nos puede ocurrir algo inesperado que atente contra nuestra habitual puntualidad, que soy una persona razonable, dentro de lo que cabe, pero es que, a veces, esa impuntualidad es evitable y debida a que algunos prefieren perderse cinco y hasta diez minutos de la película y molestar a sus congéneres que sacrificar su enorme bote de crujientes palomitas y su medio litro de refresco. Que yo me pregunto ¿cómo pueden tener tanto apetito a las once menos cuarto de la noche para zamparse ese barril de palomitas si se supone que a esas horas un ciudadano corriente ha cenado, aunque sólo sea un bocata?

En segundo lugar están los ruidos que emiten esos devoradores de palomitas y bebedores de cola, ruidos de masticación, deglución y raspado que duran más de media película pues tamaño cargamento no se liquida en media hora. Y a raspado me refiero al que deben hacer cuando la munición ya está llegando a su fin y hay que escarbar para recoger lo que queda en el fondo del bote.

Soy tan raro en estas cosas, que hasta prefiero, miren por dónde, la época en que estaba prohibido entrar comida y bebida en los cines. ¿Acaso uno no puede aguantar dos horas sin comer o beber? ¡Y cómo dejan el suelo! Hecho un asco. Palomitas por doquier, hasta en el asiento, porque, claro, ¿cómo no van a derramar una parte del contenido con lo difícil que debe ser mantener en su lugar esa generosa montaña de palomitas en tan precario equilibrio junto al vaso gigante de bebida, el bolso de mano, la chaqueta y otros enseres personales? Un pequeño tropezón, un codazo involuntario, un acceso de tos o un simple estornudo ya es más que suficiente para que inunden el vestíbulo, el pasillo, las gradas, las filas y hasta el asiento con este material alimenticio. A veces, incluso algún pegajoso resto líquido hace las delicias de las suelas de nuestros zapatos.

“Es que, de este modo, la gente se siente como en casa y va al cine”. Si este es el argumento en el que se basa tal permisividad, puestos a permitir, quizá deberían ir pensando en dejar entrar a la gente en pijama, batín y pantuflas. Todo por el cliente, o por el dinero, si tenemos en cuenta que la recaudación por golosinas, comida y bebida es casi equiparable a la de las entradas. Que me pregunto si es cierto lo que se dice de que mucha gente ha dejado de ir al cine por culpa del precio de las entradas o porque lo que realmente les resultaba gravoso era la suma del coste del cine y de la consumición añadida y que como no saben ver una película sin echarse, entretanto, algo al coleto pues han preferido sacrificar el séptimo arte que esa gastronomía de andar por casa.

¿Y qué decir de los que no saben descifrar los números que figuran en sus entradas? Sí, esos que miran y miran el papelito y parece que no se aclararan, ni que fuera la primera vez que van al cine, buscando y buscando sus localidades entre la masa de espectadores. Incluso los hay peores, que no sé si ponerlos en el grupo de los gilipollas o de los cabrones, esos que se han sentado donde les ha venido en gana, a sabiendas de que son localidades numeradas y que en taquilla les han pedido su conformidad para otorgarles tal o cual asiento. ¿Atrás o delante? Centrado, si puede ser. Sí, en la fila 11 va bien. Para luego sentarse en la 9, eso sí bien centrados que ya que elegimos, elegimos bien.

Todo eso de puertas adentro, porque en la calle, frente a las taquillas, también los hay que van para nota. Los que se cuelan, al más puro estilo caradura, los que después de haber estado haciendo cola más de diez minutos, todavía no  han decidido qué película van a ver y hacen esperar a los demás, y los que no saben hacer cola, unos delante, otros detrás, en fila india, vamos. Toda una amalgama de comportamientos anómalos. A estos, desde que se pueden comprar las entradas por internet, ya los he perdido de vista afortunadamente.

Pero todo no acaba ahí. En el cine al que voy habitualmente, las salas tienen dos filas de asientos superconfortables y que son articulados, sillones motorizados reclinables que tanto me gustan porque, si la película es un rollo, se duerme de maravilla, casi tumbado. A cambio de tal confort, se supone que el usuario tiene que dejar el asiento como en el avión, el respaldo en posición vertical y el reposa-piernas plegado. Pues debe de haber quien considera que ya ha hecho suficiente esfuerzo para extenderlo como para luego dejarlo como estaba, pues te lo encuentras despatarrado, como si alguien se hubiera estrellado contra él desde lo más alto de la sala, que uno se pregunta cómo ha podido alguien salir del asiento en esa posición horizontal, casi en decúbito supino, si no es levitando. También puede ser que el último usuario haya aplicado ese aforismo de que hay que dejar las cosas tal como uno las ha encontrado y, por lo tanto, es tan indolente, ni más ni menos, como el que le ha precedido.

Y siguiendo con las faltas, otra de ellas es la de no guardar silencio, sobre todo desde que existen los teléfonos móviles, esos instrumentos que hay quien mantiene sin apagar por mucho que en la pantalla aparezca, de forma clara, concisa y educada, el ruego de no molestar al prójimo con ese politono tan gracioso que se han descargado en su ultramoderno y costoso aparato. El móvil, ese amigo inseparable, que tanta compañía hace a muchos y que está en vías de sustituir al mejor de los acompañantes, sea amigo, amiga, novio o novia, pues en lugar de charlar con ellos o ellas mientras no empieza la sesión, muchos se dedican a jugar con el dichoso aparatito, que lo he visto con mis propios ojos, a uno de esos jueguecitos que se han bajado, a conectarse con Facebook o a repasar el álbum de fotos.

No es extraño, pues, contemplar cómo casi la mitad de los espectadores tienen en sus manos y ante sus hipnotizados ojos, una pantallita iluminada donde unos globitos de colores caen o explotan, un come-cocos avanza implacablemente para devorar a su presa o donde una serie de imágenes mantienen al dueño del artilugio embobado que ni se entera de que la película está a punto de empezar y que todavía sigue en esta tesitura durante los primeros segundos de absoluta oscuridad.

Desde luego, esto último no convierte en fastidioso a quien practica esta actividad pues molestar, no molesta en demasía, pero sirva como ejemplo de una más de las conductas de quienes pasan olímpicamente de las normas y de los demás, de los que van a lo suyo y a quien no le guste que se aguante.

Aun así, con toda esa variopinta fauna de insociales, sigo yendo al cine casi todos los sábados por la noche, porque soy un cinéfilo redomado y porque, de paso, tengo ante mí este otro espectáculo que a veces catalogaría del género tragicómico y que, aunque me desagrada, me distrae y enriquece mi casuística personal sobre comportamientos insociables que hacen sentirme como un verdadero gilipollas. Y es que no puedo evitar ser raro, un ciudadano atípico.

2 comentarios:

  1. Jajajaja, no me parece a mi que seas una persona rara, sino que te gusta la educación como nos gusta todavía a muchos.
    Tu relato está genial y estoy totalmente de acuerdo con todo lo que cuentas, pero te diré que hace muchísimo tiempo que no voy al cine y seguramente sería de las que no se enteraría de donde tendría que sentarme, jajaja y además eso que cuentas de las butacas, no tenía ni ideas que las hubiera tan cómodas.
    Me gusta mucho el cine, pero donde he ido últimamente es al teatro, y la verdad es que no me he encontrado con esos casos de mala educación, será porque no voy con tanta asiduidad.
    Bueno Josep, me he entretenido mucho con tu relato.
    Te dejo un abrazo y el deseo de que pases una feliz salida y entrada de año.

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    1. Quizá es que la gente que frecuenta el teatro es más culta y educada pero aun así, en general, en educación estamos un poco flojos en este país. Recuerdo que en el colegio teníamos una asignatura que se llamaba aseo y urbanidad y se enseñaban normas de buena conducta y también se puntuaba la puntualidad. Si teniendo esas asignaturas hay gente de mi generación maleducada, no te digo nada de las nuevas generaciones. En fin, la vida es así.
      Me alegra que aparte de haberme desahogado intentando darle un toque de humor, haya logrado entretener.
      También te deseo unas felices fiestas.
      Un abrazo.

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