sábado, 14 de diciembre de 2013

El turista accidental




Durante años tuve la suerte o la desgracia, según se mire y según quien lo mire, de viajar mucho por motivos laborales y no me refiero a los viajes semanales a la capital del Reino, algo consustancial a mi cargo, sino a los que debía hacer a la central de la multinacional de turno o a localidades donde tenía lugar un simposio, un congreso o donde alguien había decidido mantener un encuentro o una reunión de trabajo. Mis peores viajes han sido, por supuesto, los de larga duración, larga permanencia y en solitario, que no han sido pocos.


Terminales, salas de espera, taxis, habitaciones de hotel, restaurantes, paseos en solitario y una larga lista de lugares y situaciones tediosas, han sido mis fríos compañeros de fatiga durante muchos días, posiblemente años, de mi vida.

Mientras que mi familia y algún amigo ajeno al mundo del “turista accidental”, como siempre me ha gustado calificarlo, haciendo alusión al film protagonizado por William Hurt, decían envidiarme por la suerte de conocer otras ciudades y otras gentes, para mí esos viajes eran un verdadero coñazo y un martirio psicológico, no solamente por el esfuerzo de hablar y pensar, casi todo el tiempo en que mi cerebro estaba despierto, en inglés, sino por lo que considero más penoso, lo que llamaría la soledad del viajero.

Es cierto que gracias a esos viajes, he podido conocer lugares que, de otro modo, probablemente no hubiera conocido, pero la soledad que me embargaba en casi todos ellos no me permitía disfrutar de la ocasión. Recuerdo mis primeros viajes a Londres y mis largos paseos por sus calles, evocando a mi hija Anna de apenas un año de edad en cada uno de esos bebés que veía en brazos de otras mujeres jóvenes. Sentía tanta añoranza de mi familia como cuando de niño pasaba una noche fuera de casa.

Con el tiempo y el acostumbramiento del resignado viajante, me fui curtiendo en estas lides pero siempre, al volver a mi habitación tras una jornada de reuniones y comidas de trabajo, me sentía aislado y solo por muchas que fueran las estrellas y por mayúsculo que resultara el confort del establecimiento hotelero. Ni la lectura en la cama King size antes de acostarme ni el mejor licor del mini-bar tenían en mí el mismo efecto relajante que unos cojines en la nuca y un agua mineral bien fresca en casa. Incluso la televisión me resultaba tremendamente aburrida.

En muchas ocasiones, no teniendo a nadie mínimamente grato con quien compartir mesa y cháchara, me hacía servir mi frugal desayuno en la habitación. La ventaja: que podía fumar a mi antojo, sin tener que pedir la venia o buscar una zona de fumadores ni dar explicaciones a los anti-tabaco. La desventaja: aburrimiento y más soledad.

Cuántos kilómetros habré recorrido a pie por las calles de las principales capitales europeas y de algunas americanas sin nadie con quien hablar, con quien compartir el mínimo sentimiento, paseando y cenando solo, como un viejo huraño y antisocial. En esos viajes y en esas situaciones fue donde y cuando adquirí la (¿insana?) costumbre de hablar conmigo mismo.

Debo reconocer, sin embargo, que si no disfrutaba de ese tiempo libre como cualquier otro en mi lugar era por culpa de mi carácter. Era incapaz de olvidarme del motivo por el cual estaba allí, siempre en tensión, nunca relajado y cada vez que, a la vuelta, mi mujer me preguntaba si me había gustado lo que había visto, se exasperaba al ver mi frialdad al contestarle: “Bueno, sí, no está mal pero no hay para tanto” o “pues como lo que has visto en los documentales” y expresiones por el estilo. Y es que los ojos con los que miraba el paisaje rural y urbano, el entorno y todo el que me rodeaba, tenían un filtro que no me permitía ver con la misma claridad como lo haría un alegre y despreocupado turista y ese filtro lo formaban el hastío, la añoranza, la ansiedad y, algunas veces, hasta la angustia.

Anécdotas podría contarlas a cientos pero como casi siempre le ocurre a un perfeccionista y sufridor por naturaleza como yo, las que más perduran en la memoria son las negativas: retrasos y esperas desesperantes, pérdida de vuelos de conexión, pérdida del equipaje, personal de tierra y de vuelo inepto o reacio a echarte una mano y una larga lista de peripecias, infortunios y agravios.

Anécdotas aparte, muchas igualmente aplicables a los viajes de placer, lo más significativo de esas “experiencias viajeras” es que te enseñan a ir por el mundo de forma más segura, es decir, a saber desenvolverte con más eficiencia, afrontando los problemas con mayor decisión, siendo precavido, un poco desconfiado también, haciendo valer tus derechos (ya se sabe, la ley del más fuerte) y sabiendo planificar mejor las cosas para evitar contratiempos innecesarios.

Quizá para un perfeccionista y sufridor como yo –lo repetiría hasta la saciedad, pues ello me ha causado más disgustos que satisfacciones-, parezcan innecesarias tantas precauciones pero es que de los fracasos se extraen muchas más enseñanzas y se aprende mucho más sobre normas de conducta y hábitos que ayudan a evitar contrariedades y fracasos que de la teoría, y si no que se lo pregunten a mis ex secretarias a quienes atosigaba con una retahíla de indicaciones y advertencias para la reserva de vuelos y hoteles. Vamos, que yo también podría escribir un libro de consejos dirigidos al turista accidental.
 

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