Cuando fui concebido, mi madre hacía tiempo que había entrado en la menopausia, una menopausia anormalmente precoz. A sus 28 años, su hipófisis dejó de funcionar con normalidad y como consecuencia de ello había dejado de ser fértil. Así pues, los síntomas de su embarazo fueron tomados como el resultado de un posible tumor uterino que acabó identificándose como lo que realmente era: yo.
Cuando nací, me dieron por muerto hasta que al cabo de varios minutos de haber abandonado toda esperanza de rescatarme del más allá, decidí resucitarme a mí mismo. Al parecer, había una fuerza superior que quería que viniera a este mundo. ¿Con qué propósito?, no lo sé, pero no creo que fuera para hacer la “mili”, aunque a veces he pensado que algo hay de cierto en ello pues habiéndome podido salvar por dos veces de ella, acabé haciéndola.
Hasta hace unos años, quizá hasta que dejó de ser obligatoria, en casi todas las reuniones de amigos salía a colación las anécdotas de la “mili” ante la cara de hastío de las respectivas parejas. Vaya, la “mili”, no podía faltar. Aunque yo no he sido nunca de los que disfrutaban con esas historias, siempre tenía algo que contar y lo primero era por qué hice la “mili” pudiendo haberme ahorrado lo que yo siempre decía que era la peor pérdida de tiempo en la vida de un joven, al menos en este país y en aquella época.
Cuando con veinte años fui llamado a presentarme en las dependencias municipales del barrio para ser inscrito, tallado y pesado para, de este modo, pasar a engrosar la lista de mozos disponibles para el servicio militar obligatorio, me encontré, haciendo cola como yo, a mi primo Antoñito. Como yo estaba cursando el segundo curso de Biológicas y no quería tener que interrumpir mis estudios durante los 18 meses que duraba entonces la “mili”, solicité allí mismo el derecho a prórroga para poder optar a la modalidad de Milicias Universitarias. A parte de ser una modalidad de menor duración, al estar fraccionada en varios periodos, la hacía compatible con los estudios. Dos ventajas más que suficientes.
Esto ocurrió en enero de 1971 y en febrero tuvo lugar el sorteo en la Caja de Reclutas, en el que el azar decidía el destino de los futuros soldados. Para los que lo ignoren, diré que cuando el número de reclutas excedía al de plazas disponibles, en este mismo acto se sorteaba también lo que se conocía como excedente de cupo. Aquellos afortunados cuyo apellido empezara por la letra o letras que salían por sorteo, quedaban exentos del servicio militar.
Yo ya me había olvidado de la “mili”, pues todavía tenían que pasar casi dos años para mi incorporación a las milicias universitarias, cuando una tarde del mes de febrero sonó el teléfono. Lo que aconteció tras esa llamada fue algo así:
-Jordi, coge el teléfono, es para ti. Es Antoñito –dijo mi madre sacando la cabeza por la puerta entreabierta de mi habitación.
-¿Antoñito? ¿Qué querrá? –dije extrañado.
-No me lo ha dicho.
-¿Sí?
-Eh, primo.
-¿Qué pasa?
-Oye, que hoy ha sido lo del sorteo de la “mili”.
-¿Y?
-Pues que tu letra ha salido como excedente de cupo, tío.
-Pero yo pedí una prórroga para hacer milicias.
-Pues eso, que si no la hubieras pedido, ahora te habrías librado.
El que se libró, pero de un ataque directo a la yugular fue él. ¿Por qué tenía que llamarme para decirme que de no haber solicitado la prórroga ahora estaría exento de hacer la “mili”? ¿Era para regodearse o es que sus entendederas no estaban lo suficientemente desarrolladas para ver que lo que estaba haciendo era puro sadismo? No recuerdo nada en absoluto de lo que siguió pues supongo que mi cerebro debe haberlo censurado. Simplemente, tenía que hacer la “mili”.
El siguiente paso, al cabo de unos meses, consistía en la solicitud formal para realizar el servicio militar mediante las milicias universitarias y para ser aceptado debía pasar un examen psicotécnico, una revisión médica y una prueba física.
En el test psicotécnico tuve que demostrar mi espíritu militar y con él me di cuenta de cuán fácil es aparentar lo que no eres con sólo ponerte en la mente de quien ha concebido el cuestionario e intentar adivinar lo que espera de ti. Prueba de ello fue que mi espíritu militar resultó ser alto, sin exagerar. Mi fantasía y creatividad no tienen límites. Farsante de guante blanco.
La prueba física, la última, la superé por los pelos y eso gracias a un gimnasio del Paseo de Gracia que impartía un curso intensivo para preparar a los aspirantes en el arte de subir la cuerda, en el salto de altura, en el de longitud y en el salto al caballo. Como la prueba de los cien metros lisos no podíamos ensayarla en el gimnasio, por razones obvias, quedaba a merced de la suerte del principiante.
La revisión médica no tenía por qué entrañar ningún obstáculo pues estaba sano y no tenía ningún problema físico, excepto la vista, claro. Mis seis dioptrías de miopía eran el obstáculo. Mientras que para hacer la “mili” normal este valor no era un inconveniente, para las milicias universitarias era un motivo de rechazo. ¿Te imaginas que al final tenga que hacer la “mili” normal por culpa de la vista después de haber sacado un excedente de cupo?, me iba repitiendo. No, no, ya puestos, tengo que hacer lo que sea para salir airoso con el oftalmólogo. Pero ¿cómo?
El oftalmólogo, si es que lo era, se limitó a examinar mis gafas, volteándolas y rotándolas ante su mirada escudriñadora y después de mirarme fijamente unos segundos, no sé si para ver el fondo del ojo con su mirada de rayos láser, me las devolvió y anotó un “apto” en la cartilla de la revisión médica. Cuando, al cabo de unos meses, ya todo estaba en orden y ya sabía cuál iba a ser mi primer destino, me enteré (esta vez no fue mi primo quien me lo dijo) que habían modificado el baremo de exenciones y que habían rebajado el número de dioptrías a seis para quedar exento de hacer el servicio militar ordinario. En definitiva, todo llegaba demasiado tarde, primero la excedencia de cupo y ahora la exención por miopía. Estaba escrito que tenía que hacer la “mili” La naturaleza se había empeñado en darme la vida y ahora me empujaba a enrolarme en el ejército muy a mi pesar. Los designios de la madre naturaleza son inescrutables.
Jajaja, la verdad que vaya mala suerte, pero bueno, sino hubiera sido así, no habrías tenido esta anécdota para contar.
ResponderEliminarUn gusto leerte y un abrazo.
Buena foto
La verdad es que de las malas experiencias también se aprende y mucho. Gracias por venir a leerme.
ResponderEliminarUn abrazo.