Hoy, por primera vez en mi
vida bloguera he improvisado mi entrada y la publico al poco de haber
terminado de escribirla. Si no, reviento.
El motivo es que es mi cerebro
está que arde, a punto de explotar, como una olla a presión. Supongo que, en parte,
se debe al maldito “virus chino”, como lo ha bautizado el impresentable de
Trump. A ese, el coronavirus ni se le acerca por miedo a morir por culpa de su
estupidez (la de Trump, me refiero).
El pasado viernes por la
tarde, paseando a mi perro por la zona ajardinada que hay en los aledaños de
casa —que estaba, lógicamente, mucho más solitaria que de costumbre, solo frecuentada
por perros y sus amos, o viceversa—, sentí el golpe de la dura realidad que estamos
viviendo. Porque una cosa es ver una guerra por televisión y desde el sillón de
tu casa y otra en el campo de batalla. Y es que, en un momento dado, quedé
completamente a solas. Silencio total. El cielo estaba encapotado con nubes que
parecían amenazar lluvia. Una leve brisa mecía las incipientes hojas de los
altos chopos circundantes. No se oía ni un solo pájaro. Parecía esa escena
cinematográfica en la que el protagonista presiente que algo malo va a suceder
de un momento a otro. Y de pronto, a lo lejos, oí una voz, seguramente grabada
y procedente de un coche patrulla, advirtiendo a los ciudadanos que se
mantuvieran a buen recaudo en sus casas y que no salieran. Eso sí que tenía
pinta de película de terror o de ciencia-ficción. Parecía que nos conminaban a
acudir a los refugios ante un inminente ataque nuclear o extraterrestre. Como Pelut,
mi perro, ya había hecho, por fortuna, sus necesidades, no perdí más tiempo y
al pobre casi lo arrastré camino de casa, ante su mirada de incomprensión.
Sabiendo, como sé, lo que está
ocurriendo y el riesgo que corremos, sentí, por unos momentos, un miedo
irracional que me empujaba a ponerme a buen recaudo. Pero cuando me recluí en
mi refugio hogareño, huyendo de ese enemigo maligno y silente buscando el
sosiego, volvió a aparecer otro tanto o más pertinaz: la información a través
de las cadenas de televisión y las redes sociales, que están afectando mi
estado de humor y mis tranquilas rutinas de siempre.
En este aspecto, a todos nos
ha cambiado la vida esta maldita pandemia. Pero la pandemia mediática también
hace de las suyas, física y anímicamente, no dejándome en paz ni un solo
momento y ante la cual me veo incapaz de protegerme. Las noticias por
televisión, lejos de tranquilizarme, me alarman, al ver las divergencias entre
lo que nuestros mandatarios dicen y las imágenes que las propias cadenas nos
ofrecen de las calles, carreteras y hospitales; los dimes y diretes que corren
como galgos por las redes sociales y que uno no puede eludir por si acaso;
informaciones catastróficas y apocalípticas de alguien que dice ser un pariente
de un amigo que dice haber visto u oído…; las noticias e imágenes más que
preocupantes que comparten nuestros “amigos” de Facebook; las opiniones de
visionarios que nos previenen de un horrible final o nos informan, porque lo
saben de buena tinta, que todo ha sido y es un complot perfectamente orquestado
por unos pocos, etcétera, etcétera, etcétera. Vamos, que somos unos pardillos y
hemos caído de pies y de cabeza en la trampa.
Incluso una de mis mayores
aficiones se ha visto afectada: la escritura. Pero no es que me hayan
desaparecido las ganas de escribir, de lo contrario no lo estaría haciendo
ahora mismo ni mantendría al día mis blogs. El problema, si así puede llamarse,
es que, si la atención mediática a la que me he referido ya me está ocupando
más del doble del tiempo que venía ocupándome, hay que sumarle ahora el que
debo dedicar a la lectura de mis blogs amigos y conocidos. Al parecer, quienes
habitualmente publicaban de uvas a peras o, como máximo, una vez al mes o cada
quince días, ahora son mucho más prolíficos; y uno, que es cumplidor, los lee
todos hasta que la vista o el cansancio dice basta, porque a veces ya no doy
más de mí después de tres horas sin descanso. Y eso me estresa, pues no me
permite dedicar el tiempo que quisiera a escribir mis propios relatos para el
concurso tal y cual, para el taller de escritura quincenal, para... Y cuando
por fin estoy sumergido de lleno en la escritura mi nueva entrada, sin pensar
en nada más que en lo que tengo en pantalla, salta la voz de mi mujer desde la
lejanía reclamándome: «Pero ¿vienes o no vienes a comer?»
Ayer decidí confesárselo a mi
terapeuta.
— Esto se ha convertido en un
sinvivir, doctor. ¿Qué puedo hacer?
—Pues relájese y salga a
pasear. ¿Tiene perro?
—¡Será cabrito! Uy, perdón, se
me ha escapado, disculpe —y le colgué el teléfono, porque había tenido que
anular la visita por culpa de la cuarentena.