viernes, 25 de julio de 2014

Verano del 64 (Segunda parte)


La primera impresión que nos causó el lugar, tras tomar posesión de nuestras habitaciones y salir a dar un paseo por los alrededores, no fue nada positiva, al menos para mí, preguntándome qué íbamos a hacer allí de provecho durante todo un mes y presintiendo que iba a pasar una de las vacaciones más aburridas de mi vida. Cuán equivocado estaba.

Enseguida descubrimos que en la fonda se alojaba un pequeño colectivo formado por mujeres, cuyos cónyuges se habían quedado en casa de Rodríguez, y sus respectivos hijos e hijas, y que tanto entre madres como entre sus vástagos se había establecido un vínculo de amistad, bien por haber llegado antes que nosotros, bien por conocerse de anteriores veraneos, por lo que mi madre vio en ello una oportunidad única para acoplarnos al grupo.

Tengo que reconocer que, por primera vez en mi vida, tuve que estar muy agradecido a la extraversión y a las dotes de comunicación de mi madre, a la que no le costaba nada entablar amistad con cualquier extraño. Desde luego, en ese aspecto no me parecía nada a ella. Así pues, haciendo gala de su sociabilidad innata, pasamos, de la noche a la mañana, a formar parte de ese selecto elenco de veraneantes. La piscina, lugar de encuentro diario, actuó de catalizador para que esa relación cuajara en una amistad que mi madre forjó con sus compañeras de veraneo y yo, en consecuencia, con el colectivo juvenil. Y a partir de ese preciso instante todo cambió para mí.

Con catorce años recién cumplidos, yo era el mayor del grupo pues los demás tenían entre diez y doce. Esa diferencia de edad, lejos de resultar un inconveniente, se convirtió en una ventaja pues me convertí, automáticamente, en el líder del grupo y en quien todas las madres tenían puesta su entera confianza no sólo por ser el mayor sino también por mi carácter más serio y formal de lo habitual para mi edad. Si sabían que sus polluelos iban conmigo, estaban totalmente tranquilas siempre que no nos alejáramos mucho de nuestro cuartel general, la fonda. Ese trato que me dispensaron unas y otros, me hizo sentir realmente importante por primera vez en mi vida. Me vi como el jefe de patrulla de mi época de Boy Scout, pero, en esta ocasión, con motivos más que suficientes para sentirme mucho más seguro y satisfecho.

Aunque a lo largo de mi adolescencia me recreé muchas veces en el recuerdo de esas vacaciones, como quien recuerda una grata aventura, lo verdaderamente importante de ellas, y que hace que las siga recordando, fue lo que significaron para alguien, como yo, que necesitaba liberarse de un ambiente, como el que vivía, repleto de represiones e inseguridades.

Pero antes de entrar en detalles, debo decir que a mi amigo Josep sólo le vi un día en todo el mes que duró nuestro veraneo en Ainsa. Reconozco que le di la espalda pero sentí en la necesidad egoísta de sacrificarlo a cambio de mis nuevas amistades que prometían ser, y fueron sin duda, una mayor fuente de diversión.

Habíamos quedado en encontrarnos, un día de la primera semana de agosto, frente a la fonda, a media tarde, cuando el sol hubiera dejado de abrasar. Cuando le vi aproximarse, me llamó la atención el hecho de que no venía solo; iba acompañado de un niño de unos seis o siete años, su primo me dijo, al que llevaba sujeto por la cabeza que, por cierto, era bastante voluminosa (en eso se parecían). La escena no podía ser más cómica: Josep andando parsimoniosamente con una mano apoyada en la testa de su acompañante que, por su corta estatura, le llegaba poco más arriba de la cintura; el crío, con sus pasitos cortos, parecía servirle de muleta. Es curioso pero nunca he olvidado esa imagen. Quizá sea porque es la última que conservo de él.

Como era de esperar, Josep rechazó mi propuesta (que hice más por cortesía y agradecimiento por lo que había hecho por nosotros que por verdadero interés) de sumarse a mi grupo de amigos y por toda alternativa me dijo que, si quería, podíamos vernos de vez en cuando para dar un paseo, los dos y su primo, al que no podía dejar solo. Ante tal perspectiva, me mostré evasivo respondiéndole que ya iría yo a verle, pero no cumplí con mi palabra. Aquel encuentro fue el último de nuestra vida pues, al iniciarse el nuevo curso, yo seguí los estudios de bachillerato superior en el mismo colegio y Josep ingresaba en la Escuela Industrial, perdiendo así todo contacto. Visto en perspectiva, sé que me comporté mal con quien era mi amigo y no supe mantener un equilibrio entre mi atención para con él y para con mi nuevo grupo de amigos, mucho más divertido, así que la balanza se decantó totalmente a favor de mi propia satisfacción y todo porque un chaval tan introvertido como yo no fue capaz de sacrificar ni un solo día de aquel verano para dejar de disfrutar de algo que se le antojaba una aventura. Si Josep me guardó rencor por ello, no tuve ocasión de saberlo.
 
Los días pasaban sin darme cuenta. Como durante el día el calor era insoportable, nos pasábamos toda la mañana y hasta la hora del almuerzo en la piscina, pero por la tarde, después de la obligada y odiosa siesta y no antes de las seis, cuando la temperatura era más tolerable, solíamos salir de excursión por los alrededores y merendar a orillas del río o bien en alguna casa de campo convertida en merendero ocasional. Después de cenar, al frescor de la noche, jugábamos en plena calle que, a pesar de ser una carretera nacional, estaba muy poco transitada en aquellos tiempos y, más aún, a aquellas horas.

De todo el grupo, con quien mi madre hizo mayor amistad fue con Tere y yo con su hija Maite. Tere estaba casada con Miguel y vivían en Zaragoza. Ambos formaban una pareja encantadora y su hija era como la guinda que corona el pastel, dulce y graciosa. Como el trabajo de Miguel, relacionado con la hostelería, le requería trabajar en verano, hacía ya algunos años que utilizaba la fórmula de enviar a su esposa e hija a pasar las vacaciones allí y él hacía una escapada todos los fines de semana para reunirse con ellas. Con su flamante Renault Gordini, el bueno de Miguel nos llevó, en más de una ocasión, de excursión hasta el pie de los pirineos. Desde entonces, el valle de Pineta, Ordesa y Panticosa forman parte del recuerdo de aquel verano.
 
Pero aparte de todas las diversiones que me deparó aquel mes de agosto en Ainsa, lo que recuerdo con mayor cariño, fue mi amistad, por no llamarla relación, con Maite.


2 comentarios:

  1. Precioso como siempre ... nos ha gustado mucho a los dos . Enhorabuena .

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    1. Muchas gracias, Marisa. ¿Qué haría yo sin mis incondicionales fans?
      Un beso para los dos.

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