Según el diccionario, el
escapismo consiste en la práctica de escapar desde un encierro físico o de
otras trampas. Yo, aquí, le doy otro significado: escapista es el que se evade
de cualquier responsabilidad cuando algo sale mal por su culpa.
Desgraciadamente, a raíz de la
tragedia producida por la DANA en Valencia, parte de Castilla-La Mancha y de
Andalucía, vemos como ha proliferado esta actuación, cuyo primer responsable de
la falta de proactividad y de una pésima gestión, no solo se excusa de su
responsabilidad, sino que echa balones fuera, como popularmente se dice,
señalando a otros estamentos: la AEMET, la UME, la Confederación hidrográfica
del Júcar y, como no, al Gobierno de la Nación.
Pero no voy a tratar aquí esta
desgraciada tragedia y lo que se desprende de ella, pues yo, siento decirlo, empiezo
a estar saturado de tanta información, desinformación, mala praxis, bulos y
falsas acusaciones.
Aun así, el tema que quiero
tratar aquí está íntimamente relacionado con lo anterior, pues esta suerte de
escapismo está presente en muchos otros ámbitos de nuestra vida, especialmente
el laboral, tal y como yo, por desgracia, he tenido ocasión de observar e
incluso vivir en primera persona.
Cada vez que oigo a algún
político acusando a otro de algo que solo a aquél le concierne, señalando a los
que están a su alrededor, ya sean colaboradores subordinados o iguales de otros
departamentos, que nada, o casi nada, tienen que ver con el asunto fracasado,
se me revuelven las tripas.
He visto y oído las excusas
más disparatadas a fin de no reconocer el fracaso personal delante del superior
jerárquico. Son individuos que mienten sin titubear ni mucho menos sonrojarse, incluso
sacando pecho. Y si, por casualidad, quien debe analizar las causas de tal
fracaso es un ignorante en la materia —algo no excepcional, pues ser jefe o
director no significa que domine forzosamente las actividades de su
departamento—, pues se cree a pies juntillas lo que afirma el escapista de
turno.
Hay personas que tienen el don
de mentir con tal naturalidad que dan la impresión de llevar razón en lo que
dicen, si nadie es capaz o se atreve a contradecirlas.
He conocido a perfectos
inútiles que se han ido salvando de toda responsabilidad gracias a su pericia y
a su “carisma”. Y siempre hay el pobre “pringado” que se las carga por mucho
que defienda su inocencia. Y es que en estos casos ocurre como a veces sucede
con los testigos de un acoso sexual o laboral, que nadie se atreve a respaldar
al acosado o acosada por temor a las represalias o porque son tan indecentes
como el acosador.
La falta de moralidad a la
hora de reconocer la culpa propia suele deberse al orgullo, a la soberbia y al deseo
de escalar sin importar a quien se llevan por delante, aunque también puede
deberse a una profunda cobardía. Un prepotente suele ser un cobarde o un
acomplejado que compensa sus deficiencias con una actitud agresiva.
Muchas empresas y organismos
oficiales funcionan con este tipo de personal en su organigrama, que no repara
en hacer daño a diestro y siniestro para salvar el culo.
Todos estos personajes
deberían pagar sus culpas tarde o temprano, pero, como ya dije en una ocasión,
el famoso karma no existe, o por lo menos yo no lo he visto actuar, y si caen, siempre
caen de pie, como los gatos.
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