Aunque sea difícil de creer, alguno de nuestros recuerdos infantiles más arraigados probablemente nunca sucedieron. La mayor parte de los “recuerdos” infantiles no son realmente recuerdos, sino una memoria generada a partir de diferentes datos recogidos de distintas fuentes de forma no consciente. Esta construcción de los recuerdos autobiográficos se aleja de la realidad tanto más cuanto menor edad teníamos en el momento del suceso (Antonio L. Manzanero, profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid).
Sea como fuere, han pasado más de cincuenta años y todavía recuerdo como si fuera hoy el temor que me infundía el fuerte rumor de la corriente del río Ebro que se oía, ya de lejos, al bajar por el camino que nos conducía a la zona de baño donde el río formaba una pequeña playa de arena fina y ardiente.
Aquel sonido, que iba en aumento a medida que nos aproximábamos a la orilla de aquel río que se me antojaba inmenso e impetuoso, me provocaba un desasosiego y, a la vez, una emoción incontrolable, la emoción del descubrimiento, de la aventura, y es que Escatrón era, a ojos de un niño de ciudad como yo, un lugar que ofrecía multitud de posibilidades para disfrutar del contacto con la naturaleza virgen.
En aquella época, la de mis recuerdos, a mediados de los años cincuenta, Escatrón acababa de experimentar una expansión demográfica sin precedentes debido a la construcción de una central térmica que atrajo a un gran número de forasteros que se instalaron en El Poblado, un nuevo barrio de casas unifamiliares construido por la central para sus trabajadores. A la construcción del Poblado, le acompañó la de las piscinas municipales, la de un cine, del que todavía recuerdo ese aroma peculiar que ambientaba los cines de la época y en el que vi la película “20.000 leguas de viaje submarino”, y la de El Club, un local de ocio exclusivo para socios, con piscina, bar y restaurante, donde todos los sábados de verano creo recordar que había baile y donde las chicas casaderas acudían para ver si Cupido las unía con alguno de los jóvenes venidos de fuera.
La fonda Panadés, la única del pueblo, ubicada en la que debía ser la calle principal, regentada por mi tío Ramón, hermano de mi padre y aragonés de adopción, y mi tía Araceli, su esposa y aragonesa de nacimiento, fue nuestra residencia veraniega en más de una ocasión aunque yo solo guardo un recuerdo nítido de la última, cuando ya gozaba de lo que se conoce como uso de razón, pues de anteriores ocasiones solo han quedado retazos de imágenes demasiado fragmentadas como para componer unos recuerdos mínimamente nítidos.
En la fonda convivía con mis tíos y mis cinco primos sin estrecheces por ocupar nosotros, mis padres y mis dos hermanas, la zona destinada a los huéspedes que en pleno mes de agosto brillaban por su ausencia. Ese era, pues, el centro de operaciones desde donde se gestaban las actividades familiares y las aventuras con mi único amigo de aquellas vacaciones, un chiquillo de mi misma edad, hijo de un guardia civil, que vivía en la casa-cuartel que había justo enfrente, cruzando la calle, y con el que viví multitud de correrías.
Como para mí, la aventura estaba fuera, en la calle, en el monte o en las inmediaciones del río, mis recuerdos de lo acontecido entre las paredes de aquella residencia de verano, una finca que se me antojaba enorme, son más bien escasas. Con mis primos y primas, debido a la diferencia de edad, no tuve un contacto especialmente íntimo. Si cinco años de diferencia en la edad adulta es una insignificancia, en la infancia son más que suficientes como para que sean un obstáculo a la hora de compartir juegos y complicidades y si a esta diferencia de edad se le suma la de sexo, la distancia se hace mayor. Aun así, mis recuerdos familiares de aquel verano han dejado una huella imborrable y una estela de simpatía y cariño como con el que siempre fuimos acogidos.
No sabría decir si lo que recuerdo de aquel verano es real o fruto de la inconmensurable imaginación infantil: el río inmenso, caudaloso y furioso, y la isla selvática en medio de aquella corriente de agua tan extensa como traicionera cuyos abundantes remolinos, contaban, habían engullido a más de un nadador imprudente o inexperto hasta que la poza que los había atrapado en lo más profundo del cauce los acababa vomitando ya sin vida.
Por la noche, el ulular de las lechuzas que habitaban en uno de los campanarios de la vieja iglesia que había en lo alto de un montículo frente a la fonda, no me dejaba pegar ojo pues, según la menor de mis hermanas, que disfrutaba atemorizándome con historias de terror, estas aves rapaces, de vida nocturna, atacaban a las personas mientras dormían, vaciándoles las cuencas de los ojos en un santiamén, y cerrar la ventana no era precaución suficiente ante sus posibles incursiones nocturnas pues podían penetrar por cualquier resquicio.
También recuerdo aquellas emocionantes ocasiones en las que en el bar de la fonda se organizaba un espectáculo nocturno de variedades, supongo que bajo la atenta mirada y el beneplácito de los poderes fácticos de la época, a saber, el cura párroco y la vecina guardia civil, al que no se me permitía asistir pero que veía a hurtadillas.
Es curioso cómo, al igual que las imágenes y los sonidos, también los olores quedan grabados en la mente, pues todavía siento aquel olor dulzón de la pastelería que los tíos Marcos y Fina, hermano y cuñada de mi tía Araceli, tenían a pocos metros de la puerta principal de la fonda, olor a pastel de nata y a merengue.
Para mí todo era emocionante, todo era tan grandioso y sorprendente como yo pequeño e influenciable. La excursión a la isla del río fue como explorar la selva amazónica; los despojos de piel de las inofensivas culebras que hallé pegados aquí y allá debido a su muda, se convirtieron, de repente, en el rastro de peligrosos monstruos; los pequeños saltos de agua que había cerca de la zona de baño, producidos por un desnivel del cauce del río, como si de una diminuta presa se tratara, y que atravesábamos andando sobre unos troncos gruesos y anchos que conectaban pequeñas isletas de rocas, se transformaron, a mis ojos, en una gran cascada, y los troncos de madera en la cuerda metálica por la que camina el intrépido equilibrista para cruzar un abismo; la fuerte brisa que arrastraba la corriente del río en aquel lugar era como un viento huracanado que hacía peligrar nuestro precario equilibrio, poniendo en riesgo nuestra vida. Con ese telón de fondo, no era de extrañar que todo fuera para mí una gran aventura.
Hace poco más de un año, con motivo de una visita que hice a mi familia aragonesa, a la que no veía desde hacía más de treinta años, estuve de nuevo en Escatrón, adonde sólo había vuelto en una ocasión siendo ya un adolescente pero sin apenas tiempo para recorrer sus calles y rememorar lugares y antiguas experiencias. En esta ocasión, sin embargo, la nostalgia que conlleva la madurez, hizo que quisiera aprovechar esta oportunidad para contactar de nuevo con aquel pasado de tan gratos recuerdos y buscara aquellos parajes que fueron los escenarios de aquel verano. No sé lo que esperaba ver después de más de cinco décadas pero lo que encontré no se correspondía con lo que había quedado grabado a fuego en mi mente. Los años no solo han transformado, lógicamente, el aspecto del pueblo: nuevos edificios, nuevas calles, rotondas y carreteras de acceso desconocidas para mí, sino que también han difuminado e incluso diría desgarrado la imagen idílica y a la vez misteriosa de aquel pueblecito de la Ribera Baja del Ebro en el que un chiquillo de seis o siete años vivió unas de las vacaciones más recordadas de su infancia.
La casa cuartel, donde tantas veces había jugado con mi amigo y que esperaba que fuera el punto de referencia para orientarme, ya no existe como tal. El edificio de la antigua fonda no lo reconocí hasta que no hube pasado por delante dos o tres veces y fue gracias a las dos tribunas cubiertas que todavía presiden su fachada, que parecía haber encogido con el tiempo. También contribuyó a mi desorientación el hecho de que el bloque está ahora segregado en varias viviendas y la pastelería hace ya muchos años que dejó de existir habiendo, en su lugar, un local esperando inquilino. La vieja iglesia, fuente de mis terrores nocturnos, no es otra que la ermita barroca de San Javier que, con sus dos torres gemelas apuntando al cielo, sigue imperturbable al paso del tiempo y a la que se accede ahora por una larga escalinata donde antaño había una empinada cuesta pedregosa. También sigue en pie la piscina municipal pero no así aquel cine y aquel club cuya desaparición debe haber dejado un poco huérfanos de divertimento al poco más de un millar de habitantes que actualmente tiene el pueblo.
El río sigue, como no podía ser de otro modo, en su lugar, provocador y majestuoso, con su marcha lenta y solemne, pero el paisaje no es como lo recordaba. Por mucho que lo intenté, no hallé la cuesta que nos conducía hasta el río ni pude identificar nuestra zona de recreo, donde tantas veces habíamos tomado baños de sol y de agua dulce, de tan cambiada como hallé la orilla, repleta de arbustos y matorrales, y que, por la crecida que había sufrido el río tras las recientes lluvias torrenciales, no dejaba ver las señales de ninguna playa. La isla selvática y siniestra de mis aventuras reales e imaginarias se la ve más cercana y menos tenebrosa; es, ahora lo sé, una isla fluvial, de fácil acceso, formada por la acumulación de los sedimentos que arrastra el río en aquella zona de meandros, tan abundantes en esa área conocida como Mejana de Sástago. ¿Y qué decir de los saltos de agua, ese tramo de corriente rápida que tanto pavor me producía? Desde donde pude verlos, son de una longitud y profundidad que, sin necesidad de ningún tronco apoyado sobre las piedras que emergen a ras de la corriente, se podrían cruzar saltando de roca en roca o caminando por el fondo del cauce teniendo, eso sí, un poco de tiento y, sobre todo, unas buenas botas de agua.
Así pues, comprobé con tristeza que la realidad, en este caso, no supera a la ficción. Por lo tanto, prefiero quedarme con lo que mi imaginación y mis recuerdos infantiles me traen a la memoria. Prefiero pensar que esta visita no resultó tal como la he descrito y que Escatrón todavía es aquel pueblecito que me hizo vivir un verano de fantasías y espejismos.
Dedicado, con cariño, a mis tíos, Ramón y Araceli (EPD) y a mis primos y primas Maricel, Ramoné (†), Tony, Charo y Merche.
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