lunes, 11 de noviembre de 2013

Cuba

Hoy he decidido vestirme con el atuendo imaginario del reportero que escribe para el National Geographic (qué presunción la mía) y para ese turista, también imaginario, que, sin salir de casa, desea saber de lugares que no conoce más que de oídas.
Hoy he sentido la necesidad de narrar la grata experiencia de mi reciente viaje a Cuba. Quiero compartir, con quien abra este cuaderno, una experiencia que, por breve, no dejó de llenarme de satisfacción y que siempre recordaré, sobre todo por los amigos que, por fin, tuve ocasión de conocer en persona y que dejé con los brazos abiertos, esperando un reencuentro que seguramente nunca llegue a producirse. La vida es corta y no siempre nos da tiempo a repetir aquello de lo que un día disfrutamos.

 
 

Cuba es mucho más que una bella isla caribeña. Cuba es un mosaico de vivos colores y de formas de vida. El verde de los valles casi selváticos y montañas cubiertas de espesa vegetación contrasta con el blanco de esas interminables playas coralinas, el esmeralda de sus aguas cristalinas y todas las tonalidades imaginables de una flora exuberante. Por no decir del negro y blanco que tiñe la piel de sus habitantes cuyo denominador común es una locuacidad y simpatía fruto de su extraversión natural y de la necesidad de entablar contacto con esos turistas a los que suelen acosar con ese gracejo natural de la cultura latina.

 
Cuba es un vergel con una vasta metrópoli (más de dos millones de habitantes) que intenta renacer de sus cenizas: La Habana, esa capital antigua y colonial que todavía se resiente de los más de cincuenta años de abandono. Aún así, conserva esa belleza decadente que la hace tan especial para el turista ávido de contrastes y, sobre todo, para el fotógrafo que busca imágenes inéditas para su colección y que transmitan un mensaje que trascienda mucho más allá de lo que el ojo humano puede detectar e interpretar.


La Habana es una mezcla de magnificencia y de pobreza cuyo máximo exponente es el barrio de La Habana Vieja, un calificativo que bien puede aplicarse a prácticamente toda la capital. Pero la Habana Vieja tiene el atractivo añadido de no ser sólo vieja sino antigua, un Centro Histórico que reclama un pasado noble y señorial donde ahora conviven edificios regios de estilo colonial y magníficos palacetes y monumentos dignamente conservados y restaurados con otros que parecen haber sobrevivido a una catástrofe natural y que sólo se mantienen en pie para dar cobijo a miles de seres humanos que intentan sobrellevar la pobreza a la que se han visto abocados tras una revolución que les prometió una vida mejor y que, tras más de cincuenta años, no parece haber sido capaz de repartir la riqueza de forma igualitaria, viendo así defraudadas sus expectativas.

 
En cuanto al medio rural cubano, éste no se diferencia en demasía del de cualquier otro país con un nivel de vida comparable. Sus gentes son abiertas y alegres en consonancia con ese clima cálido propio de la isla durante prácticamente todo el año. Y sobre el telón de fondo de un paisaje inconfundiblemente tropical, la propaganda del régimen, en forma de pancartas y murales por doquier, se encarga de recordar al pueblo llano y a todo aquél que quiera mirar que la revolución sigue en marcha y que hay que seguir apoyando una causa en la que muchos ya hace tiempo que han dejado de creer.

 
 
Si los edificios en las capitales de provincia suelen ser de estilo colonial y de varias plantas, en los pueblos las típicas casitas de colores variopintos y en tonos pastel, de una sola planta, se disponen en hileras bordeando unas calles en las que el asfalto hace tiempo que dejó de existir y en las que alguna que otra cabra y unas escuálidas gallinas corretean a su alrededor sin ningún tipo de cuidado ni vigilancia.

 
A pesar del calor, la gente parece vivir en la calle, unos sentados bajo esos porches típicos cubanos con pilares de madera, otros callejeando sin aparente destino, sin contar con los que, con una paciencia infinita, se apostan en las esquinas esperando a que una guagua o cualquier vehículo, por destartalado que esté, tenga a bien recogerlos y llevarlos a cualquier parte donde deban ir. De este modo, las carreteras que cruzan esas pequeñas poblaciones suelen estar inundadas de peatones. Mientras que la mayoría deambulan tranquilamente por la cuneta sin reparar en el peligro que ello entraña, algunos están a la espera de vislumbrar un vehículo al que tan pronto ven acercarse hacen señas extendiendo sus brazos bien para mostrar la fruta que pretenden vender bien para pedir ser subidos a bordo, una obligación de todo ciudadano cubano que tiene la fortuna de disponer de un automóvil pues, de otro modo, la opción del transporte público, de existir, puede suponer varias horas de espera. Este hábito, del que el turista está obligatoriamente excluido, debe de incumplirse en muchos casos habida cuenta de que la mayoría de esos necesitados autoestopistas muestran al conductor un billete entre sus dedos para estimular, de este modo, su altruismo.



A estas escenas rurales hay que añadir los carros y vehículos de tracción animal de todo tipo que sigue siendo el medio de transporte por excelencia y que transitan abarrotados de pasajeros que observan a los ocupantes del vehículo que los adelanta con una mezcla de envidia y curiosidad. Y como colofón especial, la imagen de esos niños, algunos descalzos, correteando y jugando totalmente ajenos a la pobreza en la que viven, ofreciéndose voluntarios o incluso reclamando ser fotografiados por el turista accidental, acaba de dar a toda esta escenografía un tinte de país tercermundista con una población habituada y conformada a vivir en una estrechez que no merecen y de la que no pueden escapar y que, a pesar de ello, parece vivir relativamente feliz. Al menos esa es la impresión que dan cuando, al posar ante la cámara, sonríen ingenua y abiertamente sin importarles cómo y dónde viven.

 
FIN
 

 

 

 

 

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