Hoy he decidido vestirme con el atuendo imaginario del reportero que escribe para el National Geographic (qué presunción la mía) y para ese turista, también imaginario, que, sin salir de casa, desea saber de lugares que no conoce más que de oídas.
Hoy he sentido la necesidad de narrar la grata experiencia de mi reciente viaje a Cuba. Quiero compartir, con quien abra este cuaderno, una experiencia que, por breve, no dejó de llenarme de satisfacción y que siempre recordaré, sobre todo por los amigos que, por fin, tuve ocasión de conocer en persona y que dejé con los brazos abiertos, esperando un reencuentro que seguramente nunca llegue a producirse. La vida es corta y no siempre nos da tiempo a repetir aquello de lo que un día disfrutamos.
Hoy he sentido la necesidad de narrar la grata experiencia de mi reciente viaje a Cuba. Quiero compartir, con quien abra este cuaderno, una experiencia que, por breve, no dejó de llenarme de satisfacción y que siempre recordaré, sobre todo por los amigos que, por fin, tuve ocasión de conocer en persona y que dejé con los brazos abiertos, esperando un reencuentro que seguramente nunca llegue a producirse. La vida es corta y no siempre nos da tiempo a repetir aquello de lo que un día disfrutamos.
Cuba es mucho más que una
bella isla caribeña. Cuba es un mosaico de vivos colores y de formas de vida.
El verde de los valles casi selváticos y montañas cubiertas de espesa
vegetación contrasta con el blanco de esas interminables playas coralinas, el
esmeralda de sus aguas cristalinas y todas las tonalidades imaginables de una
flora exuberante. Por no decir del negro y blanco que tiñe la piel de sus
habitantes cuyo denominador común es una locuacidad y simpatía fruto de su
extraversión natural y de la necesidad de entablar contacto con esos turistas a
los que suelen acosar con ese gracejo natural de la cultura latina.
Cuba es un vergel con una vasta
metrópoli (más de dos millones de habitantes) que intenta renacer de sus
cenizas: La Habana, esa capital antigua y colonial que todavía se resiente de
los más de cincuenta años de abandono. Aún así, conserva esa belleza decadente
que la hace tan especial para el turista ávido de contrastes y, sobre todo,
para el fotógrafo que busca imágenes inéditas para su colección y que transmitan
un mensaje que trascienda mucho más allá de lo que el ojo humano puede detectar
e interpretar.
La Habana es una mezcla de
magnificencia y de pobreza cuyo máximo exponente es el barrio de La Habana
Vieja, un calificativo que bien puede aplicarse a prácticamente toda la
capital. Pero la Habana Vieja tiene el atractivo añadido de no ser sólo vieja
sino antigua, un Centro Histórico que reclama un pasado noble y señorial donde
ahora conviven edificios regios de estilo colonial y magníficos palacetes y
monumentos dignamente conservados y restaurados con otros que parecen haber
sobrevivido a una catástrofe natural y que sólo se mantienen en pie para dar
cobijo a miles de seres humanos que intentan sobrellevar la pobreza a la que se
han visto abocados tras una revolución que les prometió una vida mejor y que,
tras más de cincuenta años, no parece haber sido capaz de repartir la riqueza
de forma igualitaria, viendo así defraudadas sus expectativas.
Si los edificios en las capitales de provincia suelen ser de estilo colonial y de varias plantas, en los pueblos las típicas casitas de colores variopintos y en tonos pastel, de una sola planta, se disponen en hileras bordeando unas calles en las que el asfalto hace tiempo que dejó de existir y en las que alguna que otra cabra y unas escuálidas gallinas corretean a su alrededor sin ningún tipo de cuidado ni vigilancia.
A pesar del calor, la gente
parece vivir en la calle, unos sentados bajo esos porches típicos cubanos con
pilares de madera, otros callejeando sin aparente destino, sin contar con los
que, con una paciencia infinita, se apostan en las esquinas esperando a que una
guagua o cualquier vehículo, por destartalado que esté, tenga a bien recogerlos
y llevarlos a cualquier parte donde deban ir. De este modo, las carreteras que cruzan
esas pequeñas poblaciones suelen estar inundadas de peatones. Mientras que la
mayoría deambulan tranquilamente por la cuneta sin reparar en el peligro que
ello entraña, algunos están a la espera de vislumbrar un vehículo al que tan
pronto ven acercarse hacen señas extendiendo sus brazos bien para mostrar la
fruta que pretenden vender bien para pedir ser subidos a bordo, una obligación
de todo ciudadano cubano que tiene la fortuna de disponer de un automóvil pues,
de otro modo, la opción del transporte público, de existir, puede suponer
varias horas de espera. Este hábito, del que el turista está obligatoriamente excluido,
debe de incumplirse en muchos casos habida cuenta de que la mayoría de esos
necesitados autoestopistas muestran al conductor un billete entre sus dedos
para estimular, de este modo, su altruismo.
A estas escenas rurales hay
que añadir los carros y vehículos de tracción animal de todo tipo que sigue
siendo el medio de transporte por excelencia y que transitan abarrotados de
pasajeros que observan a los ocupantes del vehículo que los adelanta con una
mezcla de envidia y curiosidad. Y como colofón especial, la imagen de esos
niños, algunos descalzos, correteando y jugando totalmente ajenos a la pobreza
en la que viven, ofreciéndose voluntarios o incluso reclamando ser
fotografiados por el turista accidental, acaba de dar a toda esta escenografía
un tinte de país tercermundista con una población habituada y conformada a
vivir en una estrechez que no merecen y de la que no pueden escapar y que, a
pesar de ello, parece vivir relativamente feliz. Al menos esa es la impresión
que dan cuando, al posar ante la cámara, sonríen ingenua y abiertamente sin
importarles cómo y dónde viven.
FIN
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