martes, 29 de diciembre de 2015

El regalo de la vida


A mediados de octubre estuve con mi mujer en Toledo. Una visita turística cuyo detonante fue una novela, o debería decir un novelista, su autor. La novela lleva por título “Lo que encontré bajo el sofá” y el nombre del autor es Eloy Moreno, un joven escritor, ejemplo de iniciativa, tesón y de calidad narrativa. Esta es su segunda novela y acaba de publicar “El Regalo”. No es el objeto de esta entrada hablar de sus obras ni de su trayectoria como escritor. No me corresponde a mí hacerle publicidad pues para eso ya cuenta con sus propios medios. No obstante, os recomiendo encarecidamente su lectura. Si menciono estas dos novelas es porque la primera fue, como he dicho, lo que motivó nuestro viaje a la Ciudad Imperial y la segunda porque, una vez allí, asistimos a un acto de su presentación en la biblioteca del Alcázar. Una presentación que me dio mucho que pensar y sobrados motivos para leer su última obra.


Desde que mi mujer y yo leímos “Lo que encontré bajo el sofá”, sentimos la necesidad de visitar Toledo, la ciudad donde se desarrolla la historia y así conocer, con más detalle e in situ los rincones y leyendas que en ella se describen. Casualmente, Eloy organiza, dos o tres veces al año, en colaboración con “Rutas de Toledo”, unas visitas guiadas por las calles y lugares donde se desarrollan algunos de los episodios más intrigantes de la novela. Así que nos apuntamos a una de ellas y allí fuimos a pasar un lluvioso fin de semana.


Tampoco es el objeto de esta entrada comentar la visita que llevamos a cabo, en grupo y en solitario, por las calles y callejones empedrados de esa maravillosa e histórica ciudad en la que convivieron tres culturas: la musulmana, la judía y la cristiana.

Lo que de verdad me ha motivado a escribir estas líneas es lo que ha quedado en mi mente, el poso que ha dejado en mi alma la lectura de “El Regalo” y, antes de eso, las anécdotas que Eloy nos contó en el transcurso de su presentación.

Para mí (ya se sabe que una obra de arte puede ser objeto de múltiples interpretaciones según quien la analiza), “El Regalo” es un canto a la vida. Su lectura nos invita a reflexionar sobre las oportunidades que, con demasiada frecuencia, dejamos correr; los cambios que tememos emprender; la felicidad a la que renunciamos en aras de una vida cómoda y acomodada; el regalo que representa poder hacer lo que uno realmente desea y así ver cumplidos nuestros sueños.

Eloy amenizó la presentación de su nueva novela con varios ejemplos de personas que, de la noche a la mañana, tomaron una gran decisión: cambiar radicalmente de vida, dejarlo todo y comenzar de cero.

Hay que reconocer que, en todos los casos, se trataba de personas valientes y decididas, personas especiales y distintas en sus planteamientos a la mayoría de los humanos, con unos rasgos peculiares en su forma de vivir y sentir la vida. No por ello sus casos dejan de ser menos meritorios y dignos de admiración. Y como a nuestro escritor le atraen las personas “especiales”, como él mismo reconoció, se acercó a ellas para conocerlas mejor y así supo de sus cuitas y de sus sentimientos.

Todos los ejemplos mencionados tenían su enjundia pero el que más me llamó la atención fue el de un joven que lo dejó todo para dedicarse a lo que más le gustaba: la fotografía. Eloy le conoció, casualmente, mientras paseaba junto al mar. Vio cómo una chiquilla le hacía unas fotografías con una cámara de grandes dimensiones –y aparentemente de gran valor económico- que apenas lograba sostener en sus manos, haciendo verdaderos equilibrios para mantenerla en posición para disparar. Eloy dedujo que aquella niña sería su hija porque ¿quién en su sano juicio dejaría en manos de una criatura desconocida un equipo fotográfico como aquél? Cuando vio que, tras efectuar varios disparos, la niña le devolvió la cámara y se marchó, Eloy no pudo resistir la curiosidad y, acercándose a aquel joven, le preguntó quién era aquella chiquilla. “No lo sé” -le contentó-, solo quería que me hiciera unas fotos.

Y así conoció la historia de quien se presentó como Aitor Aranda, un joven administrativo que, aun estando asqueado de la vida profesional que llevaba, nunca se decidía a cortar por lo sano ese cordón umbilical que le mantenía atado a una vida aburrida y gris. El miedo a quedar libre de la estabilidad que le proporcionaba un empleo seguro y quedar abocado a la incertidumbre del ¿y ahora qué?, le mantenía inmóvil anclado a una actividad que detestaba. Hasta que un concurso fotográfico le ayudó a cambiar el “chip”.

Aitor, animado por unos amigos, decidió presentar una fotografía que había hecho a su perro con el mar de fondo. Ganó el primer premio dotado con tres mil euros. No era ésta una suma como para echar cohetes ni permitirse grandes hazañas pero, aun así, le ayudó a tomar la decisión más importante de su vida: dejó su trabajo y decidió dedicarse profesionalmente a la fotografía. Hoy es un fotógrafo de éxito y, lo más importante, feliz.

Como muy bien decía Eloy, mucha gente no se atreve a cambiar de trabajo porque cree que no sabrá hacer nada más de lo que viene haciendo desde hace muchos años. En algunos casos es precisamente eso lo que les ha llevado a la ruina. Cuando uno pierde su puesto de trabajo -algo harto frecuente en la actualidad- y no está preparado para llevar a cabo otro distinto, es cuando se hunde en el pozo. Hay que ser versátil, adaptable y emprendedor. Nunca se sabe dónde está la oportunidad de nuestra vida. Cambiar puede significar revivir, resucitar. No hay que temer al cambio. Tampoco creo que se haya de optar al cambio por el cambio. Pero ¿por qué no hacerlo cuando no estamos satisfechos ni somos felices con lo que hacemos? ¿Por qué negarnos a buscar la felicidad en otros horizontes? ¿Por qué no intentar cumplir nuestros sueños si los tenemos? Ésta ha sido la enseñanza con la que me he quedado tras la lectura de “El Regalo” y de la historia de Aitor Aranda. No es nada nuevo, lo sé, ni original, también lo sé. Pero sí es algo recurrente en muchos de nosotros: hacer oídos sordos a las oportunidades y luego quejarnos por no haberlas sabido escuchar.

Yo no sé si he llevado la vida que quería llevar. He vivido bien y no me desagrada mi profesión, el fondo. Otra cosa ha sido la forma, el modo, el medio en el que me he visto obligado a ejercerla. En varias ocasiones aposté por el cambio pero solo fueron cambios de ubicación, de empresa. A unos le sucedieron otros, siempre buscando un lugar idóneo en el que hacer mi trabajo agradablemente. Siempre he buscado ser feliz haciendo lo que me gustaba y sabía hacer y, salvo escasas y muy breves ocasiones, no lo he logrado. Quizá es que el cambio debiera haber sido mucho más radical y no supe o quise verlo. Ahora, para mí, ya es demasiado tarde. No tengo edad ni necesidad de cambiar. Pero siempre me quedará la duda de cómo me hubiera ido de haber optado por otra profesión u otras salidas. Pero lo jóvenes todavía estáis a tiempo de buscar vuestro propio regalo de la vida: la felicidad.

Lástima que no tenga lectores lo suficientemente jóvenes como para ser valientes. ¿O sí?
 
 
Imágenes: Vista de Toledo, portada de "El Regalo" y fotografía de Aitor Aranda, cortésmente cedida por Eloy Moreno.
 

martes, 22 de diciembre de 2015

Mi felicidad



Atravieso montañas y valles
cambio de paisaje y de estaciones
piso con placer la hojarasca y el barro
recibo la lluvia en mi cara curtida
por el paso del tiempo.
Miro las nubes que observan mi deambular
por este largo camino
que de tu mano se hace más placentero.
Ni el mar me detiene
rumbo a poniente
dejando atrás estelas de espuma agitada
y recuerdos de puertos abandonados
tormentas y nieblas vencidas
viajo con el sol templándome la cara.
Tras el ocaso, el amanecer diáfano
abre horizontes ignotos y lejanos
llenos de esperanza.
Dos almas surcando nuevos mares
alcanzando metas, infatigables
viviendo nuevos sueños, nuevas vidas
llenas de abrazos de ida y vuelta
de alegría inagotable
de ternura sin fin
con compañías acogedoras
con amor sin prisas
viviendo sin abandono ni soledad.
A esto le llamo felicidad.



viernes, 18 de diciembre de 2015

Premio Liebster Award

 
Mira por dónde, yo que estaba trabajando en las profundidades de mi último relato de ficción, salgo a la superficie y me encuentro, en el mundo real, con que nuestra compañera de letras e historias, María Campra Peláez, nombre y apellidos, que también supongo reales, de la Mamá Escritora, me ha nominado para el premio Liebster Award, algo que le agradezco como si de un regalo se tratara. Porque en un regalo lo que cuenta es el valor simbólico, el detalle, la intención, el hecho de que hayan pensado en ti.

Por lo tanto, muchas gracias, María, por haberme tenido en cuenta a mí y, por extensión, a mi blog que, dicho sea de paso, no sé a cual debería hacerle entrega del premio. Así que lo repartiré entre todos ellos, así no se enfadarán, aunque utilice éste como portavoz de mi gratitud.

Dicho esto –soy de pocas palabras pero cuando se trata de justificarme, se me escapan sin querer-, y a pesar de que mucho/as conoceréis las normas que se esconden tras esta nominación, paso a detallarlas:

1. Agradecer al blog que me ha nominado y seguirlo
2. Responder a las 11 preguntas que me ha hecho
3. Nominar a 5, 11 ó 20 blogs que tengan menos de 200 seguidores
4. Avisarles de que están nominados, y
5. Realizar 11 preguntas a los autores de los blogs nominados

El agradecimiento ha quedado, creo yo, debidamente cumplido, y que soy uno de sus seguidores María bien lo sabe.

Las respuestas a las once preguntas que he recibido de ella son éstas:

1. ¿Te gusta leer en la cama?

No solo me gusta, me encanta. Que quede claro que no utilizo la lectura nocturna (me imagino que al decir cama se refiere al uso de ésta a la hora de acostarse) como somnífero aunque, lógicamente, me conduce al sueño. Me gusta ese momento de relajación física y mental, el silencio y la comodidad. De hecho es donde más leo pues, salvo los fines de semana, el día lo lleno con otras muchas actividades.

2. ¿Qué género te gusta más leer?

Soy totalmente ecléctico, como con la música. Principalmente leo novela y me guío más por el autor que por el género, aunque hayan autores especializados en un determinado género, claro está. Digamos que la novela histórica es la que más me atrae pues bajo la capa de la ficción, que nos deleita, subyacen hechos reales que nos ilustran.

3. ¿Te gustan las películas de libros llevadas al cine?

Me agrada ver en la gran pantalla aquellas novelas que me han gustado aunque generalmente me decepcionan, salvo honrosas excepciones. Lo que la imaginación crea en la mente del lector difícilmente se ve justamente representado en el cine. Por otra parte, un guión cinematográfico siempre se queda corto; no se puede trasladar a una película de 90 ó 120 minutos una obra de más de 800 páginas, que te ha ocupado días de atenta lectura.

4. Un libro que no hayas podido terminar de leer.

Nunca pensé que sería capaz de dejar un libro a medias. Soy persona de terminar todo lo que empiezo. Y si un libro me desagrada, sigo adelante con la esperanza de que mejore, y si no es así, siempre queda la curiosidad de conocer el final de aquello que me ha resultado un verdadero tostón. Excepto cuando decidí leer Ulises, la obra cumbre de James Joyce. Primero la empecé a leer en inglés y tuve que dejarla tras el segundo capítulo, completamente decepcionado por mis, supuestamente, insuficientes conocimientos del idioma. Cuando más tarde la leí en su versión en castellano, me llevé una gran alegría: no es que mi inglés fuera deficiente, es que no pude digerir aquel, para mí, galimatías literario.

5. Tu color favorito.

No tengo un color favorito pero sí puedo decir que, en cuestión de vestimenta, me gustan más los colores oscuros que los claros. Una americana gris marengo o azul marino me gusta más que una gris perla o azul cielo. En cambio, si se trata de pintura (sea un lienzo o las paredes de mi casa), prefiero los tonos pastel.

6. Un libro que no te puedas sacar de la cabeza.

Difícil decisión, pero siendo coherente con lo dicho sobre mi preferencia por las novelas históricas, una novela que siempre recordaré por los gratos momentos que me proporcionó su lectura es “La catedral del mar” de Ildefonso Falcones. Y en el género de intriga, me dejó huella “La sombra del viento” de Carlos Ruiz Zafón. Las he leído tres veces y las volvería a leer.

7. Un libro que hayas olvidado por completo.

Ya no me acuerdo.

8. ¿Tienes manías a la hora de escribir?

Más que una manía, lo que tengo son necesidades: comodidad, silencio y tranquilidad. Me molesta que me interrumpan cuando estoy en plena “efervescencia creativa”, cuando me siento inspirado, vamos.

9. Papel o digital para leer.

Papel, sin lugar a dudas. Llamadme antiguo pero, para mí, no hay nada como el libro en papel. Tocarlo, olerlo, hojearlo. También leo ebooks pero no es lo mismo. Compro en formato electrónico solo aquellas novelas por las que siento curiosidad pero que probablemente no necesitaré volver a leer. Si, por el contrario, me encanta, la tengo que acabar comprando en tapa dura o blanda, da igual. Hay autores, de los que he leído prácticamente todo lo que han publicado, cuyas obras quiero tenerlas siempre en papel, como si de una colección se tratara. Además, me gusta ir arriba y abajo, adelante y atrás, releer un párrafo o pasaje de un capítulo anterior y en un libro electrónico eso es, si no imposible, sí bastante engorroso. Además -y aquí sí que tengo una manía-, antes de empezar una novela me gusta leer la sinopsis en la contraportada, la biografía del autor en la solapa interior, ver cuántas páginas tiene y sobre todo, la longitud de los capítulos (eso solo para hacerme una idea de si voy a necesitar mucho tiempo para cada uno, pues no me gusta dejar la lectura sin haber completado un capítulo –por eso de no dejar las cosas a medias).

10. Dime tu palabra favorita.

Me suena a pregunta tremendamente femenina, como lo del color, jeje. O propia de un psicólogo o psicóloga. Pues bien, sin pensármelo mucho (lo prometo) me inclino por “gracias”. Últimamente su uso se está perdiendo.

11. ¿Qué te gustaría preguntarme?

Soy muy malo haciendo preguntas y una vez hechas casi siempre me arrepiento de haberlas hecho o de no haber elegido otra mejor. Así pues, voy a por las dos primeras que me han venido a la mente:

a) ¿Muestras lo que has escrito a alguien que tengas a mano (tu pareja, por ejemplo) para ver qué opina, antes de publicarlo?, y
b) ¿Tienes seguidores de tu blog entre tus amigos y familiares?
 
Como epílogo diré que, a diferencia de mi nominadora, estos los premios me ponen en un aprieto aunque los agradezco, como dije antes, por lo que significan. Uno de mis lemas preferidos es aquel que dice que es de bien nacido ser agradecido. Y muestro aquí mi agradecimiento a María aceptando primero su nominación y cumpliendo luego con las normas que ello supone. Pero debo aclarar que lo que más me incomoda de tomar el testigo es que hay que pasárselo a otros que, como me ha ocurrido en anteriores ocasiones, no se hacen eco de ello, cortando esta “cadena de favores”. Eso me deja con un mal sabor de boca, me recuerda esa sensación de soledad del niño con el que nadie quiere jugar. Entiendo y respeto, sin embargo, que no a todo el mundo le guste participar en este tipo de actividades. Yo era, al fin y al cabo, uno de ellos.

Por lo tanto, y para acabar de cumplir con mi compromiso, voy a nominar a los siguientes 5 blogs, dejando que sea el azar –la casualidad o causalidad de que vengan a leerme- el que les informe de su nominación y decidan libremente continuar. Estos son mis blogs nominados:

- Paola Panzieri (De aquí y de allí)
- Soledad Gutiérrez (Pampiroladas)
- Irene G (La quimera)
- Chari BR7 (La voz de las olas)
- Julio David  (Hola, me llamo Julio David)
 
Finalmente, en lo referente a las 11 preguntas que debo hacer, no seré nada creativo y, como me han parecido originales e interesantes las que me han hecho a mí, voy a plagiar a María Campra Peláez (espero que no me lo tenga en cuenta), haciendo tan solo unos pequeñísimos cambios:

1. ¿Te gusta leer en la cama?
2. ¿Qué género prefieres leer?
3. ¿Te gustan las películas de novelas llevadas al cine?
4. ¿Qué libro no has podido terminar de leer?
5. ¿Qué libro te ha dejado una huella imborrable?
6. ¿Qué libro te ha decepcionado a pesar de la calidad reconocida de/la autor/a o del éxito comercial?
7. ¿Libro en papel o en formato electrónico?
8. ¿Sobre qué temas te gusta más escribir?
9. ¿Dónde y cuándo te gusta más escribir?
10. ¿Tu blog ha tenido el éxito que esperabas?
11. ¿Cuáles son tus temas favoritos a la hora de elegir un blog?
 
 
Hasta la próxima entrada.
 
 

sábado, 5 de diciembre de 2015

Inside Out: los libros que han dejado huella

 


Mi compañero de letras y del mundo bloguero, Oscar Ryan, ha tenido a bien nominarme y, de este modo, pasarme el testigo para un juego –si así puede llamarse- que consiste en elegir una serie de libros, con la particularidad de que dicha elección debe hacerse bajo el punto de vista de la película Insite Out. Originalidad no se le puede negar a esta idea pero yo, al igual que Oscar, no he tenido ocasión de ver esta película. Así que empezamos mal, me dije cuando leí mi nominación en su blog y las bases del juego (la otra base es simplemente pasarle el testigo a otros compañero/as y esperar a que esto/as quieran seguir el juego).

A mi edad, la verdad, ya no juego a casi nada, salvo al parchís, a la brisca y poco más, pero tratándose de libros, una de mis aficiones favoritas junto con el cine y la música, cómo iba a negarme. Pero luego pensé que la cosa tenía su enjundia, no era nada banal, pues elegir un libro, UNO, que me haya marcado en mi vida no es moco de pavo. Bueno, en realidad son cinco libros, tantos como categorías de sentimientos (alegría, asco, miedo, tristeza e ira) que, al parecer, son el leitmotiv de esa película.

Así que debo decir, de entrada, que me ha resultado altamente difícil pronunciarme por uno de entre tantos como habré leído en mi vida. Tanto es así, que una vez hecha la elección, me arrepentía al poco rato, pensando que quizá ese otro…


Pero como tampoco voy a ser motivo de una azotaina por parte de aquellos libros a los que no haya tenido en cuenta, ni se pondrán celosos los que haya olvidado, vamos allá con mi selección:


 
 

Un lugar llamado libertad, novela escrita por Ken Follet, es, como dice su título, un canto a la libertad. Y al amor. La acción transcurre en la Escocia del siglo XVIII, donde un joven minero, propiedad –sí, digo bien- del amo de la mina, se enfrenta a la esclavitud a la que le tienen sometido, decidiendo finalmente huir. En su odisea, que le levará hasta América, vive todo tipo de situaciones en las que acaba imperando el amor y la entrega al prójimo, llegando a saber lo que es ser un hombre libre. Todo ello, existiendo, como telón de fondo, una historia de amor que al principio parece condenada al fracaso. Estas historias y situaciones en las que finalmente se hace justicia y se reparan los daños causados, siempre me han producido Alegría.
 
 





 
Diría, sin temor a equivocarme, que he leído todas las novelas de Henning Mankell, uno de mis escritores favoritos dentro del género policiaco, de suspense. Huesos en el jardín es la última de la serie de novelas de Mankell teniendo como protagonista al sesudo inspector Kurt Wallander. ¿Por qué me dio asco? Pues la verdad es que no me asqueó nada. No soy  proclive a sentir asco cuando veo o leo escenas que el resto de los mortales consideran “asquerosas”. Pero debía escoger una novela y he escogido ésta porque contiene descripciones bastante explicitas de cómo se hallan, casualmente, unos cadáveres en el jardín circundante a la casa que el inspector Wallander está decidido a comprar para retirarse.
 
 

 
Stephen King es también uno de mis escritores favoritos dentro del género de terror aunque también debo decir que, más que miedo, lo que me producen sus novelas es desazón, aprensión y grima con solo imaginarme que lo que describe pudiera ocurrir en la vida real. El cementerio de animales no es, para mi gusto, su mejor novela, pero sí es la que más se adapta al concepto de terror. No sentí pavor pero si escalofríos al imaginarme lo que ocurría en ese cementerio indio del bosque cercano a la nueva vivienda de los protagonistas, ese cementerio donde todo animal que es enterrado cobra vida a los pocos días. El verdadero terror comienza tras comprobar la veracidad de ese poder en la mascota de la familia. Y no cuento más para no destrozar la trama a quien decida leerla.
 
 



El niño con el pijama de rayas es el libro que más tristeza y angustia me provocó al leerlo. Pocos habrán que me hayan causado tanta tristeza. Relata y describe el horror de un campo de concentración nazi desde la perspectiva de la inocente mirada de un niño, Bruno, hijo de un oficial alemán encargado del campo. Recién llegada la familia a su nueva residencia junto al centro de internamiento para judíos, el niño interpreta a su manera lo que allí dentro ocurre y observa, creyendo que los trajes de rayas de sus “residentes” son pijamas. Hasta que conoce, a través de la alambrada, a un niño, como él, que va vestido con un pijama a rayas. El final es realmente demoledor.
 
 
 
La tapadera (The firm, en inglés), de John Grisham, llevada a la gran pantalla y protagonizada por Tom Cruise, es el retrato de la corrupción existente dentro mismo del gran bufete de abogados que recluta al joven y recién licenciado en derecho Miichell McDeere (Tom Cruise). Ira sería el mejor calificativo para definir lo que se sentí al ver (y leer) cómo el protagonista y aspirante a famoso abogado queda atrapado en la red de mentiras y comportamientos fraudulentos de la que parece una firma ejemplar y que solo es una tapadera que oculta una terrible realidad. El descubrimiento de lo que realmente ocurre en el bufete y la disyuntiva del protagonista ante lo que debe hacer, pone su vida en peligro.
 
 
Y esto es todo, amigos. Espero que mi selección literaria os haya agradado. Y sin más, doy paso a la lista de los blogs nominados para jugar al juego de los libros que más nos han impresionado:

- Carmen Rubio: Relatos en la red
- María Jesús Fernández: Reinvenciones
- Federico Rivolta: Relatos oscuros
- Edgar K. Yera: Rincón creativo de Edgar K. Yera
- Yolanda Roman: Timshel (tú podrás)
- Campanilla Feroz: Las letras suicidas
 
 

viernes, 4 de diciembre de 2015

Las cosas que no soporto (y II)



Una vez que me he despachado a gusto contra la parte más oscura del séptimo arte y la más insoportable de la televisión, puedo seguir y sigo con algunas otras de mis fobias, o manías, o como queráis llamarlas. Difícil ejercicio el de elegir por dónde empezar. ¡Tengo tantas! Pero también en esta ocasión he procurado ser comedido y he escogido tan solo un pequeño ramillete de lindezas de entre un vergel de despropósitos y sinsentidos para quien esto escribe. Espero que nadie se ofenda si se siente aludido. No voy a decir aquello de que “quien se pica, ajos come”. ¡Ay, ya lo he dicho! ¿Cómo se borra esto? Bueno, da igual.

También he vuelto a echar mano de las tijeras pero esta vez en plan censura. Sí, sí, soy un gallina. Lo reconozco. Ha sido por aquello de evitar represalias o regañinas por parte del/la acusado/a pues hay casos en los que si se cita el pecado, se descubre al pecador.

En esta ocasión también las he clasificado según el escenario donde suelen tener lugar, a saber:
 
En tiendas, restaurantes y establecimientos varios

- Que entremos en el supermercado a por dos artículos de última necesidad, ese paquete de arroz y ese bote de tomate frito que se nos olvidaron en la última compra, y salgamos con más de diez. 
 
- Que en el mismo supermercado me ponga en la cola más corta y acabe siendo la más lenta a pesar de haber hecho cálculos de lo que van a tardar los que nos preceden después de haber observado la cantidad de artículos que lleva cada uno en el carrito.
 
- Que en un local de bocadillos/comida para llevar (en el cine a veces también ocurre algo parecido) haya quien, después de haber estado haciendo cola un buen rato y teniendo ante sus ojos un gran panel luminoso con todos los bocadillos y menús que se ofrecen –fotografías incluidas-, cuando les llega su turno todavía no saben qué pedir y están dale que te pego discutiéndolo con su pareja y con el/la empleado/a.
 
- Que en ese mismo tipo de local haya siempre el típico cliente lento de reflejos o atontolinado que no presta atención a su turno, debiendo ser el/la empleado/a quien se lo haga notar exclamando “¡el siguiente por favor!” o, peor aún, el que va detrás suyo. Que no estamos para dirigir el tráfico ni para perder el tiempo, que la película empieza puntual y no esperan a nadie.
 
- Que en esos establecimientos en los que hay que tomar un ticket para ser atendido, haya quien no se  moleste en hacerlo a pesar de haber una pantallita bien visible que marca el turno, un dispensador, generalmente de color rojo, también bien visible, y que todos los clientes que aguardan a su alrededor tengan un papelito en la mano. Y si alguien se lo hace saber, le mira con cara de besugo.
 
- Que en el restaurante, cuando estoy contando un chiste aparezca, en el momento crucial del desenlace hilarante, el camarero preguntando si los señores van a tomar café.
 
- Que teniendo hora en la peluquería, llame para ver cómo van y así no tener que esperar mucho, que me digan que todavía tarde unos minutos en llegar porque van un poco retrasados y que al presentarme a la nueva hora convenida, tenga que esperar media hora. Y yo me pregunto: ¿es que un/a profesional, que no hace otra cosa en todo el día y durante años, no sabe calcular, minuto arriba, minuto abajo, el tiempo que tardará en terminar lo que tiene entre manos?
 
En la calle
 
- Que circule un coche con las ventanillas bajadas y la música a tope, en plan discoteca, como si quisieran que la gente sepa que tienen un reproductor de CD que es la hostia. Claro que, normalmente, el perfil de ese individuo es el de un perfecto hortera que lo que quiere es impresionar y ligarse a las “titis”. Lo peor de todo es que parece que les funciona, sino no lo harían, digo yo.
 
- Que cuando la gente que cruza un paso de peatones, especialmente los anchos, tan abundantes en barrios céntricos, lo haga en desbandada, ocupando todo su ancho, debiendo sortearlos en zig-zag para evitar un cuerpo a cuerpo. Con lo fácil que sería que todos circuláramos por nuestra derecha, que era lo que me enseñaron de pequeño en aquella rancia pero útil asignatura que se llamaba “aseo y urbanidad”.
 
- Que haya quien busca objetos perdidos entre la arena de la playa con un detector de metales, esperando encontrar monedas o alguna pequeña joya (anillos, cadenas de oro), aprovechándose así de la desgracia ajena. Lo que me alegro cuando observo que el individuo buscador de tesoros toma algo de la arena, lo mira y lo lanza despectivamente. Habrá encontrado una argolla abrelatas o una chuminada con menos valor que un condón usado. Pues que se joda –pienso para  mis adentros.
 
Situaciones varias (en todas partes cuecen habas)
 
- Que me llamen tele-operador/as o esas personas que trabajan en el tele-marketing, tele-venta o como se llame, para ofrecerme servicios, cambiar de compañía u operador telefónico. Que me suelten una retahíla de palabras que leen o tienen  aprendidas de memoria. Que casi no se les entienda porque, además del profundo acento latinoamericano que tiene la mayoría (seguramente inmigrantes explotados), hablan al estilo correcaminos, teniendo que hacerles repetir las cosas sin que apenas pueda mediar palabra porque les quiebro el discurso. Pero peor aún es la hora intempestivas a la que laman, que me pillan casi siempre con la cuchara en la boca (así se aseguran de encontrar a la víctima en casa), y su insistencia, haciéndome o queriéndome hacer sentir un inútil por no entender las grandes ventajas de acogerme a sus maravillosas ofertas.
 
- Que quien me censura por algo que estoy haciendo (por ejemplo consultando el móvil), lo haga tanto o más que yo. En otras palabras: que todavía haya quien ve la paja en el ojo ajeno y no se mire al espejo para comprobar la viga que lleva en los suyos.
 
- Que me desbaraten los planes, concienzuda y anticipadamente establecidos, incluyendo en ellos a terceras personas, a última hora y por culpa de un capricho ajeno o causa perfectamente eludible.
 
- Que me digan que haga algo justamente cuando ya lo estoy haciendo o estoy a punto de hacerlo por propia iniciativa. Ello me hace sentir un “mandao”, que no hace las cosas sino se las ordenan.
 
- Que solo pueda contactar con una empresa que me presta un servicio por vía electrónica, debiendo entrar en su web y navegar a través de toda una serie de pestañas y opciones que al final no me llevan a ninguna parte, por lo menos a ninguna deseada.  Curiosamente siempre me ocurre eso cuando quiero hacer una reclamación o una pregunta cuya respuesta no incluya la posibilidad de que me ofrezcan algo a cambio.
 
- Que sea tan fácil darme de alta de un servicio y tan sumamente difícil y complicado darme de baja del mismo.
 
- Que haya quien al llamar al ascensor, pulse a la vez los botones de subida y de bajada, pensando, digo yo, que así acudirá más rápido. Creo que hay quien todavía no se ha aclarado con los botoncitos. ¿Quieres bajar? Pues pulsa el de bajada. ¿Quieres subir? Pues el de subida. A menos que junto a la puerta o en la parte superior de la misma haya una flecha luminosa que indique en qué sentido va el ascensor, cuando llega y se abren las puertas te ves obligado a hacer la típica pregunta: ¿Suben o bajan?
 
- Que cuando alguien me hace una pregunta, se interesa por algo, por ejemplo, de mi vida -¿en qué ocupas ahora tu tiempo libre?, ¿cómo te fue con aquel asunto?, y cosas por el estilo- al cabo de treinta segundos haya perdido todo interés en lo que le estoy contando, deje de prestarme atención y se distraiga continuamente con cualquier cosas que sucede a nuestro alrededor o en lo que dice el de al lado. De buena gana le daría un sopapo pata hacerlo volver a la realidad. ¿no has preguntado, mamón? Pues ahora te jorobas y atiendes a lo que te cuento. Lo que suelo hacer, en cambio, es callarme y cambiar de tema. Y digo yo: ¿por qué peguntan si no les interesa para nada la respuesta?
 
- Que en una comida con un grupo de amigos, colegas o ex compañeros, me toque sentarme al lado del más “paliza”, el pelmazo de turno, ese que te suelta a ti solo, como si no hubiera nadie más en la mesa, un rollo de aquí te espero, desde el aperitivo hasta el café, que no te permite atender ni participar en otras conversaciones mucho más interesantes  con el resto de asistentes a los que hace tiempo que no has visto. Entonces soy yo el que no presta demasiada atención a su interlocutor, asintiendo de vez en cuando por simple cortesía, pero en tal caso no he sido yo el causante de su monólogo. Camarero, ¿tiene una aspirina? Es que me ha entrado un dolor de cabeza… Pero ni por esas se da por aludido.
 
- Que me hagan repetir las cosas porque, simplemente, no atienden a lo que digo o pregunto. O bien ese ¿qué? retórico que lo único que pretende es retrasar la respuesta (o a mentira) y darse tiempo –un tiempo record, desde luego- para inventar una excusa o una salida airosa.
 

Y parodiando el anuncio de aquellas pilas que duran tanto, cambiaré de verbo y diré “y sigue y sigue y sigue”. Pero no seguiré. Me planto, pues después de leer esta sarta de manías, puestas por primera vez en mi vida por escrito, debo hacer un alto, un examen de conciencia, y preguntarme: ¿soy normal?
 
 

viernes, 27 de noviembre de 2015

Las cosas que no soporto (I)



Es una tontería, lo sé, pero llevo mucho tiempo, diría que años, queriendo hacerlo. Si no lo he hecho antes es porque, por una parte, no quería que nadie me tomara por un intolerante, un tiquismiquis, vamos un “tocapelotas”, en definitiva alguien insoportable; y por otra porque no tenía dónde plasmarlo, salvo en mi mente.

Cada vez que me hallaba frente a algo que me disgustaba sobre la conducta ajena -eso que, aun siendo cotidiano, no acabo de tragar por absurdo, ridículo o inadecuado-, pensaba en que podría anotarlo, hacer una lista de esas cosas que se repiten y que nadie ataja por falta de voluntad, de interés, por considerarlas “inocuas” e intrascendentes –vamos, que no hay para tanto- o porque simplemente pasan desapercibidas a ojos de la gran mayoría de ciudadanos y consumidores.

Pero ahora que tengo una edad como para que me dé igual lo que piensen los demás, que dispongo de suficiente tiempo libre para malgastarlo en chorradas y que tengo este blog para publicarlas, me he decidido a hacer un listado de las cosas que más rabia me dan. No es un ranking. Tampoco son los cuarenta principales. De hecho, al principio solo eran veinte pero a medida que ha ido pasando el tiempo han ido in crescendo, hasta el punto de que he tenido que echar mano de las tijeras para no pasarme. Será que con el tiempo no solo me hago más viejo sino también más intransigente.

Se trata de un popurrí de cosas, algunas más trascendentes que otras. Unas son cotidianas, de esas que tienen lugar en un ambiente familiar (léase entre amigos y parientes). Algunas otras podrían incluso catalogarse de “chorradas”, pero son de esas que no trago porque nos las intentan colar, y nos las cuelan, porque piensan que somos tontos. Por cierto: somos tontos. De ahí que nos las endosen con tanta frecuencia. Nos tragamos lo que nos echen y como tenemos unas enormes tragaderas, pues para adentro. Así que cuando digo que no las puedo tragar quiero decir, en realidad, que se me atragantan pero para adentro van. Es por ello que me resultan más insoportables que el aceite de ricino. Pero sobre todo a quien no soporto es a los que están detrás de ellas.

Para no hacer una enumeración tipo lista de la compra y, de paso, hacerlas más “visuales”, las describo a continuación tal como suelen tener lugar en su escenario habitual. Hasta me he permitido separarlas por ambientes o temáticas.

Pero como, en mi maniática y sensible opinión, es en la televisión y en el cine donde más sinsentidos encuentro (quizá porque los productores y/o guionistas son quienes más nos toman por estúpidos), dedico esta primera entrada al séptimo arte y a la caja tonta. Y no voy a demorarme más, no sea que vaya a crecer tanto la lista que se haga interminable y sea yo el insoportable.

Así pues, en cine y televisión no soporto:
 
- Que en las películas de terror se use y abuse de los sustos sonoros, recurrentes y totalmente gratuitos: la paloma, o mejor aún, el cuervo que sale volando al abrir la puerta del granero o el gato que salta maullando al abrir la portezuela de una alacena. Que digo yo: ¿qué hace un gato dentro de un armario o quién ha sido el cabrón que ha encerrado ahí al pobre animal?
 
- Que los guionistas obliguen a sus personajes a comportarse de forma totalmente ilógica según la vida real: ¿quién camina a oscuras y/o marcha atrás en un lugar en el que teme que haya alguien acechándole con malas intenciones? ¿Por qué cuando alguien se encuentra un cadáver ensangrentado y con un puñal clavado en el vientre, lo primero que hace es extraérselo, sujetarlo entre sus manos mirándolo sin saber qué hacer con él y embadurnarse de la sangre del finado, para que cuando llegue la policía –que aparece en un pis pas sin saber quién la ha avisado- lo encuentre con las manos en la masa? Y luego la omnipresente frase de “no es lo que parece”
 
- Que la gente coma y beba en el cine haciendo ruido al masticar o sorber el refresco para luego dejarlo todo hecho un asco. ¡Menudo equipo de limpieza tienen algunas salas! Palomitas por aquí, charquitos pegajosos por allá. El negocio es el negocio. Luego se quejan de que las entradas son caras (que lo son) pero no pueden evitar comprarse su ración King size de palomitas y un bote gigante de cola que les cuesta tanto o más que la entrada. Que también me pregunto: ¿las diez y media y no han cenado ni siquiera un triste bocata? Y si han cenado, ¿tienen todavía hambre para zamparse todo aquello?
 
- Que en una película con escenas de cama, la chica, después de una noche de sexo, se levante de la cama para ir al baño arrastrando la sabana, la manta y el cubrecama para que, tapada hasta la nariz, el chico no le vea el culo. ¿Acaso habrán practicado sexo a oscuras?
 
- Que los contendientes se peguen unas palizas de órdago como si nada, puñetazos que destrozarían las manos de quien los da y el careto de quien los recibe. En cambio, cuando interesa acabar rápido, con un golpe en la cocorota se acabó y a freír espárragos.
 
- Que antes de que el malo se cargue a su peor enemigo, aquél le cuente a éste toda su vida, sus motivaciones para hacer lo que hace y, sobre todo, cómo ha logrado hacerlo, con  todo lujo de detalles, apuntándole con el arma, y todo para dar tiempo a la poli a que llegue y le atrape. ¿Por qué no se lo carga de una vez por todas y acabamos? A fin de cuentas era a lo que iba, ¿no?
 
- Que cuando le cierran los ojos a un cadáver, con solo pasarle la mano por encima sin apenas tocarle los párpados éstos se cierran solos como por arte de magia.
 
- Que en una secuencia, uno de los científicos protagonistas le explique a otro algo que debe ser más que obvio para alguien con sus conocimientos, y solo para que el público lo entienda.
 
- Que cuando a alguien le piden que encienda urgentemente el televisor (hay una noticia que trastocará momentáneamente la trama y al espectador), éste se enciende ipso facto, apareciendo la imagen con solo pulsar el mando a distancia. Que me digan la marca que me lo compro.
 
- Que en la programación televisiva tengamos que tragarnos los frecuentes cortes publicitarios y su absurda (aparentemente) frecuencia. Que tras un corte publicitario de 45 segundos, prosiga la programación durante 5 minutos más y vuelvan a cortar diciendo que “volvemos en 7 minutos”. O que se introduzca una cuña publicitaria cuando solo falta un minuto para terminar una película y que, una vez acabada ésta, se empalme con el siguiente programa, el cual será interrumpido a los pocos minutos para volver a dar paso a la publicidad. Dicen que es la forma de asegurarse que el espectador no cambia de canal porque ya han logrado “engancharlo” de nuevo. ¡Pobre espectador!
 
- Que en algunas series de TV (Juego de tronos es un claro exponente de ello) tengas que estar constantemente subiendo y bajando el volumen por los continuos altibajos en el sonido. Pasan de hablar en susurros a vociferar, y luego el entrechocar de espadas o disparos y explosiones ensordecedoras cuyo estruendo se oye en todo el vecindario. Esos son los únicos momentos en que no deseo ser el propietario o usufructuario del mando a distancia. ¡Sube, que no se oye! ¡Baja, que nos vamos a volver locos!
 
- Que en documentales, noticias y extractos de programas de canales extranjeros quiten los subtítulos cuando todavía no he acabado de leerlos.
 
- Que en una tertulia o debate televisivo, todos hablen a la vez y a gritos, armando tal jaleo que uno no se entera de nada, aparte de que sean unos impresentables (esto ya se da por sentado). Y que el presunto moderador no intervenga o no logre acallarlos.

Y lo dejo aquí porque ya está bien de dar la lata.

CONTINUARÁ
(para quien esté interesado en seguir leyendo tonterías)
 
 





sábado, 14 de noviembre de 2015

¿Se han perdido las buenas costumbres?



Día a día vemos cómo niños y jóvenes desatienden lo que, cuando teníamos su edad, considerábamos de buena educación. Los niños ya no ceden el asiento a las personas mayores, los jóvenes ya no ceden el paso ni abren la puerta a una persona anciana. Muchos ni siquiera se disculpan por haber dado un empujón involuntario a alguien que pasaba por su lado. Y así podría citar una larga lista de ejemplos en los que la llamada urbanidad brilla por su ausencia. Pero lo peor de todo es que muchas de estas manifestaciones de mala –o poca- educación tienen lugar muchas veces en presencia de sus padres, que son los verdaderos culpables.

Creo, además, que las malas conductas y malas costumbres se contagian, y no solo de padres a hijos, de arriba abajo, sino también en sentido ascendente. Los jóvenes aprenden de sus mayores, pero éstos ahora parecen imitar a la juventud en su comportamiento y modales. Supongo que es algo inconsciente. Hay quien dice que todo lo malo se pega y creo que tienen razón. Aquello de que la manzana podrida corrompe a las demás del mismo cesto.

Pero mi propósito, en esta entrada, no es analizar este tipo de comportamiento en el ámbito de toda la sociedad. No soy sociólogo, ni psicólogo, ni antropólogo. En definitiva, no me siento lo suficientemente preparado para realizar un análisis en profundidad de esta deriva de la sociedad hacia la pérdida de las “buenas costumbres”.

Sí, en cambio, me atrevo –y espero no ofender a nadie- a llevar a cabo una reflexión basada en mi propia experiencia y en un ámbito tan concreto como cerrado como es el de la llamada blogosfera. Concretamente, me refiero al comportamiento de algunos –cada vez más- bloguero/as.

¿A qué viene el título de esta entrada? Viene a colación de algo que observo desde hace algún tiempo y que me llama poderosamente la atención: que algunos –insisto que cada vez son más- de lo/as “compañero/as de letras” no se toman el tiempo, o la molestia, de responder a los comentarios que les dejan –dejamos- sus lectores. Me parece una falta de desconsideración no hacerlo, aunque sea con un simple “gracias”, a quienes han invertido una parte –aunque sea pequeña- de su tiempo a leer y a dejar un comentario que, además, es halagador. ¿Quizá es que están tan atareado/as escribiendo nuevas entradas que no tienen tiempo para leer los mensajes que les dejan sus seguidores? ¿Acaso es que, como reciben tantos comentarios, no darían abasto a responder a todo/as y cada uno/a de sus lector/as? Quizá sea eso, pues generalmente obvian responder quienes más comentarios reciben. Pero, a ver, estamos hablando de decenas, no de miles. No se trata de un club de fans, con cientos de miles de seguidores, lo que obliga al artista a disponer de un/a secretario/a para que atienda la correspondencia.

Y como decía antes, parece que esta –mala, a mi entender- costumbre se va extendiendo, pues ahora me encuentro que bloguero/as que siempre respondían ahora ya no lo hacen. O algo que me parece aun peor: responden solo a uno/as poco/as, que serán, digo yo, amigos y conocidos de mucha confianza. Pues, aun así, no me parece bien. O todos o nadie, caramba, que todos somos dignos de ser tenidos en cuenta, creo yo.

Así que me formulo dos peguntas: a) ¿Por qué hay quien no responde nunca a sus lectores, esos que amablemente les han dejado un comentario al pie de su publicación?, y b) ¿Qué es lo que ha ocurrido para que quienes sí tenían la deferencia de contestar, hayan dejado de hacerlo? ¿Se han cansado? ¿No es rentable?

Es tanta mi curiosidad que si algún amable lector/a conoce la respuesta, le agradecería encarecidamente que me lo haga saber. Así me ilustrará y me quedaré más tranquilo. Espero que no suceda lo del refrán, ese que dice que la curiosidad mató al gato.

Por cierto, gracias a quienes sí responden a mis comentarios, por simples y anodinos que puedan ser.

 
 

lunes, 26 de octubre de 2015

Díselo ahora



Muchas veces evitamos recordar para no llorar. No queremos recordar para que no afloren sentimientos que habíamos congelado. Porque la vida sigue y no queremos volver la vista atrás para contemplar lo que hemos perdido.

Cuántas frases dejamos en el aire. Cuántas palabras se quedaron sin pronunciar y ahora desearíamos decirlas cuando ya es demasiado tarde. Sientes el deseo de decirle “te quiero” cuando sus ojos no volverán a mirarte. Esos ojos que se cerraron en tu ausencia mientras estabas durmiendo, poco antes de que te despertara el teléfono porque te llamaron del hospital para decirte que ya se había ido. Y cuando le volviste a ver, lo que tenías ante ti ya no era él o ella sino algo más parecido a un muñeco de cera que ya no te volvería a contar aquellas historias, mil veces repetidas, a las que ya apenas prestabas atención por conocidas y porque su memoria le jugaba malas pasadas y trastocaba la realidad.

Y solo pensamos en ello cuando ya no están y quisiéramos que todavía estuvieran. Cuando les añoramos. Pero lo peor de todo es que si volviéramos al pasado, si tuviéramos una segunda oportunidad, posiblemente cometeríamos el mismo error. Quizá preferimos no pensar en ello, para no sentirnos más culpables todavía. Porque la vida sigue y no queremos volver la vista atrás para contemplar nuestros errores y nuestros vacíos.

¿Acaso solo somos capaces de sentir y dar amor a los que ya no están para recibirlo?

Digamos “te quiero” ahora que todavía no es demasiado tarde.

Díselo ahora, todavía estás a tiempo.



viernes, 25 de septiembre de 2015

Un largo viaje sin retorno



No creo que haga falta abundar mucho más en las imágenes escalofriantes de los inmigrantes y refugiados que, buscando desesperadamente un hogar donde estar a salvo de la guerra, de la injusticia y del hambre, arriesgan sus vidas recorriendo zonas hostiles y peligrosas. No hay nada que haya quedado por decir para sensibilizar a la gente con un mínimo de humanidad y que tiene la suerte de vivir en condiciones muchísimo mejores.

El éxodo de los refugiados sirios del que estamos siendo testigos es, por desgracia, uno más de los que han tenido que sufrir gentes de diversas nacionalidades para escapar del  terror y de la miseria.

Muchos fueron los que a lo largo del siglo XX se vieron en la necesidad de exiliarse. Un millón de rusos huyendo del ejército bolchevique en 1919, casi dos millones de griegos y turcos trasladados en los años veinte, los 320.000 armenios dispersados por todo el continente en la siguiente década, un cuarto de millón de ciudadanos alemanes que escaparon de la Alemania nazi en la misma época, 200.000 húngaros que en los años cincuenta entraron en Austria y Yugoslavia, son solo unos ejemplos de los desplazamientos de personas sin hogar que ya en 1942 se contabilizaban en más de 20 millones.

A finales del siglo XX, la guerra de los Balcanes volvió a situar el flujo de refugiados en Europa en niveles similares a los de la Segunda Guerra Mundial. Desde 1991, la guerra y los procesos de limpieza étnica provocaron el desplazamiento de más de cinco millones de personas, de las cuales se calcula que un 20% abandonaron definitivamente el territorio de la antigua Yugoslavia.

Se cifra entre 3 y 4 millones los refugiados que han huido de Siria desde el inicio de la guerra hacia los países vecinos y miles de ellos buscan ahora asilo en Europa. Y esta marea humana de gente desesperada va en aumento. Las imágenes que nos ofrece la televisión nos encoge el corazón. El trato humanitario que deberían dispensarles no siempre está presente y hemos podido ver escenas de un trato indigno más propio de las deportaciones y campos de concentración.

Pero, como decía al principio, poco más se puede añadir a lo ya dicho hasta ahora sobre esta terrible situación de injusticia social, por lo que no voy a extenderme, puesto que otros mucho más versados que yo en guerras, éxodos y asilos políticos han hecho correr ríos de tinta aportando detalles más ilustrativos y elocuentes.

El verdadero motivo que me ha llevado a escribir esta entrada es el recuerdo que esta tragedia humana me ha suscitado sobre un exilio antiguo e igual de dramático pero al que creo que no se le dio la merecida resonancia internacional, ni entonces, ni una vez terminada la guerra europea, cuando la paz y normalidad había vuelto a las casas de los ciudadanos, ni siquiera tras el advenimiento de la democracia en nuestro país, muchos años después. Me refiero al éxodo republicano que en 1939 atravesó la frontera francesa y al que dedico aquí este sencillo y sentido recuerdo a pesar de los años pasados, más de los que yo cuento en la actualidad.

Ahora nos sobrecogen y escandalizan –y con razón- las imágenes de hombres, mujeres y niños sirios andando por los caminos con sus pocas pertenencias a cuestas y atravesando fronteras en busca de un lugar donde vivir en paz, alejados de la guerra y de la represión. ¿Cuántos europeos se conmovieron entonces de las imágenes de los españoles que huían a Francia –estimados en 465.000, de los cuales 170.000 eran civiles- y que fueron acogidos mayoritariamente con hostilidad y recluidos en campos de concentración o de “internamiento” donde muchos murieron de frio e inanición? Los campos de Saint-Cyprien, de Argelès-sur-Mer o de Le Barcarès, situados en el departamento de los Pirineos Orientales, fueron un ejemplo de ello. Por no hablar de los republicanos mínimamente significados que fueron entregados a la Gestapo y luego internados en Mauthausen-Gusen. Casi 9.000 republicanos españoles acabaron en campos de concentración nazis.

Podría citar también a los cerca de 10.000 exiliados que desembarcaron en el norte de África. Detenidos en campos de internamiento, a causa de su “peligrosidad”, fueron condenados a trabajos forzados y sometidos a un régimen brutal, sucumbiendo al hambre, a las enfermedades e incluso a la tortura, hasta que fueron liberados, en mayo de 1943, después del desembarco aliado.

Durante la guerra civil española y los años de la posguerra, Europa practicó la más absoluta hipocresía hacia España y los españoles, dándole primero la espalda a las fuerzas republicanas que luchaban contra los sublevados y luego, una vez vencidas, a los españoles que vivían bajo el yugo de la dictadura franquista. Aun recuerdo que de adolescente, al pisar territorio francés, decir la palabra “español” suscitaba entre los vecinos galos un rechazo indisimulado, una cara de desprecio.

Aquellos eran malos tiempos sin duda, tiempos de guerra, de crisis y de odio, pero no por ello deja de ser menos inhumano el trato recibido por esos cientos de miles de españoles cuya única culpa fue luchar o simplemente permanecer en el bando defensor del régimen establecido democráticamente. Aquellos hombres, mujeres y niños también sufrieron en sus carnes el hambre, la injusticia, el rechazo y el abandono. Aflijámonos por los refugiados actuales que padecen estas mismas penurias pensando también en aquellos compatriotas nuestros que les precedieron y que para muchos han quedado en el olvido. Y esperemos que este largo viaje que han emprendido alejándose de su tierra natal tenga un buen fin y no sea un viaje sin retorno.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Falsos astrólogos y videntes de pacotilla


No pretendo abrir un debate acerca de la veracidad de la astrología ni de la capacidad de premonición o clarividencia de algunas personas. Ninguna de las dos materias están en mi campo de conocimiento y no me gusta hablar ni escribir de lo que desconozco. Aunque escéptico por naturaleza, tiendo a adoptar una postura, indudablemente más cómoda y segura, semejante a la del agnóstico: ni afirmo ni niego. Y, sobre todo, respeto las creencias ajenas por inverosímiles que me parezcan a simple vista.

El objetivo de esta, llamémosla, crítica son los falsos profetas, los que viven a costa de los sentimientos y necesidades de quienes, creyendo a pies juntillas en el determinismo de los astros o en la capacidad paranormal de algunas mentes para conectar con “otras dimensiones”, no dudan en ponerse en sus manos para superar un problema material, emocional y/o existencial.

A mayor abundamiento, esos charlatanes desaprensivos, embaucadores, y a la postre, estafadores, tienen la desfachatez de anunciarse públicamente, incluso por televisión. “¿Tienes un problema acuciante que no te dejar vivir en paz y no puedes esperar?, llámame al 806XXXXXX y te devolveré la paz” o mensajes por el estilo se pueden ver en la franja publicitaria de varias cadenas televisivas de nuestro país.

¿Cómo pueden contribuir esos medios de comunicación, que a pesar de que su nivel de culturización sea nula deberían por lo menos proteger al consumidor de todo tipo de estafas, a favorecer este negocio claramente fraudulento?

Poderoso caballero es don dinero. Los pingues beneficios económicos que obtienen las cadenas de televisión gracias a la publicidad de la que depende su subsistencia es, al parecer, un argumento más que suficiente para no hacerle ascos a ese tipo de publicidad engañosa e inmoral contra la que nadie parece actuar. El fin justifica los medios.

Aun siendo tarea imposible, me gustaría saber cuál es el balance beneficio-daño que resulta de la práctica de tales profesionales de la falsedad. Todos o muchos hemos visto alguna vez a alguno/a de ello/as actuando ante un cándido -e ignorante- televidente que le ha contactado vía telefónica y cómo alguno/as se empeñan en contradecirles sobre cuestiones de las que solo ellos pueden dar fe. “Usted está mal del hígado, ¿verdad? Pues no, tengo el hígado perfectamente bien. Pues no, no lo tiene bien y si no al tiempo”. Y se quedan tan anchos. Y el pobre “cliente” yendo al médico para que le prescriba algo para el hígado porque de pronto parece que le duele.

Si alguien, por defraudar a hacienda, puede dar con sus huesos en la cárcel, ¿dónde deberían ir a parar los de los que se aprovechan de la ignorancia y credulidad de la gente y que juegan con sus sentimientos e incluso con su salud?

Quizá debería iniciar una petición en Change.org para que se prohibiera ese tipo de publicidad en los medios de comunicación, pero ¿a quién debería dirigir la petición? ¿Al Ministerio del Interior? ¿Al de Justicia? ¿Al Defensor del Pueblo? ¿Al mismísimo Presidente del Gobierno?

Pero para ser totalmente ecuánime, antes de nada debería saber a ciencia cierta hasta qué punto esos desaprensivos hacen un daño real a sus clientes o si, por el contrario, les ayudan a ser felices con sus engaños. Supongo que de todo habrá. Lo que sí es cierto es que hemos conocido muchas denuncias contra mala praxis médica pero hasta ahora nunca he tenido noticias de que se haya presentado una denuncia por daño físico o moral contra ningún astrólogo o vidente de pacotilla. ¿Será que la ignorancia de los afectados les impide saber que han sido realmente víctimas de un fraude?

Quizás también antes de tomar una decisión debería intentar conocer en profundidad y en carne propia cómo se las gastan esos individuos y luego obrar en consecuencia. Sería algo así como actuar de cebo. Pero en caso de resultar perjudicado de algún modo o simplemente no se vieran cumplidas mis expectativas, ¿alguien se tomaría en serio mi denuncia o me dirían que me lo tengo merecido por tonto?
 
 
 

sábado, 8 de agosto de 2015

Las apariencias engañan y el misterio de las coincidencias (*)




No sabría decir si las apariencias siempre engañan y si las coincidencias son o no un misterio, pero la anécdota de aquí voy a referir parece cumplir con ambos supuestos.

Viajaba de vuelta a Barcelona desde Estocolmo y el vuelo hacía escala en el aeropuerto de Amsterdam. Éramos cuatro compañeros de viaje y trabajo: el director médico, el de marketing, el director general y yo. A ellos les tocó tres asientos contiguos dos o tres filas por delante del mío situados a la derecha del pasillo. A mí me tocó uno junto a la ventana, a la izquierda del pasillo, donde las filas eran de dos asientos.

Eso no hubiera tenido ninguna importancia ni consecuencia si no fuera porque a mi lado se sentó un individuo alto, rubio y corpulento, con apariencia de Vikingo.

Hasta que el avión no alzó el vuelo, mis compañeros no cesaron de bromear en voz alta, girándose e intentando persuadirme para que cambiase de lugar si no quería acabar aplastado por la humana corpulencia de mi vecino. Que si sal de ahí, hombre, que ese tío no te dejará respirar, que qué mala suerte has tenido porque mira que es grandote, cámbiate de sitio, no seas tonto, que en cualquier otro asiento estarás mejor, que hay espacio de sobras. Y así una retahíla de cometarios jocosos y de risotadas más propias de críos que de unos hombres hechos y derechos. Mis amigos y jefe no se cortaron ni un pelo a la hora de soltar sus audaces calificativos hacia el desconocido pues, por muy conocedor de lenguas extranjeras que fuese, era muy improbable, por no decir imposible, que conociera la lengua de Pompeu Fabra, es decir el catalán, que era y es la nuestra.

Finalmente, cuando el avión ya había alcanzado la altitud adecuada y las señales luminosas y acústicas nos avisaron que ya podíamos desabrocharnos el cinturón de seguridad, me levanté con la idea de cambiar de asiento y acabar, de este modo, con las insistentes puyas de mis compañeros y, sea dicho de paso, procurarme un viaje más cómodo pues de hecho me sentía atrapado entre mi vecino y la ventanilla, habiendo además lugar de sobras para elegir. Fue entonces cuando al pedirle a éste que me dejara pasar con un lacónico excuse me, me contestó, ante mi sorpresa y la de mis colegas: “en català si us plau” (= en catalán por favor).

Yo quise que la tierra me tragara para no vomitarme nunca jamás. Aunque en ningún momento fui el artífice, directo o indirecto, de ninguna de aquellas mofas hacia su persona ni sobre la situación en la que me encontraba y que tanta hilaridad había provocado en mis compañeros, me sentí chocado y profundamente avergonzado. El supuesto extranjero venido del norte había entendido todo lo proferido por mis imprudentes acompañantes sin haberse inmutado un ápice y sin dar señales de su catalanidad. Ellos, mudos del asombro por la inesperada réplica del supuesto pasajero nórdico, voltearon raudos sus cabezas mirando al frente y ya no las volvieron a girar en todo el trayecto.

Pero ahí no acabó la cosa. Cuando estábamos en la zona de tránsito del aeropuerto de Amsterdam intentando localizar, en una de las pantallas informativas, la puerta de embarque del vuelo que nos debía llevar hasta nuestro destino final, Barcelona, se me ocurrió hacer un comentario gracioso (ahora sí) diciendo algo así como que esperaba no volver a encontrarme otra vez con ese tío enorme sentado a mi lado. Al girarme para dirigir nuestros pasos hacia la puerta de embarque que nos correspondía, me di de bruces con el corpachón del aludido. Por segunda vez en pocas horas sentí el deseo de desaparecer. Por suerte, el hombre fue prudente y se marchó sin decir esta boca es mía aunque, eso sí, mirándome con cara de pocos amigos.

Supongo que no fue la casualidad la que hizo que, efectivamente, me lo volviera a encontrar en el mismo asiento que en el vuelo anterior, nuevamente junto al mío. Quise suponer (en más de una ocasión me ha ocurrido) que cuando se vuela con la misma Compañía, haciendo escala en un aeropuerto de conexión, en el aeropuerto de origen se le asigna a uno el mismo asiento en ambos vuelos, simplemente por comodidad. Eso y no otra cosa explicaría lo que, en un principio, parecería (y me pareció) una coincidencia misteriosa.

Esta vez, no obstante, fue mi repetido vecino de asiento quien, sin decir nada, cambió de lugar una vez el avión hubo despegado y las señales se lo permitieron.

A pesar de quedarme cómodo y a mis anchas el resto del viaje, éste no me resultó muy placentero pues me inundó un cierto sentimiento de culpabilidad hasta llegar a mi destino. Desde entonces soy muy cauteloso y procuro no enjuiciar a nadie por su aspecto y no hablar más de la cuenta. Creo que, por prudencia, todo el mundo debería obrar del mismo modo. Así evitaríamos crearnos enemigos innecesarios o bien no herir sensibilidades ajenas. Ya que eso de amar al prójimo como a ti mismo nos resulta tan difícil de cumplir, por lo menos respetemos a nuestros semejantes aunque físicamente de semejantes no tengan nada. Lo que saqué en claro de esa experiencia es que, efectivamente, las apariencias pueden engañar y mucho y que las coincidencias no siempre son un misterio.

 
(*) Título de la obra de Eduardo R. Zancolli, RBA Libros, 2006

viernes, 31 de julio de 2015

Una visita a la feria


 
Continuando con la historia del Meeting sevillano, podría empezar diciendo ahora aquello de que “cada uno cuenta la feria según le va”. Y este refrán viene a cuento de la visita colectiva que realizamos a la Feria de Jerez la tarde dedicada a actividades turístico-sociales que siempre se reservaba para el ecuador de este tipo de reuniones internacionales de una semana de duración. Y debo añadir que de toda la organización de ese encuentro, ésta fue la parte que más quebraderos de cabeza me dio.

Casualmente aquella semana coincidió con la celebración de la Feria del Caballo, la célebre feria de Jerez, que yo conocía muy bien por mi estancia en esa ciudad años atrás con motivo de mis prácticas de alférez, al término de las milicias universitarias. Por tal motivo esa fue la propuesta que hice para la tarde libre: visitar esa bonita ciudad en fiestas. Pero, claro, el presupuesto no admitía un dispendio excesivo y cada propuesta que presentaba a John, éste me la tumbaba por demasiado cara y me pedía una alternativa más económica. Espectáculo de los caballos que bailan, visita a una bodega y cena con tablao flamenco; fuera; otra. Entonces nada de caballos bailarines, sólo visita a unas afamadas bodegas y cena en las mismas con música flamenca: tampoco; otra. Pues viaje en barco por el Guadalquivir hasta la isla de la Cartuja y desplazamiento hasta Jerez, parada y fonda: que no; otra. La rubia (véase el post anterior) –que en esto sí que tuvo que dar el callo- ya estaba desesperada, y yo también, de hacer tantos cálculos y propuestas a la baja. Y así hasta llegar a la que sí cuajó: tour en autocar por el centro histórico de Sevilla, desplazamiento hasta Jerez, paseo por el recinto ferial para contemplar el desfile de jinetes y carruajes, disfrutar del colorido del conjunto y de los vestidos de faralaes de las mujeres y niñas, embriagarse con la música y unos finos en una caseta, para acabar cenando en el restaurante situado en el mismo recinto: bingo, vale, adelante.

Cuando todo estaba, por fin, organizado, apareció un pequeño problema logístico: el horario. Para mis estimados colegas venidos de otros lares, de otras civilizaciones y de otros mundos, estaba totalmente fuera de lugar iniciar nuestra ruta cultural, turística y gastronómica más tarde de las cuatro de la tarde. Por mucho que lo intenté, no entendieron que para disfrutar de la feria y verla en todo su esplendor, debíamos llegar allí, como muy pronto, al atardecer. Tras un tira y afloja con John y las omnipotentes inglesas (v. mi post anterior), tuve que acceder a que iniciáramos nuestro periplo a las cinco en punto de la tarde, hora taurina.

Cuando el primer día del meeting, en un descanso, John me pidió que explicara al grupo en qué consistiría nuestra tarde de ocio, intenté, en el mejor inglés posible, hacerles entender qué era la feria, tanto la de Sevilla, en abril, como la de Jerez, en mayo. Creo que no lo entendieron muy bien pero les gustó la idea, sobre todo lo del copeo y papeo. Lo del flamenco, sevillanas, trajes andaluces y demás, no le debió parecer interesante a Madame Moreau, la autoritaria y chovinista representante francesa, porque cuando pedí que alzaran las manos quienes estaban interesados en asistir, y así saber cuántos comensales seríamos en el restaurante donde reservaríamos la cena, negó con la cabeza como si espantara a una mosca cojonera y poniendo cara de asco. Ella y el bueno de Stéphane -su sumiso subordinado que, por no contradecirla, la secundó callando-, se lo perdieron.

A pesar de haber pedido con insistencia a la guía turística y al chofer del autocar de que ralentizaran al máximo el tour por la capital hispalense para hacer tiempo, aun así llegamos al recinto de la feria antes de las ocho de la tarde. Había estado lloviendo a cántaros toda la mañana hasta el punto que creí que deberíamos anular la excursión pero, por fin, el sol salió al mediodía. Pero cuando llegamos al lugar, el recinto todavía estaba muy mojado y, lo peor de todo, solitario. No había ni un alma.

Me sentía tan violento recorriendo, junto a la sosa azafata contratada para que nos hiciera de cicerone, el recinto encharcado, desierto y deslucido, viendo las caras de interrogación de mis colegas (pero qué coño hacemos aquí, suponía que se preguntaban), que no sabía qué hacer aparte de espolearla para que contara algo de lo que allí acontecía a la hora que debía acontecer. Afortunadamente logré que abrieran, mucho antes de la hora prevista, la caseta que tenía que acogernos y ofrecernos una cata de los mejores caldos de la zona. Y entre caldo y caldo, y sevillanas de fondo, el ambiente y las caras se fueron caldeando y los labios empezaron a esbozar sonrisas y alguna que otra carcajada saltaba de boca en boca. Hasta que llegó la hora de cenar.

En el restaurante, tuve que rogar que hicieran un esfuerzo titánico, ya que para ellos era algo casi sobrenatural, para que nos sirvieran el aperitivo a las nueve. Ya sabe usted, esos extranjeros…

Finalmente, tras una opípara cena, cuando salimos del restaurante, a las diez y pico, el paisaje ya había sufrido una metamorfosis que dejó a todos sorprendidos y a más de uno maravillado. Las luces multicolores, la música, el ambiente y el baile, les acabó seduciendo.

Se acordó que el autocar nos esperaría a la salida del recinto a las once en punto pues al día siguiente debíamos reanudar nuestras sesiones de trabajo a las nueve de la mañana. A la hora fijada, faltaba una docena de colegas a la cita. Ante la cara recriminatoria de John, como si yo tuviera la culpa de ello, tuve que recorrer la zona circundante intentando localizar a los rezagados y desertores, cosa que se me antojaba una misión imposible dado el vasto perímetro del recinto ferial. Al director médico mexicano lo encontré en una caseta disfrutando, con una copa de vino en la mano, del baile de una chiquilla no mayor de siete años. Y como a él, poco a poco, conseguí hallar a todos los que faltaban pero dos de ellos, el australiano y el japonés, beodos como estaban, se negaron a volver con nosotros. Me dijeron que volverían en taxi y, a pesar de mi advertencia sobre lo que un taxista les podría cobrar por ese largo trayecto, siendo extranjeros (para no incluir en el paquete su nivel de alcoholemia), se mantuvieron en sus trece. Al día siguiente, ya sobrios y con la cartera bastante más liviana, reconocieron su error. Por parte de John, todo fueron alabanzas, especialmente respecto a las almejas que nos sirvieron como aperitivo en el restaurante. “No saben lo que se han perdido los que no vinieron”, remató, refiriéndose, sin nombrarlos, a nuestros colegas galos.

Ese día la visita a la feria fue el tema común de todas las conversaciones. Cada uno la contaba a su manera, en función de sus recuerdos y experiencias. Menos Mme. Moreau y el pobre Stéphane, una porque no quiso y el otro porqué no pudo.