martes, 26 de marzo de 2019

El negocio de la muerte



Es inaudito comprobar hasta donde pueden llegar las prácticas fraudulentas. Al parecer, los timadores no respetan nada ni nadie, ni siquiera a la muerte.

En esta vida todo cuesta dinero, incluso morirse, esto es bien sabido, y algunas funerarias se han apresurado a ponerse a la cola de los desaprensivos y sacar una buena tajada de ello, dando gato por liebre.

No quisiera parecer frívolo o morboso tratando de un modo frío y materialista un asunto tan triste y emotivo, pero el materialismo inunda todo tipo de negocios y donde habita el interés económico suele acompañarle el fraude, y es eso lo que pretendo sacar a colación en esta entrada un tanto peculiar. Aun así, pido disculpas a quienes puedan sentir herida su sensibilidad, por el motivo que sea.

Quien ha vivido, como yo, los trámites que siguen a la defunción de un ser querido, sabrán lo desagradable y turbador que resulta tener que elegir, entre todos los elementos que comprenden un entierro y funeral, el ataúd o la urna que albergará el cuerpo o las cenizas del fallecido. En el caso de un ataúd, resulta incluso morboso el modo cómo te ayudan a elegir el féretro, que parece que te estén vendiendo un automóvil, ensalzando sus acabados exteriores e interiores y su “comodidad”. Algo más propio de una película de Berlanga. Pero es así y hay que pasar por ese mal trago añadido.

No hace mucho vi por televisión un programa que hablaba del negocio de las funerarias y de lo que costaba un entierro. Como no recuerdo las cifras que se dieron, he tenido que recurrir a internet y resulta que, como siempre que hablamos de costes, los precios varían mucho entre provincias. De este modo, mientras que en Cuenca morirse cuesta alrededor de 2.200 euros, en Barcelona el coste asciende a unos 6.400 euros (elEconomista.es). Así que en la Ciudad Condal no solo es elevado el coste de la vida sino también el de la muerte. Porca miseria. Y entre todos los elementos que intervienen en ello, el que, al parecer, ha despertado la codicia de algunos es el ataúd, que para unos es símbolo de una suntuosidad hasta cierto punto comprensible y para otros una parte importante de sus ganancias. Solo mencionar que su precio puede oscilar entre los 800 euros y los 3.900 euros, según la gama de que se trate (efuneraria.com). Lo dicho, como en los automóviles.

Siempre me ha llamado la atención que, aun optando por la incineración, deba costearse el precio nada desdeñable de un ataúd. Si ese elemento va a acabar pasto de las llamas, eso es dinero tirado, o mejor dicho quemado. Si el cuerpo del difunto acaba convertido en cenizas, junto con los residuos calcinados de la madera, ¿de qué sirve utilizar un féretro barnizado y ornamentado, si no es para exhibirlo en la sala del tanatorio y en la capilla ante los allí congregados? Pero las funerarias no parecen estar muy dispuestas a escatimar en gastos. Intentarán endosar a sus clientes el más robusto y lujoso de los modelos. Lo contrario significaría reducir sus beneficios. ¿Y quién va a rehusar tratándose de un ser querido a quien van a dar sepultura?

En enero de este año, eldiario.es desvelaba un fraude millonario por parte de una funeraria de Valladolid que practicaba el cambiazo de ataúdes para incinerar por otros de peor calidad, o solo utilizaba la tapa, y además revendía las flores. ¿Cuántas empresas funerarias seguirán esta conducta deshonesta? Seguro que muchas. Solo hay que tirar de la cuerda, destapar la alcantarilla y aflorará toda la porquería.

Cierto es que actualmente, para que la incineración resulte todavía más económica de lo que ya es con respecto a un entierro convencional ─pues se ahorran los gastos de la inhumación de los restos mortales en una tumba o nicho─, se puede optar por un ataúd más modesto. Pero ello no es óbice para que “el cliente” sea igualmente presa fácil de un engaño, pues, según se ha descubierto (cuestión que también se trató en el programa televisivo al que he hecho anteriormente alusión), hay funerarias que, habiendo cobrado por el ataúd, este no se usa en la cremación, sino que es reutilizado para otro difunto. Es decir, incineran el cuerpo sin ataúd, lo cual me parece razonable y es lo que siempre he pensado que debería hacerse, pero nadie, excepto la funeraria, sabe de ese timo, un secreto que se llevarán a la tumba, nunca mejor dicho.

He intentado hacer un cálculo aproximado y, por lo tanto, sujeto a inexactitudes, sobre cuánto pueden llegar a embolsarse esas empresas que actúan de esa forma fraudulenta. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2017 fallecieron en España 424.523 personas. Actualmente cerca de un 40% de los españoles optan por la incineración (Europa Press), porcentaje que, por cierto, alcanzará el 60% en 2025. Por lo tanto, si partimos de unas 170.000 incineraciones anuales y suponemos que en todas ellas (es mucho suponer) se ha optado por adquirir un ataúd sencillo, de unos 800 euros de promedio, el gasto total en este apartado asciende a 136 millones de euros. Según elEconomista.es existen en nuestro país unas 600 funerarias. Solo con que un 30% no utilicen el féretro adquirido en la cremación, estaríamos hablando de unos 45 millones de euros que aquellas se embolsan fraudulentamente cada año.

La picaresca llega a tal extremo que a veces excede lo imaginable. Jugar con el dinero ajeno es un delito, pero hacerlo utilizando una circunstancia tan penosa como es la pérdida de un ser querido, aprovechando que nadie reparará en gastos a la hora de darle sepultura o de incinerarlo, es además inmoral.


miércoles, 13 de marzo de 2019

El barco se escora a estribor




Para los que no tenéis ni la más remota idea de barcos ni de navegación, empezaré aclarando que estribor es la parte derecha de una embarcación. Aun siendo absolutamente profanos en la materia, sabréis, hayáis o no subido a un barco, que este, cuando navega, oscila por los cuatro costados en función del oleaje, pero los principios físicos en los que se ha basado su construcción hacen que mantenga su equilibrio, y por tanto la estabilidad, volviendo una y otra vez a su posición normal de flotabilidad, como si de un tentempié se tratara. Solo una vía de agua, como la que sufrió el Titanic, o un desplazamiento de la carga (si es un barco mercante), puede hacer que el barco se incline hacia un lado y se mantenga en esa posición de forma constante. A esa tendencia a la inclinación se la denomina escorar, y si esa escora rebasa un determinado ángulo, la embarcación puede acabar volcando.

Tras esta introducción náutica de pacotilla, con el objetivo primordial de teneros intrigados o, por lo menos, entretenidos, voy a virar ahora hacia la similitud entre el comportamiento de un navío y el de nuestra sociedad, políticamente hablando. El barco representaría un país, continente y hasta el mundo entero, y la carga la ideología imperante en él. Dicho esto, habréis adivinado de qué va mi reflexión. Y si no ─cosa que dudo─, en el siguiente párrafo hallaréis la respuesta al acertijo.

El crecimiento de la derecha y el resurgir de la ultraderecha en España, pone en evidencia una deriva, a mi juicio, muy peligrosa, pues va ligada a una progresiva pérdida de derechos que costaron mucho adquirir tras la dictadura y un retroceso hacia épocas que creíamos relegadas a los libros de historia. Siguiendo con el símil náutico, es como volver a los veleros bergantines, con o sin cañones por banda.

Esta deriva hacia la derecha la están protagonizando casi todos los partidos políticos que conformarán, con toda seguridad, el arco parlamentario tras las elecciones generales del próximo 28 de abril. Estamos siendo testigos de un comportamiento tránsfuga de militantes de un partido hacia su vecino más próximo de la derecha, un corrimiento desde la izquierda moderada, tirando a derechista ─según el color del cristal con que se mire─, hasta la extrema derecha, pasando por la derecha autoproclamada neoliberal y la de toda la vida, la nostálgica, una inclinación ésta lenta, sin prisa pero sin pausa, hacia un conservadurismo cada vez más radical.

En una de mis antiguas entradas expuse que la pregunta que me hago con mayor frecuencia ante un suceso, por ser la clave para comprenderlo, es ¿por qué? Así de sencillo. Las cosas no suceden porque sí. Todo tiene una causa y solo conociéndola podremos neutralizar o impedir la repetición y/o progresión de algo que nos resulta pernicioso. No voy a entrar en consideraciones socio-políticas, pues no soy ni sociólogo ni politólogo, y mucho menos filósofo. Solo soy un simple ciudadano que vivió 25 años de dictadura, quince de ellos con plena conciencia de lo que ello significaba, y que no desea volver a ver campar a sus anchas las mismas ideas que tuvieron aquellos que reprimieron a una gran parte de la población por sus ideas, enmudeciendo y encarcelando a los disidentes del régimen.

Podemos pensar que la ultraderecha actual no es tan “mala” como el franquismo, pero el avance ─no sé hasta qué punto imparable─ de los movimientos ultraderechistas y neonazis en Europa y en ultramar nada bueno presagia. Ojalá tengan razón los que creen que esto es un proceso cíclico, y que esta etapa que asoma por el horizonte tiene ya fecha de caducidad, pero, aun así, no quisiera vivir, ni que mis hijos y nietos vivieran, un nuevo periodo represivo, por breve que sea. De hecho, ya hace algún tiempo que estamos viéndole las orejas al lobo.

Deberíamos, pues, ser capaces de volver la carga a su lugar y sujetarla fuertemente para que no se deslice sobre la cubierta, ni hacia un extremo ni hacia el otro, y evitar así que el barco escore peligrosamente, pues podría llegar a volcarse y, quizá incluso, a hundirse. Si eso llegara a suceder, solo espero que haya suficientes botes salvavidas. Yo, por mi edad, tendría asegurado un puesto junto a las mujeres y los niños. ¡Triste consuelo!

jueves, 7 de marzo de 2019

Perjurio impune



Todos hemos visto y oído en multitud de ocasiones cómo, en las películas norteamericanas, a la persona citada a declarar ante un jurado se le pregunta “¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”, a lo que el interpelado responde “Sí, juro”, mientras mantiene una mano sobre la Biblia y la otra en alto.

En España esa fórmula es un poco más modesta, y el juez se limita a preguntar al testigo si jura o promete decir la verdad, a lo que este responde “si, juro” o “sí, prometo”.

Es sobradamente conocido por todos que faltar a la verdad en un juicio por parte de un testigo se conoce como perjurio, una falta grave que puede ser castigada con pena de prisión.

Lamentablemente, también es conocido que la honorabilidad es una cualidad del ser humano que se está extinguiendo en nuestra sociedad y muestra de ello la tenemos casi a diario en el comportamiento de muchos de nuestros políticos y algunos de los empresarios más relevantes. Parece como si el poder y el honor estuvieran reñidos.

Llevamos ya unos años viendo cómo en nuestro país se han abierto múltiples causas contra la corrupción, el fraude y otros delitos mayores que han acabado en juicio. Algunos de estos casos han alcanzado tal notoriedad que hemos podido ver televisados, en directo y en diferido, los testimonios de los acusados y de los testigos llamados a declarar por la acusación y la defensa.

Lógicamente, si no se conoce la causa que se juzga o sus antecedentes, no podemos saber con seguridad qué es verdad y qué es mentira de lo que se expone durante el juicio, pero si el tema ha llegado a ser de dominio público y hemos podido seguir con detalle los acontecimientos a medida que se han ido produciendo, estaremos en mejores condiciones para juzgar el comportamiento de todos y cada uno de los implicados.

De este modo, hemos podido comprobar recientemente cómo amigos del alma pasan, de la noche a la mañana, a ser unos perfectos desconocidos, a pesar de las pruebas audiovisuales que existen de su íntima y continua relación; cómo alguien a quien se le han incautado pruebas incriminatorias en una operación comercial fraudulenta ni siquiera conocía la existencia del grupo de empresas a las que favorecía; cómo una esposa se declara totalmente ignorante de las lucrativas actividades ilegales de su marido, un humilde servidor público, a pesar del injustificado tren de vida que llevaban; cómo se acusa a alguien de una brutal agresión cuando el supuesto agredido aparece en las imágenes captadas con el móvil de un testigo ocular luciendo una imagen inmaculada, sin la más remota mancha de sangre ni arruga en su impoluta vestimenta; cómo se niega haber dado órdenes para llevar a cabo una actividad ilegal cuando existen grabaciones que así lo demuestran; cómo un amigo o familiar de un presunto asesino fabrica una falsa coartada para encubrir dicho crimen, la cual se acaba, con el tiempo, desmontando. Y así un largo etcétera de mentiras y afirmaciones que, algunas de ellas, ofenden a la inteligencia de quien las escucha.

Lo que más me maravilla (te lo digo al revés para que me entiendas, como decíamos de niños) es la desfachatez con que se miente, sin rubor ni dubitación alguna, con la tranquilidad de quien se siente a salvo, es un necio o un soberbio.

De los perjurios que se cometen continuamente y de los que hemos sido testigos involuntarios, que no pasivos, ¿cuántos han recibido su justo castigo? Alguno habrá, pero me atrevería a decir que la mayoría de esos mentirosos parece tener patente de corso y, una vez acabado el juicio, si te he visto no me acuerdo.

Aunque el saber popular afirma que antes se coge al mentiroso que al cojo, muchas veces la mentira, aunque se descubra, tiene una fecha de caducidad muy corta y se olvida demasiado pronto. Los mentirosos también deberían ser iguales ante la Ley. Para el perjurio no debería existir impunidad.


sábado, 2 de marzo de 2019

Cuotas de igualdad



Me declaro feminista. Tengo dos hijas a las que mi mujer y yo educamos del mismo modo en que lo habríamos hecho de haber sido chicos. Les pudimos dar una formación universitaria y ejercen la profesión que eligieron por voluntad propia. Ambas ocupan puestos de responsabilidad y, que sepamos, nunca han sido discriminadas por razón de su sexo. Siempre he querido para ellas, como cualquier padre normal, lo mejor y que nada ni nadie se interpusiera en su vida por ser mujer. Abogo, pues, por la igualdad de la mujer. Pero no por ello me gustan las cuotas.

Hubo un tiempo que, para proteger al cine español se impusieron unas cuotas, como la de los taxis y las VTC. Debían proyectarse un número determinado de películas nacionales por x películas extranjeras. Algo parecido se intentó aplicar con el cine en catalán con respecto al doblado al castellano. Excepto en el caso de los aludidos vehículos de alquiler con conductor, el proteccionismo o impulso a un producto local no surtió demasiado éxito, por no decir ninguno. Lo que cuenta es la libre competencia, de ahí que nunca me han gustado las subvenciones para apoyar al cine español, al teatro, etc. Si la gente no va al cine o prefiere las películas extranjeras, será por algo y, en todo caso, hay que explorar si ese “algo” es necesariamente subsanable, como sería el caso de unos precios de las entradas o un IVA excesivos. En estos casos no estaríamos hablando de un favoritismo o proteccionismo injusto, sin apelar a la calidad, sino a eliminar barreras que dificultan el consumo de cultura.

Más recientemente se habla de cuotas en la participación femenina en determinados ámbitos sociales, como el mantener una paridad entre hombres y mujeres en, por ejemplo, la composición de un gobierno o en el quipo directivo de las empresas. Desde mi punto de vista, obligar a que el 50% de los miembros de un gobierno o de la plantilla ejecutiva de una empresa sean mujeres, para aparentar una actitud feminista, hace un flaco favor a estas, pues da la impresión que hay que “colocar” a una mujer, o las que haga falta, para quedar bien, sin tener en cuenta su valía.

En mi opinión, lo que hay que hacer es asegurar que las mujeres tienen los mismos derechos y oportunidades que los hombres, de modo que puedan tener acceso y ocupar los mismos puestos de responsabilidad que ellos, pero por mérito propio, no por cumplir con una cuota impuesta por una normativa. Las cuotas por imposición solo deben existir cuando no se respeta el principio de igualdad. Así pues, al igual que en cualquier enfermedad, hay que curarla atajando la causa y no solo tratando los síntomas, si se aplicara un feminismo real, eliminando los obstáculos machistas, la raíz del problema, no sería necesario imponer nada, todo fluiría con naturalidad.

Hay carreras universitarias mayoritariamente seguidas por mujeres, como Farmacia (por lo menos en mi época) y otras preferentemente por hombres, como ingeniería. Sería injusto que la menor proporción de licenciadas en Ingeniería fuera debido a una discriminación hacia las mujeres y que su mayor presencia en Farmacia se debiera a que se considerara esta una vocación especialmente “femenina”. Esta diferencia entre sexos también se observa a la hora de elegir una especialidad. Volviendo al ámbito farmacéutico (por ser el que mejor conozco), hay muchas más mujeres en el departamento de Galénica que en el área de Producción. ¿Son gustos o imposiciones sociales? Quizá (solo quizá) suceda como a la hora de elegir un juguete: que las niñas se inclinan por las muñecas y los niños por las pistolas. Si esta distinción fuera únicamente fruto de una imposición familiar, para seguir el modelo social imperante, debería corregirse dejando a los niños plena libertad de elección. Pero si realmente a un niño le gustan más (por el motivo que sea) las pistolas, ¿por qué tendríamos que obligarle a jugar con muñecas?, ¿solo para no parecer machistas?

Es la enseñanza igualitaria la que, a posteriori, decidirá la inclinación de los niños y las niñas hacia un determinado tipo de actividad y, posteriormente, a una determinada materia educativa y profesión. Si los hombres y mujeres de este país son iguales ante la ley, también tienen que serlo ante cualquier reto y oportunidad, si exceptuamos las actividades deportivas, en las que, por motivos obvios, de tipo anatómico y fisiológico, se mantienen las distintas modalidades separadas por sexos.

Así pues, creo que no hay que imponer la presencia de mujeres en puestos que histórica y crónicamente han sido ocupados mayoritariamente por hombres por el solo hecho de serlo, del mismo modo que no hay que priorizar la incorporación de hombres en cualquier puesto de trabajo que puede ser perfectamente desempeñado por mujeres, por el mero hecho de serlo. A cualquier cargo debe poder acceder, en igualdad de condiciones, un hombre y una mujer, pero para ello debemos eliminar cualquier barrera entre sexos desde la escuela y en el seno de la familia. Si es injusto que una mujer no pueda ocupar un puesto directivo por no ser hombre, tampoco me parecería bien que ese puesto lo ocupara una mujer poco preparada solo por serlo. Cualquier cargo tiene que ser ocupado por quien haya demostrado una mejor preparación. Si se prepara igual a un hombre que a una mujer y si en la fase de selección de candidatos no se hacen distingos por razón de sexo, nos aseguraremos que en nuestras empresas y en nuestro gobierno se incorpore la gente mejor preparada, sean del sexo que sean. Habrá casos en que el sexo femenino sea el mayoritario, otros el minoritario, y en otros estarán a la par.

La realidad, sin embargo, demuestra que no es así, y no solo en España sino a nivel internacional. Solo hay que ver el escaso número de mujeres que ostentan altos cargos en las propias instituciones europeas, que deberían dar ejemplo de equidad. Aquí sí que tenemos un grave problema de sexismo, pues no cabe duda de que la solución no pasa por obligar a incluir mujeres en esos cargos sino por propiciar la igualdad sin prejuicios sexistas a la hora de elegir a sus miembros y representantes. Existen, desde luego, algunos casos de mujeres que han llegado a la cima del poder (Margaret Thatcher, años ha, y Angela Merkel, en la actualidad) y de quienes, siendo mujeres, ocupan puestos directivos en grandes empresas y en la banca privada. Muchas de ellas, si no todas, para llegar donde han llegado, han tenido que esforzarse mucho más que un hombre, demostrar una valía muy superior a la de su oponente masculino, o tener unos arrestos al estilo de La Dama de Hierro.

Igualdad entre hombres y mujeres sí, sin tapujos; imponer una cuota de presencia femenina como efecto cosmético no. Igualdad de oportunidades e igualdad de salario. Eso sí que hay que imponerlo. Eso sí que es igualdad social y justicia feminista.