martes, 22 de marzo de 2016

¿Libertad de expresión o de insulto?


¿Dónde acaba la libertad de expresión y empieza la protección del honor y de la imagen? Un insulto al Rey puede ser delito pero un ultraje verbal a los ciudadanos de una determinada comunidad autónoma, a las mujeres, a los inmigrantes o a un colectivo suele ser considerado producto de la libertad de expresión. Hay ejemplos cuya línea divisoria entre ambos supuestos es confusa pero hay casos tan vergonzantes que merecen el mayor de los desprecios, no solo hacia el autor de las injurias o calumnias sino también hacia la justicia que, al parecer, no siempre es ciega.

Ciertas expresiones u opiniones se consideran apología del terrorismo. Otras, que son vejatorias o bien fomentan el odio social o intercultural son, muchas veces, calificadas como simple opinión personal y, por lo tanto, están amparadas bajo la libertad de expresión. En otras ocasiones, finalmente, se finge perseguir al autor pero el tema queda en el olvido y acaba archivándose.

Podría poner muchos ejemplos de lo anteriormente dicho, pero en este caso actuaré a la inversa del famoso adagio que indica que se puede decir el pecado pero no el pecador.

Así pues, acogiéndome a la libertad de expresión (y a hechos contrastables), voy a poner como ejemplo de insultadores públicos, calumniadores y autores de comentarios vejatorios, a cuatro –solo cuatro- personajes que son un nefasto ejemplo de cómo la trillada libertad de expresión se convierte en algo deleznable para cualquier ciudadano respetuoso con el prójimo, sean cuales sean sus ideas políticas, religiosas, su origen, su raza o su orientación sexual. La imagen de sus caretos figura en la cabecera de este post, pero por si alguien no los reconoce, he aquí sus señas de identidad.

De izquierda a derecha y de arriba abajo:
 
Pepe López

Conocido por algunos como el telepredicador de la ultraderecha española. Propietario del canal tinerfeño Mi Norte TV y cara visible del programa “El Chanchullo”.

Sus intervenciones más “logradas” son las que expresan sus opiniones contra todo representante político que no sea de su agrado (todos a la izquierda de la ultraderecha), y que consisten en vilipendiarlo/a con insultos generalmente dirigidos a su físico, con términos indignos y más propios de un barriobajero malhablado. Guarro y asqueroso son solo los calificativos más suaves que salen de su –esa sí que es asquerosa- boca y que me atrevo a reproducir aquí.

Creo que quien, para atacar políticamente (en el buen sentido de la palabra) a un oponente, basa sus críticas en burlas e insultos denigrantes, es que no tiene otros argumentos y eso debería bastar para desacreditarlo públicamente. Por desgracia, sin embargo, estos individuos siguen teniendo sus seguidores.
 
Armando Robles

Empresario malagueño que desempeñó la función de jefe de prensa del polémico Jesús Gil, y presentador del programa “La ratonera”, de Alerta Digital, con clarísimos tintes xenófobos y ultraderechistas.

Un reciente comentario, que le valió una multa de 60.000 euros, fue: “¿Dónde meteremos a esos 70.000 cerdos vascos y catalanes que van a acudir a la final de la Copa del Rey….Yo les echaría al mar pero no sé si van a caber todos”. No solo no se retractó de lo dicho sino que se envalentonó subiendo todavía más el tono de su airado ataque en defensa de sus palabras, haciendo un alegato sobre la libertad de expresión y contra la persecución a la que, según él, le han sometido.
 
Jesús Calvo

Sacerdote falangista,  párroco de El Burgo Ranero (León), férreo defensor de la pena de muerte, que colabora habitualmente con Armando Robles en el anteriormente mencionado programa y con quien contacta habitualmente por vía telefónica.

Una de las perlas que salió de su beatífica boca fue que la reciente muerte por cáncer de páncreas del político socialista Pedro Zerolo era un castigo divino por su homosexualidad, añadiendo que no cambiaría la vida de un perro por la de Zerolo. Para este cura, el Papa es un hereje y el Rey un traidor.

A todo esto, el obispado, si bien le ha amonestado en alguna que otra ocasión, dice respetar su libertad de opinión
.
 
Emilio Rodríguez Menéndez

Polémico y controvertido abogado, antiguo fugitivo de la justicia española y colaborador puntual del mismo programa de Alerta Digital.

Su trayectoria profesional y vida pública es sobradamente conocida, pero es su actitud y comportamiento lo que lo hace un ser asocial y un energúmeno sin ningún reparo a la hora de insultar públicamente a quienquiera que le haya criticado.

Palabras y gestos soeces son su forma de arremeter contra sus enemigos, que no son pocos.
 
 
 
Es curioso y lamentable que, quienes más persiguieron la libertad de expresión sean los que ahora se valen de ella para escudarse, con total impunidad, en lo que considero en realidad una libertad de insulto.

jueves, 17 de marzo de 2016

¿Rectificar es de sabios?



Eso es lo que dice parte de una cita atribuida al poeta británico Alexander Pope y que, en su totalidad reza así: “Errar es humano, perdonar es divino, rectificar es de sabios”.

La forma interrogativa que me he permitido utilizar se debe a que, en la práctica, llego a dudar de esta aseveración. Y es que uno acaba dudando de aquello que nunca, o casi nunca, acontece. No hace falta que algo sea ley para darlo por cierto, para asumirlo sin rechistar. Solo con verlo es suficiente. ¿Quién pondría en duda, por ejemplo, la ley de la gravedad, aunque ignorara su esencia? El hecho de que todos los objetos caen (por efecto de esa propiedad física) es incuestionable. Del mismo modo, todos tendemos a creer lo que afirma la gran mayoría. Si una gran mayoría lo dice es que será cierto. ¿Acaso la mayoría siempre tiene razón? Bueno, será mejor que lo deje y vuelva al asunto que me ha llevado a escribir estas líneas.

Quede claro que, como decía el poeta, todos podemos errar y debemos ser indulgentes con el prójimo cuando yerra, pues nadie es perfecto. Pero sobre lo que quiero reflexionar en esta ocasión es la falta de rectificación cuando alguien, públicamente, emite un pronóstico y tras equivocarse estrepitosamente, no se digna a disculparse, a excusarse ni, como mínimo, a rectificar.

Alguien definió un economista como un individuo que invierte mucho tiempo en explicar lo que acontecerá para, luego, invertir el mismo tiempo en justificar por qué no ha acontecido lo que había vaticinado. A pesar de que la economía sea una materia basada en las matemáticas, no puede considerarse una ciencia exacta pues intervienen multitud de variables, muchas veces inesperadas, que distorsionan lo que se había considerado más que probable.

La misma definición anterior podría aplicase a los meteorólogos. La meteorología, una rama de la física, tampoco es una ciencia exacta. El meteorólogo basa sus predicciones en una serie de parámetros físicos que están sujetos  a variaciones a veces imprevisibles. Ignoro la proporción de pronósticos desacertados en los que el Instituto Nacional de Meteorología, e incluso la NASA, han incurrido a lo largo de su existencia, pero me da la impresión de que debe superar el cincuenta por ciento, cifra que podría ser todavía más elevada si nos refiriésemos a las predicciones a largo plazo.

No soy ni economista ni físico y, por lo tanto, no estoy en condiciones de valorar la gravedad de tales errores. No es este el motivo de este post, como se desprende de su enunciado.

Si ya resulta chocante que, tras una detalladísima y enfática exposición, con todo lujo de detalles, de lo que va a acontecer en un breve periodo de tiempo, la realidad acabe siendo totalmente distinta, lo que no llego a comprender es que quienes se han explayado, muchas veces vehementemente, con tales predicciones nunca, que yo tenga constancia, expliquen, con igual detalle, el por qué de dichos cambios.

Habrá algún espacio dedicado al tiempo en alguna cadena de televisión, quiero creer, en el que el hombre o la mujer del tiempo dé una explicación de lo ocurrido pero debo tener mala suerte porque nunca he sido testigo de ello.

Como vivo en Cataluña, suelo ver este espacio en la cadena autonómica pública (TV3) y en una privada local (8TV), pensando que la predicción será más acertada por ceñirse a un territorio más restringido. Craso error.

Indefectiblemente, la predicción diaria para toda una semana va metamorfoseándose. Lo que el lunes se dijo que ocurriría el miércoles, el martes ya no es así. A medida que pasan los días, la previsión para los siguientes va cambiando progresivamente, de modo que al llegar al esperado fin de semana, el parecido con lo dicho el lunes es inexistente. Insisto en que acepto los errores en tales previsiones, aunque me pese. A muchos –ciudadanos y hosteleros- les ha arruinado un fin de semana en la montaña o en la playa. Una predicción meteorológica desfavorable puede provocar multitud de cancelaciones innecesarias si el tiempo ha acabado siendo bueno. Lo que me irrita no es eso sino la falta de reconocimiento de que la previsión falló por las circunstancias que sean. La Semana Santa es un caso especial. Todo el mundo está pendiente del tiempo y las previsiones suelen hacerse, en vista de las posibles consecuencias, bajo un halo de prudencia. En este caso, la predicción suele ser lo más ambigua o ecléctica posible. Todo puede suceder: nubes y claros, chubascos dispersos, en el interior y en la costa. Pero cuando se trata de una semana cualquiera los cambios de previsión pasan mucho más desapercibidos pues se van produciendo “disimuladamente”, día a día.

Si hiciéramos una fotografía de la secuencia de los mapas secuenciales que nos van mostrando, veríamos que la toma efectuada el lunes, describiendo la evolución semanal, no se parece en casi nada a la del viernes. Si el lunes señalaban un sol radiante en la Costa Brava para todo el fin de semana, el viernes la imagen es de algunos tímidos claros con predominio de un cielo cubierto, pero cuando llega el sábado la previsión pasa a ser de lluvia. Y nadie comenta a qué se ha debido un cambio tan acusado. Simplemente es como si cada día pusieran el contador a cero y realizaran la previsión por primera vez.

No pretendo una autoflagelación, o unas disculpas al más puro estilo oriental, con reverencias y lágrimas en los ojos. Simplemente con decir “ayer dijimos (siempre hablan en plural) que haría sol pero…”. Deben (uso ahora yo el plural porque generalizo) pensar que tenemos amnesia diaria y que cuando nos levantamos ya no recordamos lo que nos dijeron ayer.

No solo se puede sino que se debe rectificar y reconocer que, por el motivo que sea, el pronóstico se ha tenido que modificar o que erraron en la predicción. Si no, ¿qué utilidad tiene ver la sección dedicada a la previsión meteorológica de los informativos? Con esperar al día siguiente y mirar por la ventana sería suficiente. Ante una previsión de una calamidad meteorológica (que, por cierto, parece que algunos disfruten con ello), siempre le digo a mi mujer lo mismo: no te lo creas, esperemos y veamos el tiempo que hará. Muchas veces he estado tentado de comprarme uno de esos barómetros conocidos como el “fraile del tiempo”, Seguro que son mucho más fiables.


martes, 8 de marzo de 2016

Las peladuras



A lo largo de mi vida adulta han sido innumerables las ocasiones en que he vuelto la vista atrás. Al llegar a mi edad, buscamos agarrarnos a momentos felices, como si quisiéramos que el pasado diera sentido a nuestra existencia. Quizá sea un síntoma de senectud pero me complace, ahora más que nunca, recordar los buenos momentos vividos.

No obstante, si tuviera que retrotraerme a un instante concreto de cuando era niño no sabría cuál elegir. A veces pienso que mi infancia fue muy anodina o yo un niño taciturno que no sabía disfrutar plenamente de los momentos de dicha. No lo sé. Conservo multitud de recuerdos, desde luego. Diría incluso que mi memoria es prodigiosa cuando se trata de revivir escenas muy lejanas. Pero debo admitir que pocas son las que me aportan algo más que una simple sensación de bienestar. Para mí ya es suficiente.

Casi siempre es la imagen de mi madre la que llena los recuerdos de mi niñez. La veo, como si fuera ayer, trabajando en casa, con las telas, los patrones, el centímetro y el gis, esa tiza especial que se usa en sastrería, y todo un costurero sobre la mesa del comedor. Yo, mientras, observándola cómo cortaba, cosía y montaba, uno sobre otro, los pantalones acabados para entregarlos al día siguiente al sastre, su patrono, a cambio de nuevos encargos. Tiempos difíciles aquéllos. Éramos seis en casa, muchas bocas que alimentar, y con ese trabajo mi madre contribuía a la economía doméstica complementando el sueldo de un marido pluriempleado, mi padre, que se marchaba de casa al alba y regresaba al atardecer.

En aquella época, a falta de guarderías, las madres tenían los hijos en casa hasta que éstos cumplían cuatro años, edad en la que los niños empezaban el parvulario. Antes de que ese terrible momento llegara, mi madre tenía que ingeniárselas, pues, para mantenerme ocupado. Mis dos hermanas, mayores que yo, hacía años que iban a la escuela.

Por fortuna, mi madre era muy habilidosa y yo un niño que se entretenía con facilidad. Con cualquier cosa me confeccionaba algo con qué jugar. Una caja de zapatos se convertía en un coche. Con pinzas de tender la ropa formaba un regimiento de soldados o construía cualquier artilugio. Lo que más me gustaba, sin embargo, era ver cómo una simple sábana acababa haciendo las veces de una tienda de campaña. Al parecer, su ingenio venía de lejos. Mi abuela paterna me contó, mientras me daba para desayunar una deliciosa sopa de pan con leche, que cuando yo era un bebé mi madre me mecía atando mi cuna a la rueda de la máquina de coser. Mientras ella cosía, con cada pedaleo la polea giraba y con cada giro me balanceaba. La inventiva de mi madre no se limitaba a estos menesteres prácticos. Para mí, su mayor habilidad consistía en contar cuentos. Solo tenía que darle una minúscula pista, un detalle, y desarrollaba una historia de fantasía. Aunque yo supiera que habría un final feliz, como debía ser, lograba mantenerme alerta de principio a fin.

Estos detalles, por minucias que puedan parecer, son los que llenan el capazo de mis recuerdos familiares, tanto buenos como malos. Un capazo que voy llenando sin que llegue a rebosar porque desecho aquellos recuerdos que no quiero retener, quedándome con los más entrañables. Es esta una labor de años, de toda una vida. Una labor que consiste en separar el rico fruto de las peladuras.