miércoles, 14 de mayo de 2014

Maldita rutina



Juan era una persona perfeccionista y de costumbres fijas. Desde que se levantaba hasta que salía por la puerta camino del trabajo, seguía una serie de actos rutinarios, siempre en el mismo orden. Según él, ello tenía la ventaja de que nunca podía saltarse u olvidarse de algo importante pues, tratándose de una cadena de actos automáticos, no había lugar para los despistes.

Tanto en el trabajo como en su vida privada, Juan no dejaba nada a la improvisación, todo debía tenerlo bajo control, pero ello, lejos de tranquilizarle, le estresaba enormemente pues le obligaba a comportarse siempre con mucha cautela y vigilar muy de cerca todo lo que hacían sus colaboradores.

Consciente de que ese estrés constante era perjudicial para la salud, física y mental, trataba al menos de aplacar la desazón que le producía el trabajo incluso durante los fines de semana, llenando su tiempo libre con actividades especialmente placenteras, como la lectura, la música y el cine, que le distraían puntualmente de los problemas cotidianos. Sin embargo, consideraba que con ello sólo sustituía una rutina, la del trabajo, por otra nada engorrosa, por supuesto, pero que, a la postre, acababa siendo igualmente monótona. De este modo, para Juan, toda su vida era pura rutina y la dividía, como siempre decía, en rutina de entresemana y de fin de semana, y ésta última en rutina de verano y de invierno. Cambiaba el escenario, el continente, pero no el contenido.

Juan se quejaba, cada vez más, de su insoportable vida rutinaria, siempre haciendo las mismas cosas, fuera y dentro de casa. Si todo era rutina en su vida hogareña, en el trabajo era el no va más: todo programado hasta el último detalle, una cantidad ingente de actividades inamovibles, guías y normativas para cualquier tarea, y todo ello con un horario de trabajo irracional. En definitiva, siempre el mismo trabajo y las mismas obligaciones, pesadas y aburridas, una tras otra, día a día, hasta las tantas.

Hasta que un día, harto de llevar esa vida laboral más propia de un esclavo que de un profesional preparado y responsable como él, Juan se propuso, como fuera, cambiarla por otra mucho menos programada, más divertida, en la que la iniciativa, el criterio y la libertad de movimientos llenaran una jornada que, de este modo, pasaría volando sin apenas darse cuenta. Ya se sabe que, cuando se hace algo con gusto y ganas, el tiempo no cuenta.

Al poco de habérselo propuesto, gracias a la suerte y a un buen amigo de toda la vida, muy bien relacionado con el mundo del cine, a Juan se le presentó la oportunidad de cambiar su aburrido trabajo de tantos años, como jefe de contabilidad de aquella enorme y monolítica empresa multinacional, por otro totalmente distinto, mucho más dinámico y estimulante, como ayudante de producción en unos estudios de doblaje muy importantes de Barcelona, donde se doblaba casi el ochenta por ciento de las películas proyectadas en España.

Su mujer puso el grito en el cielo cuando se enteró.

-Pero ¿te has vuelto loco o qué? A quién se le ocurre dejar un trabajo de tantos años como el tuyo, con un cargo importante y un buen salario, para vete tú a saber qué! –le dijo furiosa.
-Para empezar, me conformo con cualquier trabajo, ya iré escalando puestos poco a poco. Aprendo rápidamente y ya sabes que el trabajo no me asusta. Necesito cambiar de actividad y de ambiente tanto como el aire que respiro y salir de este pozo en el que me encuentro si no quiero volverme loco –le contestó Juan con una vehemencia inusual en él.

Así pues, viendo que no había vuelta atrás y creyendo, como le aseguraba su marido, que aquel nuevo trabajo sería el bálsamo para su insatisfacción crónica y el remedio para su constante ansiedad, la mujer de Juan acabó cediendo; amaba a su marido y quería lo mejor para él. Si él era feliz, ella también lo sería. Que sea lo que Dios quiera, pensó resignada.

Y así, Juan cambió, de la noche a la mañana, la rutina diaria de revisar hojas y hojas de gastos, facturas y más facturas, comprobar extractos bancarios, redactar informes y más informes, cuadrar cuentas y balances, hacer los reports semanales, mensuales y anuales, y preparar los presupuestos trienales y quinquenales, en fin, todas aquellas tareas asquerosas e ingratas, por la de servir cafés y bollos a los dobladores, visitantes y personal técnico, abrir la puerta cada vez que alguien llamaba, que era cada dos por tres, atender al teléfono, tomar nota de los mensajes que muchos dejaban para luego transmitírselos a sus destinatarios y, lo más interesante de todo, archivar en cajas de cartón las grabaciones dobladas, clasificadas por el título, la fecha de producción y el nombre de la distribuidora. Bueno, y cualquier cosa que el director le pidiera deprisa y corriendo. Y por descontado, como había mucho trabajo por hacer, no tenía hora fija para irse a casa. Era el primero en llegar para poder encender las luces, poner en marcha el aire acondicionado o la calefacción, la fotocopiadora, la máquina del café y comprobar que la señora de la limpieza hubiera limpiado adecuadamente las salas de doblaje y vaciado las papeleras. Para no olvidarse de nada, le dijeron, sería mejor que hiciera todo eso siempre por este orden.

Ya han pasado cinco años desde que Juan cambió de trabajo y no se atreve a reclamar lo que le prometieron. Ya se sabe, la crisis es horrible. Además, le han tenido que rebajar un quince por ciento su salario. Eso o a la calle, y a su edad y con las indemnizaciones de hoy en día…
 
 
 

martes, 6 de mayo de 2014

Los peligros de la nostalgia



Los jóvenes no saben qué es la nostalgia, quizá porque todavía no han tenido ocasión de echar de menos vivencias pasadas porque de pasadas tienen muy poco. Cuando realmente se echa algo de menos, cuando se siente añoranza de algo o de alguien, cuando, si fuera posible, volveríamos atrás para revivir lo que nos hizo tan felices o rectificar aquello de lo que nos hemos lamentado tantas veces, cuando, en definitiva, sentimos o, mejor dicho, sufrimos esos ataques agudos de nostalgia, ello significa que hemos llegado a una edad en la que el tiempo vivido supera con creces al que nos queda por vivir. Cuando nos percatamos, por primera vez y de una forma inequívoca y descarnada, que hemos llegado a un punto en el que sentimos casi una necesidad vital de rememorar todo lo vivido hasta el momento presente y recrearnos en aquellos episodios que nunca olvidamos y nunca olvidaremos, podemos decir que hemos llegado a la etapa de la nostalgia.

Todo esto puede parecer normal, propio de quien, tras una dilatada existencia y una vasta experiencia, personal, familiar y profesional, tiene mucho que recordar, contar a sus hijos y nietos, y compartir con los de su misma veteranía. Pero ello puede volverse en nuestra contra si no sabemos controlar nuestros sentimientos en la justa medida para que no excedan lo deseado, puesto que el efecto que puede tener una dosis excesiva de nostalgia sobre nuestro estado anímico puede llevarnos a un estado depresivo. Así pues, cuidado con la nostalgia, que puede ser muy peligrosa si no sabemos controlarla adecuadamente. No sea que resulte peor el remedio que la enfermedad.

No resulta fácil para alguien que ya ha superado la madurez, que ha llegado a la tercera edad (otra vez ese dichoso término que aborrezco), al otoño de la vida (esto está mucho mejor), contemplarse en una foto de cuando era un niño sin sentir una nostalgia melancólica, en una imagen de su juventud sin sentir una tristeza inconformista al ver las señales inconfundibles y despiadadas del paso del tiempo sobre nuestro físico, como tampoco lo es ver las de un ser querido que se fue y a quien echamos tanto de menos sin derramar una lágrima y desear tenerlo de nuevo a nuestro lado.

Todavía no sé cómo se puede lograr, estoy en ello, pero espero que algún día, cuando rememore esos retazos de mi vida pasada en los que fui tan feliz, no me sobrevenga esa sensación de pérdida y de tristeza del que lo ha perdido todo sino que, en lugar de esto, aparezca en mi cara la sonrisa de quien ha vivido plenamente y se aplica la famosa expresión de que me quiten lo bailao.
 
 

jueves, 1 de mayo de 2014

La humildad del sabio




¿Será que cada vez hay menos sabios en nuestra sociedad? Lo digo porque una de las cualidades que se les atribuye, la de saber rectificar, brilla por su ausencia. Salvo algunos honrosos ejemplos que solo vemos en la aparentemente trasnochada sociedad oriental, nadie que se precie se digna hoy en día a reconocer sus errores, y menos públicamente. Las palabras se las lleva el viento y la amnesia viene a reemplazarlas. Si errar es humano (en esto parece que todos estamos de acuerdo, sobre todo el que yerra, quizá  porque es la mejor de las excusas), ¿por qué hay tanto reparo en reconocer nuestros errores? Parece que sólo se equivocan los demás, que por eso son unos inútiles. Se ve la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio.


Pero lo peor es que la falta de rectificación no se debe a la vergüenza (sentimiento humano y comprensible) de tener que reconocer públicamente que uno se ha equivocado. No, lo verdaderamente lamentable es que el motivo de esa omisión es el orgullo, la soberbia, al no querer reconocer un fallo y perder, con esa actitud, el prestigio, el dominio, la superioridad de los que viven en su particular torre de marfil.

No me interesan los sabios orgullosos. Para mí no hay nada ni nadie mejor que un sabio humilde. Así que prefiero sustituir lo de “rectificar es de sabios” por algo así como “el sabio humilde es dos veces sabio”.

Así pues, si la humildad es un bien escaso, como creo, la sabiduría también está en crisis.