Esta
es, sin duda, la entrada a la que le he dado más vueltas antes de decidirme a
publicarla porque, aunque soy de los que piensan que de polémica la justa, el
tema que hoy voy a tratar tiene tal enjundia que soy consciente de que voy a ir
en contra de lo que muchos creen. Aun así, no podía dejar pasar la oportunidad
de aportar mi sincero y, posiblemente, ingenuo punto de vista. Y sin más
prolegómenos, vayamos al meollo del asunto. Abrocharos los cinturones.
Que hay
buenos y malos en todas partes es incontestable, o, dicho de otro modo, pueden
existir aspectos positivos y negativos conviviendo en una misma cosa. La
existencia de lo negativo no debería encubrir lo positivo, y viceversa. Son
como las dos caras de una misma moneda. Sería, pues, injusto mencionar
únicamente lo negativo sin reconocer su parte positiva. ¿Acaso el descrédito
que sufrió hace unos meses Oxfam-Intermón a causa del comportamiento inmoral de
algunos de sus representantes en Haití echa abajo toda la labor de esta ONG y
la de otras Organizaciones humanitarias? Miembros de los Cascos Azules fueron
acusados de violar a más de cien mujeres y niñas en la República Centroafricana
en 2014 y, a pesar de esta acción brutal, de ser cierta, no podemos reprobar
todas las acciones que llevan a cabo esas fuerzas de paz de las Naciones Unidas.
La existencia de sacerdotes pederastas, por execrable que sea, no debería
mancillar el buen nombre del resto de religiosos, al margen de las creencias de
cada uno. En definitiva, el mal comportamiento de unos cuantos no debería
salpicar al resto de cooperantes, trabajadores y miembros de una Sociedad u Organización.
¿Por qué no aplicar, entonces, idéntica asunción a la industria farmacéutica?
Quizá,
sin darme cuenta, sufro el síndrome de Estocolmo y la industria farmacéutica es
para mí como el carcelero que me ha dado de comer y me ha tratado bien durante
más de treinta años, y ahora siento agradecimiento y solo veo su cara amable, o
bien, como dije en otra ocasión, he tenido la gran suerte de haber trabajado en
empresas donde no se jugaba con la salud de las personas.
Si
bien a estas alturas de la vida no pondría la mano en el fuego por casi nada ni
nadie, me siento obligado, una vez más, a romper una lanza ─aunque sea pequeña
y frágil─ a favor de la tan vilipendiada industria farmacéutica, asumiendo el
riesgo que corro al ir contracorriente.
Este pasado
verano leí dos críticas en Facebook con idéntico mensaje: que mientras las
farmacéuticas aumentan sus beneficios, miles de niños del tercer mundo mueren
por falta de medicamentos. Yo, que procuro no meterme en berenjenales y casi
nunca dejo mi comentario en publicaciones que pueden dar lugar a mucha
controversia, en esta ocasión no pude contenerme y argumenté que, a mi juicio,
quienes debían atajar el problema de la falta de suministro de medicamentos en
el tercer mundo eran los Gobiernos, esos que invierten grandes sumas de dinero
en armas, y que las farmacéuticas son, al fin y al cabo, empresas privadas con
ánimo de lucro y no una ONG. Sería como culpar a la industria alimentaria de la
escasez de alimentos y de la muerte por inanición en esos mismos países. Además,
¡cuánto dinero, comida y medicamentos se quedan por el camino en manos de los
gobiernos corruptos, de los propios soldados que los distribuyen y de las
mafias! Insisto en que quien más puede hacer ─y no hace, o no lo suficiente─
son los gobiernos de esos países y del mundo entero. No es justo, pues, que se
cargue la culpa a unas empresas que están para desarrollar medicamentos, por
supuesto, pero también para dar beneficios a sus propietarios y/o accionistas. Sé
que, tratándose de la salud de las personas, el tema resulta, cuanto menos,
espinoso. Pero insisto: ¿quién es, en primera instancia, el responsable de
asegurar que la población tenga medicinas y alimentos? ¿Solo yo veo que, en
lugar de destinar tanto dinero a armamento, guerras fraticidas y corruptelas,
los gobernantes tienen la obligación de asegurar, ante todo, la salud y el bienestar
de sus ciudadanos? Y si son países realmente pobres, ¿quién debe echarles una
mano para salir de la pobreza?
Mi
comentario, que yo sepa, solo obtuvo una respuesta: “por como hablas, seguro
que eres farmacéutico”. Lo soy. Mea culpa. Supongo que por ser farmacéutico se
da por sentado que uno no es objetivo y no le queda más remedio que defender a
la industria farmacéutica a capa y espada (maldito corporativismo), mientras
que si la crítica viene de alguien que opina sin demasiado fundamento, repitiendo
el mantra de siempre, la veracidad y objetividad están aseguradas.
He
dicho repetidamente, entre amigos y conocidos que han sacado a colación ciertas
prácticas abusivas y comportamientos reprobables de las farmacéuticas, que en
este sector no hay más falta de ética que en cualquier otro, solo que no es lo
mismo manipular un motor diésel para que aparentemente no sea tan contaminante
que exagerar los beneficios de un medicamento o incentivar su receta asegurándose
el favor del médico prescriptor. Cuando hablamos de salud, no hay trucos que
valgan, pero ante la brutal competencia existente en el campo farmacéutico se
suele recurrir a muchas argucias. Reconozco, pues, que esa mala imagen se la han
ganado las farmacéuticas a pulso por los desmanes de tipo comercial que eran
práctica habitual durante las últimas décadas del siglo pasado en connivencia
con las autoridades sanitarias que miraban hacia otro lado.
Pero
de ahí a que se afirme ─como también he leído recientemente─ que los
laboratorios, en complicidad con médicos y científicos de renombre, inventan
enfermedades, hay un buen trecho. Según esos críticos, resulta que el
colesterol no es malo y que la diabetes no existe. Que se lo digan a quienes
han sufrido un infarto agudo de miocardio porque tenían las coronarias obstruidas,
o a los que padecen el llamado “pie de diabético” o han sufrido una
hiperglucemia (subida de azúcar) severa. Quizá lo siguiente será afirmar que el
Alzheimer es también una invención para vender medicamentos caros e inútiles.
Lo
malo de esas afirmaciones no es solo su falsedad, sino que el ciudadano de a
pie se las cree a pies juntillas. Entiendo que este tipo de información origine
una sospecha más o menos fundada, como que a los laboratorios farmacéuticos no
les interesa curar enfermedades sino cronificarlas, para así asegurarse un
tratamiento de por vida. Eso crea una duda razonable. Entonces, ¿la artrosis es
curable? ¿Lo es el SIDA? En ambos casos los tratamientos actualmente
disponibles solo ralentizan la evolución de la degeneración ósea, en el primer
caso, y mantienen inactivo al virus, en el segundo. De momento no existen otras
alternativas terapéuticas. ¿Tienen las farmacéuticas la solución y no la
revelan por intereses económicos?
Otra
publicación veraniega en las redes sociales anunciaba ─como en muchas otras
ocasiones─ una posible cura para el cáncer. No se hicieron esperar los
comentarios sobre que la industria farmacéutica hará lo posible para evitar que
se comercialice porque se le acabaría el “chollo”. Yo me pregunto si detrás de
esa campaña de descrédito no habrá intereses ocultos más turbios que los que se
les imputa a las farmacéuticas. ¿Cuántos casos ha habido de muertes de
pacientes afectados de cáncer a los que se ha incitado a tomar productos milagrosos?
Sin ir más lejos, este pasado mes de julio una joven con cáncer de mama ingresó
en el Hospital Josep Trueta de Girona con un seno putrefacto tras haber abandonado
la quimio y radioterapia a favor de un tratamiento natural prescrito por un
curandero. Y hace solo unos días un médico, padre de un niño que acudió al
ambulatorio con una amigdalitis aguda purulenta, denunció a la médica que lo
atendió por recetarle un producto homeopático en lugar de un antibiótico, el
tratamiento de elección para este tipo de patología infecciosa.
¿No
habrá, pues, detrás de tanta calumnia intereses que pretenden favorecer a otros
negocios parafarmacéuticos?
Otra
cuestión, esta vez comentada por televisión a raíz de la cada vez mayor
resistencia de las bacterias a los antibióticos (algo de lo que, por una vez,
no se culpó a las farmacéuticas sino a los médicos que los prescriben con
demasiada ligereza y a los enfermos que se automedican), hasta el punto de que
hay especies bacterianas que no responden a la antibioterapia, es la falta de
interés económico de los laboratorios farmacéuticos por investigar nuevos
antibióticos, al igual como ocurre con las enfermedades raras (las que afectan
a menos de un 0,05% de la población, es decir a una de cada dos mil personas).
Eso es totalmente cierto, para qué negarlo, porque para que un medicamento sea
mínimamente rentable su precio debe permitir el retorno de toda la inversión
realizada más un beneficio (generalmente el margen suele ser entre un cincuenta
y un sesenta por ciento sobre el precio de coste) antes de que irrumpan en el
mercado los medicamentos genéricos, mucho más baratos porque con ellos no se ha
tenido que invertir prácticamente nada en investigación y desarrollo (I+D), por
tratarse de copias del medicamento original (a esta cuestión y a la del precio de
los medicamentos les dedicaré un capítulo aparte).
En los
laboratorios de algunos hospitales y de muchas universidades españolas se está
llevando a cabo una gran labor investigadora, pero el problema es la falta de
financiación para realizar toda la batería de estudios necesarios para obtener
un nuevo fármaco. ¿Quién tiene el dinero necesario?: el Gobierno y la industria
farmacéutica. Pero mientras la inversión pública en I+D ha ido decreciendo en los
últimos años, la de la industria farmacéutica ha ido en aumento porque cada vez
resulta más difícil y caro innovar. La primera, lógicamente, no busca
necesariamente la rentabilidad, la segunda, sin rentabilidad no funciona. Pero,
ojo al dato: si se conoce que la industria financia alguna de las
investigaciones llevadas a cabo en centros públicos, ya se cierne la sospecha
sobre ello. Seguro que piensan sacar una buena tajada de ello. Pues claro, toda
inversión privada necesita un beneficio a medio-largo plazo. ¿Alguno de vosotros
invertiría en algo que no le devengara un rédito?
¿Por
qué existe esa animadversión generalizada hacia los laboratorios farmacéuticos
y, cada vez más, hacia los medicamentos? Ya dije en una anterior entrada sobre
investigación farmacéutica que no me cabe duda de que existen más medicamentos
de los estrictamente necesarios, cada laboratorio tiene su versión de
antiarrítmico, de ansiolítico, de hipocolesterolemiante, de antihipertensivo,
etc., etc., etc. Pero ello solo demuestra la competencia entre laboratorios por
ocupar el número uno en ventas, pero no veo en ello nada reprochable. Da igual
tomar Omeprazol que Pantoprazol como protector gástrico, por poner un ejemplo. Y
ya no digamos un omeprazol del laboratorio tal o cual. Lo verdaderamente
importante es que el medicamento esté bien prescrito (se ajuste a la dolencia
del paciente), bien administrado, y que sea efectivo. Otra cosa son las luchas
entre competidores para convencer al médico que su medicamento es el mejor.
Para
finalizar esta primera parte, dejando para una segunda el escalofriante tema de
la patente (otro aspecto muy criticado por quienes ignoran su razón de ser) y el
precio de los medicamentos, solo añadiré, para quien todavía no lo sepa, que el
medicamento es hoy día el “artículo” de consumo más regulado y controlado del
mercado, con centenares de Guías, Directrices y Disposiciones emitidas por la
Comisión Europea, de obligado cumplimiento en toda la Unión, en las que se
detalla pormenorizadamente todos y cada uno de los estudios que deben
realizarse y los requisitos que debe cumplir un fármaco antes de su puesta en
el mercado, y la comprobación de ese cumplimiento es responsabilidad de las
autoridades sanitarias europeas. Y, una vez en el mercado, existe un sistema nacional
e internacional de farmacovigilancia que controla el buen uso y valora los efectos
secundarios de los medicamentos. Yo diría, pues, que podemos estar seguros de
que nadie nos va a dar gato por liebre.
Un
medicamento no es, por desgracia, un arma de alta precisión (como las bombas
guiadas por láser), aunque ya existen algunos que actúan solo en los “órganos
diana”. La gran mayoría de medicamentos todavía tienen sus efectos secundarios,
no son como un bisturí que solo extirpa la parte dañada de un órgano. El
medicamento generalmente viaja por el torrente sanguíneo y cuando alcanza el lugar donde
debe actuar, entonces deja sentir su efecto, pero por el camino puede también
dejar su huella en algún otro lugar no deseado, puesto que solo es una
sustancia química y no un ser inteligente. Algún día no muy lejano dispondremos
de fármacos “dirigidos” y “limpios”. De hecho, los medicamentos de nueva
generación ya son mucho más eficientes y seguros que los de antaño. La penicilina,
por ejemplo, puede producir, a personas sensibles, una reacción alérgica
gravísima, conocida como shock anafiláctico, pudiendo causar la muerte, y no
por ello debemos olvidar lo que significó su descubrimiento y los millones de
vidas humanas que salvó. Si ponemos en un platillo de la balanza los beneficios
de los medicamentos y en el otro sus desventajas o, más aun, si comparamos el
número de vidas salvadas con los daños causados a lo largo de la historia, está
claro que el balance beneficio/riesgo es positivo.
Seguirá
habiendo campañas alarmistas y sensacionalistas contra el uso de los
medicamentos, comparando a las farmacéuticas con el crimen organizado, haciendo
creer que los medicamentos son la primera causa de mortalidad, cifrando el
número de muertes en Europa provocadas por los medicamentos en 200.000 al año,
y otras mentiras por el estilo. Y por si estos argumentos no fueran
suficientes, se ataca a la industria farmacéutica afirmando, de forma
interesada y maliciosa, que representa el tercer sector económico, tras el
armamentístico y el del narcotráfico, o que el 95% de la formación de los
médicos españoles depende de ella. Si con formación médica se refieren a los
simposios a los que son invitados y a los congresos médicos a los que asisten
por obra y gracia de los laboratorios, me parece muy exagerado dejar solo un 5%
de su formación a otras fuentes de conocimiento. Y si fuera así, ¿qué hacen los
colegios profesionales, la Organización Médica Colegial y las universidades
para velar por la formación continuada de esos profesionales de la salud?
Creo,
sinceramente, que el sector farmacéutico está suficientemente bien regulado y
controlado y que sin beneficios económicos no habría investigación de nuevos
fármacos. La OMS cifra la lista de medicamentos esenciales (para tratar las
enfermedades más importantes en todo el mundo) en 340, cuando en el mercado
internacional existen tres veces más. En España existen unas 13.000
presentaciones (mismos principios activos comercializados con distintas marcas,
por distintos laboratorios y en distintas formas farmacéuticas), pertenecientes
a catorce grupos terapéuticos (sustancias agrupadas según al aparato o sistema
del cuerpo humano al que van dirigidas). El “excedente” podría considerarse
conformado por medicamentos de nueva generación (con ventajas respecto a sus predecesores)
y de “confort” (que alivian, pero no curan, como un analgésico o un
antiinflamatorio). El arsenal terapéutico se ha ido incrementando y modernizando.
No es lo mismo tomar un comprimido para la hipertensión tres veces al día que
tomarse uno al día, como no es igual tomar un antibiótico durante 7 a 10 días
que otro durante 2 a 4 días. Así pues, conviven en el mercado productos de
reciente incorporación con productos tan antiguos como la aspirina. ¿Vale la
pena seguir invirtiendo en nuevos medicamentos? Yo creo que sí, del mismo modo
que creo que si acabamos con la industria farmacéutica mataremos la gallina de
los huevos de oro. ¿Quién investigará? Que investiguen ellos. Pero ¿Quiénes?
¿Los Gobiernos? ¿Las Universidades? ¿Las Fundaciones? Desde luego todos ponen
su granito de arena, pero, hoy por hoy, quien más dinero pone y arriesga es la
industria.
Hay también
mucha hipocresía en algunas actitudes anti-industria farmacéutica. Uno
de sus mayores detractores en España es un farmacólogo clínico (diré el pecado,
pero no el pecador) con el que tuve que lidiar en una comparecencia ante la
Comisión Nacional de Seguridad de los Medicamentos, en defensa de un producto
del laboratorio para el que yo trabajaba por aquel entonces, a causa de una
muerte habida en Alemania de un paciente que estaba ingresado en la UCI y que estaba
tratado simultáneamente con otros nueve medicamentos. Por un lado, el médico
alemán que publicó en una revista médica el fallecimiento de dicho paciente,
atribuyéndolo, sin tener evidencia científica para ello, al medicamento en
cuestión, era un declarado enemigo del laboratorio en aquel país (nunca llegué
a saber el origen de tal desencuentro). Por otro lado, el anteriormente
mencionado farmacólogo español, tras mi exposición de los hechos en el seno de
la mencionada Comisión, restó importancia a los datos aportados por un experto
internacional en epidemiología y colaborador de la OMS que demostraban la
improbable relación causa-efecto entre el medicamento y el fallecimiento del
paciente polimedicado, argumentando, un tanto molesto, que él también era un
experto colaborador de la OMS y que el utilizado por nosotros no podía ser
neutral porque seguramente habría recibido del laboratorio una remuneración
económica para que hiciera un informe favorable a nuestros intereses. Con ello,
ponía en duda la ética e imparcialidad de cualquier experto por el hecho de
cobrar por un informe. Pues bien, al cabo de unos años, trabajando para otro
laboratorio, supe que ese escrupuloso y suspicaz médico farmacólogo había
realizado varios trabajos para este laboratorio y que seguía ofreciendo sus
servicios, en la forma de “informes de experto”, a cambio de una “pequeña”
aportación económica.
¿Dónde
está el bueno y donde el malo? Esa es la cuestión. No es oro todo lo que reluce
ni mierda todo lo que no huele bien.