sábado, 28 de diciembre de 2019

Eficiencia con efectos secundarios


Durante una de tantas sobremesas de estas comidas navideñas, una de las invitadas se quejaba de lo que yo he llamado la “eficacia con efectos secundarios”, algo que yo también viví en carne propia en más de una ocasión, hace ya bastantes años, hasta que no ocupé un puesto de mando.

Mi mujer, mis hijas y mi cuñado también la han sufrido. Por lo tanto, se trata de algo muy presente en muchas Empresas, del tipo que sea.


El problema reside en que cuando alguien es eficiente, se le carga de trabajo, mientras que al ineficiente, inútil o vago, se le premia aligerándole de responsabilidades.

Alguien del departamento de Recursos Humanos de alguno de los Laboratorios Farmacéuticos en los que he trabajado —no puedo ser más conciso, pues la memoria ya me empieza a fallar— me dijo que hay cuatro actitudes que una Empresa debe tomar ante los distintos comportamientos de un empleado:

-       Si quiere y puede: Hay que promocionarle
-       Si quiere y no puede: Hay que formarle
-       Si no quiere y puede: Hay que incentivarlo
-       Si no quiere y no puede: Hay que despedirlo

Quizá hoy día las Empresas no tienen tantos miramientos y no gastan dinero, tiempo y esfuerzo en formar o incentivar a sus empleados. Quien vale, vale, y quien no, a la calle. Pero también hay las que no controlan, o por lo menos no lo suficientemente bien, el desempeño de sus trabajadores, dejando en manos inexpertas o indolentes dicha evaluación.

Generalmente, la reacción del jefe o superior jerárquico es la de buscar el camino más corto y cómodo ante un empleado díscolo, remolón o lento, derivando la tarea a uno más eficiente. De este modo, la carga de trabajo que asume quien es eficiente va en aumento hasta llegar, algunas veces, a límites insoportables. Este es el efecto secundario a corto plazo, mientras que a largo plazo puede derivar en estrés y ansiedad. Y lo que es todavía peor, no se hacen distingos en sus respectivas hojas de salario. ¿Qué incentivo recibe el buen trabajador frente al negligente? Y ¿qué correctivo recibe este último?

Me gustaría saber si actualmente el control de la actitud y aptitud de los empleados es algo prioritario en las empresas o bien lo único que interesa son los resultados, sin importar en quién recae el esfuerzo para que estos sean los deseados.

La falta de reconocimiento es uno de los defectos empresariales que el trabajador tiene que soportar. La injusticia laboral queda muchas veces sin respuesta por parte de los trabajadores, pues lo único que estos desean es conservar su puesto de trabajo. Es una lástima que muchas Empresas no tengan en cuenta que la mejor inversión que puede hacer y su mejor activo reside en sus empleados, estimulando la productividad con un reconocimiento profesional y salarial.


domingo, 22 de diciembre de 2019

El cuidado de la salud



Cada vez somos más conscientes de la importancia de llevar una vida sana. Sea por querer estar sanos o por la cada vez mayor eficacia de los medicamentos y de los tratamientos saludables, la esperanza de vida en España en este año que abandonamos es de 85,9 años en las mujeres y de 80,5 años en los hombres, con una media, por lo tanto, de 83,2 años. En el año 2000 esta media era de 78,9 años y se estima que en 2040 alcanzará los 85,8 años, que se estima será la cifra más alta de Europa.

Será por el buen comer (los que pueden hacerlo) y la dieta mediterránea, pero también influye, creo yo, las ganas de vivir y de conservarse en buenas condiciones físicas. Por supuesto que la genética también juega un papel importante. Pero mientras la longevidad adquirida genéticamente es algo que no podemos controlar, la adquirida gracias a nuestra preocupación y cuidados personales sí.

Quien más quien menos, todos tenemos, al llegar a una cierta edad, algún que otro achaque. Colesterol, triglicéridos, glucemia, tensión arterial, etcétera, son algunos de los parámetros biológicos que debemos controlar con frecuencia. De este modo, tenemos que evitar o reducir el consumo de grasas, azúcares, café y una retahíla que alimentos que no solo nos gustan, sino que nos encantan. Un buen asado, una pieza de chocolate o de tarta, una copa de licor… Dicen que todo lo bueno, o mata o es pecado. Hace tiempo que dejó de importarme pecar, pero sí quiero vivir muchos años y en buenas condiciones físicas y mentales.

Cuántos, al acercarse el verano, se ponen a dieta (sobre todo las mujeres) o van al gimnasio para lucir tipo y abdominales (sobre todo los hombres). ¿Por qué no hacen lo mismo durante todo el año? ¿Por pereza o porque no necesitan lucir tipo? Yo soy de los primeros. Nunca he ido a un gimnasio ni he practicado deporte alguno. Cuando un día, alertado por un artículo médico, comprobé que, a pesar de tener un índice de masa corporal (IMC) adecuado, mi perímetro abdominal estaba algo por encima del valor máximo saludable para el hombre (102 cm) según la Organización Mundial de la Salud (OMS) —parámetro que indica el riesgo de sufrir eventos cardiovasculares—, me puse manos a la obra. Empecé a seguir estrictamente las recomendaciones para una alimentación saludable y hacer ejercicio andando una hora diaria o diez mil pasos (hoy día cualquier smartphone tiene una aplicación para calcularlo). Llevo varios años siguiendo estos consejos y lo único que he conseguido es no ganar peso, pero la dichosa cintura se niega a reducirse. Visto lo visto, no me ha quedado más remedio que, por lo menos, intensificar mi vigilancia en lo que como.

Pero, al parecer, no lo he hecho del todo bien y lo sé. El análisis de sangre que me hicieron hace tan solo unos días reveló un nivel de glucosa un poco por encima del valor máximo recomendado. La culpable de ello ha sido una caja de bombones que cada noche, después de cenar, me decía ven y ábreme. Y yo, que soy muy obediente, iba y la abría. Y una vez abierta, pues ya que estamos, me llevaba a la boca una de esas delicias bomboneras. Pero es que, una vez probada una, no podía resistir la tentación de probar otra, y otra. Y así tres al día durante un mes aproximadamente. No tengo, pues, derecho a quejarme. Toda casusa tiene su efecto y quien siembra vientos recoge tempestades.

Y ahora estamos en esas fechas tan proclives a los excesos de todo tipo, sobre todo económicos y gastronómicos. Y todos pensamos: bueno, luego me pongo a dieta y ya está. ¿Es así realmente? ¿O quizá ocurre lo mismo que con los buenos propósitos para el próximo año? ¿Es un propósito definitivo o temporal? Del mismo modo que en estas fechas sentimos la necesidad de ser buenos —siguiendo lo que los mensajes publicitarios nos transmiten—, y luego, cuando regresamos a la vida cotidiana, todo se olvida y volvemos a ser los mismos de siempre —algunos tanto o más buenos, otros tanto o más cabrones—, la mayoría de la gente también abandona los propósitos de llevar una vida sana.

No debemos dejar la responsabilidad de cuidar nuestra salud a los medicamentos. Tenemos que poner de nuestra parte, controlando nuestros hábitos, evitando los malos e intensificando los buenos.

Vamos a permitirnos saltarnos esta regla por unos días, sino no sería Navidad, pero volvamos al redil lo antes posible, no sea que nuestro sistema digestivo se resienta más de la cuenta y nuestro perímetro abdominal se salte en exceso la línea roja y no quiera volver a la normalidad.

Que disfrutéis de estas fiestas navideñas, que seáis buenos de verdad y que entréis en el nuevo año con el pie derecho.

¡Hasta el 2020!

Un fuerte abrazo.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Viernes negro



Todos sabemos lo que es el Black Friday. Nos lo recuerdan constantemente los grandes comercios y la sociedad en general. Un día que parece festivo sin serlo.

He ahondado un poco sobre el origen de esta expresión. Parece ser que, en contra de la creencia popular, no tiene nada que ver con un día de rebajas en el precio de los esclavos negros. Según las distintas fuentes consultadas, tiene —como siempre ocurre en estos casos— varias versiones más plausibles y sobre todo menos desagradables. Una se refiere al denso tráfico de personas y vehículos que se originaba en las calles de Filadelfia —lugar de origen de esta expresión— el día siguiente al de Acción de Gracias —que siempre es el cuarto jueves de noviembre—. El empleo de este término empezó a utilizarse por los agentes de tráfico a principios de los años sesenta, extendiéndose al resto de los estados de la unión a mediados de los setenta. Más tarde apareció otra explicación alternativa, en la que el término “negro” hacía referencia a las cuentas de los comercios, que en esas fechas pasaban de los números rojos al negro gracias a las elevadas ventas que se registraban. Sea como sea, desde entonces, los comerciantes utilizan ese día para ofrecer atractivas rebajas a los compradores, aprovechando la cercanía de las fechas navideñas.

Nuestro país, ávido por integrar a nuestros hábitos todo tipo de tradiciones extranjeras que supongan un beneficio económico —véase el famoso Halloween, que la mayoría de seguidores no tiene ni idea de lo que significa—, ha absorbido también esa costumbre que no niego que tiene un gran atractivo para el ciudadano de a pie. Hasta ahora conocíamos y esperábamos las rebajas de verano —en julio— y de invierno —en enero— como las únicas permitidas, pero desde hace ya algún tiempo se les ha añadido otras más a lo largo del año.

Pero no es solo eso de lo que quiero escribir. Ya sabéis que me gusta andarme un poco por las ramas antes de entrar en materia, sobre todo cuando la materia no necesita de muchas palabras.

¿Qué quiero decir de este viernes negro? Pues que es una más de las formas de alentar el consumismo a las que ya nos tienen acostumbrados. Nos ametrallan sin piedad, día sí y día también, con fascinantes mensajes, con atractivas e irresistibles ofertas que no podemos rechazar, so pena de ser unos mentecatos que no saben aprovechar las grandes oportunidades. Cierto es que hay ofertas que valen la pena y no voy a entrar en valorar la calidad de los artículos rebajados, algo que ya comenté tiempo atrás al tratar de las rebajas en general. Hay productos que realmente se ofrecen a un precio muy interesante y tampoco voy a entrar a valorar el elevado margen de beneficio que todavía les queda a los grandes comercios.

A esto debemos añadir las horas extras que deben trabajar los empleados, no solo ese viernes negro sino incluso en días que deberían ser festivos. No sé si la remuneración extra vale suficientemente la pena, si trabajan voluntariamente u obligados por las circunstancias, pues ya se sabe que negarse puede significar entrar en la lista negra. Y ¿qué les ocurre a los pequeños comerciantes? Pues que tienen que secundar esas rebajas si quieren competir con las grandes superficies, aunque después resulte que nos les ha salido a cuenta.

Y finalmente, lo que no soporto del Black Friday es el trato al que estamos sometidos, como ovejas en el corral. Empiezan a torpedearnos dos semanas antes  —calculo haber recibido cientos de mails de distintas firmas— y luego, cuando creemos que ya ha terminado ese suplicio, hay establecimientos que siguen con una especie de secuela unos días más hasta volvernos a impresionar con el Cyber Monday, también originario de los EEUU y vinculado al día de Acción de Gracias. Si seguimos así, acabaremos adoptando también esta celebración. Habrá que irle buscando una justificación.

martes, 3 de diciembre de 2019

La maté porque era mía




Siguiendo la sugerencia de nuestra compañera de letras, Estrella Amaranto, autora del Blog Literario Amaranto (https://seraseras.blogspot.com/), voy a dedicar esta nueva entrada a un tema terriblemente duro y complejo. No tengo conocimientos de psiquiatría ni de psicología. Solo soy un mero observador que, horrorizado, ve cómo en lo que va de año han perecido cincuenta y dos mujeres a manos de su pareja (quizá cuando leáis esto, la cifra sea desgraciadamente mayor), dejando cuarenta y tres huérfanos. Y lo peor de todo es que parece que no hay forma humana de parar esta violencia de género, dando la impresión de que todavía vivimos en la Edad Media y no en el siglo XXI.

El amor es algo difícil de definir y tiene muchas formas de expresión, pero nunca podré entender cómo un supuesto amor puede derivar en violencia, hasta el punto de acabar con una vida humana, la de la persona a quien se dice amar. En estos casos el amor pasional se transforma en crimen pasional. Quizá sería mejor no amar tanto y respetar la vida de la supuesta amada.

¿Son unos enfermos los maltratadores? ¿Están enfermos los violadores? Sea como sea, lo que sí está claro es que estos individuos, aunque se sometan a tratamiento o bien sean encarcelados, no se rehabilitan. ¿habrá un gen dominante que les haga comportarse violentamente o es una cuestión de educación?

Al principio decía que este era un tema complejo, pues parece que hay varios diagnósticos y todos inciertos. Muchos maltratadores son hijos de maltratadores, que han visto en casa y probado en sus propias carnes la violencia física. Del mismo modo, muchos abusadores sexuales han sido objeto de abusos de niño. ¿Se transfiere la violencia? ¿Cómo alguien que ha sufrido maltratos puede, a su vez, maltratar? Pero eso solo sucede mayoritariamente en los hombres. No se da en las mujeres. No he sabido de mujeres maltratadas que maltratan a sus hijos. Y si las hay, son una excepción. Ello sugiere, pues, que el maltrato tiene género masculino, es una manifestación puramente machista. Y el machismo se hereda con el ejemplo. Un adolescente machista seguro que tiene un padre machista. ¿Cómo podemos acabar con esta lacra? Yo diría que con la educación. Pero, entonces, si tanto han evolucionado nuestras escuelas, ¿cómo se entiende que hoy día haya adolescentes con claros signos de machismo? Quizá es que el ejemplo familiar puede más que las enseñanzas educativas.

A tenor de lo expuesto, parece, pues, que la única solución a corto plazo sea la mano dura, el castigo ejemplar, penas de cárcel durísimas. Las mujeres cada vez denuncian más —aunque muchas todavía no se atreven por temor—, pero siguen sin recibir la protección necesaria, o bien el maltratador no se amedrenta ante el castigo que se aplica a sus semejantes. Cuántas veces hemos sabido de mujeres asesinadas por su pareja, que tenía una orden de alejamiento que ha desobedecido. Puede más el odio que el temor a la represalia. Si se aplicaran medidas más propias de muchos siglos atrás, como la mutilación genital en los violadores y cercenar el brazo derecho al maltratador, creo que seguiríamos viendo a mujeres sobre un charco de sangre. ¿Cómo se puede, pues, acabar con esta lacra? ¿Medidas coercitivas, actuación policial y judicial rigurosas, tratamiento psicológico, educación en la escuela, campañas de concienciación…? Siento decir que no tengo la respuesta.

Y, por último, otro interrogante: ¿Acaso antes ocurrían los mismos maltratos que ahora y no se difundían o bien estamos ante una verdadera escalada de violencia de género? Si se trata de lo segundo, ¿qué ha cambiado o qué hemos hecho para merecer esto?

Creo que es la primera vez que publico una entrada sin aportar mi opinión personal. Simplemente porque, aparte de despreciar la violencia contra las mujeres —y la violencia en general—, no conozco la receta para acabar con esta epidemia social. ¿Llegaremos a borrar de nuestra sociedad todo rastro de esta “enfermedad”? Ojalá existiera una vacuna.

martes, 19 de noviembre de 2019

Que viene el lobo



La figura del lobo pocas veces es amable. En el imaginario infantil siempre aparece como el malo de la historia. El lobo feroz. Si preguntáramos a Caperucita, no quiero pensar lo que nos diría. O Pedro, el niño mentiroso, a quien ese animal fue el motivo de su desgracia ante la impasividad de los aldeanos.

El lobo, o Canis lupus, es un carnívoro depredador del que huyen los humanos con solo oír su nombre. Habita desde tiempo inmemorial nuestro continente y en los bosques y montañas de gran parte de la península ibérica tiene su morada. La opinión mayoritaria contra esta especie animal anida entre los ganaderos, quienes le imputan unas enormes pérdidas económicas. Pero no todas las CCAA lo tratan del mismo modo.

Cada año, las CCAA con presencia del lobo autorizan matar a más de 200 ejemplares —sin contar la caza furtiva—, y las licencias se han multiplicado por cinco en los últimos veinte años, estimándose una población de lobos en unos dos mil ejemplares.

El lobo está considerado como el enemigo público número uno, pudiéndose hablar de “xenofobia ambiental”, según Jorge Echegaray[i], estudioso del tema. Las cifras, en cambio, no apoyan el odio a ese gran depredador, pues sus ataques afectan a menos del 1% de la ganadería, según datos de Ecologistas en Acción.

Aun así, las asociaciones agrarias, en su lucha contra el lobo, tienen, curiosamente, de su lado al Ministerio de Medio Ambiente, habiendo este impulsado una petición a la CE para eliminar la protección cinegética de este animal, manifestando así su compromiso “en la lucha contra el lobo”.

Al sur del río Duero, el lobo ibérico está estrictamente protegido por la directiva comunitaria Hábitat y la ley de Patrimonio Natural y Biodiversidad. En cambio, en su parte norte, concretamente en Castilla y León, Galicia, Cantabria, País Vasco, la Rioja y Asturias se puede abatir mediante la caza deportiva o los llamados controles selectivos.

Desde que se introdujo esta medida, algunos expertos han mostrado una gran preocupación. Varios investigadores, incluyendo al anteriormente mencionado Echegaray, publicaron en 2008 un artículo en el que aseguraban que la caza excesiva del lobo podría llevar a su extinción.

Lo realmente preocupante, diría yo, es la falta de transparencia, pues ninguna de esas CCAA reconoce cuántos ejemplares de lobo se matan cada año. Según Ecologistas en Acción, la mitad de los lobos cazados lo son de forma ilegal, pues matar un lobo resulta impune. Y esta permisividad está disparando el número de furtivos.

Curiosamente, en las zonas donde están acostumbrados a este depredador, algunos ganaderos, como Alberto Fernández[ii], aseguran que el lobo no es una amenaza para el sector. Este ganadero añade que con la ayuda de varios mastines nunca ha perdido una sola oveja por el ataque del lobo. Otro aspecto a favor de este animal es el del turismo, como el de la sierra de la Culebra, donde se estima que hay unos setenta lobos. De este modo, el turismo procedente de España y de Europa aportó por este concepto unos 600.000 euros de beneficios frente a los 36.000 que dejaron los trofeos de caza. «El lobo vivo vale más que el lobo muerto» afirman los ecologistas.


Los que me seguís con asiduidad, ya conocéis mi opinión sobre la caza (La caza: deporte, necesidad o salvajada; 07/04/2019) y la relativa importancia que le doy a la rentabilidad económica si la actividad que la produce no está, en mi opinión, debidamente justificada. Así pues, al margen de las pérdidas o ganancias producidas por las actividades a favor o en contra del lobo, mi reflexión pretende ir un poco más allá.

El hombre ha convivido con los animales “salvajes” durante milenios y ha sabido protegerse de ellos. La caza solo era un medio para proveerse de alimento y la matanza solo era una forma de protección. Solo si un oso atacaba a un hombre, este lo abatía en defensa propia. Pero todos sabemos que el lobo —al igual que el oso— no suele atacar al hombre, pero sí a los animales que están en su cadena alimentaria. Por ello, las víctimas por ataque del lobo son especies ovinas y bovinas en su gran mayoría.

¿Qué hacían los pastores antaño que no fuera organizar batidas de caza? ¿Cómo se protegían y protegían a su rebaño de las garras del lobo? Yo me pregunto si, una vez más, no recurrimos a métodos excesivamente radicales, por la comodidad que de ellos se deriva, en lugar de utilizar los tradicionales, como sería ahuyentar y disuadir a estos depredadores, para que recurran a otra fuente alimenticia, a otras presas naturales, dejando que, de este modo, la naturaleza haga su parte.


[i] Consultor independiente para ONG conservacionistas; echagarayjorge@gmail,com
[ii] Propietario de la ganadería Aldalza de Sta. Colomba de Sanabria (Zamora)

martes, 12 de noviembre de 2019

Manillar o volante



La pregunta del millón de dólares: ¿Quién es más intrépido, el automovilista o el motorista?

Esta pregunta tiene una respuesta complicada. Seguramente los motoristas señalarán a los automovilistas y viceversa. Pero ¿qué dirán los que conducen ambos tipos de vehículo? ¿Qué opinarán los ciudadanos de a pie, que no conducen?

Como me es imposible obtener una respuesta de cada uno de esos grupos, me limitaré a reflexionar sobre el tema, aunque os advierto que, siendo un automovilista que nunca se ha sentado en el sillín de una motocicleta excepto como paquete ─con lo cual sí puedo tener una ligera opinión─, mi posicionamiento puede no ser del todo imparcial.

Evidentemente, se puede decir aquello de que “de todo hay en la viña del señor” y sin una estadística en la mano ─si es que existe—, solo puedo hablar por mi experiencia personal.

He visto automovilistas hacer locuras al volante y en tramos de carretera bastante congestionados, agravando la peligrosidad de su comportamiento. Pero si nos atenemos al hecho evidente de que un automóvil es más seguro que una motocicleta, por muy diestro que sea un motorista, un accidente de moto a altas velocidades es muy probable que resulte mortal. Tengo entendido que de cada diez accidentes graves de moto tres resultan mortales.

Visto desde este ángulo, los comportamientos imprudentes de los motociclistas son más censurables. He visto adelantamientos de motocicletas en curvas de poca visibilidad y en tramos en los que venían vehículos en sentido contrario. En tales casos el motorista juega con la rapidez de reacción de una máquina de alta cilindrada. Pero no por ello deja de ser criticable y peligroso. Después de un accidente todo son lamentos, argumentando la vulnerabilidad y fragilidad del motociclista.

Pero tales infracciones no solo tienen lugar en carretera, también en las ciudades. ¿Quién no ha visto ─constantemente— adelantamientos por la derecha y por entre una hilera de vehículos, no solo detenidos ante un semáforo sino también en marcha? Para evitar accidentes, en una ciudad hay que conducir con la mirada puesta enfrente, a ambos lados y en el retrovisor. Nunca se sabe cuándo puede aparecer un motociclista en escena. ¿Y qué hay de esos que van adelantando, poco a poco y con un pie en el suelo, calculando al milímetro si tienen espacio suficiente para pasar sin rozar o golpear el espejo retrovisor externo?

Y hablando de manillar, no puedo evitar mencionar a los ciclistas que cada vez son más en las ciudades, una especie de peatón sobre ruedas, pues tanto circulan por la calzada como por las aceras, inventando sus propias reglas de conducción. ¿Qué hay un atasco? Pues aprovechan un paso de peatones para subir a la acera y continuar por ella hasta que les conviene volver a incorporarse al tráfico rodado. Pero esta ya es otra historia, la de la falta de una reglamentación clara para los vehículos de dos ruedas como son las bicicletas, a pedales y a motor, y los patinetes, tanto a tracción humana como eléctrica, que cada vez están más presentes en los pueblos y ciudades, y que empiezan a ocasionar serios problemas a los viandantes. Pero, ya se sabe, en este país todavía no sabemos lo que es prevenir. Y lo peor es que no nos respetamos mutuamente porque no sabemos ponernos en el lugar del otro.


lunes, 28 de octubre de 2019

Más vale prevenir


No sabría decir si es algo propio de la naturaleza humana o un defecto patrio, pero en este país, con un refranero tan rico y sabio, aplicamos uno de los refranes más sensatos al revés: más vale curar que prevenir.

Tras un desgraciado accidente, un incendio forestal de gran magnitud (no provocado por la mano de un pirómano) o unas inundaciones que se han llevado por delante campos de cultivo, viviendas y vidas humanas, es cuando nuestros “diligentes” dirigentes se sientan a pensar en las medidas de prevención. Reparar el mal estado de las carreteras, mejorar la visibilidad y las señales de tráfico, desbrozar las cunetas, limpiar los bosques y los lechos de los ríos y torrenteras, canalizar ríos aunque habitualmente tengan poco caudal, mejorar el alcantarillado, y un largo etcétera de medidas que siempre llegan tarde y nunca se toman con la debida antelación. Se prefiere invertir el dinero en reparar que en prevenir lo irreparable.

Hay infraestructuras de coste muy elevado que, en momentos de recesión económica, pueden perfectamente postergarse. Autopistas, más kilómetros de AVE y puertos deportivos, por ejemplo, deberían quedar en la base de una pirámide de prioridades, mientras que la preservación del medio y la evitación de calamidades controlables, debería figurar en el ápice.

¿Por qué, en pleno siglo XXI, todavía seguimos comportándonos en estos extremos como en tiempos pretéritos? ¿Acaso no aprendemos de nuestros errores? ¿Cómo podemos permitir pérdidas de millones y millones de euros en una catástrofe natural cuando seguramente podía haberse evitado invirtiendo mucho menos de la mitad? Aparte de los daños humanos, que son irreparables, los daños materiales son predecibles y muchas veces repetitivos. ¿Cuántas veces tenemos que sufrir una desgracia para que, por fin, alguien se decida a poner un remedio definitivo? ¿Por qué siempre nos apoyamos en la improvisación en lugar de en la planificación?

Y si bien, gran parte de estos errores son de la Administración, no es menos cierto que muchos ciudadanos no ponen de su parte. ¿Por qué acampan y hacen fuego donde no está permitido? ¿Por qué en un temporal marítimo salen a la mar o se acercan excesivamente al rompiente de las olas? ¿Por qué circulan a mucha mayor velocidad de la permitida por carreteras secundarias? ¿Por qué edifican su vivienda cerca de un barranco? ¿Por qué siguen aparcando su coche en una riera seca? ¿Por qué hay campesinos que queman rastrojos en días de viento? ¿Por qué…?

          Reproduciendo una frase de Fernando Gamboa González, en su libro Ciudad negra, “Más valen cien porsiacaso, que un yopenseque”.



martes, 15 de octubre de 2019

Timos y fraudes



Estamos rodeados de timadores y expuestos a toda clase de engaños. Cada semana conocemos nuevas tentativas de fraudes. Siempre he pensado que si la astucia de esos timadores se empleara para un bien social viviríamos en un mundo algo mejor.

No creo exagerar si afirmo que absolutamente todos hemos sido alguna vez presa de un timador, aunque solo fuera en forma de tentativa, sobre todo mediante una llamada telefónica.

Yo he sufrido unas cuantas, pero desde “el gran timo en París”, como yo le llamo, me he vuelto muy suspicaz y ya no he caído en las garras de un estafador.

Pero antes de referir lo ocurrido en la ciudad de la luz, o mejor debería decir en el aeropuerto Charles de Gaulle, permitidme que os ofrezca un pequeño aperitivo como entrante.

En dos veranos consecutivos, en pleno mes de agosto, recibí idénticas llamadas de la supuestamente Cruz Roja Española ─entidad con la que colaboro en calidad de socio─ diciéndome que se habían percatado de que no había abonado la cuota mensual durante los últimos meses. Yo no podía comprobarlo, pues no tenía conmigo ni el ordenador ni nada que pudiera servirme de prueba de que ello no era cierto. Pero como soy sumamente meticuloso con estas cosas (me refiero a la economía doméstica), de ser así me habría percatado. Ante mi extrañeza, se ofrecieron a comprobar mis datos, incluyendo el número de cuenta bancaria en la que tenía domiciliada mi cuota. Argumentando que prefería hacer yo la comprobación una vez en mi domicilio y que les llamaría si, efectivamente, se había producido esa omisión, dieron por terminada nuestra conversación. Qué curioso que el mismo tema se suscitara en agosto y durante dos años consecutivos. Ni que decir tiene que, una vez en casa, comprobé que hacía tan solo unos días me habían descontado la cuota. Pero ¿cómo sabían mi nombre, mi número de teléfono y que colaboraba con esa entidad? Porque es impensable que una Organización como esa no tenga al día la información de sus socios.

Algo parecido sucedió un tiempo después con una llamada presumiblemente hecha por alguien de Microsoft que, hablando en inglés, preguntó por mí. En esa ocasión, como la llamada se hizo al teléfono fijo y yo estaba de vacaciones, la atendió mi hija menor. Al argumentar que yo no estaba disponible, colgó sin más. Al cabo de un año volvió a repetirse esa llamada. En esta ocasión la atendió mi mujer y el supuesto empleado de Microsoft, esta vez hablando en español, pero con un fuerte acento inglés, le comentó que habían detectado un virus en nuestro equipo y debíamos actuar urgentemente, para lo cual tenía que entrar en el ordenador por control remoto para poder solucionarlo. Cuando mi mujer empezó a hacerle preguntas, la conexión se interrumpió.

En alguna ocasión he recibido ofertas por teléfono imposibles de rechazar, como un obsequio totalmente gratuito a cambio de contestar unas pocas preguntas sobre mi estilo de vida saludable. Luego resultó que ese “premio” era una demostración, efectivamente gratuita, de un kit para medir la tensión arterial y no sé cuántas cosas más. Y eso habiéndoles advertido que no pensaba comprar nada. Por supuesto, el representante se marchó tal como había llegado. En un caso se trataba de un masaje en casa sin final feliz porque el masajista resultó ser un hombre con voz de cazalla que tiraba patrás y al que no franqueé la entrada aduciendo (y era cierto) que había previamente anulado por teléfono el servicio─. Y en otro, también por contestar unas cuantas preguntitas de nada, me regalaban un chisme que limpiaba la ropa sin necesidad de detergente, pero tenía que abonar cinco euros por los gastos de envío (seguramente una cantidad superior a su precio).

Hace tan solo un mes, un amigo me contó otro engaño bastante bien currado. Recibió (presuntamente) de un centro comercial muy conocido (el distintivo parecía auténtico) una notificación a su móvil de que había sido agraciado con un premio a elegir entre un iPhone, un Smartphone o una tableta, todo ello de gama superior. Para ello solo debía abonar un eurillo de nada. Picado por la curiosidad para ver adónde le llevaba esa patraña, fue eligiendo y aceptando cada paso hasta llegar al pago del euro, pero antes de efectuar el ingreso debía dar su número de cuenta bancaria dónde cargarlo. Malditos bastardos, como diría Tarantino.

Según he leído, la última técnica en timos es el llamado “deepfake”, que consiste en llamadas telefónicas en las que quien llama mimetiza (seguramente mediante alguna aplicación) la voz de una persona muy conocida, o incluso famosa, para engañar al incauto que descuelga el teléfono. Ignoro lo que el estafador pretende conseguir de su víctima, pero desde luego nada bueno ni de lejos.

Y ahora ha llegado el turno al gran timo del que fui objeto hace bastantes años mientras esperaba mi vuelo de París a Barcelona.

La reunión a la que acudí, terminó mucho antes de lo esperado, de modo que tenía cuatro horas de espera por delante. Intenté cambiar de vuelo, pero el simpático empleado de Air France se limitó a decir n’est pas possible monsieur, tras lo cual me dio la espalda de forma un tanto despectiva. Después supe que, volando en clase business como volaba, muy probablemente hubiera podido hacer el cambio, pues no suele ir llena. Yo no lo sabía ni el azafato de tierra me lo hizo saber. Así que, en cierto modo, él fue el culpable de todo.

El caso es que me resigné y anduve por la terminal hasta que me senté, con los pies doloridos y la paciencia agotada, en un banco. Al cabo de un rato se me acercó un joven, que dijo ser canadiense, con aspecto de estar muy apurado. Estaba muy nervioso y sudaba copiosamente. Me preguntó si hablaba inglés, y al decirle que sí me explicó su problema. Su historia era hasta cierto punto creíble, pero lo que me hizo empatizar con él fue imaginarme en esa misma situación y sentí pena por él. Luego pensé que, de ser una farsa, ese joven merecería un óscar a la mejor interpretación. Había estado hospedado con su mujer y sus dos hijos pequeños en un hotel de París y justo antes de abandonarlo, un carterista le arrebató el bolso a su mujer, quedándose sin dinero ni tarjetas de crédito. Por lo tanto, no podían mercharse sin antes haber abonado la cuenta, que ascendía a más de doscientos euros. La mujer y los niños se habían quedado como “rehenes” y él había decidido acercarse hasta la terminal en busca de ayuda. Lo curioso ─luego supuse que era para dar más credibilidad a su historia─ es que no me pedía una cantidad redonda sino algo así como doscientos veintisiete euros. Me dijo que no podía esperar a recibir una transferencia de su padre porque esa misma tarde tenían que tomar el vuelo de regreso y que me devolvería el dinero tan pronto llegara a su casa. Me llegó a ofrecer su reloj como prenda, que dijo valía mucho más. También afirmó que su padre era millonario ─me pareció ridículo y fuera de lugar que mencionara ese pormenor, pero pensé que los nervios hablaban por él─. Yo justamente tenía doscientos euros y calderilla, pero como solo tenía que abonar el parking donde había dejado mi coche y lo podía hacer con la tarjeta de crédito, le di los doscientos euros y que se espabilara para conseguir el resto de dinero que le faltaba, que era muy poco. El joven se deshizo en agradecimientos y alabanzas hacia mi persona, pareciendo tremendamente aliviado, como el que recibe la absolución cuando podía haberle caído una pena de varios años de cárcel. Nos despedimos dándole mi tarjeta de la empresa en la que anoté mi dirección particular y mi correo electrónico, para que pudiera enviarme el dinero y ponerse en contacto conmigo. Durante semanas estuve pendiente del correo sin recibir noticia alguna del canadiense o lo que fuera. Increíblemente, aun quiero pensar que algo le debió ocurrir para que no cumpliera con su palabra. ¿Quizá, con los nervios perdió mi tarjeta? ¿Quizá todavía está riéndose de mí?

Esperaba confesárselo a mi mujer una vez recibidos los doscientos euros, pero acabé contándoselo al cabo de un tiempo más que prudencial. No fue capaz de reñirme porque, tiempo atrás, ella también había sido objeto de una estafa muy parecida cuando un individuo, llamando por el telefonillo, se hizo pasar por un compañero mío del trabajo ─debió leer mi nombre en el buzón─ y le dijo que había recibido una llamada urgente de su mujer desde un hospital y que al salir precipitadamente de su domicilio cerró la puerta dejándose las llaves y la cartera dentro. Necesitaba dinero para tomar un taxi, dinero que me devolvería al día siguiente en la oficina. Mi mujer no solo le invitó a subir a nuestro apartamento, sino que en lugar de dinero le ofreció las llaves de su coche pidiéndole, eso sí, que se lo devolviera esa misma noche, pues lo necesitaba a la mañana siguiente para ir al trabajo. El hombre debió pensar que lo del coche ya eran palabras mayores y se conformó con dinero en metálico, que la generosidad de mi mujer hizo que fueran dos mil pesetas. También en esa ocasión estuve pendiente de que algún empleado ─el nombre que le dio no me sonaba de nada─ se identificara como el benefactor de la buena fe de mi mujer para devolverme los dos mil pavos, cosa que jamás se produjo. Vaya par de ingenuos.

Desde entonces, nos hemos vuelto muy desconfiados. Seguramente ahora pagan justos por pecadores.


jueves, 3 de octubre de 2019

Otra vez la maldita informática



Hay un libro titulado “Ya está el listo que todo lo sabe”, cuyo autor es el bloguero Alfred López, dedicado a dar respuesta a curiosidades y preguntas que muchos nos hemos hecho en más de una ocasión. Pues bien, a mí se me podría atribuir algo así como “ya está de nuevo el pesado que se queja de todo”. Pero es que es algo más fuerte que yo y no puedo refrenar mis ansias de arremeter contra todo lo que me molesta.

Así pues, siguiendo esta tónica, voy a dedicar hoy este espacio a quejarme, una vez más, de la informática y sus inconmensurables desmanes y misterios.

Son muchos los disgustos que la informática me ha dado y, siendo sincero, no todos atribuibles a sus programas o aplicaciones, sino, muy probablemente, a mi falta de conocimientos y torpeza. Estos fallos me los tengo que tragar y entonar el mea culpa. Uno sabe lo que sabe y a mi edad no se pueden esperar prodigios. Pero lo que realmente me subleva son los fallos “de origen” y que te dejan con el culo al aire, debiendo recurrir a un auxilio externo. El más grave y reciente tuvo lugar el día antes de marcharme de vacaciones.

Yo suelo guardar una copia de todos mis documentos en un disco externo de gran capacidad, pero hacía unos días que no había realizado tal operación. Esa tarde, la víspera de mi viaje a Asturias, al apagar el ordenador, en la pantalla apareció “actualizar y apagar” o “actualizar y reiniciar” (opciones que me aparecen con cierta frecuencia cuando apago el PC). Si hubiera optado, como de costumbre, a la primera, no habría sabido lo que había ocurrido, pues al día siguiente ya no estaría en casa. Algo debió inspirarme para optar por reiniciar tras la actualización automática, que, digo yo, ¿por qué te obligan a ello en lugar de darte la oportunidad de omitir esa operación?

El caso es que, cuando, pasado unos minutos, el ordenador se reinició, lo primero que observé es que la imagen habitual de fondo de pantalla era la típica e insípida de Windows (la ventanita con fondo azul) en lugar de las bellas imágenes que últimamente aparecían. Algo andaba mal, me dije. Cuando entré para revisar mis documentos e imágenes archivados en las carpetas correspondientes ─pues tuve un pálpito de que algo grave había ocurrido─, todos habían desaparecido por arte de magia. Todas esas carpetas estaban vacías. Podéis imaginar mi enojo. No era mucho lo que había perdido (unos cuantos relatos, decenas de fotografías y documentos varios), pero aun así eran importantes para mí e irrecuperables.

Tras varios intentos infructuosos, reiniciando el sistema, por si se producía el milagro y lo que había desaparecido resucitaba entre los vivos, tuve que echar mano de alguien con conocimientos de informática. Y ahí estaba, por fortuna, un seguro que me cubría, entre otras cosas, un “servicio de ayuda tecnológica integral” disponible las 24 horas del día y los 365 días del año. Eran las 21:30 cuando llamé a ese servicio y no fue hasta pasadas las diez de la noche cuando un “técnico informático” se puso en contacto conmigo.

Entretanto, mi mujer iba buscando, desde su portátil, información al respecto y cómo solventar el problema. Las noticias que me dio no podían ser más desalentadoras. Según pudo leer, Windows 10 (la versión que tengo instalada de origen) había dado serios problemas al actualizar el equipo, uno de ellos la pérdida de archivos, que no eran recuperables.

Cuando ya estaba subiéndome por las paredes, el informático, muy amable a pesar de la hora intempestiva, intentó tranquilizarme, pero sin darme demasiadas esperanzas. Se introdujo en mi ordenador por control remoto y empezó la búsqueda del Santo Grial. Estuvo largo rato buscando por aquí, buscando por allá, sin resultados. Todo eran expresiones de extrañeza. Hasta que, de pronto, yo diría que casualmente, encontró una carpeta de imágenes en una ubicación distinta a la habitual, concretamente en “OneDrive”, un lugar de almacenamiento que descubrí tiempo atrás por darme unos problemas que omito para no convertir esta entrada en un panfleto reivindicativo. Solo diré que es gratuito hasta que superas un determinado nivel de almacenamiento, a partir del cual es de pago mensual. Por tal motivo y con la ayuda de otro informático del mismo servicio, decidí eliminado. Pero ese sí que, contra todo pronóstico, ha acabado resucitando (o no estaba definitivamente muerto, sino catatónico). Otro motivo de queja. Aparece lo que te fastidia y te limita, pero lo que desaparece, te lo tienes que currar para encontrarlo.

Pude, de este modo, recuperar las imágenes perdidas, que el informático se limitó a copiar de donde las había hallado y pegar en el escritorio, y ya harás con la carpeta lo que te plazca. El resto de documentos no pudo recuperarlos. Pero uno que es terco y no se resigna fácilmente, sin haber cenado todavía, inició una búsqueda por los mismos andurriales por donde aquel hombre había navegado y ¡zas!, allí estaba una carpeta con el nombre “Documents”, así, en inglés, que volvió a su lugar de origen y que no me he atrevido a traducir al castellano por si acaso se rebela y me hace otra jugarreta.

Cuando, a la vuelta de mis vacaciones, volvió el ordenador a plantearme esas dos opciones de actualización de las que uno no se puede escapar, me eché a temblar, pero con la tranquilidad de que todo estaba almacenado en el disco externo. En esta ocasión, sin embargo, todo quedó intacto, pero me he percatado que ahora, cuando guardo un documento por primera vez, se despliega un cuadro de diálogo que pregunta dónde lo deseas guardar y que, por defecto, lo haría en OneDrive, algo que ahora evito. ¡Que se jorobe ese OneDrive!

Ojo, pues, con las actualizaciones forzosas. Guardad una copia de seguridad antes de aceptar cualquiera de esas dos opciones (actualizar y reiniciar, o actualizar y apagar). Afortunadamente se puede optar por una tercera opción que mantiene encendido el equipo y que dice algo así como Suspender.

Yo a quien suspendería, si pudiera, es a los programadores culpables de estos despropósitos, intencionados o no.

¿Realmente son necesarias todas esas actualizaciones? En el móvil ocurre algo parecido. A veces el sistema te advierte que hay una serie de actualizaciones disponibles y podemos decidir activarlas o no. Pero muchas otras te informan de que se han actualizado automáticamente un buen puñado de aplicaciones sin contar con tu aprobación. ¿Es normal que Facebook, Amazon shopping, Instagram, Shazam, YouTube, etc. requieran actualizaciones cada poco tiempo? ¿Hay algo pernicioso que nos quieren introducir con ellas? En el ordenador hay actualizaciones optativas que, si no te fijas bien, incluyen la inserción en paralelo de programas no deseados, una forma de engaño encubierto.

Y no menciono esas “advertencias” que aparecen de pronto, como un desplegable que asoma por la base de la pantalla, poniendo en duda la seguridad del equipo, cuando el antivirus indica que todo está correcto y a salvo, porque esto entraría en el terreno de los intentos claros de fraude, de lo que trataré en mi próxima entrada.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

La era de la comunicación



Lo habitual cuando uno vuelve de vacaciones es contar a amigos y parientes ─si es que se muestran mínimamente interesados─ cómo le ha ido a uno ese periodo de descanso, especialmente si lo ha disfrutado con algún viaje, a ser posible cuanto más lejano y exótico mejor.

Yo voy a ser la excepción, aunque no puedo evitar mencionar un hecho de mis vacaciones que casi calificaría de insólito: esta vez (a la tercera va la vencida) pude disfrutar de Covadonga y sus lagos bajo un sol radiante. Por fortuna, la lluvia y la niebla no hicieron acto de presencia.

Dicho esto, voy a dedicar este espacio a lo que más me gusta: a quejarme de lo que no soporto y que tengo que soportar. El motivo de mi queja esta vez es la dificultad de comunicación de un cliente con ciertas empresas que prestan un servicio, una comunicación que solo es eficiente cuando el beneficiado es la empresa, pero que resulta tremendamente compleja, por no decir imposible, cuando es el cliente quien desea formular una queja o solicitar algo que al suministrador le trae sin cuidado.

Resulta paradójico que, en lo que he llamado la era de la comunicación, de la que venimos disfrutando hace ya bastantes años, se dé esa contradicción. Tenemos a nuestro alcance muchos sistemas y aplicaciones con objeto de dar una mayor y más rápida información. Gracias a ellas, nos podemos comunicar instantáneamente con cualquier persona al otro extremo del planeta, podemos ver, casi a tiempo real, imágenes de marte, podemos acceder a cualquier organismo oficial sin necesidad de personarnos ni enviar un requerimiento por escrito. Todo ello representa, sin duda, un gran avance tecnológico y, en cambio, esa comunicación falla estrepitosamente en algunas situaciones rutinarias pero que considero básicas, esas en las que, como he dicho anteriormente, un suministrador de un servicio, debería cumplir a rajatabla con una correcta y eficiente atención al cliente. Para mí, la calidad del servicio posventa es lo que realmente distingue a una empresa de otra.

Si utilizamos el servicio telefónico para efectuar una gestión, casi siempre tenemos que comunicarnos a través de una grabación que nos va indicando el camino hacia la supuesta resolución del caso: “si se trata de una consulta sobre su factura, marque el 1; si desea información sobre nuestros servicios, marque el 2; si desea darse de alta de algún servicio, marque el 3”, y así sucesivamente.

Hace un par de meses, tuve que utilizar este sistema para reclamar un nuevo mando a distancia para el servicio de Televisión Movistar+, pues el que tenía fallaba con bastante frecuencia. Siguiendo esos pasos indicados por la voz grabada, seleccioné la única alternativa que me pareció válida: comunicar una avería. Consideré que, si el mando no funcionaba bien, se trataba de una avería. Una vez marqué esa opción, la voz desplegó otras opciones: avería en internet, en el aparato fijo, o en televisión. En mi caso consideré que era esta última la opción a marcar. Pues bien, al marcarla, otra voz me indicó que no me retirara, que procederían a revisar remotamente mis conexiones. ¡Pero qué conexiones ni qué niño muerto! Solo quería cambiar el mando defectuoso por uno nuevo. Después de varios minutos, que me resultaron interminables, con música de fondo y, de tanto en tanto, una voz que me decía “no se retire, estamos haciendo comprobaciones”, al final se me comunicó que todo estaba correcto y, tras darme las gracias, se cortó la comunicación.

Ante ello, volví a llamar, pero en esta ocasión marqué la opción que decía algo así como “otros asuntos”, tras lo cual la voz dijo que me pondrían en contacto con un comercial. Por fin un humano. Pero todos estaban ocupados, así que me rogaron que esperara o bien volviera a llamar pasados unos minutos. Cuando estaba a punto de agotar mi paciencia, me pusieron por fin en contacto con una persona de carne y hueso, la cual, tras referirle el motivo de mi llamada, me dijo que me pasaría con el servicio técnico. Pero antes de hacerlo, aprovechó (como buen comercial que era y siguiendo por supuesto las instrucciones de la Compañía) para ofrecerme un nuevo terminal a un precio bastante razonable. Como mi móvil ya llevaba un tiempo haciéndome la puñeta, aproveché la oferta. Todavía no me habían pasado con el técnico que ya había recibido un SMS notificándome que ya podía pasar por mi tienda habitual y que me harían entrega del nuevo móvil. Eso sí que es eficiencia, sí señor. Cuando por fin se puso al aparato el técnico en cuestión y le dije el motivo de mi llamada, me pidió que me esperara un momento, momento que se convirtió en minutos y finalmente se cortó la comunicación. Para abreviar, diré que tuve que repetir la misma operación otras tres veces y siempre con el mismo resultado. Creo que en total empleé inútilmente tres cuartos de hora. Entonces opté por entrar en su web y buscar el modo de solventar mi problema. Navegar por una web de una Compañía como Movistar no es tarea fácil, tienes que echarle paciencia e intuición para saber encontrar la ruta adecuada para hacer una gestión que no es habitual, si es que la hay. Pero finalmente, hallé lo que buscaba: cambio de mando a distancia. ¡Eureka! Y a los pocos minutos, otro SMS me indicaba que, trascurridas 24 horas, podía pasar por la tienda Movistar de mi población y me harían entrega de uno nuevo. Cuando pasado ese tiempo prudencial acudí a la tienda, no solo no sabían nada del tema (otro problema, esta vez de comunicación interna), sino que ni siquiera disponían de mandos, pues se habían agotado desde hacía semanas. Ahora bien, sí disponían del nuevo teléfono móvil. De eso sí tenían stock más que suficiente. Para el nuevo mando tuve que esperar otra semana.

Eso corrobora lo antedicho: cuando se trata de hacerles ganar dinero, te atienden con una rapidez y eficiencia asombrosa. Pero cuando son ellos los que tienen que ofrecerte un servicio a coste cero, tienes que armarte de paciencia.

Podría poner muchos más ejemplos igualmente irritantes, como cuando debes devolver un producto defectuoso comprado por internet y reclamar el reembolso de lo abonado. Aunque al final logres tu objetivo, no te lo ponen fácil. También podría incluir dentro de este despropósito comunicativo, los correos electrónicos que se reciben con el distintivo “no reply”, es decir que no se pueden contestar (con lo fácil que es contestar un email) y debes recurrir a otro sistema para dar respuesta a esa notificación en el caso de discrepancia; o las notificaciones que podemos dejar en el apartado de “atención al cliente” o “contacta con nosotros” de la web de una empresa, tras lo cual y en el mejor de los casos solo recibes una nota confirmando que se ha enviado y/o recibido correctamente, pero de las que nunca recibes respuesta y ni tan solo tienes la seguridad de que han sido leídas; o cuando el único número de teléfono disponible es un 902 que, como te mantienen a la espera largo rato, dispara la factura; o bien esos trámites en webs oficiales para recabar información o realizar un trámite, y después de seguir pacientemente todas y cada una de sus instrucciones y pasos, te encuentras con que te indican al final que ha habido un error inesperado y que lo intentes en otra ocasión.

Si la idea de implantar esos procedimientos automatizados es la de agilizar los trámites, creo sinceramente que muchas veces el resultado es nefasto. Está muy bien que para redirigir una llamada hacia el interlocutor idóneo tengas que seleccionar una opción en concreto, pero sin demoras exageradas ni cortes en la línea, ni que luego te vayan pasando de un operador a otro hasta dar con el adecuado. También puede resultar muy práctico que, en lugar de llamar por teléfono, puedas hacer la gestión a través de una web, pero que, por lo menos,  esté bien diseñada para facilitar esa labor y no te encuentres con que cuando vas a formular tu pregunta en el apartado “Questions & Answers” (preguntas y respuestas) aparezca un despegable que ya tiene predeterminadas una serie de cuestiones, entre las que no se encuentra la tuya y te quedas como al principio. Y también me digo yo que ¿para qué existe el botón de Ayuda (por ejemplo en Facebook) si cuando lo pulsas no encuentras el modo de ver solucionada tu duda o problema? Eso sí, te dan las gracias por tu colaboración, que servirá para mejorar el servicio. ¿Qué servicio?

¿Cómo es posible que en la era de la comunicación, existan tantos escollos informativos”? ¿Cómo vamos a comunicarnos correctamente si nos imponen tantas barreras y obstáculos? Quizá es que estoy chapado a la antigua, pero sigo prefiriendo el contacto humano, la mejor forma de comunicación que existe. Solo espero que la robotización total que está por llegar, no empeore todavía más las cosas.