jueves, 15 de febrero de 2018

Fake News



Recientemente parece que se ha puesto de moda, si puede calificarse así, lo que se ha bautizado (siempre los anglicismos) como fake news. Con lo fácil que sería llamarlas noticias falsas, falsificadas o engañosas. Da igual como las llamemos, el caso es que tienen por objeto intentar convencer al lector o al espectador de la veracidad de un hecho que, en realidad, no ha ocurrido o bien ha tenido lugar en otro contexto, en otro lugar o en otro momento distinto al que quiere hacer creer. Siempre ha habido mentirosos, pero estas falsedades a las que me refiero tienen una finalidad especialmente perniciosa para la sociedad.

Si no todos, casi todos hemos sido objeto de una farsa que, en muchos casos, ingenuamente, dando crédito a lo publicado, hemos difundido, actuando de transmisores de una falacia que puede causar un mal irreparable a la imagen del sujeto contra el que va dirigida. Se tergiversa la realidad, se falsea la verdad y se calumnia impunemente.

Aunque parece que por parte de algunas entidades u organizaciones se quiere poner coto a esta avalancha de noticias manipuladas, aconsejando contrastar su veracidad antes de darles crédito, me da la impresión de que nos encontramos ante algo imparable. El frenesí por hacerse con información alarmista, por un lado, y la inmediatez del conocimiento y de la comunicación, por otro, propicia que, en cuestión de minutos, una noticia, verdadera o falsa, alcance el otro extremo del planeta.

Lo verdaderamente preocupante, en mi opinión, es la motivación que subyace en esas falsas informaciones que, en la gran mayoría de los casos, no es otra que crear alarma social, un descontento generalizado, un profundo malestar, una preocupación innecesaria o una reacción furibunda contra un determinado personaje público, un movimiento social, una entidad, sea pública o privada, o un gobierno, tanto municipal, autonómico o central.

Una imagen manipulada, en la que se han añadido elementos distorsionadores que no existían en la realidad; la reproducción de tweets o comunicados falsos convenientemente manipulados ─verdaderos montajes visuales─; la divulgación, por WhatsApp u otros medios, de escritos o manifestaciones atribuidas falsamente a personajes famosos; noticias sobre hechos que tuvieron lugar hace años y que se intentan colar como actuales; vídeos sobre actos públicos a los que se les ha cambiado la finalidad; afirmaciones que se ponen en boca de quienes no las hicieron; textos o palabras sacadas de contexto para hacer creer lo que no es. Y así un largo etcétera de despropósitos que, por desgracia, producen en el público receptor el efecto deseado por sus impulsores.

Crear malestar, discordia, temor, incluso odio de forma gratuita, deberían ser hechos, no solo merecedores de repudio y censura moral, sino también punitivos. Aun siendo un acérrimo defensor de la libertad de expresión, no debe tolerarse la calumnia ni el ataque contra el honor de quienes son, presunta o realmente, honorables. Calumnia que algo queda, deben pensar sus autores. Y así es, por desgracia. Hacer creer a la ciudadanía una soberbia mentira es un acto que, hecho a conciencia, con alevosía, calificaría de delictivo. Se ha llegado a un punto que, personalmente, dudo de todo lo que leo y veo. Hay verdaderos “artistas” (aunque debería decir delincuentes) de la manipulación. Así pues, ante la incertidumbre, cautela; ante una acusación, prudencia; ante un insulto, intolerancia. Solo las pruebas irrefutables deben tener la última palabra.

Las redes sociales son un caldo de cultivo para esa contaminación informativa generalizada, por ser las que gozan de mayor libertad de actuación y movimiento. Yo mismo he caído, en más de una ocasión, en la trampa de las noticias falsas y he tenido que arrepentirme por haber dado crédito a una crítica inculpatoria o unas imágenes aparentemente veraces que, luego, han resultado ser totalmente falsas. Y entonces me he sentido como un cretino por haber dado pábulo a infundios inventados por unos perfectos desaprensivos. Seguimos así una cadena, compartiendo informaciones que, al haberlas recibido de una persona de confianza ─que también ha picado el anzuelo─, las damos por buenas y colaboramos, de este modo, a pasar el testigo a otros que, a su vez, obrarán del mismo modo. Y así sucesivamente.

Ni tan solo los medios de comunicación “oficiales” (periódicos y cadenas de televisión) son cien por cien fiables, pues también tienen intereses ocultos y se deben a la mano que les alimenta. Pero es más fácil descubrir un engaño en estos medios al poder contrastar una información, posiblemente interesada, con otras fuentes. Y, aun así, no tendremos la certeza absoluta de quién cuenta la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Pero, por lo menos, nos acercaremos más a ella. La inteligencia, la formación, o cuando menos el sentido común y la ecuanimidad deberían hacer el resto. Pero resulta tan difícil ser ecuánime, sobre todo cuando de política se trata, un terreno especialmente pasional, proclive a fomentar equívocos y a usar este tipo de comportamiento malintencionado.

En inglés existe una máxima que dice no news, good news, que significa que la ausencia de noticias ya es una buena noticia. En el caso que aquí me ocupa, me inclino por una versión algo distinta, cambiando, además, el orden de los términos: fake news no news.



jueves, 8 de febrero de 2018

El arte de escribir y otras disquisiciones



Hay muchas clases de crisis. Las hay que afectan a toda una sociedad, como la económica, la laboral, la política; y las hay personales, como la religiosa, la existencial, la de identidad. Yo experimenté la famosa crisis de los cuarenta unos años más tarde. Una reacción tardía. Afortunadamente duró poco. Ahora, tras más de cuatro años de practicar la afición que llevaba agazapada tanto tiempo, me temo que le ha llegado el turno a otra crisis: la crisis del escritor. Pero si fuera eso, podría darme por satisfecho, pues llevaría implícito algo muy importante. Ello significaría que soy escritor.

En un principio iba a dedicar esta entrada exclusivamente a mi ingrata experiencia en los concursos literarios, pero finalmente he optado por algo mucho más amplio como es mi autoevaluación como escritor de relatos. Y es que la reflexión sobre el éxito o fracaso en los concursos, un parámetro que demuestra el nivel de calidad del participante ─o por lo menos así debería ser─, me ha arrastrado a valorar también mi desempeño o pericia a la hora de escribir y publicar.

Aunque hace bastante tiempo ya escribí sobre los concursos que acaban sacando un provecho económico de los participantes, en esta ocasión la revisión retrospectiva de mi participación en ellos, que ha sido más bien escasa comparada con la de muchos colegas de letras, me ha llevado a tomar una decisión: no volver a presentarme a ninguno más. ¿Por qué? Porque, simplemente, los concursos literarios y yo no nos llevamos bien.

En los últimos tres años me he presentado a treinta certámenes nacionales. Solo en uno obtuve un accésit menor y paralelo al certamen principal y he llegado a pensar que se debió a la escasez de textos participantes en esa modalidad. En otros seis concursos fui uno de los múltiples finalistas que vieron su relato publicado en una Antología que la entidad convocante vendía a los interesados a un precio no demasiado módico, un anzuelo en el que seguramente mordimos muchos solo por ver nuestro relato publicado. Pero este tema, como he dicho, ya lo traté en su día.

No voy aquí a vilipendiar a las entidades convocantes de certámenes literarios y quejarme de la injusticia de sus dictámenes, de la arbitrariedad de los jurados, de eso y de aquello. Parecería la queja del fracasado o del resentido. No, aquí quiero tratar de algo personal y mucho más subjetivo que la opinión de un lector-evaluador o la cualificación crítica de un jurado. Aquí quiero tratar del valor que yo mismo le doy a mis relatos, incluyendo a los presentados a concurso y que quizá sea el quid de la cuestión, la verdadera razón de los fracasos que he ido acumulando.

En la novela de Carlos Ruiz Zafón, “El príncipe de Parnaso”, aparece un personaje, Anselmo Giordano, un supuesto discípulo de Leonardo Da Vinci, que aspira a ser tan buen artista como su maestro. En un momento dado, este le dice: “Joven Anselmo, no le entristezcan mis palabras, sino vea en ellas una bendición (…). Será usted un hombre afortunado, será usted un hombre querido y respetado por sus conciudadanos, pero lo que nunca será, aunque tuviese todo el oro del mundo, es un genio. Hay pocos destinos más crueles y amargos que el de un artista mediocre que pasa la vida envidiando y maldiciendo a sus competidores. No malgaste su vida en un destino aciago. Deje que el arte y la belleza los creen otros que no tienen más remedio. Y con el tiempo aprenda a perdonar mi sinceridad, que hoy duele, pero mañana, si la acepta de buena voluntad, le salvará de su propio infierno”. Esas palabras me quedaron tan grabadas que, de pronto, me vi reflejado en el pobre Anselmo Giordano.

Mi papel de Anselmo en la vida real podría muy bien estar haciéndome creer que soy mejor escritor de lo que realmente soy y de ahí mi fracaso como candidato a un premio literario, por modesto que este sea. Y, sinceramente, no creo estar muy equivocado y os diré por qué: porque cuando leo mis relatos antes y después de presentarlos a un concurso, los valoro de forma muy distinta. Y este efecto es todavía más patente cuando, transcurridos unos meses, cuando se aproxima el momento del veredicto, releo el relato con el que he participado y empiezo a ver detalles negativos que, aun habiendo corregido el texto una y otra vez, no los identifiqué. Y cuando por fin se ha hecho público el veredicto, tengo la certeza de que su calidad no estaba a la altura de lo que se espera de un relato ganador. Es entonces cuando me percato que una cosa es escribir bien y otra escribir muy bien.

Cada vez tengo más claro que un premio no lo gana una historia simplemente amena, entretenida, interesante, correctamente escrita, sin más. Para ser merecedor de un premio hay que escribir algo distinto a lo habitual, algo que llame poderosamente la atención del jurado, tanto por la idea (el fondo), como por el estilo narrativo y recursos literarios (la forma). Y esto último solo lo logran los escritores con mucha práctica o con mucho talento. Es cierto que hay premios inmerecidos, por las causas que sean, pero, muy a mi pesar, quiero creer que un jurado de un certamen literario con pies y cabeza, está lo suficientemente cualificado para discernir una obra de gran calidad de otra de buena calidad.

Viendo, pues, que no soy carne de concurso, ¿para qué participar si solo voy a padecer el tormento de la espera de la “sentencia”? Porque esta es otra cuestión, que definiría como paradójica. Cuando, en un derroche de optimismo e imaginación, me veo recibiendo el galardón en público, ante una concurrida audiencia y de manos de las distinguidas autoridades (en el caso de concursos organizados por ayuntamientos) o de reconocidos escritores y personajes locales (en el caso de entidades y sociedades culturales), empiezo a desear que no sea yo el afortunado. Contradictorio, ¿no? Es más, cuando tengo conocimiento de la parafernalia que rodeará al acto de entrega de premios, me entra una especie de canguelo, y luego, cuando compruebo que no he sido afortunado, siento un gran alivio y pienso que mejor estoy en casa que sobre un estrado. Quizá sea esta una forma de consolarme, como la fábula de la zorra y las uvas, o un claro exponente de mi inseguridad, timidez e introversión.

Pero al margen de los concursos, algo parecido me ocurre con lo que publico en mi blog de relatos “Retales de una vida”. Una vez publicados ya no me parecen tan buenos y originales. Siempre me propongo que el próximo será mucho mejor, el mejor de todos los escritos hasta el momento. Y luego, vuelvo a las andadas. Quizá debería dejar reposar el texto unas semanas y volverlo a leer desde otra perspectiva, como lector y no como autor, con esos otros ojos que muchos escritores recomiendan usar cuando tienen que revisar sus obras.

No hace mucho llegué a plantearme aparcar por un tiempo la escritura de relatos para darle un empujoncito a un embrión de novela que tengo en el congelador desde hace muchos meses. Pero si un buen relato ya se me antoja una tarea difícil, ¿qué no será una novela? La idea está ahí, pero ¿cómo darle la debida forma para que resulte de una calidad indiscutible? ¿Y luego qué? ¿Volver al penoso e infructuoso intento de hallar una editorial que desee publicarla? Si tuviera que atenerme a lo que ha significado publicar mi recopilación de relatos “Irreal como la vida misma”, ni siquiera debería planteármelo. Claro que, aunque la experiencia haya resultado un fracaso en el aspecto “comercial”, también me ha dado algunas satisfacciones.  

Pero no todo acaba ahí, recurriendo a la auto-publicación como una solución o desquite a la negativa o a la indiferencia de las editoriales. Hoy día publicar, o simplemente darse a conocer como escritor, requiere un esfuerzo añadido al ya de por sí complicado ejercicio de buscar un editor o un público. Más de un escritor novel ha acabado tirando la toalla al descubrir que para tener éxito no solo es preciso escribir, y hacerlo bien, sino que hay que emprender toda una batería de actividades para, como dicen los entendidos en la materia, lograr “visibilidad”, y que son actualmente imprescindibles: participar activamente en las redes sociales utilizando todas sus aplicaciones (Facebook, Twitter, Instagram, You Tube, etc.) a la busca y captura de lectores; asistir a eventos, encuentros, presentaciones; intentar conocer a tu público potencial; hacer NetWorking con otros escritores y grupos de escritores; practicar el Guest-posting, actuando de invitado en blogs de tu área; hacer email marketing; dominar el posicionamiento SEO, para saber quiénes te siguen, de dónde son y a qué se dedican; y generar una marca personal, para que todos sepan quién eres y cuál es tu obra. Y supongo que todavía hay más.

De entrada, diré que, exceptuando la difusión por las redes sociales (y solo en un par de ellas) no sigo ninguno de esos consejos, por falta de conocimiento y por indolencia. He ahí dónde debe estribar el origen de mi fracaso como escritor auto-publicado. Y por una vez en la vida, aun conociendo mi “defecto”, no pienso rectificar. Mea culpa, mea máxima culpa. A fin de cuentas, tengo la suerte de no escribir para vivir. Tampoco vivo para escribir, por mucho que me guste. Así que para qué tanto alboroto. Toda esta vorágine de actividad que implica darse a conocer no va conmigo. Como el título de un antiguo relato que escribí, me defino como un rebelde con causa. ¡Qué le vamos a hacer!

Si ya no doy abasto con lo que se publica en Facebook y otras redes sociales, con lo que se publica en las comunidades de escritores ─y sin ser muy participativo que digamos─ y en los “blogs amigos”, cada vez más numerosos, solo con imaginar lo que requeriría darme a conocer en el mundo de la ciber-cultura siguiendo las pautas anteriormente mencionadas, se me ponen los pelos de punta.

Es curioso ver cómo ha cambiado el panorama desde que decidí empezar a escribir. Al principio escribía solo como diversión. Luego vino el gusanillo de abrir un blog para dar a conocer lo que escribía, y con ello aparecieron lectores y lectoras que dejaban sus comentarios. Y luego la zozobra por ver quién dejaba ese comentario y qué decía, aunque debo añadir que, salvo en una ocasión muy desagradable, todos han sido elogiosos o, cuando menos, amables. No obstante, si mis cálculos son correctos y solo un cinco por ciento de las visitas que contabiliza mi blog de relatos deja un comentario, debería deducir que al noventa y cinco por ciento restante no les gusta lo que leen o les deja indiferentes. Y si la mayoría es la que manda, aun siendo silenciosa, esa debería ser una prueba fehaciente de cuál es, a ojos ajenos, la calidad de lo que escribo.

Entonces, si considero que la calidad de mis relatos no está a la altura de lo deseable, como para competir en un concurso, y solo a una minoría de los seguidores de mi blog le gusta los relatos que publico, debería también reconsiderar si vale la pena continuar con esta labor escritora, sobre todo teniendo en cuenta un hecho que merece de toda mi atención: que, aun habiendo mejorado en estilo narrativo, recientemente ando más bien escaso de ideas originales. Por mucho esfuerzo que pongo en la labor, el resultado final no me acaba de satisfacer. Releo escritos antiguos y me agradan más que los más recientes, y no porque hoy escriba peor, sino porque ahora las ideas no fluyen con la misma naturalidad. Si en mis inicios los relatos se agolpaban en el ordenador esperando a ser publicados, ahora debo forzar la máquina para provocar nuevas ideas. Ello, a mi juicio, va en contra de la naturalidad y la falta de naturalidad entorpece el buen gusto. Por mucho que se diga que la inspiración tiene que encontrarnos trabajando, si quiero que mi vida (literariamente hablando) sea fructífera, no debería machacar mi cerebro, sino dejarlo a su libre albedrío, a sus anchas, para que fluya de él lo que él desee.

Que conste que esta reflexión es sincera y no busca el elogio, esa actitud hipócrita de los que fingen menospreciarse para que les regalen los oídos con alabanzas, esas falsas autocríticas para provocar la respuesta que se quiere oír. De hecho, si tuviera que atenerme a los comentarios que han recibido hasta el momento mis relatos, debería sentirme muy satisfecho, pero mi percepción, en general, me crea serias dudas. Sobre todo, cuando leo a otras “plumas” mucho más bien dotadas que la mía. Hay muchos y muy buenos escritores. Y algunos incluso publican con éxito. Entonces, ¿qué hago yo metido en este berenjenal? ¿Debería prescindir de estas impresiones subjetivas y dedicarme a lo que me gusta prescindiendo de lo que puedan opinar algunos? Cierto. Pero una cosa que he descubierto desde que practico la escritura es que sí me importa la opinión ajena. ¿Qué opinaríais si, por ejemplo, obsequiaseis a diez personas, que leen habitualmente, un ejemplar del libro que acabáis de publicar y solo una os dice que le ha gustado mucho, mientras que el resto se abstiene de hacer comentario alguno? Podríais pensar que solo lo ha leído quien ha hecho ese comentario. Pero tratándose de amigos ─de lo contrario no se lo hubierais regalado─ es lógico pensar que, aunque sea por obligación, todos lo habrán, cuando menos, ojeado. Entonces ¿a qué se debe ese mutismo? La única explicación plausible para mí es que no les ha gustado y no saben qué decir. A nueve de diez no les ha gustado vuestro libro. A un 90% de vuestros lectores no les ha agradado en absoluto lo que habéis escrito. ¿Quién lleva razón? ¿Cuál es la opinión que vale, la del 10% que se ha mostrado a favor o la del 90% que, con su silencio, han mostrado su disconformidad?

Así pues, me hallo en una encrucijada. Me corroe la duda. ¿Debo forzarme a seguir escribiendo contra viento y marea o relajarme y tomarme mi tiempo hasta que recobre la inspiración perdida? ¿Debo repetir la experiencia de publicar una nueva recopilación de relatos o dejarlo correr? Quizá debería aplicarme el eslogan británico Keep calm and carry on y, siguiendo su consejo, tomármelo con calma, seguir escribiendo sin atosigarme y, de paso, probar fortuna dándole un empujoncito a esa novela en ciernes. Por lo tanto, si de ahora en adelante no publico relatos con tanta frecuencia en “Retales de una vida”, no es que esté moribundo (también literariamente hablando), sino simplemente en la “nube” (que no en las nubes), reposando, meditando y buscando la inspiración.

Quizá sea este un bajón temporal, una gripe literaria pasajera, o quizá sea fruto de un perfeccionismo mal entendido, mal practicado o mal digerido, o quizá sea un arrebato de inseguridad. Espero que, al igual que la crisis de los cuarenta, esta, si lo es, también sea breve. Sea lo que sea, el tiempo, ese que todo lo cura, tendrá la palabra. Pero, entretanto, no he podido dejar de plantearme estas interrogaciones retóricas.



jueves, 1 de febrero de 2018

El modelo de las modelos



No sé si, exceptuando a las Top Model, la profesión de modelo de pasarela está muy bien pagado o no. Lo que sí creo es que debe requerir un gran sacrificio a la hora de cumplir con el modelo a seguir. Hay un parámetro invariable, sobre el que no se puede influir, que es la estatura. Se tiene o no se tiene. Tengo entendido que la estatura mínima ronda los 1,70 m y eso no hay quien lo cambie. Pero el peso ya es otro cantar.

Según los estándares mundiales, una mujer debería tener un Índice de Masa Corporal (IMC) ─valor que resulta de dividir el peso en kilogramos por la estatura en metros al cuadrado (Kg/m2)─ de entre 20 y 25. Según el portal Models.com, una chica que desee trabajar en el mundo de la alta costura debe pesar entre 40 y 54 Kg y medir entre 1,75 y 1,82 m. Así pues, en el caso de una modelo de 54 Kg y 1,75 m, el IMC sería de 17,63, muy por debajo del normal. Y este sería el valor máximo dentro de estos rangos de peso y estatura.

Yo creía que la campaña contra las tallas pequeñas había ganado la batalla a las empresas de moda, las que fijan los estándares de estética corporal, y que hacen creer a las jóvenes que el IMC idóneo debe ser inferior a 16, un valor por debajo del cual ya nos situamos en una delgadez extrema.

Según datos recientes, el porcentaje de casos de anorexia en España asciende al 6% y va en aumento (se calcula que un 11,5% de los jóvenes tienen un elevado riesgo de padecerla), afectando ahora también al sexo masculino (aunque sigue siendo minoritario) y ampliándose la franja de edad (hasta ahora era un problema propio de la adolescencia) hasta los 29 años e incluso más. Las redes sociales han resultado ser un foco de incitación a los trastornos alimentarios con mensajes dirigidos principalmente a las jóvenes, aconsejándolas sobre cómo adelgazar e incluso disimular su delgadez ante la familia (usando, por ejemplo, ropa ancha). Por desgracia, en España, a diferencia de otros países europeos, todavía no existe un control riguroso sobre este tipo de mensajes ni legislación que sancione lo que podríamos calificar como apología de la anorexia.

La censura de la incitación a la delgadez provocada se centró hace algún tiempo en las empresas vendedoras de ropa, obligándolas, en algunos casos, a retirar los maniquíes esqueléticos que adornaban sus escaparates y a cumplir con el tallaje correcto (que el número de talla etiquetado se correspondiera con el real), y en los organizadores de las pasarelas de moda, tratando de impedir que las modelos lucieran un aspecto de exagerada delgadez, dando así una imagen distorsionada de la realidad, haciendo creer a los jóvenes que ese era el modelo a seguir para poder lucir esas prendas tan bonitas o llamativas y para estar a la moda.

Si en un principio parecía que estas medidas surtían efecto y se había vuelto a la sensatez y a la “normalidad” estética, hace tan solo unos días vi por televisión unas imágenes de las últimas dos pasarelas de moda que han tenido lugar en nuestro país, la “Madrid Fashion Week” y la “080 Barcelona Fashion”, llamándome poderosamente la atención la delgadez de algunas (no todas) de las modelos que desfilaban. Según ello, parece que hemos vuelto a las andadas.

¿Cuándo se tomarán medidas de control y de sanción ante tan perniciosas muestras de falsa belleza que, tarde o temprano, pueden provocar en los jóvenes ─y no tan jóvenes─ un trastorno alimentario grave con consecuencias, en muchos casos, funestas, si no fatales?


Controlar lo que nuestros hijos ven por internet y lo que se publica en las redes sociales es muy difícil, pero no lo es, en absoluto, inspeccionar y velar por el cumplimiento de las reglas en el mundo de la moda, haciendo que la figura de las modelos se ciña a un modelo considerado fisiológica y estéticamente normal. Del mismo modo que hay criterios de inclusión que deben cumplir las aspirantes a modelo, deben exigirse y respetarse los de exclusión, aquellos que impiden serlo, especialmente en lo referente al Índice de Masa Corporal. Hay que modificar, de una vez por todas, el modelo de las modelos, como un paso más hacia la normalización de la moda y la preservación de la salud pública.


*Imagen: Modelo del pase de Hannibal Laguna, desfilando en la pasarela de Madrid Fashion Week 2018