lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Qué es un tipi?


En otro de mis viajes a Suecia para “disfrutar” de una semana de “ejercicios espirituales” como acabé llamando a esas reuniones de trabajo en las que, de paso, trataban de infundirnos coraje ante las adversidades laborales, alentarnos a perseverar en nuestros objetivos y a saber negociar ante negociadores rebeldes, pude invitar a una de mis colaboradoras para, de este modo, motivarla y recompensarla por su buen hacer dándole esa oportunidad para integrarse en el grupo internacional. Así que, por una vez, no fui solo aunque no por eso sufrí menos.

En esta ocasión, el lugar elegido fue la región de Dalarna, al noroeste de Estocolmo, en un hotel a las afueras de Idre, una localidad cercana a Noruega y que hasta el siglo XVII había pertenecido a ese país. Nuestro lujar de alojamiento era un típico hotel rústico de montaña a unos cientos de metros de las pistas de esquí y de un tele-arrastre inactivo esperando su momento de gloria en pocas semanas. Todavía no hacía mucho frío y no había nevado, así que el ejercicio al aire libre que nos tenían preparado, como actividad social, no debería representar ningún reto físico y prometía ser un paseo bucólico por los montes en compañía de unos jóvenes guías que nos ilustrarían sobre la flora y la fauna del lugar. “Con un poco de suerte quizá podremos ver algún reno”, nos dijeron. Comimos carne de reno a espuertas y creo que incluso bebimos leche de reno pero lo que se dice verlos, no vimos un espécimen ni por asomo. La flora no es que fuera muy exuberante pues todo era monte bajo, algún que otro arbusto y poco más, y parecía que la fauna se había declarado en huelga y que sólo funcionaran los servicios mínimos pues los únicos seres vivos que vimos fueron unas pocas aves sobrevolando la zona a gran altura.

El día de la salida campestre amaneció soleado. Tras el desayuno, nos citaron en la sala de reuniones para darnos las instrucciones sobre vestimenta y calzado y comunicarnos la distribución en grupos, grupos de cinco o seis personas que acabarían contendiendo en un concurso de habilidad y de trabajo en equipo. En cada grupo habría la figura del líder a quien el resto de integrantes le deberían obediencia. “Espero que no me toque el papel de líder”, me repetía mientras iban repartiendo la lista con los grupos. Pero tan pronto eché una ojeada al papel que me tendieron, vi que mi nombre figuraba como tal en un grupo del que también formaba parte Törn Björn Johansson, nuestro estimado director internacional. Sólo me faltaba eso, tener que mandar a mi superior. Vale, ya sé que no era mandar de verdad, sino jugar a mandar, pero aun así me resultaba violento. Un hombre tan serio acatando mis órdenes. ¿Órdenes? Pero ¿qué le iba a ordenar, tanto a él como a los demás? Sé que me lo tendría que haber tomado como un divertimento, sin darle más importancia y usar sencillamente el sentido común pero, qué le vamos a hacer si yo era así de… no sé ni cómo calificarme. Siempre preocupándome por todo, por guardar las formas, por resultar competente a los ojos de los demás. Si me hubiera tomado las cosas de otro modo, hubiera disfrutado mucho más de la vida en general y de esa salida al monte en particular.

El grupo que me tocó liderar estaba formado por cuatro personas sin contarme a mí: Óscar, el holandés, Claudia, la guapa alemana, Törn, el gran jefe, y un sueco, cuyo nombre no recuerdo, al que no conocía, y que no encajaba con el prototipo nórdico, por lo vivaracho y menudo que era.

Tras la reunión informativa, nos encontramos todos frente al hotel dispuestos para la marcha y con atuendo cómodo, menos mi compañera mexicana con la que había cantado a dúo, años atrás, en el castillo de Tistad, que apareció con unos zapatos de tacón alto para andar por las cumbres. No será que en su país no tienen montañas, pensé. Tras recibir la oportuna censura de los guías, tuvo que aceptar unas botas prestadas por el hotel, una o dos tallas mayores a la suya, lo que le confirió un ridículo porte patoso y un humor de perros.

Al llegar a la cumbre, tras una hora de marcha, escuchando a ratos los comentarios de la guía que nos había tocado, hablando de la flora y la fauna autóctona, vimos a lo lejos una cordillera de montañas que, según nos dijo, formaban una frontera natural con Noruega. La vista panorámica que se abrió ante nosotros me dio una momentánea sensación de libertad, permitiéndome aspirar un aire frío, seco y puro que, al cerrar los ojos, me transportó a mil kilómetros de allí. Pero unas voces vinieron a devolverme a la realidad para volver a contemplar un paraje que se me antojaba triste e inhóspito.

Nos reunieron para indicarnos las actividades que debíamos llevar a cabo antes del almuerzo: montar un Tipi (¿Un Tipi? ¿Qué coño es un Tipi?), hacer fuego con la única ayuda de un palito de madera o pedernal y yesca, a nuestra elección, pescar con ayuda de una caña y un hilo, hacer pan a partir de algo parecido a la harina y hacer café al estilo de la abuelita y el calcetín. Todo estaba dispuesto. En un círculo de unos doscientos metros de diámetro estaban nuestras bases de operaciones con los bártulos desparramados por el suelo, entre los que sobresalían unos palos de unos tres metros de altura y una lona para construir nuestro Tipi, que ahora ya sabía que era esa tienda india que todos hemos visto en las películas del oeste, una piel de vaca o becerro como alfombra, y unas bolsas donde encontraríamos todo lo necesario para el resto de actividades manuales. Ah, y se me olvidaba, al término de toda esa frenética actividad cronometrada debíamos componer una canción e interpretarla. Y todo ello sería valorado por un jurado que por la noche entregaría el premio al equipo que más rápido y mejor hubiera trabajado.

Hicimos lo que pudimos. Excepto Óscar, que se presentó voluntario para hacer de pescador furtivo (ni siquiera me atreví a imponerles a cada uno un papel en esa comedia), el resto nos dedicamos a hacer de todo un poco. Mis dotes de mando brillaron por su ausencia. ¿De qué me había servido haber sido alférez en la “mili”? En aquella ocasión me las compuse bastante bien y ahora, en cambio, no lograba meterme en el papel de mando seguramente por falta de interés. ¡Qué fracaso!

Al cabo de un par de horas, Óscar apareció con las manos vacías (al menos no era el único que había fracasado) pero tan tranquilo, el Tipi ya estaba concluso y se sostenía en pie, el pan era obviamente incomible y el café se podía beber disimulando la cara de asco. Ya sólo faltaba la cancioncilla y en eso el menudo y simpático sueco resultó ser un aceptable trovador. Se inspiró en una tradicional canción sueca para ponerle una letra en inglés, que fue puliendo con ayuda de Óscar y Claudia (Törn y yo no abrimos la boca hasta que estuvo lista) y que dio por resultado una copla aceptable. Con todo, las caras del jurado, tras el examen, no auguraban nada bueno pero habíamos cumplido con nuestro deber y eso era lo que contaba. Ahora sólo faltaba el almuerzo y volver a los cuarteles para descansar hasta la hora de la cena de gala.

El almuerzo me recordó mi época de Boy Scout. Sentado en un terraplén, con el culo húmedo y dolorido, con el plato haciendo equilibrios en mi regazo, el vaso en el suelo, comiendo un estofado de reno, y casi tiritando pues el cielo se había encapotado y el aire soplaba cada vez más frío y con más fuerza, contaba los minutos que faltaban para dar por concluida la excursión. Tras un café medianamente bebible y un ponche no sé de qué pero que al menos nos ayudó a entrar en calor, nos dirigimos, monte abajo, hacia el hotel. Si la ida había sido ordenada, la vuelta fue casi una desbandada, un sálvese quien pueda, ni grupos ni orden, y dejamos a los pobres guías más solos que la una y sin siquiera agradecerles su amable colaboración. Adiós monte, adiós.

¿Qué decir de la cena? Nadie sabía dónde sentarse pero al final se fueron formando grupitos según afinidades. Yo no encontraba un lugar en el que pudiera sentirme a gusto y cuando lo encontraba, el asiento ya estaba ocupado. Hasta que oí la voz de Frédérique, mi colega francesa, que me llamaba y me ofrecía sentarme frente a ella en la cabecera de la mesa que daba al escenario que habían montado y en el que un showman polifacético animaría el cotarro y donde se haría la entrega del premio al mejor equipo. Esa proximidad me resultó incómoda pues ya me veía saliendo al escenario como voluntario forzado para cualquier cosa que se le ocurriera al animador.

Pero me equivoqué, aunque solo en parte porque en su última actuación, el humorista-mago-músico-cantante nos invitó a Frédérique y a mí, por ser la pareja que tenía más a mano, a bailar un vals que él interpretó con ayuda de un acordeón. Afortunadamente, la alegría reinante en la sala hizo que más de una pareja se añadiera al baile y, de este modo, pasáramos un poco más desapercibidos. Mientras bailaba pensaba sobre lo que hay que hacer para no ser mal visto y seguirle la corriente a los de arriba (véase mi entrada “Nunca tuve que ponerme un esmoquin”, en mi blog “Retales de una vida”, del 11-07-2013).

No recuerdo en qué consistió el premio. Creo que sólo fue un diploma al mejor grupo. Sí recuerdo que uno de los miembros del grupo ganador fue mi colaboradora, la cual tampoco se lo pasó muy bien pero, como todos, optó por el disimulo.

Hace unos meses almorcé con ella y hemos rememorado esa experiencia. No pudo aportar mucho más de lo que he contado sobre esa excursión. Lo que sí me dijo, y que yo no recordaba en absoluto, es que en una ocasión, durante el mitin, en la que me hizo notar que no bebía suficiente líquido (algo habitual en mí), le contesté, un poco cabreado, que cómo quería que bebiese si no tenía ni siquiera tiempo para mear (con perdón). Eso significa que el mitin debió de ser durillo. Resulta curioso que no recuerde algo así. Será que la mente procesa algunos recuerdos de tal modo que solo mantiene en activo lo que se sale de lo normal, lo que no es rutinario. Y es que en esa época, y hasta que abandoné la vida laboral, la tensión, el incordio y las contrariedades eran pura rutina.
 
 

 

viernes, 26 de septiembre de 2014

En un lugar de Suecia de cuyo nombre no puedo acordarme



Por razones de trabajo, he debido viajar mucho o más bien debería decir mucho más de lo deseado. Y es que los viajes por business no son iguales a los que se hacen por pleasure, que es lo que solían preguntar los oficiales de inmigración en los aeropuertos cuando exhibías el pasaporte. Además, casi siempre me ha tocado viajar solo, lo cual era un verdadero “coñazo” pues ya se sabe aquello de que las penas compartidas son menos penas.

La empresa en la que tuve que viajar con más frecuencia fue una farmacéutica sueca con Central en Estocolmo y varios centros de investigación en Lund y Gotemburgo, motivo por el cual Suecia es un país al que he viajado en numerosas ocasiones. Había dos tipos de viajes: los de corta, los más, y los de larga duración, estos últimos motivados por los mítines internacionales que tenían lugar con una periodicidad anual y que son los que me han dejado más recuerdos, no por los temas tratados en ellos, por supuesto, sino por la parte lúdica que casi siempre nos tenían reservada sus organizadores.

Al poco de incorporarme a esa empresa, tuve que asistir a mi primer mitin internacional, de una semana de duración, y que, según he podido deducir de mis pesquisas en Internet, bien podría haber tenido lugar en una zona rural a las afueras de Nyköping, junto al mar Báltico. Lo que sí recuerdo perfectamente es que tuvo lugar un mes de enero y a temperaturas de varios grados bajo cero. Eso solo se les puede ocurrir a los suecos. Del lugar donde nos alojamos, puedo decir que era una antigua mansión convertida en hotel y en donde, según sus propietarios, estuvo recluida durante un tiempo Greta Garbo, cuyas estancias nos mostraron pues las conservaban tal y como las dejó antes de marcharse a los Estados Unidos para vivir retirada de la vida pública hasta su muerte. Así pues, según mis pesquisas, podría tratarse del castillo de Tistad, Tistad Castle o Tistad Slott, como también se le conoce, aunque ese nombre no me es familiar ni las imágenes que he encontrado me han resultado concluyentes. Claro que han transcurrido más de veinte años y todo cambia y mi forma de verlo seguramente también.

Recuerdo, eso sí, una gran explanada rectangular rodeada por una zona boscosa y que en la entrada de acceso a esa planicie, donde nos dejó el autocar que llevaba al grupo de asistentes desde el aeropuerto de Arlanda, había una edificación moderna de una sola planta que albergaba la recepción y las salas de reuniones. Recuerdo con toda nitidez haber caminado, con la maleta a rastras y tambaleándose (ella y yo) sobre la nieve helada, cual pista de patinaje, un largo trecho hasta el Castle (castillo), como así me indicó una fría (temperamentalmente, se entiende) recepcionista cuando le pregunté dónde estaban las habitaciones, dejando a cada lado de la larga explanada una hilera de cabañas de madera, las típicas cabañas suecas de color rojo, que, al parecer, se alquilaban a modo de bungalows. Recuerdo, cómo no, el cuchitril que resultó ser mi habitación: una percha por armario, una cama estrecha bajo un techo inclinado que formaba la escalera del ala izquierda del edificio, donde estaba el alojamiento para los clientes, las exiguas dimensiones del habitáculo, el minúsculo baño sin plato de ducha ni cortinas y cuya pendiente en el pavimento dirigía el agua hacia un agujero practicado en uno de los rincones, el enchufe en el techo y que sólo encontré por casualidad, al mirar hacia arriba en búsqueda de auxilio divino, y en donde pude enchufar mi máquina de afeitar dando saltos, la ventana sin cortinas, por donde solo entraba la luz del sol unas pocas horas al día, y, finalmente, la hipócrita respuesta (una de las muchas a la que uno se ve obligado a dar cuando se halla en terreno ajeno) cuando se me preguntó por la opinión que me merecía ese alojamiento tan “especial”.

Y recuerdo especialmente la copa de bienvenida en un regio salón, del siglo XVII o XVIII, sosteniendo un servidor una copa largo tiempo vacía y tratando de confraternizar con mis nuevos y hasta entonces desconocidos colegas, hasta que una especie de cuerno de caza me sobresaltó de tal manera que la copa casi me salta de las manos. Al girarme para ver de dónde procedía aquel estruendo, vi a una especie de lacayo ataviado a la antigua usanza que reclamaba nuestra atención para dirigirnos unas palabras de bienvenida, a voz en cuello, e invitarnos a pasar al comedor.

Y también recuerdo ese comedor, rústico y primitivo, con largas mesas y bancos de madera, donde, entre plato y plato, un amable trovador, que resultó ser el lacayo del cuerno ahora ataviado de esta guisa, intentó amenizar la velada haciéndonos partícipes de sus cantos. Su repertorio era tan variado que, con sólo preguntar la nacionalidad de cualquiera de los presentes, se lanzaba a cantar una canción típica de su país e invitaba al elegido comensal a acompañarlo a dos voces. Cada vez que se acercaba a mi banco, yo eludía su mirada para evitar, de este modo, que se fijara en mí pues como cantante soy un verdadero desastre y no porque me falte oído o sentido de la entonación sino porque mis cuerdas vocales se niegan a seguir los dictámenes de mi cerebro. Aun así, no pude evitar lo inevitable. Cuando oí la típica pregunta de where are you from (de dónde eres o es, pues en inglés no se diferencia el tuteo), esta vez dirigida a mi persona, sin pensármelo dos veces le contesté from Morocco (de Marruecos), a ver si de esa manera me lo quitaba de encima al dejarle sin opción musical pues difícil sería que también tuviera en su repertorio canciones de la zona del Magreb. Pero los colegas de mi alrededor, los muy traidores, me delataron gritando from Spain, from Spain. Y el buen trovador, sin pensárselo dos veces, se arrancó con un "Cucurrucucú paloma". Yo ni siquiera sabía la letra y, según argumenté en mi defensa, se trataba de una canción mejicana, no española, aunque ya suponía que aquello no me serviría como excusa. Menos mal que mi colega mexicana, que estaba precisamente sentada frente a mí, acudió como alma caritativa a socorrerme y se ofreció a cantar conmigo y así mi voz quedó totalmente oculta tras su vozarrón al más puro estilo mariachi.

¿Qué más recuerdo de esa estancia? Por extraño que parezca, no recuerdo mucho más, solo imágenes sueltas. No sé si se debe a que los continuos viajes y mítines llegaron a convertirse en algo tan rutinario que dejaron de entrañar una novedad para mí y cuyos recuerdos el tiempo ha ido diluyendo indefectiblemente. También será que el cerebro es muy selectivo al evocar antiguas experiencias pues ahora mismo me vienen a la memoria otras anécdotas, algunas mucho más claras que esta, y que quizá algún día me decida a contar.
 
 
 

viernes, 19 de septiembre de 2014

Quien calla no siempre otorga


Llevo demasiado tiempo callando y eso puede hacer creer que estoy de acuerdo con lo que leo en ciertas redes sociales sobre Catalunya, los catalanes y, en particular, sobre  la independencia, el derecho a decidir, el referéndum y todo lo relacionado con el llamado proceso soberanista.

He tenido que callar mi opinión para no herir susceptibilidades, cosa que no han tenido en cuenta quienes sueltan amarras y se lanzan a calumniar, difamar, distorsionar la realidad, ridiculizar a los partidarios de una opción que, aunque no guste a muchos, es perfectamente lícita en una sociedad democrática. Y es que hay gente que difunde informaciones malintencionadas, sin ningún criterio, sin contrastarlas con otras fuentes más imparciales, menos partidistas, porque, simplemente, les gusta lo que oyen y leen y les interesa creer y hacer creer a los demás cualquier información, dato o comentario favorable a sus posiciones intolerantes. Del mismo modo que no hay más ciego que el que no quiere ver ni más sordo que el que no quiere oír, yo añadiría que no hay más ignorante que el que no quiere conocer la verdad.

Hasta ahora había callado ante los constantes insultos e improperios lanzados sobre un país, mi país, unas gentes, mis gentes, y una cultura, mi cultura porque, en primer lugar, siempre he aplicado el refrán que dice que “a palabras necias, oídos sordos”, porque para entrar en una discusión, la que sea, hay que estar muy bien preparado para rebatir cualquier argumento, por insensato que sea, con datos incontestables, y como uno siempre cree que no lo sabe todo, prefiere callar para no ponerse a la altura de la insensatez del oponente, y, por último, porque cuando los comentarios hirientes proceden de supuestos amigos o conocidos con los que, hasta entonces, mantenías una buena relación, no quieres estropearla entrando en disquisiciones que, desgraciadamente, no pueden acabar bien porque, como ya decía en mi post del 30 de noviembre de 2013, “Temas prohibidos”, en este país se puede hablar de todo, de absolutamente todo sin que nadie se escandalice, excepto de nacionalismos.

Y es que parece que, en este asunto, no hemos avanzado un ápice desde hace siglos. Ya Quevedo, en el siglo XVII, escribía (1)  “Son los catalanes aborto monstruoso de la política”. También se le atribuye florituras como la siguiente: “En tanto que en Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra” y así un sinfín de improperios repletos de un odio visceral cuyo origen no he logrado conocer. Pero no es, ni mucho menos, el único ejemplo de una época en la cual las publicaciones de este estilo tenían un papel muy destacado. Es un modelo de anti-catalanismo que ha continuado a lo largo de los siglos hasta trasladarse, incluso, a las ondas radiofónicas y otros medios de comunicación de hoy en día.

Pero es que muchos anti-lo-que-sea están basados sencilla y llanamente en la ignorancia, en su significado más literal, en el hecho de ignorar o querer ignorar, lo que es mucho peor, ciertas cosas que explicarían el por qué somos distintos y por qué sentimos lo que sentimos, la historia y cultura ancestral de nuestros semejantes. Y esta ignorancia, obviamente, solo se subsana culturalizando a nuestros niños y jóvenes, porque, desgraciadamente, los mayores ya son un caso perdido.

Para muestra de esa actitud ignorante (insisto en el sentido estricto del término), un botón: cuando viví en Madrid, por motivos de trabajo, mi hija mayor, entonces adolescente, nos refirió lo sorprendidas y extrañadas que quedaron unas compañeras de clase cuando, en respuesta a sus preguntas, les comentó que en casa solo hablábamos en catalán. O la de veces que mi mujer y yo (y me consta que otros muchos catalanes en idéntica situación) tuvimos que oír de boca de nuestros vecinos y amigos: “no parecéis catalanes”, indicando con ello que éramos abiertos y simpáticos, es decir “normales”. Ante ello, callábamos por educación y prudencia, limitándonos a esbozar una ligera sonrisa resignada.

En los dos años transcurridos desde aquella famosa Diada del 11 de septiembre de 2012 en la que una cantidad ingente de catalanes (no entraré en la guerra típica de cifras) salió a la calle para reclamar, entre otras cosas, la independencia tras la reiterada negativa del gobierno central de dotar a Catalunya de un pacto fiscal semejante al que existe hace años con Euskadi, y contra el que ningún español ha levantado su voz indignada, las cosas se han precipitado de forma vertiginosa de modo que si hace unos pocos años el independentismo catalán superaba poco más del 10%, ahora parece rondar el 40%. Y nadie, absolutamente nadie en la España supuestamente moderna y democrática se ha puesto a reflexionar sobre los motivos de tal cambio; solo se han limitado a fomentar e incrementar el anti-catalanismo que subyace en el corazón de muchos, demasiados, españoles.

Ante la argumentación de un agravio comparativo respecto a lo que ocurre en otras latitudes, dentro y fuera de España, léase IRA y ETA, la lucha política y armada en Irlanda y en Euskadi, el Sinn Fein y Herri Batasuna, el movimiento independentista vasco y catalán y, recientemente, el independentismo en Escocia y en Catalunya, siempre se ha alegado lo mismo: no es comparable. Y es cierto. Hay muchas diferencias entre cada uno de estos casos pero también hay similitudes.

Generalmente, a mí me gusta más ver las similitudes que las diferencias entre las personas, lo que nos une más que lo que nos separa, pero en el caso escocés y catalán, permitidme que haga una excepción y me centre en las tres diferencias que me resultan más significativas:

1) Los británicos no se han escandalizado ante la voluntad de los escoceses por votar para decidir su independencia del Reino Unido. Están en contra de la independencia pero aceptan democráticamente que sus congéneres escoceses deseen formar un estado propio.
2) El gobierno británico ha aceptado (a regañadientes) la voluntad y el sentir escocés y ha facilitado el referéndum para conocer la voluntad de sus amigos del norte (seguramente porque, además del talante democrático, preveían que ganaría el NO)
3) Ante la posibilidad de que pudiera vencer el SÍ, el gobierno británico intentó ganarse a los votantes independentistas con palabras de amor fraterno, tendiendo la mano, y ofreciendo un paquete de medidas encaminadas a mejorar sensiblemente su autonomía política y económica. Es decir, ha acabado cediendo a las reivindicaciones de los escoceses a cambio de mantenerse unidos.

¿Cuál es y ha sido, en cambio, el comportamiento del gobierno central español ante el desafío independentista catalán?

1) Una gran mayoría de españoles se ha rasgado las vestiduras, lanzando invectivas de todo tipo contra Cataluña y los catalanes, elevando todavía más el tono de las burlas, desprecios e insultos contra un pueblo que siempre ha demostrado su talante pacífico.
2) El gobierno español, ante las pretensiones soberanistas, no solo no ha intentado dialogar tratando de entender las causas que las han despertado sino que se ha valido del juego sucio, intentando ganar adeptos a su causa fuera de España y jugando al juego del miedo augurando toda suerte de desgracias y calamidades (todas ellas sin fundamento real) 
3) El gobierno español no solo ha declinado cualquier intento de aproximación sino que ha puesto en pie de guerra a todo un país amenazando con las represalias más dispares (anulando la autonomía, encarcelando a su presidente electo democráticamente, enviando las fuerzas del orden contra las posibles mesas electorales y otros disparates que solo apoyan los más déspotas e intransigentes), movilizando hasta al Fiscal General del Estado para defender, a cualquier coste, la indisolubilidad de la Patria, esa patria que no ha cambiado desde la época del imperio donde no se ponía el sol, en la que sigue predominando el carácter altivo y chulesco del conquistador y del hidalgo castellano.
 
Modernícense, señores y señoras, que la época de la inquisición ya pasó, cambien el eslogan de Una, Grande y Libre por algo más parecido al lema de la república francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad. En una España donde todos nos sintamos libres para expresar nuestras ideas, por absurdas que puedan llegar a parecer a algunos, sin temor a ofensas ni represalias, donde todos los ciudadanos seamos tratados igual y de forma justa y donde reine la verdadera fraternidad, fruto de la tolerancia y la comprensión, dudo que hubiera alguien que, por muchas diferencias históricas y culturales que quisiera esgrimir, lograra levantar los sentimientos nacionalistas y separatistas hasta los niveles que estamos viviendo. Es responsabilidad de nuestros políticos, intelectuales, enseñantes y hombres y mujeres de bien, abonar el terreno para que de la semilla de la cultura y de la tolerancia brote un árbol robusto en el que todas las ramas, unas más grandes y nudosas que otras, unas más gruesas y otras más delgadas, se alimenten de la misma savia y se desarrollen sanas y vivaces junto a sus vecinas sin que ninguna de ellas deba ser podada para fortalecer a otras.

Queridos lectores y lectoras, después de este desahogo personal e intransferible, volveré a callar cada vez que lea cometarios anti-catalanes pero que conste que, por el hecho de guardar silencio, no puede aplicarse lo de quien calla otorga. No quiero ser etiquetado como un rebelde sin causa cuando no se quieren reconocer las causas y, mucho menos, distanciarme emocionalmente de aquellos familiares y amigos que tengo fuera de mi querida Catalunya por los que siento un gran y sincero aprecio.

(1) La rebelión de Barcelona no es por el güevo ni es por el fuero. Francisco de Quevedo. 1640.