viernes, 31 de julio de 2015

Una visita a la feria


 
Continuando con la historia del Meeting sevillano, podría empezar diciendo ahora aquello de que “cada uno cuenta la feria según le va”. Y este refrán viene a cuento de la visita colectiva que realizamos a la Feria de Jerez la tarde dedicada a actividades turístico-sociales que siempre se reservaba para el ecuador de este tipo de reuniones internacionales de una semana de duración. Y debo añadir que de toda la organización de ese encuentro, ésta fue la parte que más quebraderos de cabeza me dio.

Casualmente aquella semana coincidió con la celebración de la Feria del Caballo, la célebre feria de Jerez, que yo conocía muy bien por mi estancia en esa ciudad años atrás con motivo de mis prácticas de alférez, al término de las milicias universitarias. Por tal motivo esa fue la propuesta que hice para la tarde libre: visitar esa bonita ciudad en fiestas. Pero, claro, el presupuesto no admitía un dispendio excesivo y cada propuesta que presentaba a John, éste me la tumbaba por demasiado cara y me pedía una alternativa más económica. Espectáculo de los caballos que bailan, visita a una bodega y cena con tablao flamenco; fuera; otra. Entonces nada de caballos bailarines, sólo visita a unas afamadas bodegas y cena en las mismas con música flamenca: tampoco; otra. Pues viaje en barco por el Guadalquivir hasta la isla de la Cartuja y desplazamiento hasta Jerez, parada y fonda: que no; otra. La rubia (véase el post anterior) –que en esto sí que tuvo que dar el callo- ya estaba desesperada, y yo también, de hacer tantos cálculos y propuestas a la baja. Y así hasta llegar a la que sí cuajó: tour en autocar por el centro histórico de Sevilla, desplazamiento hasta Jerez, paseo por el recinto ferial para contemplar el desfile de jinetes y carruajes, disfrutar del colorido del conjunto y de los vestidos de faralaes de las mujeres y niñas, embriagarse con la música y unos finos en una caseta, para acabar cenando en el restaurante situado en el mismo recinto: bingo, vale, adelante.

Cuando todo estaba, por fin, organizado, apareció un pequeño problema logístico: el horario. Para mis estimados colegas venidos de otros lares, de otras civilizaciones y de otros mundos, estaba totalmente fuera de lugar iniciar nuestra ruta cultural, turística y gastronómica más tarde de las cuatro de la tarde. Por mucho que lo intenté, no entendieron que para disfrutar de la feria y verla en todo su esplendor, debíamos llegar allí, como muy pronto, al atardecer. Tras un tira y afloja con John y las omnipotentes inglesas (v. mi post anterior), tuve que acceder a que iniciáramos nuestro periplo a las cinco en punto de la tarde, hora taurina.

Cuando el primer día del meeting, en un descanso, John me pidió que explicara al grupo en qué consistiría nuestra tarde de ocio, intenté, en el mejor inglés posible, hacerles entender qué era la feria, tanto la de Sevilla, en abril, como la de Jerez, en mayo. Creo que no lo entendieron muy bien pero les gustó la idea, sobre todo lo del copeo y papeo. Lo del flamenco, sevillanas, trajes andaluces y demás, no le debió parecer interesante a Madame Moreau, la autoritaria y chovinista representante francesa, porque cuando pedí que alzaran las manos quienes estaban interesados en asistir, y así saber cuántos comensales seríamos en el restaurante donde reservaríamos la cena, negó con la cabeza como si espantara a una mosca cojonera y poniendo cara de asco. Ella y el bueno de Stéphane -su sumiso subordinado que, por no contradecirla, la secundó callando-, se lo perdieron.

A pesar de haber pedido con insistencia a la guía turística y al chofer del autocar de que ralentizaran al máximo el tour por la capital hispalense para hacer tiempo, aun así llegamos al recinto de la feria antes de las ocho de la tarde. Había estado lloviendo a cántaros toda la mañana hasta el punto que creí que deberíamos anular la excursión pero, por fin, el sol salió al mediodía. Pero cuando llegamos al lugar, el recinto todavía estaba muy mojado y, lo peor de todo, solitario. No había ni un alma.

Me sentía tan violento recorriendo, junto a la sosa azafata contratada para que nos hiciera de cicerone, el recinto encharcado, desierto y deslucido, viendo las caras de interrogación de mis colegas (pero qué coño hacemos aquí, suponía que se preguntaban), que no sabía qué hacer aparte de espolearla para que contara algo de lo que allí acontecía a la hora que debía acontecer. Afortunadamente logré que abrieran, mucho antes de la hora prevista, la caseta que tenía que acogernos y ofrecernos una cata de los mejores caldos de la zona. Y entre caldo y caldo, y sevillanas de fondo, el ambiente y las caras se fueron caldeando y los labios empezaron a esbozar sonrisas y alguna que otra carcajada saltaba de boca en boca. Hasta que llegó la hora de cenar.

En el restaurante, tuve que rogar que hicieran un esfuerzo titánico, ya que para ellos era algo casi sobrenatural, para que nos sirvieran el aperitivo a las nueve. Ya sabe usted, esos extranjeros…

Finalmente, tras una opípara cena, cuando salimos del restaurante, a las diez y pico, el paisaje ya había sufrido una metamorfosis que dejó a todos sorprendidos y a más de uno maravillado. Las luces multicolores, la música, el ambiente y el baile, les acabó seduciendo.

Se acordó que el autocar nos esperaría a la salida del recinto a las once en punto pues al día siguiente debíamos reanudar nuestras sesiones de trabajo a las nueve de la mañana. A la hora fijada, faltaba una docena de colegas a la cita. Ante la cara recriminatoria de John, como si yo tuviera la culpa de ello, tuve que recorrer la zona circundante intentando localizar a los rezagados y desertores, cosa que se me antojaba una misión imposible dado el vasto perímetro del recinto ferial. Al director médico mexicano lo encontré en una caseta disfrutando, con una copa de vino en la mano, del baile de una chiquilla no mayor de siete años. Y como a él, poco a poco, conseguí hallar a todos los que faltaban pero dos de ellos, el australiano y el japonés, beodos como estaban, se negaron a volver con nosotros. Me dijeron que volverían en taxi y, a pesar de mi advertencia sobre lo que un taxista les podría cobrar por ese largo trayecto, siendo extranjeros (para no incluir en el paquete su nivel de alcoholemia), se mantuvieron en sus trece. Al día siguiente, ya sobrios y con la cartera bastante más liviana, reconocieron su error. Por parte de John, todo fueron alabanzas, especialmente respecto a las almejas que nos sirvieron como aperitivo en el restaurante. “No saben lo que se han perdido los que no vinieron”, remató, refiriéndose, sin nombrarlos, a nuestros colegas galos.

Ese día la visita a la feria fue el tema común de todas las conversaciones. Cada uno la contaba a su manera, en función de sus recuerdos y experiencias. Menos Mme. Moreau y el pobre Stéphane, una porque no quiso y el otro porqué no pudo.
 

 

lunes, 27 de julio de 2015

El misterio del vicepresidente americano



A principios de mayo de 1990 tuvo lugar en Sevilla una de las reuniones internacionales de Regulatory Affairs (1) (R.A.) que cada año organizaba la farmacéutica norteamericana Syntex Corporation para la que trabajaba por aquel entonces (mis asiduo/as lector/as quizá recuerden el post que titulé “La faena del doctor mexicano” que ilustraba otra de las muchas anécdotas habidas durante ese encuentro). Dichas reuniones alternaban los continentes americano y europeo y como aquel año le tocaba a Europa ser la sede de tal acontecimiento, el director internacional de R.A., John Graves, destinado entonces en la central de la multinacional en Palo Alto (California), quiso que tuviera lugar en España. Por tal motivo me pidió que me encargara de su organización y que propusiera tres ciudades. De las alternativas que sugerí –Barcelona, Madrid y Mallorca, por este orden-, ninguna acabó siendo aceptada. La causa, o debería decir las causantes fueron dos inglesas. Stephanie Wharton, que a la sazón dirigía la oficina regional europea en la Gran Bretaña,  y Colette Clarke, su adlátere, persuadieron al bueno de John (creo que el hecho de que fueran compatriotas tuvo algo que ver) para que fuera Sevilla la ciudad elegida. Al parecer, la capital hispalense les atraía sobremanera pensando sin duda que, siendo una ciudad andaluza, la diversión estaría asegurada. Quizá también alguien les dijo aquello de que la lluvia en Sevilla era una maravilla. Y llovió, ya creo que llovió, pero eso ya es otra historia.

También creyeron que, por ser español, tenía que conocerme Sevilla al dedillo, especialmente sus rutas de tapeo. Afortunadamente no les defraudé, estuve a la altura de las circunstancias, pues ya había visitado Sevilla en dos ocasiones y gracias a mi memoria y una guía de bolsillo que me procuré, hicimos varias incursiones vespertinas por los aledaños de la catedral y el barrio de Santa Cruz. Esa fue la parte positiva (quizá la única) de ese encuentro internacional.

La organización de una reunión de esa naturaleza desde mi despacho en Barcelona, sin pisar el terreno, fue bastante complicada. Mi superior jerárquico español no consideró pertinente que me desplazara, como le pedí, al “teatro de operaciones” para comprobar in situ que mis indicaciones se cumplían al pie de la letra, pero sí que contratase los servicios de una empresa organizadora de eventos, la cual destacó en la capital andaluza a una de sus empleadas. Sin embargo, a ésta, una rubiales de muy buen ver, dicho sea de paso, le iban más las relaciones públicas (no me extenderé en este aspecto) que la organización y la meticulosidad. Tenía que estar constantemente encima de ella (en el sentido metafórico de la palabra) si quería que todo se desarrollara correctamente. Era de ese tipo de personas que con gran desparpajo y simpatía aplican la ley del mínimo esfuerzo. Tuve que decidirlo y controlarlo todo personalmente y a distancia, debiendo hacer un acto de fe respecto a todo lo que me contaba. Por culpa de aquella experiencia flaqueó, desde entonces, mi fe en las personas extravertidas y dicharacheras, perdiendo, además, las ganas de delegar, aplicándome el refrán catalán “si vols estar ben servit fes-te tu mateix el llit” (literalmente: si quieres estar bien servido hazte tú mismo las cama, cuyo significado creo innecesario aclarar). Parecía que habíamos estado jugando al juego de los disparates. Yo decía una cosa y resultaba otra distinta. Con más de una sorpresa desagradable me encontré cuando por fin aparecí en el hotel “Meliá Lebreros” el día antes de la inauguración del evento, quedándome apenas margen de tiempo para corregir algunos desaguisados.

Pero vayamos al grano, que me pierden los preliminares. A parte de las necesidades habituales de cualquier huésped, tuve que atender los requerimientos “especiales” de algunos invitados de alto rango, como fueron el presidente y el vicepresidente de la Compañía, que asistirían a la cena de gala que clausuraría el encuentro y que se alojaron, a diferencia del resto del personal, en la planta VIP del hotel.

La petición más sorprendente fue la del vicepresidente de cuyo nombre no puedo acordarme: quería una cama King Size y un secador de pelo (debió pensar que en los hoteles españoles, aun siendo de cuatro estrellas, como el que nos acogió, este artilugio era un lujo escaso). Y digo sorprendente porque, cuando John me lo presentó, comprobé, asombrado, que era un tipo bajito y calvo. ¿Para qué necesitaría, alguien de su estatura y con una bola de billar por cabeza, una cama de esas medidas y, sobre todo, un secador de pelo? “Seguramente vendrá acompañado de su mujer”, me dijo la rubia. La reserva, sin embargo, era para una sola persona. Todo un misterio. Que cada uno piense lo que quiera.

Siete días en Sevilla dieron para muchas anécdotas. A parte de la del doctor mexicano a la que aludía al principio -la más desagradable por lo que a mí se refiere-, fue la visita a la feria de Jerez, la tarde destinada a actividades socio-culturales, la más jugosa. Quizá algún día me decida a contarla.
 
[1]Literalmente, Asuntos Regulatorios; especialidad que, en la industria farmacéutica, se responsabiliza fundamentalmente de obtener la autorización de comercialización de nuevos productos farmacéuticos y de parafarmacia y de observar el cumplimiento de la legislación en materia de medicamentos y productos sanitarios.

Foto de la portada: Joe Biden, actual vicepresidente de los EEUU, totalmente ajeno a esta historia real.

martes, 21 de julio de 2015

Jana (II)



Ya estás aquí. Ya has salido a la luz del día después de meses de reclusión. Se acabaron las preguntas y las frases hechas. ¿Cómo será? ¿A quién se parecerá? Lo importante es que venga sana. Sin faltar lo de la “horita corta”.

Al gozo de saberte creciendo dentro del nido materno le ha seguido ahora el de verte, por fin, entre nosotros. Por unos instantes el mundo se ha detenido, ha dejado de girar y has sido tú el centro del universo, el sol que nos ha traído el calor y la nueva vida que queremos vivir por muchos años a tu lado.

Nos has emocionado y lágrimas hemos derramado de la alegría y emoción de conocerte tras tan larga espera. Solo con contemplarte, tan menuda y vital, has llenado nuestros corazones de una inmensa dicha. Nuestros ojos no se cansan de mirarte ni nuestras manos de acariciarte; nuestros brazos se disputan tu cuerpecito para acunarte con la ternura que despiertas y mereces.

A quién te pareces ya poco importa, de qué color serán tus ojos es lo de menos. Seas como seas, serás la niña de los nuestros, esos ojos que se enamoraron de ti tan pronto como contemplaron tu imagen frágil e indefensa.

Nuestro hogar tiene un nuevo motivo de celebración, sus puertas se han abierto de par en par para darte la bienvenida, para acogerte como el miembro más querido. Serás, sin lugar a dudas, la flor más cuidada del jardín que conforma ésta tu familia que has encontrado con los brazos abiertos.

Seas nuevamente bienvenida, Jana, nuestra primera nieta, que nuestros ojos ya te han conocido, nuestros brazos ya te han recibido, nuestros labios ya te han besado y nuestras voces ya te han dedicado las primeras lisonjas.

De todo lo que te dije cuando todavía vivías en tu mundo de oscuridad y quietud, queda en pie un deseo todavía no satisfecho pero que espero verlo cumplido muy pronto: hacer de abuelo cuenta-cuentos.

Hasta ahora, luego y siempre, queridísima Jana.


jueves, 9 de julio de 2015

Radio Juventud de Barcelona

A finales de los años sesenta yo todavía era el típico fan de los Beatles y los Rolling Stones, y mi discografía era bastante conservadora, aunque con unos gustos más vanguardistas que los de la mayoría de jóvenes del país.

La pasión por el blues, el rock y el jazz se despertaron en mí cuando cursaba segundo de Biológicas, con diecinueve años. Fue un compañero de clase, César, quien me inoculó el virus de la “blues manía” primero y el de la “jazz manía” después. Esta afición común por la música hizo que nuestro compañerismo se convirtiera en amistad. Poco más tarde, un amigo de un amigo de César, Quique, un “rock maníaco” desmadrado, se añadió al dúo de enfermos por la música. Los tres nos pasábamos horas y horas, todos los fines de semana, escuchando embobados los tan apreciados LP de importación que comprábamos en Discos Castelló, en la calle Tallers, o bien en Andorra, y que nos costaban nuestros buenos ahorros.

Pero si escuchar la música era un placer, imaginarnos interpretándola ya era el súmmum. Así que decidimos la locura de formar un trío: César a la guitarra solista, Quique a la batería y un servidor al bajo. Pero sin instrumentos de una mínima calidad para sonar como Dios manda (tuvimos que contentarnos con dos guitarras acústicas baratas y una batería de tercera mano que más bien parecía una batería de cocina por cómo sonaba) y la más absoluta falta de formación musical, el resultado fue un desastre en todos los sentidos (vista, oído…).

Así pues, si no podíamos dar a conocer al mundo nuestras habilidades musicales, por lo menos podíamos intentar difundir lo que, para nosotros, era la mejor música del momento cuando en este país los grupos autóctonos dominantes eran Los Brincos, Fórmula V y Los Diablos con un rayo de sol, oh, oh, oh. Los más vanguardistas: Los Bravos y Los Canarios. Pero muy pocos sabían quiénes eran Jeff Beck, Eric Clapton, Jimmy Page y un largo etcétera. Dentro del rock internacional, los Rolling Stones seguían ocupando los primeros lugares del Hit Parade Nacional, pero Black Sabbath, Deep Purple y Blue Cheer, precursores, a final de los años sesenta y principios de los setenta, del Heavy Metal, eran unos perfectos desconocidos. Y nosotros nos sentíamos con la obligación de poder remedio a esa grave deficiencia.
 
 
Radio Juventud de Barcelona era, a la sazón, la emisora catalana de radio más “progre” en cuanto a música pop, y el responsable de ello era Josep Mª Pallardó y su programa “El Clan de la Una”. Y con ese propósito redentor nos dirigimos, César, Quique y yo, a la Vía Augusta, número 17, donde se acababan de inaugurar los nuevos estudios de esa emisora, para ofrecerles nuestros servicios.

No pudimos contar con la inestimable participación de nuestro ídolo radiofónico pero sí conseguimos, sin cobrar un duro, tener en antena un programa de música Underground, como nos gustaba definirla, a las 00:00 horas de los sábados, motivo por el cual lo bautizamos con el nombre de “Underground, la hora bruja” o algo así. Por la hora de emisión, por la falta de publicidad o por lo que fuera, la audiencia, si es que existía, debía ser muy escasa porque nunca nadie llamó ni escribió al programa para darnos su opinión por mucho que animáramos a los oyentes potenciales a hacerlo. Ante el silencio al otro lado de las ondas, consideramos que no valía la pena emitir un programa de dos horas en directo y a medianoche de un sábado, y la cadena aceptó de buen grado nuestra propuesta de emitirlo grabado.

A pesar de la falta de incentivo económico y de los gastos que representaba para nosotros, pues éramos los únicos proveedores de los discos que “pinchaban” en el programa, nos lo pasábamos de madre. Cada uno aportaba una serie de temas musicales previamente seleccionados y los presentábamos haciendo referencia a los componentes del grupo en cuestión, a sus inicios  y trayectoria, con comentarios y crítica sobre su estilo musical. Llegamos, incluso, a inventarnos entrevistas a músicos ficticios de grupos noveles, papel que interpretábamos nosotros mismos cambiando la voz para no ser descubiertos. Recuerdo que en una ocasión, con motivo de haber emitido un tema del grupo británico Jethro Tull, el líder y compositor del cual, Ian Anderson, tocaba la flauta travesera, se nos ocurrió que yo podía hacerme pasar por un flautista de un grupo local imaginario acabado de formar. Cuando uno de mis compañeros inició la entrevista preguntándome qué instrumento tocaba en el grupo, al contestar “la flauta” me entró un ataque de risa que contagió a los presentes y, por mucho que repetimos la grabación, cada vez que decía “flauta” nos sobrevenía una hilaridad tan irrefrenable que tuvimos que renunciar a la supuesta entrevista.

No sé si aquel incidente fue el detonante pero a partir de aquel momento el programa se nos fue de las manos, se convirtió, entre tema y tema musical, en una sucesión de burlas, chanzas y otros disparates, es decir en un desbarajuste de tal magnitud que acabó como el rosario de la aurora. Aunque no hubieron garrotazos, sí recibimos una buena reprimenda por parte de la dirección.

Así fue como acabó esta inolvidable experiencia musical. Y nosotros tan contentos. “Que nos quiten lo bailao”, pensamos.
 
 

domingo, 5 de julio de 2015

Un viaje a Mallorca (el Ciudad de Palma y Moll Flanders)


Aquellas vacaciones de Semana Santa –un breve paréntesis que me permitió olvidarme temporalmente de las zozobras amorosas que me invadían-, fui, con los compañeros de clase, a Mallorca. A pesar de tener que soportar la férrea vigilancia a la que sin duda son someterían los dos sacerdotes escolapios que nos acompañarían, aquel viaje me resultaba muy excitante. Iría en barco por primera vez en mi vida y haría turismo, eso sí, cultural. Visitar las famosas cuevas del Drac, las de Artá, y la cartuja de Valldemosa, entre otras cosas, me tenía tan inquieto que no podía pensar en nada más.

El viaje de ida, en el barco bautizado con el nombre de “Ciudad de Mallorca”, fue mucho más divertido de lo que pensaba pues, en lugar de quedarnos sentados en la butaca de tercera clase viendo la televisión, no paramos de recorrer la cubierta de proa a popa y de babor a estribor donde pequeños grupos de chicos y chicas cantaban y tocaban la guitarra. De este modo, me mantuve despierto hasta que empezaba a clarear sin que el vaivén del barco me molestara lo más mínimo.

La vuelta, en cambio, fue un infierno. Volvimos en el “Ciudad de Palma” que, según algunos sabelotodo, era un barco gemelo del “Ciudad de Barcelona”. Más bien resultó ser un hermano esmirriado y achacoso. A parte de su aspecto vetusto, se hallaba en un estado lamentable. Había cubos repartidos por doquier, tantos como goteras que pretendían acumular.

La travesía de vuelta fue tempestuosa, con un mar encrespado que movía la embarcación como si de una mecedora gigante se tratara. Además, la tercera clase consistía en camarotes para seis u ocho personas –no lo recuerdo con exactitud- ubicados en la proa, de modo que el vaivén era de armas tomar.  Durante casi todo el trayecto tuve que soportar el constante crujir y chirriar del habitáculo, y los lamentos y arcadas de mis compañeros de suplicio. No pude pegar ojo en toda la noche, como el resto de ocupantes de aquel maldito camarote, que acabó apestando a vómitos, los míos incluidos.

De nuevo en Barcelona, recuerdo que al poner pie en tierra el vaivén siguió bajo mis pies durante todo el camino hasta casa. Afortunadamente vivía a escasa media hora andando del puerto. Era un martes de Pascua por la mañana y las clases se reanudaban aquella misma tarde. Si durante las últimas ocho horas el mareo no quiso abandonarme, hacia el mediodía decidió largarse para que pudiera asistir a las insoportables clases vespertinas sin haber tenido tiempo suficiente para adaptarme a la normalidad.

Por lo menos, nuestra estancia en la isla fue tal y como me esperaba, excepto en una cosa: la escapada nocturna protagonizada por casi toda la clase para ir a ver la película Moll Flanders, con Kim Novak como actriz estelar. Se acababa de estrenar en España acompañada, según habíamos oído, de muchos comentarios sobre las escenas cargadas de sensualidad que, parece mentira, no habían sido censuradas. Fue pasar con el autocar por delante del cine donde la proyectaban, ver aquel cartel tan sugerente y planear, de pronto, una escapada en toda regla a la primera de cambio.

No podíamos perder aquella oportunidad única pues, pensamos acertadamente, en Palma quizá nos dejarían entrar sin tener todavía los dieciocho años. Como el cine estaba muy cerca de la residencia donde estábamos enclaustrados, el único obstáculo residía en burlar el feroz control de los curas. Pero la huida resultó pan comido ya que, al llegar el momento decisivo, no había moros en la costa. Quién sabe si también habían abandonado la fortaleza para disfrutar de la nocturnidad y se lo estaban pasando, como nosotros, de maravilla.

A nuestros quince o dieciséis años y a mediados de los años sesenta, Moll Flanders superó con creces nuestras expectativas –al menos las mías-. De la película solo recuerdo algunas escenas y, concretamente, la de un pajar con revolcón incluido pero, sobre todo, el amplio escote, su generoso contenido y, cómo no, la gran belleza sensual de la protagonista. Durante muchos meses la Novak fue, en mis cada vez más frecuentes noches de inquietud, el objeto de mis fantasías sexuales.

Por aquel entonces, cuando alguien mencionaba Mallorca, revivía aquella grata experiencia. Aun hoy, no sé muy bien por qué, al cabo de cincuenta años, me viene a la memoria.