jueves, 25 de junio de 2015

La gran mentira (y II)



El huracán empezó a hacerse sentir cuando, al día siguiente, mi madre nos contó que había comentado ese terrible suceso a sus padres y que mi abuelo, montando en cólera, había jurado no dejar títere sin cabeza y pedir responsabilidades a esos curas irresponsables.

No sé si todo fue una trampa que me tendieron para hacerme cantar (tampoco lo pregunté porque nunca más se volvió a hablar de este asunto) sospechando mi mentira, o fue cierto, pero al oír lo que supuestamente pretendía hacer mi abuelo, conociendo su carácter y su anticlericalismo, creí a pies justillas lo que acababa de decir mi madre. El caso es que me sentí morir e intenté por todos los medios quitar hierro al asunto insistiendo una y otra vez que era mejor no complicar las cosas. Supongo que esto y mi voz temblorosa por el miedo hizo que mi madre, inclinándose hacia mí, codo con codo con mi abuela, me espetara:

-Dinos la verdad. Todo lo que nos has contado es mentira. ¿A que sí?

No hizo falta tortura física porque la psicológica que ejercieron las miradas penetrantes y furibundas de ambas inquisidoras casi me aflojó los esfínteres y preferí confesar y rendirme antes de que fuera demasiado tarde y el mal genio de mi abuelo paterno descargara toda su ira contra los pobres Padres Escolapios.

-Bueno, sí… Pero yo no quería…
-O sea, todo una gran mentira. ¡Pero cómo has podido! ¿En qué estabas pensando si se puede saber? ¿Así es cómo te hemos educado? Por el amor de Dios, cómo has podido hacer una cosa así –insistía mi madre incrédula-. Es muy grave lo que has hecho. Cuando se entere tu padre… ¡Qué vergüenza! Se lo voy a decir ahora mismo a tu abuelo antes de que haga algo de lo que nos tengamos que arrepentir.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo con sólo pensar en la vergüenza y las consecuencias de mi acto. Hasta entonces, no me percaté de la magnitud de mi terrible engaño. ¿Cómo lo que había empezado como un simple embuste infantil se había podido convertir en tamaña fechoría?

-Lo siento –fue todo lo que acerté a decir, pues no tenía justificación alguna a la que agarrarme.
-No es suficiente con que lo sientas. Ahora mismo vas a venir conmigo al colegio a confesarte, porque esto no puede quedar así.
-¿A confesarme? ¿Pero, por qué?
-¡Cómo que por qué! Porque te tienes que confesar de este pecado y decir la verdad para que aprendas y no vuelvas nunca más a hacer una cosa así.

No sé cómo se sucedieron los hechos desde aquel horrible instante pero de pronto me vi arrodillado ante el confesionario, viendo ante mí a quien iba a ser mi confesor y mi juez que, por su cara de enfado, supuse que ya debía estar al corriente de cuál había sido mi horrible falta por boca de mi madre.

Después de las palabras protocolarias de iniciación a ese acto de penitencia, sin dejar que fuera yo quien contara el motivo de la misma y porque además no me salían las palabras, el cura, con una voz de ultratumba dentro de esa caja de resonancia desde la que me hablaba, me dijo:

-¿Sabes que lo que has hecho es muy grave y que habría podido ensuciar la imagen y el honor de este colegio? Es un pecado mortal decir una mentira de tal envergadura. Es una calumnia. Espero que estés muy arrepentido.
-Sí, sí Padre, lo siento muchísimo. Yo no quería hacer daño a nadie. Lo dije sin pensar.
-¿Sin pensar? Estas cosas no se pueden decir sin pensar. Una mentira como ésta no se puede decir así como así. Ni ésta ni ninguna. Pero ésta… ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que has hecho?

Ante tanta insistencia sobre lo aborrecible de mi acto, viendo el infierno abrirse a mis pies, yo ya no sabía qué decir, sólo esperaba que todo aquel suplicio terminara de una vez y pudiera irme a casa y que todo se olvidara. Estaba dispuesto a recibir cualquier castigo pero necesitaba huir cuanto antes.

-Te voy a dar la absolución pero esto no puede acabar así, con mi absolución y ya está. Mañana, en misa de doce, a la que deberás asistir, y que yo mismo voy a oficiar, aprovecharé el sermón para contar lo que has hecho para que te sirva de escarmiento y de ejemplo para los demás niños.

Eso sí que me aterró. Ser motivo de escarnio público. ¿Diría el cura mi nombre o sólo contaría lo sucedido manteniéndome en el anonimato? Si me nombraba, todo el mundo se enteraría de lo que había hecho; mis compañeros, sus padres y familiares, quizá también mis profesores, todo el colegio sabría mi pecado. A partir de entonces, llevaría el estigma de embustero y traidor en la frente.

Llegó el domingo y con él la misa de doce. Yo no había podido pegar ojo en toda la noche ni probar bocado a la espera de ese terrible momento. Mientras, sentado en el banco, esperaba el momento de la verdad, un sudor frío recorría todo mi cuerpo, las manos y las axilas. Temblaba como un pájaro malherido e indefenso. Cerraba los ojos y rezaba para que no sucediera lo que tanto me aterraba. Me quería morir. “Que por lo menos no diga mi nombre”, me repetía. Deseaba con todas mis fuerzas que todo fuera un sueño, una pesadilla de la que despertara de pronto, aliviado, comprobando que nada de aquello había sucedido.

Por fin, llegó el fatídico momento del sermón dominical. Aquel sacerdote que me había confesado y que iba, cual inquisidor, a denunciarme públicamente se adelantó, dando la espalda al altar mayor, se sentó con parsimonia atusándose su casulla de forma ceremoniosa, acercó el micrófono a sus labios y, tras darle unos golpecitos para comprobar que funcionaba, miró a todos los feligreses allí reunidos y comenzó su oratoria. Vi cómo todo el mundo lo miraba expectante, como si sospecharan lo que iba a decir, y yo no pude más que cerrar los ojos y apretar los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaban en las palmas de las manos mientras mi corazón parecía que iba a salírseme del pecho.

Al cabo de casi un cuarto de hora, que se me hizo eterno, el sacerdote dio por concluido el temido sermón sin haber mencionado ni el pecado ni al pecador. Mi suspiro de alivio fue tan fuerte que hasta mis vecinos de banco me miraron por si me ocurría algo. Todo había terminado, o casi, pues el suplicio por el que había pasado siguió latente dentro de mí por mucho tiempo. Tanto tiempo que todavía no lo he olvidado.
 
FIN
 

 

martes, 23 de junio de 2015

La gran mentira (I)



Siempre he sido muy imaginativo y fantasioso (eso, por fortuna o por desgracia, lo heredé de mi madre) y de niño mucho más, lo cual es natural. La imaginación y la fantasía pueden ser unas aliadas muy placenteras pero a veces pueden ser malas consejeras y darte algún que otro disgusto como me ocurrió cuando tenía diez años.

Debo reconocer aquí toda mi culpa pues, todavía no sé muy bien por qué, dejé que la imaginación cruzara ese límite tan peligroso que conduce a la mentira más insensata.

Un día, en el colegio, durante el recreo, un niño al que ni siquiera conocía, tuvo un accidente cuando jugaba al futbol. El balón fue a dar contra una ventana del primer piso del recinto que rodeaba el patio y, a pesar de estar protegida por una malla metálica ésta cedió al impacto y llegó a romper el cristal del ventanal de forma que uno de los pedazos de cristal, de gran tamaño, hirió al chaval en la cabeza.

A los gritos de sus compañeros de juego, alumnos y profesores corrieron a socorrerle y a través de la masa humana que rodeaba al herido vi cómo la sangre cubría su cabello y su cara y cómo, acto seguido, se lo llevaban en volandas a la enfermería.

Pasada la conmoción general, supimos que al chico en cuestión le habían curado la herida, le habían puesto unos puntos de sutura, se lo habían llevado a casa y que, a pesar del susto, se encontraba perfectamente. La noticia tranquilizó a todo el mundo pero a mí toda aquella escena me impresionó hasta tal punto que necesitaba contárselo con todo lujo de detalles a quien quisiera escucharme. Y mi auditorio elegido fue mi madre y mi abuela, las únicas personas que estaban en casa cuando volví del colegio.

En un principio, mi intención era contar lo acontecido de una forma veraz pero como no había tenido la oportunidad de saber con exactitud cómo se había desarrollado todo de principio a fin, me sentí obligado a “adornarlo” con unos detalles por aquí y otros por allá gracias a mi innato don de inspiración. Así, lo que debía haber sido un relato de un accidente escolar sin importancia, por muy aparatoso que fuese, acabó convirtiéndose en una tragedia y esa tragedia se volvió contra mí.

-Mamá, mamá, hoy en el colegio ha pasado una cosa muy gorda –dije al irrumpir en el comedor que era a la vez nuestra sala de estar.
-¿Qué ocurre, hijo? –preguntó a la vez que mi abuela se asomaba desde la cocina.
-Pues que un niño ha tenido un accidente cuando jugaba al futbol durante el recreo –hasta aquí todo se desarrollaba con normalidad y sin desviarme un ápice de la verdad.
-¿Pero qué tipo de accidente le puede pasar a un niño que juega al futbol en el patio y que sea tan grave? –En este punto los ojos de ambas ya mostraban interés, alarma y ni siquiera pestañeaban a la espera de hechos más concretos que, a mi entender, justificaran mi excitación y, claro está, no podía defraudarlas.
-Pues que ha chutado el balón tan fuerte que ha roto los cristales de un ventanal del primer piso y estos le han caído encima y le han hecho un corte muy grande en la cabeza y varios cortes en la cara, con tanta sangre que se lo han llevado a un dispensario –aquí yo ya empezaba a improvisar pero el asunto seguía bajo control.
-¡Vaya por Dios, qué susto! Pero, ¿el niño está bien? ¿No le habrá pasado nada malo, verdad? –preguntó mi madre realmente preocupada y casi angustiada por la suerte del niño.
-Pues la verdad es que sí, pues tenía muchísima sangre por toda la cabeza y la cara y cuando lo han recogido del suelo estaba desmayado –Yo me iba entusiasmando a medida que veía cómo mi relato atraía la atención como nunca antes me había ocurrido. Mi madre y mi abuela se habían ido acercando a mí, con un interés cada vez mayor, hasta que prácticamente las tenía encima, sus caras contra la mía.
-Pero habrán avisado a sus padres ¿no? ¡Qué susto, por Dios! –esta vez era la voz alarmada de mi abuela la que me interrogaba.
-Sí, sí, les han avisado enseguida.
-Pero dime de una vez cómo está ese niño, –insistía mi madre- un cristal de una ventana puede…yo qué sé, cortarle el cuello a cualquiera. Dios quiera que no le pase nada. ¡Podres padres! A mí me pasa esto y no sé lo que haría.

Hasta entonces había mantenido la intriga de mis interlocutoras a raya pero llegado a ese punto sentí que se me exigía alimentar la historia con algo realmente fuerte y convincente para satisfacer lo que yo percibí como una apetencia casi morbosa, una necesidad de un final cargado de dramatismo. Y sin pensarlo dos veces respondí:

-Pues la verdad es que la herida era tan grave que el niño se ha desangrado y se ha muerto –al oírme decir la palabra muerto casi di un respingo y me entró un escalofrío, pero ya estaba dicho.
-¡Pero qué dices! ¿Qué ese niño se ha muerto? ¿Y no han podido hacer nada por salvarlo? ¿Tan rápido ha sido? ¡Madre mía, madre mía, qué desgracia más grande, pobres padres, pobres padres! –Ya no sabía quién de las dos decía qué y las dos andando con las manos en la cabeza de un lado a otro del comedor sin dejar de hacer aspavientos.

Lejos de amedrentarme por la reacción que mi falseada historia había provocado, seguí en mis trece y continué dando más detalles enardecido como estaba por mi propia osadía.

-Uy, sus padres están desesperados. Mañana es el entierro e iremos todos los niños del colegio, los profesores y los Padres (escolapios).
-No me extraña, pobres. –mi madre estaba realmente trastornada, lo cual indicaba que mi historia había resultado totalmente creíble, haciéndome sentir satisfecho por mi capacidad de inventiva. Pero, lo que no entiendo es cómo el colegio no ha hecho nada por evitar una desgracia así. En un patio donde se juega al futbol no pueden haber ventanas y si las hay pues poner unos barrotes para que no pasen estas cosas. Esto le puede volver a pasar a cualquier otro niño. No hay derecho. Esto no puede quedar así. –La consternación de mi madre viró a indignación y eso ya no me hizo ninguna gracia pues cuando mi madre se enfadaba de verdad, no dejaba las cosas tal cual. Esto pintaba mal.

Yo esperaba, incauto de mí, que al cabo de unos días se olvidarían del tema o, por lo menos, que ya no las tuviera tan conmovidas, pero al día siguiente, al volver del colegio al mediodía, mi abuela me preguntó tan pronto me vio aparecer por la puerta:

-¿Ha ido mucha gente al entierro de ese niño?
-Muchísima.–contesté al recordar súbitamente el tema- Detrás del coche de muertos iban sus padres y toda la familia y detrás de ellos todos los alumnos del colegio junto con los profesores y algunos Padres. Incluso ha ido el Padre Director.
-Desde luego, no me lo puedo sacar de la cabeza –añadió mi madre apareciendo por el pasillo para sentarse junto a mi abuela- Sólo con pensar en el dolor de esa pobre madre, se me pone la piel de gallina.
-Uy sí, la madre lloraba sin parar detrás del coche abrazada por su marido pues casi no se aguantaba de pie.

A partir de aquí se desencadenó algo que me pilló desprevenido. De haberlo sabido de antemano, jamás hubiera osado a llegar tan lejos, cargando las tintas más y más. Así pues, llegado a este punto, mi abuela, mirándome fijamente a los ojos de una forma muy extraña, me dijo:

-Eso no puede ser. Las mujeres sólo van a la iglesia y al cementerio pero nunca van con los hombres detrás del coche de muertos. ¿Cómo puede ser verdad lo que dices?

No sé de dónde sacaría mi abuela eso de que las mujeres no podían ir en el cortejo fúnebre. Quizá de joven, en su pueblo natal fuera así o quizá se lo inventó o simplemente estaba equivocada pero, como yo no tenía ni la más remota idea, creí que sería cierto y que había metido la pata hasta el fondo. Por lo tanto, si no quería verme envuelto en un buen lío tenía que mantener mi historia a cualquier precio.

-Pues la madre iba delante, que yo la vi –me reafirmé con la mayor naturalidad que pude.

A pesar de ello, mi abuela no lo tenía nada claro pues me observaba con una mirada acusadora, meneando la cabeza en señal de duda más que razonable porque de razonable no había nada en todo lo dicho hasta ese momento. Quién creería que en pleno centro de Barcelona se pudiera desplegar un cortejo fúnebre como el que describí, únicamente imaginable en caso de una celebridad, rango al que no podía aspirar el pobre chaval al que yo había enviado mentalmente al otro barrio. Por no decir lo absurdo de la situación con sólo imaginar una comitiva de ese tipo recorriendo varios kilómetros a pie hasta el cementerio de Montjuïc, el más cercano a la iglesia del colegio. Pero cuando algo acaba siendo grotesco ya no hay forma de distinguir cuántas mentiras encierra. Mi inconsciencia y la suspicacia de mi abuela (nunca le pregunté qué había de cierto en esa supuesta ausencia femenina en los cortejos fúnebres de su pueblo) hizo que algo, que hubiera podido quedar en una simple brisa, se convirtiera en un huracán.
 

 CONTINUARÁ
 
 

jueves, 18 de junio de 2015

Quiero ser Boy Scot (y III)



A Antón le trasladaban a una nueva patrulla que iba a formarse y me había propuesto para sustituirle. Cuando me lo contó, me quedé sin habla pero lo que él interpretó como sorpresa y emoción no fue otra cosa que temor y desolación. Por aquel entonces yo había cumplido dos años como Boy Scout y pensaba que quizá acabaría por darle la razón a mi padre pues llevaba ya algunas semanas meditabundo porque ya no sentía ilusión, ni siquiera ganas, para salir de excursión por lo que mucho menos me interesaba convertirme en el líder del grupo, aparte de que no me sentía suficientemente preparado.

Y en ese preciso instante empezó mi angustia pues no sabía cómo decirle a Antón que no, que ya no me interesaba seguir formando parte de aquella agrupación, que ya no me sentía como un verdadero Scout y que, por lo tanto, quería dejarlo. ¿Cómo decirle algo así a quien es tu amigo, tu camarada, tu mentor, a alguien que te aprecia y que te ha recomendado para ocupar su lugar? Debería estar orgulloso y agradecido al mismo tiempo y, en cambio, lo que sentía era muy distinto y lo que deseaba en ese preciso instante era desaparecer.

Las siguientes semanas fueron un suplicio para mí. El día de mi nombramiento se acercaba y yo sin haber tomado una determinación. Por mucho que le daba vueltas al asunto no encontraba una forma elegante de deserción, porque eso era lo que a mí me parecía lo que quería hacer, desertar, abandonar a mis compañeros, tirar la toalla.

Para poner fin a mi tormento y dado que tenía muy claro que no quería seguir como Scout, decidí que no podía dejar pasar más tiempo y que tenía que coger el toro por los cuernos y afrontar, de una vez por todas, el mal trago de decirle a Antón que renunciaba. Pero ¿cómo hacerlo y qué decirle? Sin pensarlo más, cogí el teléfono y marqué el número de su casa. Sólo con oír su voz ya se me trabó la lengua pero con grandes esfuerzos logré decirle que, sintiéndolo mucho, no quería seguir, que lo había pensado y quería dejar los Scouts. Pero no resultó tan fácil pues, tras un largo silencio, me dijo que eso teníamos que hablarlo cara a cara y no por teléfono y que me esperaba en el cau en una hora. No lo dijo en tono amenazante ni enfadado, sólo quiso hacer las cosas correctamente, dando la cara y no como yo, escondiéndome detrás de un aparato, que es la forma más cómoda de romper con algo o con alguien. Acepté el encuentro muy a mi pesar pero se lo debía.

Preparándome para el encuentro con Antón, iba aprendiéndome de memoria los argumentos, o mejor dicho las excusas, que iba a utilizar para convencerlo y zanjar el asunto de una vez por todas, pero todas me resultaban pueriles o poco convincentes. Fue mi abuela, a quien por tenerla más a mano le conté mi congoja, quien me aconsejó que dijera la pura verdad sin rodeos. “Se pilla antes a un embustero que a un cojo”, me dijo, y tenía toda la razón (este refrán no me ha abandonado jamás y, por propia experiencia, lo he tenido siempre muy presente).

Aún así, no tenía claro qué decir cuando tuviera a Antón frente a frente y menos aún cuando al entrar en el cau le vi, de pie, al fondo de la sala esperándome con cara de preocupación. Desde la distancia, como si quisiera protegerme de su cercanía, empecé a exponerle, una a una mis estudiadas excusas: que si no me iba bien salir de excursión todas las semanas, que la obligación de ir de acampada en épocas de vacaciones me creaba problemas con mi familia pues querían que fuera con ellos, que no podía perder tanto tiempo en nuestras reuniones pues tenía que estudiar y me reñían en casa, y así unas cuantas más. A decir verdad, no eran totalmente falsos esos argumentos. Pero lo que en realidad ocurría era que ya me había cansado de lo que hacíamos (seguramente mi aburguesamiento agazapado había emergido por fin y prefería la comodidad de las excursiones en coche y dormir en una cama blanda a las costumbres montañeras) y, por lo tanto, la novedad había dejado paso al hastío. El caso es que Antón me iba rebatiendo mis argumentos, también uno a uno, y me ofrecía alternativas que suavizaran los esfuerzos que yo decía tener que hacer para cumplir con mis deberes de Scout: que no hacía falta que fuera a todas las excursiones, que me podía saltar algún campamento en Semana Santa o en verano, que no hacía falta asistir a todas las reuniones del grupo y así sucesivamente. Aunque hubiera podido rebatir algunos de sus argumentos (uno muy bueno habría sido que como jefe de patrulla que iba a ser no podría permitirme esas ausencias), preferí, de pronto, terminar de una vez con aquella situación tan violenta (recuerdo cómo me sudaban las manos y las axilas) y, sintiéndome acorralado, decidí decir lo que realmente sentía para, de este modo, no darle pie a contrapropuestas, y sin pensarlo dos veces y de forma, que después reconocí con pena que había sido demasiado brusca, le dije:

-Es que quiero dejarlo porque ya no me gusta. ¡Ya estoy harto!

Por fin lo había soltado. Había tenido que exagerar una vez más para resultar convincente pero ya estaba, ya había terminado todo. Después de esta declaración, sólo oí que Antón, en voz baja, contestaba:

-Entonces, si es así y es eso lo que quieres, no tengo nada más que decir, sólo que lo siento.
-Pues adiós –le contesté, sin más, pues sólo deseaba marcharme cuanto antes.
-Adiós –fue su respuesta.

En ese preciso instante, acabó mi historia como Boy Scout, una historia breve pero intensa y con un final amargo. Lamenté mucho que todo hubiera terminado de ese modo, como un amor no correspondido, pero a la vez me sentí tan aliviado y ligero como si me hubieran quitado de encima una losa muy pesada.
No volví a ver a Antón hasta muchos años después, por casualidad, en un curso avanzado de francés al que nos habíamos matriculado en la Universidad. Como muchos años antes, Antón seguía siendo un muchacho afable y bondadoso. Nunca mencionamos aquel último encuentro en el cau.
 
 

lunes, 15 de junio de 2015

Quiero ser Boy Scout (II)



Desde el primer día que se presentó en el cau, el comportamiento de mi primo Antoñito fue más bien chulesco, buscando protagonismo, intentando dominar a los demás y enfadándose si no lograba sus propósitos. El grupo entero le miraba con mala cara, sin que él se diera por aludido, y me miraban con cara de hastío y de interrogación que yo intuía que debía ir en la línea de “¿Quién se ha creído que es ese tío y qué hace aquí?” o peor aún “¿Por qué coño lo has traído con lo bien que estábamos?”

Y de este modo, Antoñito se estrenó como Boy Scout y su primera hazaña tuvo lugar ya en nuestra primera salida con él en el grupo y precisamente en una ocasión en la que íbamos a practicar vivac.

Al principio, debo reconocer que todo se desarrollaba con una cierta normalidad, teniendo en cuenta su carácter, pues sus salidas de tono no eran demasiado  alarmantes. Por lo menos tuvo el detalle de no cortarle la cola a ningún animal de cuatro patas y sus modales, aunque rudos, no resultaban fuera de lugar o demasiado llamativos. Lo peor estaba por venir y como Míster Hyde actuaba de noche, él no podía ser menos.

Cuando llegamos al lugar elegido para la acampada, como el cielo estaba muy encapotado y amenazaba lluvia, Antón nos mandó a por troncos y ramaje para construir una cabaña como refugio para esa noche. Así pues, nos desperdigamos en busca de ramas y pequeños troncos secos que suelen abundar en los bosques. Así, uno a uno, íbamos depositando nuestra aportación a medida que encontrábamos algo útil para ese menester y después de unos cuantos viajes ya habíamos recogido suficiente material para construir un refugio lo suficientemente amplio y seguro para protegernos a todos de las posibles inclemencias meteorológicas. Pero de pronto nos percatamos de que el grupo estaba incompleto. Faltaba Antoñito y, para mayor preocupación, también nos dimos cuenta de que no le habíamos visto el pelo en todo el tiempo en que habíamos estado trajinando sin parar. Mi corazón me dio un vuelco pues enseguida pensé en lo peor, pero no sabía qué era exactamente lo peor, que mi primo se hubiera perdido en el bosque y no le volviéramos a ver nunca más o que estuviera haciendo algo de lo que me arrepentiría el resto de mis días. Tan pronto como acabé de pensar en estas dos posibilidades, descarté la primera; mi primo podía extraviarse como cualquiera pero de ser así sus gritos se hubieran oído a kilómetros de distancia. Por lo tanto, sólo me quedaba la posibilidad del arrepentimiento de por vida.

Al cabo de un rato de llamarle a gritos, oímos ruido de pasos y de ramas, acompañado de un sonido parecido al que emiten las hienas y que no era más que la risa contenida de mi primo que, eufórico por su proeza, ya se relamía imaginándose la cara que íbamos a poner cuando le viéramos llegar con el trofeo en sus manos. Y no se equivocó al pensar que nuestras caras iban a mostrar la gran sorpresa que él esperaba. No pude ver, gracias a la oscuridad reinante, las caras de mis compañeros pero la mía debía ser un poema del espanto que me produjo ver aparecer a mi primo cargado hasta lo indecible de pinos, pinos muy jóvenes que acababa de cortar con su machete.

-¡Mirad lo que traigo!. Vamos a poder construir una cabaña muy chula ¿a que sí?

Supongo que al contemplar nuestros semblantes y ver que no compartíamos su euforia, debió entender que algo iba mal porque simplemente dijo:

-Pero qué os pasa, tíos, ¿es que no habéis visto lo que traigo o qué?

Sentí unas ganas tremendas de arrojarme a su cuello y estrangularlo allí mismo, sentimiento que supongo compartíamos todos los allí presentes pero que quedó truncado por la habitual sensatez de Antón quien, con voz grave y autoritaria, le contestó:

-Deja ahora mismo esos pinos, que tenemos que hablar.

Antoñito, parecía no salir de su asombro pues seguía sin entender la gravedad de lo que había hecho ni que, en lugar de saltar de alegría y deshacernos en elogios, le miráramos con cara de pocos amigos.

-¿Se puede saber qué has hecho? ¿De dónde has sacado esos pinos? – Era pura retórica pues ya sabíamos todos cuál iba a ser la respuesta.
-Pues, ¿de dónde va a ser? Por ahí cerca hay un pinar lleno de pinos pequeños como éstos.

Antón, controlando su enfado, intentó, en vano, hacerle entender que lo que había hecho era ilegal pues esos pinos eran de propiedad privada, como era de propiedad privada el campo dónde estábamos acampados, y que por lo tanto sólo cabía pensar en dos posibilidades: que nos marcháramos de inmediato abandonando allí mismo el cuerpo del delito o que nos quedáramos a pernoctar hasta el amanecer, pero si optábamos por la segunda nos arriesgábamos a que el propietario descubriera el delito forestal y nos despertara a garrotazo limpio rompiéndonos una costilla por cada árbol cortado o nos llevara al cuartelillo de la Guardia Civil más próximo para presentar denuncia y tener que abonar una multa que nuestros padres nos recordarían hasta el juicio final.

Así pues, optamos por la salida menos peligrosa y sin haber siquiera cenado pusimos tierra de por medio en menos que canta un gallo. Además, para sentirnos totalmente a salvo tuvimos que andar más de una hora y estar, de este modo, fuera del alcance de la vista y de la ira de nuestro posible agresor. El tiempo, por si fuera poco, se puso en contra nuestra pues tan pronto nos hubimos asentado de nuevo empezó a llover y no paró en toda la noche. Arrebujado en mi saco de dormir estilo momia, no dejaba de torturarme por haber permitido, indirectamente, que sucediera lo que ya anticipé tan pronto como mi madre me obligó a que Antoñito formara parte de nuestra agrupación y, dándole vueltas a la imaginación temiendo que las andanzas de mi primo sólo acabaran de empezar, me quedé profundamente dormido.

-Lo siento pero esto no tiene disculpa. Si no sabes comportarte como Dios manda, no puedes quedarte. Ya te dije que estarías a prueba y no la has superado, así que sintiéndolo mucho…-Esas fueron las palabras de Antón tan pronto como llegamos al cau, palabras que quedaron interrumpidas por la atronadora voz de mi primo.
-¿Qué quieres decir, que me echas? ¿Y si no me da la gana, eh? ¿Quién te has creído que eres? Lo que pasa es que me tenéis manía, eso es.
-Pues sí, te echo, así de claro, y puedo hacerlo porque soy el jefe de patrulla y por eso soy responsable de vuestro comportamiento y tú te has comportado muy mal, no sabes respetar a tus compañeros ni a la naturaleza y un Boy Scout debe dar ejemplo de buena conducta. Así que no sirves para esto, me sabe mal decirlo pero es así. Además, todo el cau sabe cómo eres. O sea que de manía nada de nada.
-Pues ahí os quedáis con vuestras chorradas de niños panolis.

Y dicho esto salió dando un portazo. Ese fue el fin de Antoñito como explorador. Ahora quedaba la reacción de mi madre, esperando que no se presentara ante Antón para pedirle explicaciones. En este caso, por lo menos, yo no había tenido nada qué ver. Lo ocurrido con mi primo se lo había ganado a pulso.

Mi madre no puso, afortunadamente, el grito en el cielo y se limitó a lamentarse de cómo se había comportado su sobrino achacándolo todo, como siempre, a la falta de atención y cariño.

-No sé qué vamos a hacer con Antoñito, con lo buen chico que es, pero es que las compañías… ¿No podrían darle otra oportunidad?
-No mamá, lo ha decidido el jefe de la agrupación y no se puede hacer nada. –Dije con rotundidad.

Mentí como un bellaco pero daba igual. Aunque mi madre se enterara, sólo se trataba de una exageración que en nada comprometía a nadie y, aunque así fuera, el fin justificaba los medios, me dije. Además, ya no había marcha atrás, dijera lo que dijera mi primo, que seguramente le contaría a mi madre muchos más embustes que el que yo acababa de decir.

Pero no pasó nada y las aguas volvieron a su cauce y Antoñito salió de mi vida sin ningún estruendo. Creo que quedó resentido conmigo por no haberle defendido pero si ante las injusticias me costaba rebelarme, cómo iba a mover un dedo para defender lo indefendible cuando, además, su expulsión era para mí como el maná caído del cielo.

Pero de igual manera de cómo después de la tormenta viene la calma, tras casi dos años de calma me asaltó una tormenta interna.
 

jueves, 11 de junio de 2015

Quiero ser Boy Scout (I)


El colegio tenía dos patios, el grande y el pequeño, así era cómo los llamábamos. El patio grande era el que más frecuentábamos por estar mucho mejor acondicionado para el juego y los deportes, era muy soleado y podía albergar a todo el alumnado que compartía la misma hora de recreo. El pequeño, en cambio, era bastante umbrío, con el piso de tierra y apenas cabía una clase con holgura, por lo que lo utilizábamos en contadas ocasiones. Habitualmente, éste era el lugar de juegos de los monaguillos y niños del coro durante los descansos, las tardes de ensayo. Ese patio comunicaba, en uno de sus extremos, con lo que había sido la antigua iglesia de San Antonio Abad cuyo pórtico todavía puede verse en la calle del mismo nombre y, en el opuesto, con un local, “el cau”, que albergaba la agrupación de Scouts del colegio.


En más de una ocasión, cuando siendo monaguillo o niño del coro (pues fui las dos cosas prácticamente a la vez), jugaba los sábados por la tarde en ese patio, había visto entrar y salir del cau a los Boy Scouts que allí se reunían. Aunque nunca he sentido atracción por los uniformes, debo admitir que la imagen de aquellos chicos, con su camisa verde oliva, sus botas chiruca, su boina negra ladeada y su fular al cuello, me llamaba tremendamente la atención. Sólo con imaginarme desfilando por los montes en esa guisa ya me sentía aventurero e intrépido pero, sobre todo, importante y respetable a la vista de los demás.

Fue Juliá, mi amigo de bachillerato elemental, quien me animó a que me enrolara pues él ya pertenecía a esa agrupación desde hacía algún tiempo. Con las aventuras que me contaba, sus acampadas en lugares inhóspitos y sus marchas a través de montañas y valles, no le costó mucho convencerme de que eso era precisamente lo que quería. Desde luego, debo admitir que su imaginación y fantasía no me iba a la zaga, así que no puedo reprocharle nada pues, en este y otros sentidos, éramos tal para cual.

Ser Scout no debía ser complicado, pensaba, en tanto fuera capaz de convencer a mis padres pues el dispendio que ello representaba era considerable para sus bolsillos. Al obligado uniforme se tenía que añadir la mochila, el saco de dormir, linterna, brújula, cantimplora y demás adminículos, por lo que la lista era abultada y el gasto más aún.

Fui admitido al primer intento gracias al aval de mi querido Juliá, así de fácil, pero el escollo más peliagudo fue, como me temía, convencer a mis padres para que desembolsaran el dinero necesario para el uniforme y demás accesorios.

No sé qué argucias debí utilizar pero debieron ser convincentes pues, después de bastantes intentos, eso sí, mis padres acabaron claudicando y me vi con mi madre en una tienda de artículos de deporte de la calle Cruz Cubierta adquiriendo todos y cada uno de los útiles de primera necesidad según una lista facilitada por la agrupación.

Una vez dado este paso, sabía que debía asumir todos los esfuerzos que exigiría tal condición por muy pesada que fuera la carga, pues no podía defraudar a mis padres ni darle a mi padre motivo alguno para que pudiera decir aquello de “ya te lo dije” pues no se cansaba de repetir que todo aquello sólo era un capricho que poco iba a durar. “Gastar tanto dinero para nada. Vamos a tirar todo ese dinero por un capricho que le va a durar cuatro días” y siguió con esta cantinela cada vez que me veía de uniforme, hasta que se cansó. Al menos, se cansó antes que yo.

Tenía claro, pues, que no podía echarme atrás pasara lo que pasase y por mucho tiempo. Mi orgullo no permitiría darle la razón a mi padre pero, por otra parte, estaba convencido que mi decisión no era obra de un capricho sino de un deseo que se había convertido en necesidad. Y así, de la noche a la mañana, me vi formando parte de una nueva patrulla que acababa de formarse y cuyo jefe, aunque mayor, era casi tan primerizo como el resto de los integrantes. Y así, vistiendo el uniforme reglamentario, me vi andando por los caminos empuñando el bordón con el banderín bicolor (negro y amarillo) de nuestra patrulla, el fular con los mismos colores y entonando el que sería nuestro lema: “Lobos, todos para uno y uno para todos”. Nada original, por supuesto, un simple plagio de la obra de Alejandro Dumas pero era lo único que se nos ocurrió que rimara con el nombre de nuestra patrulla, los lobos.

Una vez iniciada mi andadura como Boy Scout, me arrepentí ya a los pocos días pero pensé que lo que sentía era normal en alguien que, como yo, que con once años todavía no había abandonado el hogar para pasar siquiera una noche fuera de casa. Recuerdo cómo reprimía las lágrimas una noche que, sentado en una ladera del Tibidabo y lloviznando, veía las luces rutilantes de Barcelona y, entre ellas, imaginaba las de mi casa, sintiendo añoranza por no estar con mi familia viendo nuestro programa de televisión favorito de los sábados por la noche, protegidos de la lluvia y calentitos alrededor de la estufa de butano. De pronto, me sentí tan infantil y avergonzado, con sólo pensar que mis compañeros pudieran adivinar mis pensamientos, que me prometí esforzarme al máximo para dar la talla y hacerme digno de llevar aquel uniforme.

Al cabo de un tiempo, me acostumbré a pasar la noche e incluso días fuera de casa, no temía hacer vivac, me desenvolvía bastante bien en todas las tareas que me asignaba Antón, nuestro jefe de patrulla, aprendí a hacer nudos correderos, sabía encender un fuego con destreza, plantar la tienda de campaña con premura e iba progresando en el aprendizaje de todos los ejercicios, normas y  demás enseñanzas que se exigían para hacer la promesa del Scout.

No todo resultó, sin embargo, placentero pues llegaron las experiencias desagradables, como la de estar perdidos durante muchas horas en los bosques del Montseny, ateridos y sin nada que comer, hasta que vinieron a rescatarnos de la vaguada donde habíamos ido a parar, o cuando explorando unas cuevas en Sant Miquel del Fai, me quedé solo y a oscuras (pues mi linterna decidió dejarme tirado) y, totalmente perdido en el interior de una cueva y, andando a trompicones, acabé dentro de una gran bolsa de agua, por suerte poco profunda, quedándome empapado de la cabeza a los pies (las chirucas tardaron días en secarse). Por fortuna, éstas y otras desdichas montañeras tuvieron un final feliz. Además, pasar frío y calor, soportar la lluvia y el hambre, comer lo incomible, dormir al raso y expuesto a cualquier animal, grande o pequeño, qué más da, sufrir llagas en los pies y llegar extenuado a nuestro destino, eran experiencias que se suponía debían endurecerme. Con este objetivo y el de no defraudar a mis padres, fui soportando todos esos inconvenientes e incomodidades tan bien como pude y al cabo de unos pocos meses de “militancia” fui nombrado segundo de patrulla y me convertí en la mano derecha de Antón.

En esas estaba yo cuando un hecho inesperado vino a torcer la calma mental en la que me hallaba inmerso. Ese hecho, o mejor debería decir accidente inesperado, fue la irrupción en ese escenario de la figura de mi primo Antoñito.

Este accidente no sólo me resultó inesperado e indeseado, sino también inevitable, como inevitable era todo lo que se proponía mi madre.

Viendo a mi primo vagar por las calles y sin nadie que le controlara, mi madre tuvo la brillante idea de que esas actividades al aire libre y en equipo servirían para reconducirle hacia el “buen camino”.

-Por lo menos no irá por las calles como si fuera un golfillo y aprenderá disciplina –ese fue el argumento de mi madre, muy aceptable y con una finalidad muy digna, no lo puedo negar, pero de muy difícil consecución. Mi madre seguía sin conocer la faceta oculta de mi primo.

En este caso, las dificultades económicas no fueron pretexto para renunciar a la pretensión de mi madre y Antoñito, no sé muy bien cómo, fue debidamente equipado para la ocasión. El dinero, al fin y al cabo, era un problema de mis padres. El mío, y más grave, era que tenía que actuar como avalador de mi primo ante el jefe de patrulla para que accediera a admitirle. Aunque intenté persuadir a mi madre para que tal desatino no llegara a producirse, no hubo manera y a cada uno de mis argumentos para hacerla desistir en su empeño, tenía que aguantar una serie de reproches por no querer a mi “pobre primo” como compañero de excursiones. Como siempre, acabé cediendo y, muy a mi pesar, tuve que presentar a Antoñito como, simplemente, un buen chico, pues sabía a ciencia cierta que no serviría de nada, e incluso sería contraproducente, recurrir a la exageración pues cuanto más disfrazara su personalidad, más vergüenza pasaría cuando se descubriera su lado oscuro. Mister Hyde nunca duerme.

Creo que Antón adivinó que algo no cuadraba, pues aunque le aceptó por ser yo quien lo proponía como candidato, le dijo que lo admitía pero que durante un tiempo estaría a prueba, algo inusual hasta entonces.
 
CONTINUARÁ