Siempre he sido muy imaginativo y fantasioso (eso, por fortuna o por desgracia, lo heredé de mi madre) y de niño mucho más, lo cual es natural. La imaginación y la fantasía pueden ser unas aliadas muy placenteras pero a veces pueden ser malas consejeras y darte algún que otro disgusto como me ocurrió cuando tenía diez años.
Debo reconocer aquí toda mi culpa pues, todavía no sé muy bien por qué, dejé que la imaginación cruzara ese límite tan peligroso que conduce a la mentira más insensata.
Un día, en el colegio, durante el recreo, un niño al que ni siquiera conocía, tuvo un accidente cuando jugaba al futbol. El balón fue a dar contra una ventana del primer piso del recinto que rodeaba el patio y, a pesar de estar protegida por una malla metálica ésta cedió al impacto y llegó a romper el cristal del ventanal de forma que uno de los pedazos de cristal, de gran tamaño, hirió al chaval en la cabeza.
A los gritos de sus compañeros de juego, alumnos y profesores corrieron a socorrerle y a través de la masa humana que rodeaba al herido vi cómo la sangre cubría su cabello y su cara y cómo, acto seguido, se lo llevaban en volandas a la enfermería.
Pasada la conmoción general, supimos que al chico en cuestión le habían curado la herida, le habían puesto unos puntos de sutura, se lo habían llevado a casa y que, a pesar del susto, se encontraba perfectamente. La noticia tranquilizó a todo el mundo pero a mí toda aquella escena me impresionó hasta tal punto que necesitaba contárselo con todo lujo de detalles a quien quisiera escucharme. Y mi auditorio elegido fue mi madre y mi abuela, las únicas personas que estaban en casa cuando volví del colegio.
En un principio, mi intención era contar lo acontecido de una forma veraz pero como no había tenido la oportunidad de saber con exactitud cómo se había desarrollado todo de principio a fin, me sentí obligado a “adornarlo” con unos detalles por aquí y otros por allá gracias a mi innato don de inspiración. Así, lo que debía haber sido un relato de un accidente escolar sin importancia, por muy aparatoso que fuese, acabó convirtiéndose en una tragedia y esa tragedia se volvió contra mí.
-Mamá, mamá, hoy en el colegio ha pasado una cosa muy gorda –dije al irrumpir en el comedor que era a la vez nuestra sala de estar.
-¿Qué ocurre, hijo? –preguntó a la vez que mi abuela se asomaba desde la cocina.
-Pues que un niño ha tenido un accidente cuando jugaba al futbol durante el recreo –hasta aquí todo se desarrollaba con normalidad y sin desviarme un ápice de la verdad.
-¿Pero qué tipo de accidente le puede pasar a un niño que juega al futbol en el patio y que sea tan grave? –En este punto los ojos de ambas ya mostraban interés, alarma y ni siquiera pestañeaban a la espera de hechos más concretos que, a mi entender, justificaran mi excitación y, claro está, no podía defraudarlas.
-Pues que ha chutado el balón tan fuerte que ha roto los cristales de un ventanal del primer piso y estos le han caído encima y le han hecho un corte muy grande en la cabeza y varios cortes en la cara, con tanta sangre que se lo han llevado a un dispensario –aquí yo ya empezaba a improvisar pero el asunto seguía bajo control.
-¡Vaya por Dios, qué susto! Pero, ¿el niño está bien? ¿No le habrá pasado nada malo, verdad? –preguntó mi madre realmente preocupada y casi angustiada por la suerte del niño.
-Pues la verdad es que sí, pues tenía muchísima sangre por toda la cabeza y la cara y cuando lo han recogido del suelo estaba desmayado –Yo me iba entusiasmando a medida que veía cómo mi relato atraía la atención como nunca antes me había ocurrido. Mi madre y mi abuela se habían ido acercando a mí, con un interés cada vez mayor, hasta que prácticamente las tenía encima, sus caras contra la mía.
-Pero habrán avisado a sus padres ¿no? ¡Qué susto, por Dios! –esta vez era la voz alarmada de mi abuela la que me interrogaba.
-Sí, sí, les han avisado enseguida.
-Pero dime de una vez cómo está ese niño, –insistía mi madre- un cristal de una ventana puede…yo qué sé, cortarle el cuello a cualquiera. Dios quiera que no le pase nada. ¡Podres padres! A mí me pasa esto y no sé lo que haría.
Hasta entonces había mantenido la intriga de mis interlocutoras a raya pero llegado a ese punto sentí que se me exigía alimentar la historia con algo realmente fuerte y convincente para satisfacer lo que yo percibí como una apetencia casi morbosa, una necesidad de un final cargado de dramatismo. Y sin pensarlo dos veces respondí:
-Pues la verdad es que la herida era tan grave que el niño se ha desangrado y se ha muerto –al oírme decir la palabra muerto casi di un respingo y me entró un escalofrío, pero ya estaba dicho.
-¡Pero qué dices! ¿Qué ese niño se ha muerto? ¿Y no han podido hacer nada por salvarlo? ¿Tan rápido ha sido? ¡Madre mía, madre mía, qué desgracia más grande, pobres padres, pobres padres! –Ya no sabía quién de las dos decía qué y las dos andando con las manos en la cabeza de un lado a otro del comedor sin dejar de hacer aspavientos.
Lejos de amedrentarme por la reacción que mi falseada historia había provocado, seguí en mis trece y continué dando más detalles enardecido como estaba por mi propia osadía.
-Uy, sus padres están desesperados. Mañana es el entierro e iremos todos los niños del colegio, los profesores y los Padres (escolapios).
-No me extraña, pobres. –mi madre estaba realmente trastornada, lo cual indicaba que mi historia había resultado totalmente creíble, haciéndome sentir satisfecho por mi capacidad de inventiva. Pero, lo que no entiendo es cómo el colegio no ha hecho nada por evitar una desgracia así. En un patio donde se juega al futbol no pueden haber ventanas y si las hay pues poner unos barrotes para que no pasen estas cosas. Esto le puede volver a pasar a cualquier otro niño. No hay derecho. Esto no puede quedar así. –La consternación de mi madre viró a indignación y eso ya no me hizo ninguna gracia pues cuando mi madre se enfadaba de verdad, no dejaba las cosas tal cual. Esto pintaba mal.
Yo esperaba, incauto de mí, que al cabo de unos días se olvidarían del tema o, por lo menos, que ya no las tuviera tan conmovidas, pero al día siguiente, al volver del colegio al mediodía, mi abuela me preguntó tan pronto me vio aparecer por la puerta:
-¿Ha ido mucha gente al entierro de ese niño?
-Muchísima.–contesté al recordar súbitamente el tema- Detrás del coche de muertos iban sus padres y toda la familia y detrás de ellos todos los alumnos del colegio junto con los profesores y algunos Padres. Incluso ha ido el Padre Director.
-Desde luego, no me lo puedo sacar de la cabeza –añadió mi madre apareciendo por el pasillo para sentarse junto a mi abuela- Sólo con pensar en el dolor de esa pobre madre, se me pone la piel de gallina.
-Uy sí, la madre lloraba sin parar detrás del coche abrazada por su marido pues casi no se aguantaba de pie.
A partir de aquí se desencadenó algo que me pilló desprevenido. De haberlo sabido de antemano, jamás hubiera osado a llegar tan lejos, cargando las tintas más y más. Así pues, llegado a este punto, mi abuela, mirándome fijamente a los ojos de una forma muy extraña, me dijo:
-Eso no puede ser. Las mujeres sólo van a la iglesia y al cementerio pero nunca van con los hombres detrás del coche de muertos. ¿Cómo puede ser verdad lo que dices?
No sé de dónde sacaría mi abuela eso de que las mujeres no podían ir en el cortejo fúnebre. Quizá de joven, en su pueblo natal fuera así o quizá se lo inventó o simplemente estaba equivocada pero, como yo no tenía ni la más remota idea, creí que sería cierto y que había metido la pata hasta el fondo. Por lo tanto, si no quería verme envuelto en un buen lío tenía que mantener mi historia a cualquier precio.
-Pues la madre iba delante, que yo la vi –me reafirmé con la mayor naturalidad que pude.
A pesar de ello, mi abuela no lo tenía nada claro pues me observaba con una mirada acusadora, meneando la cabeza en señal de duda más que razonable porque de razonable no había nada en todo lo dicho hasta ese momento. Quién creería que en pleno centro de Barcelona se pudiera desplegar un cortejo fúnebre como el que describí, únicamente imaginable en caso de una celebridad, rango al que no podía aspirar el pobre chaval al que yo había enviado mentalmente al otro barrio. Por no decir lo absurdo de la situación con sólo imaginar una comitiva de ese tipo recorriendo varios kilómetros a pie hasta el cementerio de Montjuïc, el más cercano a la iglesia del colegio. Pero cuando algo acaba siendo grotesco ya no hay forma de distinguir cuántas mentiras encierra. Mi inconsciencia y la suspicacia de mi abuela (nunca le pregunté qué había de cierto en esa supuesta ausencia femenina en los cortejos fúnebres de su pueblo) hizo que algo, que hubiera podido quedar en una simple brisa, se convirtiera en un huracán.
CONTINUARÁ
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ResponderEliminarPara mentir, hay que estar muy preparado , entrenado y sobre todo tener muy buena memoria,
ResponderEliminarCreo que como casi siempre que se miente, seras descubierto y pagaras sus consecuencias.. Lo veremos en el siguiente capitulo
Feliz semana, feliz verano
Un abrazo
Muy cierto. Ya es bien cierto el refrán que me dio a conocer mi abuela de que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo.
EliminarEl quid de la cuestión está, y no lo digo solo para exculparme, en la combinación entre fantasía y edad. Como digo al principio del relato, yo era un niño muy fantasioso. Esta mentira, en boca de un adulto hubiera sido una difamación en toda regla y un adulto que difama lo hace a conciencia. Yo, en cambio, lo hice sin pensar, para llamar a atención, hasta que la bola de nieve se hizo demasiado grande y me explotó en toda la cara.
Pagué con creces, creo yo, mi osadía como podrás comprobar en la segunda y última parte. No hay que olvidar que era un niño y, como tal, irresponsable.
Muchas gracias por leerme y dejar tu comentario. También te deseo una feliz semana.
Un abrazo.
Pero bueno Josep, supongo que esta historia no será personal como la cuentas, porque no te veo a ti aún de pequeño, mintiendo, jajaja. La verdad que el invento resulta un tanto tajante para llegar a la muerte, aunque todo puede suceder cuando se trata de la rotura de un cristal a cierta altura. Vamos a ver si es verdad que se coge primero a un mentiroso que a un cojo y como termina este interesante relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola Elda. Pues lamento decepcionarte pero es un hecho real por mucho que te parezca extraño. Mi desaforada inventiva y mis (al parecer) ganas de impresionar, me llevaron por una ruta realmente equivocada y, como se vio más tarde, peligrosa.
ResponderEliminarNo sé si fue por lo ocurrido pero jamás volví a mentir y aun hoy me resulta difícil decir una mentira aunque sea piadosa.
En todos los ámbitos de la vida, y sobre todo en el laboral, siempre he creído que más vale decir la verdad por dolorosa o contraproducente que sea pues al final una mentira para ocultar, por ejemplo, un error acaba en un desastre.
Así pues hay que ir con la verdad por delante, tanto por motivos éticos como prácticos.
Pero siendo niño, esto todavía no lo sabía.
Un abrazo.