viernes, 22 de febrero de 2019

Zapatero a tus zapatos



La salud es un derecho fundamental reconocido por la Declaración Universal de Derechos Humanos y quienes tenemos la gran fortuna de vivir en un país desarrollado y gozar de un nivel de vida adecuado, tenemos acceso tanto a medicamentos como a una alimentación sana. Como usuarios, además, tenemos el derecho inapelable de recibir una información fidedigna tanto de los efectos beneficiosos como de los potencialmente nocivos de lo que consumimos.

En nuestro país, los medicamentos que se dispensan sin receta médica y que no están financiados por el Sistema Nacional de Salud (SNS) pueden ser publicitados al público a través de los medios de comunicación habituales. Estos medicamentos se incluyen en el grupo de productos denominados “para el autocuidado de la salud”, pues su uso y elección queda en manos del consumidor, que decide adquirirlo y utilizarlo para paliar un problema de salud leve o bien para prevenir su aparición.

El autocuidado de la salud ha ido adquiriendo cada vez una mayor importancia y espacio en nuestra sociedad moderna. Los propios laboratorios farmacéuticos han visto en ello una gran oportunidad de negocio y el modo de contrarrestar la reducción de beneficios al ver cómo sus productos estrella han sido desbancados por los genéricos o bien desfinanciados del SNS. Y el modo de lograrlo ha sido la diversificación, dirigiendo su atención hacia el área del gran consumo, como es la de los productos dietéticos, también llamados complementos alimenticios, los productos sanitarios y los de dermofarmacia, todos ellos de precio libre y para los que el consumidor no tiene tantos reparos a la hora de rascarse el bolsillo. No puede negarse que a muchos compradores les parece más justificado pagar un elevado precio por un producto antiarrugas, anticelulítico, o adelgazante, que por un antihipertensivo, un antiarrítmico o un hipoglucemiante.

Otro cambio espectacular, y preocupante, en el área de la salud es la cada vez mayor presencia de publicaciones online y webs que se dedican a dar consejos saludables, y no solo para el tratamiento y prevención de dolencias menores (las propias de la gripe, de un resfriado, de las piernas cansadas, de la acidez de estómago, y un largo etcétera), sino también sobre dietas alimenticias.

No me pronunciaré aquí (entre otras cosas porque ya lo he hecho en alguna otra ocasión) sobre la veracidad de algunas afirmaciones y recomendaciones de pretendidos profesionales de la salud, sino sobre la aparición de nuevos vehículos informativos, como YouTube, que se escapan del control sanitario, para hacer llegar al gran público sus recomendaciones. Si puedo poner en entredicho la veracidad de muchas de estas fuentes pseudocientíficas, me parece además inaudito que personal totalmente profano en la materia se dedique a dar consejos sobre alimentación y, encima, se enriquezca con sus consejos falsos o faltos de rigor.

¿Cómo puede ser que los llamados Influencers y Youtubers puedan dedicarse a dar consejos sobre alimentación sin ser un nutricionista ni tener la mínima formación para ello?

Una prueba de tal desvarío la obtuve el pasado viernes por la noche en el transcurso de “Equipo de investigación”, programa de La Sexta, y que llevaba por título “El fenómeno sin gluten”. En dicho programa, una arquitecta Youtuber (un profesional de la arquitectura sabrá de dietética lo que cualquier ciudadano de a pie) aconsejaba eliminar de la dieta el gluten, sin importar si se era o no intolerante al mismo (enfermedad celíaca o celiaquismo). Que quede claro que el propósito de dicho programa no era otro que el de hacerse eco de los inconvenientes de esta “moda” que, al parecer, ha calado hondo en muchos consumidores, sin conocer sus inconvenientes.

El gluten es una proteína que está presente en muchos cereales (trigo, cebada, centeno y en algunas variedades de avena, básicamente) y en muchos productos alimenticios que consumimos habitualmente, incluso como aditivo.

Tampoco voy a cuestionar aquí la presencia de gluten en tantos alimentos como los que lo contienen, sino el hecho de presentarlo como el enemigo número uno de nuestra salud. No estamos hablando de un aditivo que puede producir efectos dañinos al consumirlo con regularidad. Estamos hablando de un componente natural de un producto alimenticio, como lo es la lactosa, presente en la leche, o la fructosa, en la fruta.

Aunque el gluten sea una proteína con un bajo valor nutritivo, por su deficiencia en algunos aminoácidos esenciales, es rica en otros nutrientes como la fibra, vitaminas y minerales, que son esenciales para el organismo. Así pues, una persona sin problemas de intolerancia al gluten, no tiene porqué eliminarlo de su dieta.

Vemos cada vez con más frecuencia como en muchos envases de productos alimenticios que adquirimos en el supermercado aparecen textos del tipo “sin cafeína”, “sin lactosa”, “sin azúcares añadidos”, o “sin gluten”, que solo afecta a las personas que tienen una intolerancia o alergia alimentaria a esas sustancias o bien no deben tomarlas por razones de salud, pero que se han convertido en un reclamo comercial y que el consumidor profano lo asocia a alimento más sano. También están proliferando restaurantes en los que el gluten está ausente de su menú. Este reclamo no solo atrae a clientes celíacos, que no tienen que preocuparse por si un plato contiene o no ese producto, sino por personal sin ningún problema al respecto, porque cree que así se alimentará de una forma mucho más saludable. ¿Moda? ¿Esnobismo? ¿Ignorancia?

Pero volviendo a la arquitecta Youtuber al principio mencionada (cuya identidad no he logrado descubrir y de la que solo conozco su profesión por boca de la presentadora del programa, Gloria Serra), su recomendación a favor de una dieta libre de gluten está simplemente basada en su propia experiencia y la de muchas celebrities del mundo del deporte, de la música, del cine y del mundo de la moda y del glamour, como Novak Djokovich, Miley Cyrus, Gwyneth Paltrow, Kim Kardashian y Victoria Beckham, entre otras “estrellas”, que han logrado, en su opinión, una vida mucho más saludable y, sobre todo, perder peso. En el mismo programa de La Sexta también se entrevistaba a personas que, sin ser celíacas, habían optado por una dieta sin gluten y que afirmaban haber notado una mejoría física y una pérdida de peso espectacular (en un caso hasta 25 Kg en dos meses). Expertos endocrinos y gastroenterólogos consideran, respecto a este último efecto “beneficioso”, que la pérdida de peso puede deberse simplemente al cambio de dieta, pero que a largo plazo puede tener el efecto contrario. Ello me recordó a la famosa y nefasta dieta Dukan.

Aunque incluso entre profesionales de la salud hay discrepancias sobre los efectos saludables o negativos de la presencia o ausencia del gluten (el estudio de la enfermedad celíaca todavía no ha llegado a conclusiones irrefutables sobre su presencia y prevalencia real, a pesar de conocer el mecanismo que la produce), son más las voces acreditadas en contra de su eliminación sistemática de la dieta. Así, la Dra. Sara Martínez, profesora de Nutrición y Tecnología de los alimentos de la Universidad Europea, indica que, además de sus beneficios por contener los nutrientes básicos anteriormente señalados, su eliminación permanente de la dieta puede acabar provocando una intolerancia a esta proteína. Por si eso fuera poco, se ha comprobado que, en la mayoría de los casos, quienes han decidido no tomar alimentos con gluten, aumentan el consumo de grasas y azúcares. Como el gluten, por sus propiedades organolépticas beneficiosas (gran elasticidad y buen sabor), se utiliza también como aditivo en muchos alimentos procesados, normalmente se opta por sustituirlo por grasas y azúcares u otros productos que pueden ser, a la larga, mucho más nocivos. Esa sustitución, por parte del consumidor, del gluten por productos procesados con mayor valor calórico y bajo valor nutritivo puede ser la causa del aumento de peso a largo plazo del que algunos especialistas alertan. Dicho de otro modo: es peor el remedio que la enfermedad.

El autocuidado de la salud, siguiendo esta moda del “sin” puede tener efectos perniciosos si previamente no se ha consultado a un especialista entendido en la materia. Por lo tanto, lo verdaderamente peligroso, en mi opinión, es seguir los consejos de un personal no cualificado y que pone de moda ciertas tendencias y dietas para adelgazar o para estar en forma, promoviendo el consumo de productos “naturales” y, por lo tanto, necesariamente saludables. Como resultado de esa promoción exagerada del empleo de ciertas sustancias, presentándolas como la panacea para mantener una salud de hierro y lograr una longevidad en condiciones envidiables, vemos cómo multitud de productos en el mercado, de uso múltiple y muy variado, se formulan a base de ellas. Ahora encontramos extractos de Aloe Vera hasta en la sopa y los antioxidantes más exóticos están presentes en todo tipo de preparados, ya sean cosméticos o dietéticos.

No hay mejor “tratamiento” saludable que comer sin exceso y variado, pues en una dieta saludable, como es la mediterránea, encontraremos todos los ingredientes naturales necesarios e imprescindibles para mantenernos sanos. Y si ello lo complementamos con un ejercicio regular, mucho mejor. Solo debemos evitar tomar aquello que realmente, de forma contrastada, sea perjudicial para nuestra salud.

Mi formación en Ciencias de la Salud, no es lo suficientemente especializada como para postularme como un experto en nutrición, pero creo tener los conocimientos y el sentido común necesarios para recomendar huir de esos falsos profetas que, sin ninguna preparación, se dedican a sermonear desde un púlpito virtual a un público necesitado de fórmulas milagrosas para estar en plena forma física y mental. Soy de la opinión de que se debería prohibir e incluso sancionar esa práctica que campa a sus anchas por las redes sociales, suplantando a quienes se han formado y adquirido los conocimientos necesarios para asesorar al consumidor. Una cosa es dar consejos sobre decoración, moda, pastelería o bricolaje, y otra muy distinta es ejercer un claro intrusismo profesional. Ya lo dice el refrán: zapatero a tus zapatos.



viernes, 15 de febrero de 2019

Ni acoso ni abusos



El acoso escolar, conocido también como bullying, y los abusos sexuales perpetrados por docentes y religiosos, están a la orden del día. Si bien algunos de los casos de acoso sexual a menores que ahora se denuncian con creciente frecuencia acaecieron hace diez, veinte y hasta treinta años, otros muchos siguen produciéndose y el hostigamiento en la escuela por parte de los propios condiscípulos parece que es una lacra que ha aparecido o recrudecido en estos últimos años.

Debo ser un privilegiado o, más bien debería decir que fui un niño afortunado, pues en mi época escolar no sufrí ni lo uno ni lo otro. Pasé once años de mi vida, de los seis hasta los diecisiete, en un colegio religioso. El número de estudiantes por clase rondaba los cuarenta y en algún curso hubo hasta tres grupos de alumnos, así que un total de ciento veinte muchachos por curso parecería un número suficiente para que hubiera entre ellos más de un matón o abusón. En cuanto a los sacerdotes, aunque la mayoría de la comunidad escolapia ─que no era, por cierto, muy numerosa─ se dedicaba a tareas administrativas, una cuarta parte, aproximadamente, ejercía la enseñanza, la tutoría o bien la confesión y la dirección de los ejercicios espirituales tan en boga en aquella época en instituciones religiosas y, por lo tanto, tenía contacto directo con niños y adolescentes.

Yo podría haber sido una presa fácil, tanto para el típico bravucón amedrentador como para el pederasta, pues era un niño tímido, apocado, reservado, introvertido, nada revoltoso ni respondón, y mucho menos pendenciero, de esos que siempre están buscando problemas y que no saben mantener el pico cerrado, por mucho que se sienta amenazado. Y, aun así, nunca nadie abusó de mí, ni física ni psicológicamente. Por eso, visto lo que ocurre a nuestro alrededor, repito que puedo sentirme afortunado.

Mi candidez, o prefiero llamarla inocencia, en cambio, hizo que, a eso de los nueve o diez años de edad, no entendiera el significado de una supuesta broma de la que fui objeto por parte de un adulto (no sabría decir su edad). Recuerdo todavía con claridad su sonrisa irónica cuando, en los lavabos del cine del colegio, un domingo por la tarde, durante el descanso (echaban dos películas y era un cine abierto al público, aunque generalmente solo asistían los alumnos y sus familiares), me preguntó qué tenía en la mano. Solo al cabo de unos años, al recordar ese “extraño suceso”, adiviné su malintencionada pregunta, a la que entonces no supe responder.

Hace unos días, ante tantas denuncias de abusos sexuales y de acoso escolar, me pregunté si lo mío fue una excepción y me salvé de ambos abusos por suerte o es que en los años sesenta no ocurrían con tanta frecuencia como ahora, así que le pregunté a un buen amigo y antiguo alumno del colegio si él había sido objeto de algún tipo de abuso o sabía de algún compañero que sí los había sufrido. Una rotunda negativa fue su respuesta. El único hecho “escandaloso” del que tuvimos conocimiento al cabo de unos años de haber abandonado el colegio fue que tres sacerdotes colgaron los hábitos por una mujer, algo muchísimo más razonable que inclinarse por los tocamientos a niños para combatir los estragos psicológicos del voto de castidad.

La pederastia ha existido siempre, solo que ahora salen a la luz muchos casos que se mantuvieron ocultos por miedo o vergüenza de quien sufrió esa experiencia. En cuanto al llamado bullying ya no lo tengo tan claro. A lo largo de la historia ha habido bastantes casos en los que niños y niñas han sufrido burlas, vejaciones e incluso maltrato físico, pero me da la impresión de que últimamente ─y por últimamente me refiero a lo que llevamos de siglo─ se ha disparado el número de casos, llegando a situaciones verdaderamente crueles y dramáticas. Las nuevas tecnologías han empeorado, si cabe, la situación, pues juegan un papel importante y coadyuvante al clásico maltrato psicológico, al hacer posible su divulgación por las redes sociales. En mi época, al margen de los insultos del tipo “cuatro ojos”, “enano”, “jirafa” o “vaca lechera”, destinados a burlarse del que llevaba gafas, era el más bajito, el más alto o más gordo de la clase, o bien de las típicas peleas de niños, nunca supe de casos de persecución y mucho menos de agresión física a un compañero para dañar su autoestima de forma consciente y voluntaria.

¿Qué está pasando en nuestra sociedad? No solo se multiplican los casos de abusos a niños y niñas por parte de quienes deberían protegerlos (profesores ─tanto religiosos como laicos─, entrenadores, monitores, etc.) y se desvelan a diario casos antiguos de pederastia repetida, sino que la violación a niñas y mujeres de cualquier edad, en solitario o en grupo, ha alcanzado la categoría de alarma social. ¿Dónde está el fallo? ¿Es culpa de los padres, de los educadores, de esa sociedad que divulga por internet situaciones aberrantes que pasan por normales? Se ha dicho que los jóvenes de hoy empiezan a consumir pornografía ¡a los once años!, en la que, además, la mujer es tratada como un objeto sexual.

Para combatir todos estos abusos habrá que lidiar desde distintos frentes. Solo un sistema que conciencie a todos los actores que intervienen en cada ámbito social y que sea intransigente y ejemplarizante ante cualquier abuso, pondrá la primera piedra a la verdadera solución del problema.

El lema “ni acoso ni abusos de ninguna clase” debería formar parte del ideario educativo y político en defensa del ciudadano en general y del menor en particular. No sé si veré cumplido ese objetivo, pero sí espero que lo vean las siguientes generaciones.

Lo dicho: debo considerarme un afortunado por no haber sido objeto de ninguna clase de abusos. Ni siquiera en la “mili” tuve que soportar ninguna broma pesada. ¡Qué suerte la mía!



martes, 5 de febrero de 2019

Preguntas indiscretas




Hay preguntas que uno se hace con cierta frecuencia, pero que no se atreve a formular en voz alta, y menos a quien debería contestarlas, por simple prudencia, pues si es indiscreta o molesta, en el mejor de los casos no recibiremos respuesta o esta estará a la altura de nuestra osadía.

Como, por lo general, mis disquisiciones vienen a cuento de algo que ha ocurrido o se me ha ocurrido recientemente, estos son tres de los interrogantes a los que nadie me ha sabido contestar convincentemente y que hace tan solo unos días me han vuelto a asaltar:


¿Por qué lo/as meteorólogo/as disfrutan dando una previsión del tiempo tremendamente negativa?

¿Os habéis fijado con cuánta vehemencia, profusión de datos y parafernalia gesticular informan estos profesionales del advenimiento de una gran borrasca, un viento huracanado, un frio polar, o ártico (nunca he sabido cuál de los dos es peor), una inversión térmica, una ciclogénesis explosiva o, en el otro extremo del espectro climatológico, una ola de calor sahariano? Quizá es que las malas noticias son más noticiables, valga la redundancia, y que la gente también se interesa mucho más por ellas, como lo demuestra la emoción con la que las acoge y comparte. O quizá será que el “buen tiempo”, entendiendo como tal una estabilidad y/o normalidad climática acorde con la época del año, les resulta monótono e incluso aburrido. ¿Acaso no es lógico que en invierno haga frío y en verano calor?

Entiendo que lo que se sale de la normalidad estadística llame la atención, tanto de los físicos como de los ciudadanos de a pie totalmente legos en la materia. Estar a 20ºC bajo cero en una zona en la que, en pleno invierno, suelen alcanzarse los -2ºC es algo insólito y digno de mención, por su interés científico como por simple curiosidad. Pero lo que me llama la atención es la excitación emocional con la que nuestros hombres y mujeres del tiempo dan esa noticia y pronostican otras peores (el porcentaje de aciertos es otra historia), que de agradables no tienen nada, y cómo la contagian al resto de la población.


¿Por qué hay parejas (o uno de sus miembros) que no quieren conocer el sexo del bebé antes de nacer?

Desde hace décadas las ecografías nos muestran la evolución del embrión y del feto. Es, pues, esta una herramienta extremadamente útil que nos indica que todo va bien durante la gestación o, por el contrario, si existe alguna anomalía que, al conocerla con la suficiente antelación, nos puede permitir tomar medidas preventivas o cautelares. Entonces, si esa técnica nos muestra cómo es y cómo evoluciona el futuro bebé, ¿por qué hay quien le pide al ginecólogo o a la ginecóloga que le oculte la naturaleza de sus atributos sexuales?

Ciertamente, conocer de antemano una anomalía es muchísimo más importante que conocer el sexo. Lo primero puede tener solución, lo segundo no. También estoy de acuerdo con que no es imprescindible saber el sexo si solo es para elegir el nombre de la criatura cuatro o cinco meses antes de dar a luz o para saber si habrá que vestirla de azul o de rosa (si es que eso todavía se lleva), y ahorrarse así cambiar luego la ropa comprada con la debida antelación.

Pero no es por ello por lo que me pregunto el motivo de querer ocultar el sexo de la criatura hasta el momento del parto, allá cada uno con sus planificaciones o improvisaciones. Lo que realmente me llama la atención de esa solicitada ocultación es la falta de curiosidad o, con toda probabilidad, el deseo de postergar el conocimiento de ese dato. ¿Cómo puede ser, me pregunto, que teniendo en pantalla esa evidencia, se nieguen a que se les desvele para, según he podido oír recientemente y una vez más, mantener la emoción hasta última hora? De ser así, cabría preguntarse también si, cuando el niño o la niña haya nacido y todavía esté en el paritorio, no habrá quien, para prolongar todavía más ese interrogante, dilatar esa emoción y mantener el suspense, pida al médico o a las enfermeras que no se lo/la muestre desnudo/a hasta que no esté en su cunita y tenga que cambiarle el pañal. Así habrán ganado un tiempo más de intriga.


¿Por qué, después de una comida pantagruélica, hay quien pide sacarina para endulzar el café?

¿Cuántas veces no habremos visto cómo, tras una opípara comida rica en hidratos de carbono, grasas y proteínas ─vamos, de todo─, y que se ha rematado con una suculenta tarta, un flan con nata, un helado de tres gustos o cualquier dulce como postre, cuando le llega el turno al café, se pide al camarero cambiar el terrón o el sobre de azúcar por uno de sacarina u otro edulcorante sintético con el que endulzar esa amarga infusión?

Si tenemos en cuenta que una cucharadita o sobre de azúcar normal contiene, según la fuente consultada, entre 16 y 30 calorías y que una comida no vegana, abundante y rica en todos los nutrientes y compuestos alimenticios habidos y por haber, puede tranquilamente rondar las 1.500-2.000 calorías (en realidad son Kilocalorías), ¿a qué vienen esos escrúpulos de última hora, evitando añadir a esa copiosa ingesta un sobrecito de azúcar de mesa? Supongo que será por remordimientos, para aplacar nuestra mala conciencia o como signo externo de contención una vez ya hemos sobrepasado exagerada y deliberadamente el límite recomendado. ¿No sería mejor, o más racional, compensar ese exceso con una cena frugal baja en calorías? A no ser, claro está, que a uno le guste más el sabor del edulcorante sintético que el del azúcar de caña o de remolacha, ya sea blanco o moreno.


Que conste que soy de los que piensan que cada uno puede hacer lo que desee y comportarse como le venga en gana, mientras no moleste ni obligue a los demás a seguir su ejemplo. No obstante, hay cosas que me llaman poderosamente la atención y para las que, como he dicho al principio, no tengo una respuesta convincente (al menos para mí). También es cierto que todos (o casi todos) manifestamos comportamientos que pueden parecer extraños al resto de mortales, tenemos nuestras filias y nuestras fobias, nuestros tics y nuestras manías. Así que esta entrada no tiene porqué considerarse una crítica negativa en toda regla, sino más bien una de mis reflexiones inconexas. Uno, que es curioso por naturaleza. Aunque debo reconocer que alguien que parece disfrutar dando malas noticias sí que me molesta. Y mucho. Más aún, me da una rabia…

¿Y a vosotros/as os ocurre igual? ¿Tenéis alguna fobia social, o una duda o incógnita que hasta ahora nadie os ha sabido aclarar?