sábado, 27 de junio de 2020

Unas vacaciones diferentes



Quien más quien menos, espera las vacaciones de verano con verdaderas ansias, salvo los que, por desgracia, no pueden permitirse el lujo de salir fuera, ni que sea una semanita. Pero, aun así, siempre viene bien un descanso, un paréntesis que permita olvidarse por un tiempo del trabajo, para quien tiene el privilegio de tenerlo, claro está.

Hechas esas aclaraciones, tan necesarias en la actualidad, quiero dedicar este espacio al modo en que, quienes podemos disfrutarlas, vamos a pasar el periodo vacacional.

El turismo es el sector que más riqueza aporta a la economía española, representando casi el 15% del PIB y genera unos tres millones de empleos, aunque sean temporales. 

A pesar de que ya estamos en verano, dadas las circunstancias actuales, todavía es prematuro saber las consecuencias económicas exactas que tendrá la “nueva normalidad”, tras el levantamiento del estado de alarma, en la llamada industria turística.

Se calcula que, por cada semana sin recibir turistas extranjeros, el sector dejaría de ingresar unos cinco mil millones de euros. Al parecer, desde el 1 de julio, se permitirá, con algunas restricciones, el flujo de visitantes extranjeros, pero el temor al contagio muy probablemente disuadirá a muchos de ellos de visitar nuestro país, decantándose por otros destinos más seguros. Mientras escribo estas líneas, España se sitúa en el octavo lugar, detrás de los EEUU, Brasil, Rusia, India, Reino Unido, Perú y Chile, y por delante de Italia e Irán, en el top ten de los países más afectados por la Covid-19.

La situación se presenta muy delicada, pues si se abren las fronteras, aunque solo sea en el espacio Schengen, podemos recibir turistas de países con un mayor número de contagios que, aun siendo asintomáticos, a la salida de su país y a la entrada en el nuestro, nadie puede negar que luego propaguen la infección a los españoles que los esperan con los brazos abiertos, lo que agravaría más la situación ya que, puestos a decirlo todo, no es que seamos un ejemplo de prevención. Solo hay que ver los rebrotes puntuales que se van sucediendo en nuestra geografía “gracias” a la permisividad de las autoridades y a las ganas incontenibles de juerga por parte de muchos jóvenes, y no tan jóvenes.

No quiero ser aguafiestas y espero que no tengamos que lamentar más el remedio que la enfermedad y que para reactivar la economía del país tengamos luego que retroceder al puesto de partida y todos de nuevo confinados en casa al terminar el verano.

Es bien conocido que el balance económico del turismo nos hace más receptores que emisores, pues hay muchos más visitantes extranjeros que vienen a España que turistas españoles que viajan al extranjero. Y como consecuencia de ello, lo que deja el turista extranjero en nuestro país supera con creces lo que nosotros dejamos fuera de España.

Así las cosas, lo más prudente sería incentivar el turismo local, pero del mismo modo que no se pueden poner puertas al campo, difícil es que la gente se quede en casa, entendiendo por casa su región o regiones aledañas con el mismo grado de peligrosidad.

Solo el temor a enfermar puede aplacar las ganas de salir fuera de nuestras fronteras y que quienes viven fuera de ellas no se vean con ánimos de cruzarlas. Aun en el mejor de los escenarios, habrá, con toda seguridad, un menor flujo de turistas venidos de otros países y muchos menos viajes al extranjero. Y aunque nos inclinemos por el turismo local o nacional, me atrevería a pronosticar que el movimiento interno también será menor o, cuanto menos, me menor recorrido. Y como consecuencia, menor será el dinero invertido en hacer turismo. Es lo que hay.

Todo está en manos de la concienciación ciudadana, aunque vistos los rebrotes habidos en varias localidades españoles por culpa de la falta de un mínimo sentido común, la avalancha de extranjeros que está invadiendo Ibiza y Menorca ya durante los primeros días de “libertad”, y la posible invasión de esos miles de ingleses que abarrotan sus playas de forma inimaginable (véase la imagen de cabecera) y de otros turistas descerebrados (los del turismo de borrachera), me temo que una vez pasado el mes de agosto sufriremos las consecuencias del descontrol de esa población incívica, tanto de fuera como de dentro de nuestro país.

Nuestras vacaciones serán anómalas, por supuesto. Me cuesta creer que se podrá controlar el aforo máximo permitido en cualquier lugar propenso a la aglomeración. Quizá el santuario de Covadonga, el parque natural de Cabárceno, la mezquita de Córdoba, el teatro romano de Mérida o el Monasterio de Piedra, puedan cumplir las normas de seguridad, pero no me imagino una parcelación y el mantenimiento de la distancia social en playas en las que cada verano se apiñan miles de personas ávidas de sol y de baño. Como dicen los ingleses, wait and see o, lo que es igual, veremos qué pasa.


viernes, 19 de junio de 2020

¿Quién quiere sacrificarse?



Si la pregunta fuera “¿quién quiere ser millonario?”, como aquel concurso presentado por Carlos Sobera, todos levantaríamos la mano, pero, a la hora de ser generosos y hacer sacrificios, la cosa pinta bastos.

Vaya por delante que el tema que hoy traigo me resulta complicado de tratar, por cuanto sé que puedo pecar de ignorante y, a tenor de lo cual, injusto para una parte de la sociedad empresarial. Del mismo modo que, azuzados por la crisis provocada por la Covid-19, se ha debatido mucho sobre el difícil equilibrio entre preservar la salud y mantener el país a flote, también hay otro equilibrio difícil de mantener y que invita a un duro debate: el de la salud económica del empresariado frente a la del proletariado. Sé que este último término suena a comunismo, pero no deja de ser proletario quien vive a duras penas de su trabajo. Y, además, empresario y proletario riman a la perfección, aunque, por definición o por naturaleza, estén condenados a no entenderse.

En tiempos de crisis económica, como la que estamos vislumbrando, los empresarios —y, en su nombre, la patronal— se apresuran a dejar claro, muy claro, que la crisis será dura, muy dura, probablemente la más dura jamás vista desde la guerra civil. Con ello quieren mentalizar a la clase trabajadora que lo va a pasar mal, muy mal, como jamás lo había pasado hasta ahora. Debe de ser una buena táctica para que luego no les pille por sorpresa y se les ocurra quejarse.

En momentos realmente difíciles, hay que tomar decisiones y medidas difíciles. Es momento de sacrificios. Pero ¿quién va a sacrificarse? La clase media, media-baja y baja ya está acostumbrada a “apretarse el cinturón” cuando las cosas van mal. Pero ¿y los empresarios? ¿También están dispuestos al sacrificio? Y no me refiero al pequeño empresario, al dueño de un taller de barrio, de un bar o de un restaurante modesto. Me refiero a las cadenas se supermercados, a las grandes superficies, a las grandes empresas nacionales y multinacionales. En el primer caso, los trabajadores entienden que la supervivencia del negocio está tocada y el barco se hunde, y, ante la pérdida de sus puestos de trabajo, poco o nada pueden hacer. En la crisis económica del 2008, hubo trabajadores que aceptaron, por el bien de la empresa y el suyo propio, ver reducido su salario o las horas de trabajo. Si un trabajador sabe que los pedidos o las ventas escasean y que los números no salen, apechuga con la situación. Lo malo es cuando algún empresario “listo” se aprovecha de la crisis y, una vez esta ha pasado, no readmite al personal que dejó en la calle, pudiéndolo hacer, y el que queda tiene que hacerse cargo de la nueva situación. Cuántos restaurantes no habré visto que, al menguar notablemente la clientela, redujeron, por ejemplo, de seis a tres el número de camareros, pero cuando la situación se recuperó, solo incorporaron a uno, con lo cual la nueva plantilla de cuatro empleados tuvo que hacerse cargo del trabajo que antes realizaban los seis. Y cobrando lo mismo o menos.

Pero dejando a un lado a estos pequeños empresarios sin demasiados escrúpulos, mi intención es la de criticar, o comentar, la actitud de los grandes ante la crisis del sector, sea cual sea este, esos que no saben lo que es apretarse el cinturón, el propio, me refiero.

Pero, claro, como hay que salvaguardar el buen funcionamiento de la trama empresarial, protegiendo su supervivencia, por ser el motor económico del país —cosa que no niego—, la única forma de hacerlo es despidiendo a los trabajadores, ya sea mediante un ERE o un ERTE, que, por lo menos, es menos grave. Solo es cuestión de comprobar si la T de Temporal será o no será. De momento, los empresarios exigen su prolongación hasta final de año, luego ya se verá.

Todos queremos ganar dinero y cuando vemos que nuestros ahorros menguan, nos cabreamos. Yo no juego a la bolsa, porque es como jugar a la ruleta, pero tengo algunos ahorrillos en fondos de inversión. Y hay que ver cómo cuando sopla una simple brisa de incertidumbre —porque Trump ha dicho esto o aquello, o porque los chinos se han cabreado con los japoneses, o porque Rusia apoya a Turquía en la lucha contra los Kurdos, o porque Siria e Irán andan a la greña, o porque está lloviendo de canto y eso no es normal— las bolsas se desploman y de rebote toda la economía se resiente, especialmente la de los ahorradores, los que no tienen culpa de nada. No soy muy dado a las suspicacias y mucho menos a las conspiraciones, pero a veces he llegado a pensar que todo está hecho a propósito. Y no me refiero a las refriegas políticas sino al aprovechamiento de cualquier inestabilidad, por pequeña que sea, para darle a la trituradora y que alguien acaba sacando tajada del empobrecimiento de los demás. Es claro y notorio que es en épocas de crisis cuando los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres.

¿Por qué los empresarios españoles están totalmente en contra de la contrarreforma laboral? Porque, dicen, ello pondría en peligro la creación de empleo. ¿Por qué no dicen la verdad, que no quieren perder privilegios en forma de despidos libres y a un coste irrisorio? Cuando las grandes empresas ganan dinero a raudales —miles de millones de euros al año—, ¿quién se queda con los beneficios? Cuando esas mismas empresas dejan de ganar tanto dinero —para ellas ganar menos es perder, calificándolo con el eufemismo de crecimiento negativo—, ¿quién acude en su ayuda? Solo con mencionar dos casos de flagrante inmoralidad, como el caso Castor y el recate de la banca, tenemos suficiente para entender cómo funciona el sistema. Si yo invierto en un proyecto prometedor y este se va al garete y lo pierdo todo, ¿quién me va a resarcir? Nadie. Es mi problema. Pero cuando un grupo empresarial arriesga dinero en un proyecto millonario para construir un depósito artificial de gas natural y ello fracasa por culpa de errores técnicos y de una grave negligencia en el estudio del impacto medioambiental, no pierde ni un solo euro porque el Gobierno de turno se lo compensa a fondo perdido. En otras palabras, todos los ciudadanos nos vemos obligados a resolverles el problema. ¡Manda huevos! Si el proyecto hubiera sido todo un éxito, ¿acaso habríamos salido beneficiados económicamente de algún modo? Y no toquemos el tema del rescate de la banca, porque ya huele a podrido.

Insisto en mi ignorancia en temas macroeconómicos, mis apreciaciones son solo el resultado de lo que veo y me pregunto. Sé, por supuesto, que una empresa privada tiene la “obligación” de ganar dinero, de lo contrario no tendría razón de ser. Si alguno de nosotros tuviera, aunque fuera una pequeñísima participación en acciones, querríamos que devengaran beneficios, no pérdidas. Pero la gran mayoría de esas empresas quieren seguir ganando el mismo dinero de siempre, aunque sea a costa de sus trabajadores y de sus salarios de mierda. Me cuesta creer que una gran multinacional que factura un billón de dólares al año no pueda resistir una caída, por fuerte que sea, en las ventas durante tres meses. ¿Acaso no tiene un “caja de resistencia” con los pingües beneficios que ha ido acumulando año tras año? El Corte Inglés o Zara, por poner dos ejemplos, ¿no pueden resistir una crisis temporal? Entiendo que no sea oportuno, a nivel empresarial, seguir pagando los salarios íntegros a los trabajadores mientras estos están ausentes de su puesto de trabajo, aunque sea por una causa ajena a su voluntad, pero que no se aprovechen de que el Pisuerga pasa por Valladolid, para obtener beneficios, fiscales o del tipo que sea, más allá de lo justo y necesario.

Además, muchas de estas empresas seguro que recuperarán las ventas perdidas en cuanto se abran las puertas al comprador. Quien quería comprarse un artículo de consumo y no lo ha hecho durante el confinamiento, lo hará tan pronto tenga ocasión. Los únicos que no podrán recuperar lo perdido son quienes viven de acontecimientos turísticos de temporada, especialmente los que regentan negocios de pequeño y mediano tamaño. Los hoteles de cuatro y cinco estrellas y los restaurantes de alto copete y con estrellas Michelin, con solo incrementar un poco sus precios podrán recuperar parte de lo perdido. El dinero es como los anticuerpos, quien más tiene, mejor resiste el embate de un virus malicioso.

Todos queremos ganar dinero, sobre todo los que menos tienen. Pero quienes tienen las arcas llenas, bien podrían dar ejemplo de austeridad y asumir que estamos en la época de las vacas flacas y empezar a mentalizarse de que, por un tiempo, también tendrán que apretarse el cinturón. Todos debemos contribuir a mantener el Estado del bienestar, o lo más parecido a ello, sin excepciones.

¿Quién dijo “de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades? ¿A ver si resultará que soy comunista y no me había percatado? No lo sé, pero que soy un iluso utópico, eso seguro. ¿Cómo voy a creer que las grandes fortunas van a sacrificarse si son las que pagan menos impuestos?


jueves, 11 de junio de 2020

Risas enlatadas



El pasado mes de abril dedicaba una entrada a la música enlatada, al playback que sustituye la voz y la música de un cantante y de su banda en directo por una grabación, por motivos básicamente técnicos y económicos.

La de hoy está dedicada a otro tipo de efecto enlatado, o pregrabado, para añadirlo a una serie o programa de televisión. Se trata de las risas de fondo que se oyen tras un gag o un chiste, ya sea del presentador o del actor protagonista.

Este recurso era muy frecuente en la televisión de los años sesenta y setenta, especialmente en las comedias norteamericanas. Pero hoy día todavía se emplea, si bien con menor frecuencia. Tenemos, por ejemplo, a una de mis series de humor favoritas, “The Big Bang Theory”, en la cual tras casi cada frase de sus protagonistas le sigue una algarabía de risotadas. En otras series anteriores a esta y también de factura americana, “Como conocí a vuestra madre” y la famosa Friends, se utilizaba el mismo señuelo para provocar la risa de los espectadores. Y existen muchos más ejemplos, tanto internacionales como nacionales.

En el teatro existía algo parecido, la llamada claque o clac, en forma de un grupo de espectadores que debían aplaudir en un momento determinado siguiendo las indicaciones del jefe de claque. En mi juventud, asistí en más de una ocasión a una obra de teatro como integrante de ese excelso grupo de animadores a cambio de entrar gratis. Pero, eso sí, nos situaban en el “gallinero” y muchas veces en unas localidades con una visibilidad bastante limitada.

Esa claque, que en el teatro ha dejado de existir, se trasladó a algunos programas de televisión en directo y con público en el plató. Un empleado o bien una pantalla luminosa indica a ese público cuándo debe aplaudir. Es como el aditivo necesario para realzar la calidad del producto.

Dejando los aplausos aparte y volviendo a las risas incorporadas en un programa o serie de televisión, debe ser este un artilugio muy eficaz, de otro modo habría desaparecido. Lo que ignoro es la forma de comprobar su efecto entre el público de casa y me pregunto si es realmente necesario que nos provoquen la risa oyendo risas. Que la risa es contagiosa es algo que todos hemos experimentado, pero considero un descrédito para una obra, sea del tipo que sea, que tenga que ganarse la carcajada del espectador de una forma tan burda e infantil. ¿Acaso somos tan tontos que no somos capaces de captar una chanza y reírnos de ella sin que nada ni nadie nos lo indique? Pongamos por ejemplo a uno de los muchos monologuistas que existen en nuestro país. Si son realmente buenos la gente reirá sin necesidad de que nadie se lo ordene. Si mi admirado y desaparecido Eugenio hacía reír al público era por mérito propio, no porque hubiera al fondo de la sala un grupito de gente pagada para provocar la risa del personal.

Así pues, ¿nos tratan de bobos sin sentido del humor? A lo peor, no me he dado cuenta y yo soy uno de esos que sin risas de fondo no reiría la gracia del gracioso. Pero, ahora que lo pienso, en más de una ocasión he llegado a decir “No le veo la gracia”. Así pues, debo ser normal. ¡Qué alivio!



jueves, 4 de junio de 2020

S.O.S. Juegos peligrosos



La imagen que ilustra esta entrada es la que me ha motivado a escribirla. El lugar es una playa de la localidad de Dorset, al sur de Inglaterra. En un programa de televisión sobre el comportamiento arriesgado de algunos jóvenes, se mostraba a uno de ellos en lo alto de este peñasco, en la cima de la curvatura rocosa, y cómo, animado y coreado por otros jóvenes desde la playa, saltaba de cabeza al agua. A continuación, se comentaba el número de casos que esa práctica había acabado con serias lesiones e incluso con algún traumatismo cráneo-encefálico. Y aun así continúa el espectáculo cada dos por tres.

Nunca he entendido, ni entenderé, ese comportamiento absurdo y altamente peligroso de algunos descerebrados que buscan salir en la foto. O bien hacerse un selfie en un rompeolas cuando hay temporal y está prohibido acercarse al mar, o de pie en el extremo de un precipicio sometido a un vendaval (hace poco una chica se precipitó al vacío por culpa de una ráfaga de viento). Y dejo en un aparte a los practicantes del balconing, porque estos ya ni tan solo entran en la lista de los animales racionales.

No estoy en contra de los deportes de aventura, allá cada uno con su vida, con su forma de divertirse y de, como se suele decir, liberar adrenalina. Pero si alguien practica un deporte que reviste peligrosidad —aunque quienes lo practican nunca quieren admitirlo— deberían tomar las máximas precauciones para que nadie más que ellos puedan verse comprometidos. Hace unos días veía cómo dos parapentistas chocaban y se enredaban en pleno vuelo a cuatro mil metros de altura. Por fortuna, pudieron desenredarse antes de estrellarse contra el suelo. Pero lo que más me llamó la atención fue que a su alrededor había otros parapentes volando a una cierta distancia y que el viento —como así sucedió con estos dos protagonistas— podía acercar peligrosamente.

Aparte de algunas majaderías o insensateces, hay actividades de alto riesgo que, como decía anteriormente, no solo ponen en peligro a quien las practica, sino a terceras personas, esas que, aun estando bien preparadas, tanto técnica como físicamente, son las que tienen que ir a socorrerlas en caso de accidente. Me parece injusto, e incluso irresponsable, que un bombero, un agente rural o un guardia civil de montaña tenga que arriesgar su vida para salvar la de alguien que ha cometido una imprudencia. Y no me refiero a un alpinista con gran experiencia que ha sido engullido por un alud o se ha despeñado por una causa fortuita difícilmente controlable. Me refiero a los que no siguen las recomendaciones y se saltan las normas practicando una actividad en zonas señalizadas como peligrosas.

En más de una ocasión se ha planteado que quien actúa de ese modo y, por su mala cabeza, obliga a movilizar a una dotación de salvamento, pague los gastos derivados de ello. Hasta ahora, tengo entendido que en muy pocos casos se ha aplicado esta propuesta.  La Guardia Civil de montaña o del mar nunca cobra por un servicio de rescate o salvamento, pues se considera que es un servicio público y gratuito. Solo algunas CCAA aplican, en determinados casos, alguna tasa, pero que no llega a cubrir el coste del rescate.

Nadie tiene derecho a poner en riesgo a nadie ajeno a su actividad. No creo que debamos decir que “para esto están los rescatadores”. No es lo mismo acudir a sofocar un incendio por causas fortuitas o naturales que hacer frente a un incendio forestal provocado por un pirómano. No es lo mismo que un vigilante de la playa se lance al mar a socorrer a quien ha sufrido un desvanecimiento y se está ahogando que tener que lanzarse a un mar embravecido por culpa de los que hacen caso omiso a la bandera roja y se echan al agua. También en estos casos deberíamos aplicar el concepto de “quien la hace la paga”. Si con su comportamiento incívico e irresponsable obliga a un tercero a ir a socorrerle, con el consiguiente peligro para este, debe pagarlo de algún modo y no solo con un tirón de orejas.

Y estos jóvenes (y no tan jóvenes) intrépidos no solo se “lucen” en el mar, en el aire, en la montaña o en las profundidades de la tierra, también los vemos a diario en las carreteras y en las calles. Son los automovilistas, motoristas, ciclistas y “patinetistas” que son sus actos irresponsables ponen en serio peligro la integridad física de los demás. Y últimamente ha aparecido una nueva modalidad de actuación peligrosa, la de aquellos que no respetan las normas para evitar el contagio de la Covid-19, pues no solo ponen en riesgo su salud sino la de los que les rodean.

Hay gente que todo se lo toma como un juego. Pero hay juegos muy peligrosos y luego todo son lamentaciones.