lunes, 22 de julio de 2019

Tiempo de lectura y descanso




En esta ocasión mis dos blogs comparten, excepcionalmente, contenido. Por lo tanto, si estáis leyendo este, podéis absteneros de visitar el otro. Hay que ahorrar tiempo, y de tiempo, en cierto modo, es de lo que tratan.

Todo llega en esta vida, y algunas cosas llegan en muchas ocasiones. Esta, en concreto, una vez al año, por lo menos.

No es que sienta envidia de mis compañeros, masculinos y femeninos, habitantes y asiduos de esta blogosfera, y quiera emularlos. Pero sí es cierto que a medida que avanza el verano aumentan las ausencias y calores, mientras disminuyen los lectores, masculinos y femeninos.

Aun así, podría seguir escribiendo, pero prefiero tomarme también un descanso, no sé si merecido o no. Hay tiempo para todo, también para el silencio, el silencio de las teclas, porque la mente sigue hablando. La mente siempre está en modo ON. El día que esté en OFF, la habremos espichado, con perdón de la vulgaridad.

Si bien siempre hay tiempo para la lectura, aunque los holgazanes digan lo contrario, se acerca el momento de dejarle más espacio. Las horas mal llamadas muertas, a las que prefiero llamar indolentes, nos ofrecen la gran oportunidad de pasar más tiempo en compañía de un buen libro.

Así pues, yo también iré preparando las maletas para disfrutar de un tiempo de lectura y descanso. En tanto el tren no haya salido de la estación, seguiré pegado a los blogs de quienes sigan al pie del cañón, pero una vez aquel haya arrancado, yo también me habré convertido en un ausente más de este mundo virtual.

Que disfrutéis de vuestro tiempo de reposo, haciendo lo que sea o no haciendo absolutamente nada.

¡Hasta la vuelta!

martes, 16 de julio de 2019

Peatón, feliz peatón



Antes de retirarme a mis aposentos de verano, respirando el aire puro de la montaña o el yodado de la playa, he querido dejar mi granito de arena en forma de esta nueva reflexión mundana que he estado a punto de abortar por banal. Pero la reiteración del hecho a criticar y la molestia que me provoca, me ha impulsado a seguir con mi plan original. Y aquí está.

Empezaré lanzando la siguiente pregunta retórica: ¿Por qué nos cuesta tanto ponernos en la piel de los demás? ¿Por qué cuando estamos sentados al volante vemos a los peatones como una molestia y cuando somos peatones vemos a los conductores como a un enemigo?

Siempre he intentado aplicarme la norma ética, atribuida a Confucio, que dice “no quieras para los demás lo que no quieras para ti”. Si todo el mundo se la aplicara a rajatabla, si fuéramos más tolerantes, la convivencia sería mucho más fácil. Pero he observado que esa actitud prácticamente no existe.

Teniendo en cuenta que de un tiempo a esta parte soy mucho más peatón que conductor, considero esta crítica dirigida al ciudadano de a pie, en el sentido más estricto de la palabra, más objetiva de lo que posiblemente habría sido hace unos años.

Es obvio que un vehículo siempre tiene las de ganar frente a un peatón y de ahí que, tanto conductores como peatones, debamos ser muy cautelosos y respetuosos a la hora de circular por zonas donde ambos coincidimos. Pero hay quien cree que los conductores son los únicos que deben atenerse a unas normas de circulación, cuando el peatón también está obligado a respetar unas reglas de conducta. Y es precisamente el ─según mi apreciación─ cada vez más frecuente comportamiento inadecuado por parte de muchos peatones lo que me ha llevado a utilizarlo como patrón de mala conducta ciudadana. Hay muchos otros ejemplos, sin duda, pero este me resulta particularmente peculiar.

Lo que voy a referir puede parecer un caso anecdótico, pero creo que es un fiel reflejo de la falta de empatía de mucha gente. No sé si este fenómeno se da mucho más en las poblaciones pequeñas, como en la que vivo, donde los pasos de peatones sin semáforo son mayoría absoluta o bien es algo generalizado. Quizá se deba también a que el peatón ha ido adquiriendo un estatus de “aforado” o intocable, otorgándosele una supremacía que antes no tenía. Cada vez hay más calles peatonales o zonas compartidas con los vehículos, pero en las que el peatón tiene preferencia de paso y disfrute. Pero ello ─algo que alabo─ no tiene porqué ser óbice para que el viandante no tenga también un respeto hacia quien va al volante. Hay que exigir educación y buena conducta a ambas partes, ya que están condenadas a convivir.

La sociedad es como una sala de proyección donde todos somos espectadores y en la que hay unos más observadores y exigentes que otros. Los hay que ven la película para pasar el rato sin más y los hay que se detienen en detalles que pasan desapercibidos al resto. Para los primeros la película puede resultar aceptable, buena o divertida, para los segundos mediocre, mala o incluso un bodrio. ¿Es solo una cuestión de gustos o de saber valorar aspectos clave de cómo se desarrolla la historia que pasa ante nuestros ojos?

Podemos contemplar a nuestros semejantes en cualquier escenario y circunstancia y de su comportamiento podemos sacar muchas conclusiones. Recuerdo que un amigo me dijo una vez que por cómo una persona cuida o descuida su coche, se puede deducir cómo es. Una persona sucia y desaliñada tendrá el coche hecho una piltrafa, una desordenada lo tendrá hecho un revoltijo de trastos, una descuidada lo llevará abollado o rayado por tiempo indefinido y una olvidadiza no se acordará de repostar a su debido tiempo ni pasará las revisiones necesarias para asegurar su buen funcionamiento. Obviamente también existe el ejemplo inverso. También podemos adivinar el carácter de un conductor por cómo conduce e incluso por el tipo, marca y modelo del coche que tiene. Todo ello puede ser una generalización o simplificación, pero yo creo que algo de cierto encierran esas comparaciones.

Últimamente, como conductor ocasional, he sido objeto de la más absoluta descortesía y menosprecio por parte de peatones indolentes y, añadiría, maleducados. Al volante he observado con mucha frecuencia cómo los viandantes suelen cruzar el paso de peatones sin semáforo a velocidad de tortuga, aunque haya una cola de vehículos esperando a que lleguen a la otra orilla sanos y salvos, sin apresurarse mínimamente, sin acelerar el paso ni un centímetro por segundo. Incluso parece como si disfrutaran viendo la expectativa que están creando en los conductores mientras estos abúlicos peatones van lamiendo su cucurucho de fresa y tiran del niño remolón o del perrito perezoso sin inmutarse lo más mínimo. A veces se forma una procesión de peatones que, en fila india, van desfilando por la zona cebreada, de uno en uno, o de dos en dos, eternizándose la situación. Pero cuando por fin el terreno está despejado y uno se dispone a arrancar, surge de pronto un rezagado que no tiene reparo alguno en prolongar aun más la retención.

Debo ser una persona muy nerviosa e impaciente, pero me resulta imposible andar despacio. En un centro comercial o yendo de paseo soy incapaz de deambular como lo hacen algunos, con una parsimonia que me resulta incomprensible. Una cosa es pasear y otra es andar como un tullido. Pero en un lugar donde cada uno puede campar a sus anchas, sin incomodar a los demás, eso sí que solo es un apunte anecdótico. Pero cruzando la calle, cuando hay quienes esperan para reanudar la marcha, el anormalmente lento caminar del peatón, que retiene a docenas de personas que tienen el mismo derecho a llegar a su destino lo antes posible, es un acto de falta de urbanidad.

Y ojo con mostrar tu impaciencia, porque esos tranquilos y felices viandantes se podrían enfurecer, a pesar de que si son ellos los que se sientan al volante ya no se acuerdan de su proceder cuando están al otro lado de la trinchera. Del mismo modo que los antitabaco más intolerantes suelen ser exfumadores, los peatones más flemáticos son muchas veces los conductores más inquietos e intransigentes, y los conductores más impacientes seguramente serán luego los peatones más parsimoniosos.
   
Por no hablar de los peatones suicidas e irresponsables ─muchos de ellos, por increíble que parezca, gente mayor─, esos que se deciden a cruzar cuando el vehículo ya está a punto de pisar la franja rayada, o los que aparecen súbitamente de no se sabe dónde y te obligan a pegar un frenazo a menos que quieras regalarle un pasaje gratis al otro mundo. Y encima te miran con cara de odio, eso si no te increpan. Ante tales posibilidades, es obligado ir con una cautela muchas veces exagerada, pues ahora no es extraño ver cómo muchos conductores se paran tan pronto como asoma un viandante que puede tener la intención de cruzar la calle, aunque todavía esté a unos metros de la calzada. Y no es un sueño ni una exageración, es algo que vengo contemplando cada vez con más frecuencia. Algo debe estar ocurriendo para que los habitualmente imprudentes conductores se conviertan en cautelosos ciudadanos al volante. Y creo que, paradójicamente, esa prudencia provoca en el peatón un exceso de confianza que se traduce en una mayor negligencia y desdén ante el conductor.

Si tuviera que criticar comportamientos insolidarios y peligrosos por parte de automovilistas, motoristas, ciclistas, y ahora incluso usuarios de patinetes, esta sería una entrada interminable. Por otra parte, ese mal comportamiento es, por desgracia, público y notorio y suele tener graves consecuencias asimismo bien conocidas. Por ello he querido centrar aquí la atención en el peatón, que siendo todavía más frágil que los que van sobre dos ruedas, se erige muchas veces en un ciudadano que solo tiene derechos y no obligaciones, y para el que un paso de peatones o paso cebra es su zona de confort, su coto privado, su zona de recreo.

Por supuesto que existen honrosas excepciones (yo soy una de ellas), pues hay peatones que, al ver que te has detenido para dejarle pasar, te lo agradece con un saludo con la mano. Yo siempre miro antes de cruzar y prefiero dejar pasar al vehículo que ya está a punto de rebasar el paso de peatones para no obligarle a frenar bruscamente. Y si, de todos modos, lo hace, se lo agradezco.

Como peatón, respeto y admiro al automovilista prudente y educado, y como automovilista detesto al peatón imprudente y maleducado. Con su falta de empatía hacia los conductores vivirá tranquilo y feliz, pero el día que se encuentre con la horma de su zapato, en cuanto a falta de consideración, dentro de un vehículo, que no se queje y se acuerde del sabio Confucio, si es que sabe quién es.

Peatón, feliz peatón, no tientes a la suerte y vigila.

viernes, 5 de julio de 2019

Firmar o no firmar



Vemos a diario peticiones de solidaridad con causas humanitarias, como puede ser la investigación contra el cáncer o una política social que beneficie a los enfermos dependientes, en apoyo a campañas contra el maltrato animal, en defensa de la fauna y la flora, en protesta contra la homofobia y la violencia de género, para exigir la mejora de los servicios sociales y la sanidad pública, para la ayuda humanitaria a países en conflicto bélico y un larguísimo etcétera de causas altruistas. La gran mayoría de esas peticiones proceden de Asociaciones y ONG que velan por el bienestar de nuestra sociedad en general y de un grupo social en particular. Todas son causas justas en las que nos sentimos involucrados, en mayor o menor grado.

En muchos de esos casos, se pide la solidaridad en forma de una firma que, junto a muchas más, darán peso a una petición ante un gobierno o las autoridades competentes. En otros casos, se pide la colaboración económica con tal o cual entidad sin ánimo de lucro.

Hay voces que afirman que tales ayudas deben salir de los gobiernos y no de los ciudadanos, que para eso ya pagamos nuestros impuestos, y que con nuestra aportación económica lo que hacemos es descargar a esos gobiernos de su responsabilidad ahorrándoles grandes sumas de dinero en donaciones. Es decir, hacemos nuestro su deber.

Ante estas afirmaciones, que tienen un punto de verdad, siempre he alegado que, si todos pensáramos igual y esperáramos a que los gobiernos se ocuparan de solucionar los problemas de miseria, hambruna e injusticias sociales en el mundo, la situación se haría todavía más insostenible, y que, por lo menos, con nuestra colaboración se logra paliar un poco esos gravísimos problemas. Si un hambriento te pide un mendrugo de pan, ¿cómo le vas a decir que ese no es tu problema, que se espabile y reclame al gobierno, que es quien le debe solucionar sus miserias? Aunque debamos exigir a las autoridades una mayor contribución, no podemos negarnos a poner nuestro granito de arena.

Sin entrar en concreciones que no son pertinentes, mi situación económica me ha permitido contribuir con donaciones a distintas ONG que me han ofrecido la confianza necesaria para actuar como mediadoras en distintas campañas nacionales e internacionales. Esa necesidad de ayuda, lejos de disminuir, parece haber aumentado, pues nuevos conflictos han visto la luz en este planeta durante las últimas décadas. La guerra en Siria y los exilios y desplazamientos en masa de pueblos y etnias que huyen de la misera y del genocidio no han hecho más que recrudecer la situación de penuria y desamparo.

Pero nuestras posibilidades son limitadas y no queda más remedio que seleccionar entre las distintas campañas de ayuda que existen y organizaciones que las impulsan. Y como las necesidades van en aumento, esas entidades sin ánimo de lucro se ven, a su vez, obligadas a recabar más y más dinero de sus colaboradores e intentar captar nuevos.

Son bastante frecuentes las llamadas telefónicas para captar nuevos socios o pidiendo un incremento en la aportación de quienes ya somos socios colaboradores. El aumento de la desgravación fiscal por donaciones a las ONG hizo posible que algunos pudiéramos incrementar en igual porcentaje nuestras aportaciones, un motivo que esgrimieron esas organizaciones para convencer al interpelado para que optara a aumentar su contribución. Todo ello me parece correcto y perfectamente comprensible. Hay que sacar dinero de donde sea. También entiendo que, muy de vez en cuando, se nos pida incrementar dicha aportación en la medida de nuestras posibilidades. Lo que ya no me parece bien es el “acoso” al que nos someten algunas organizaciones tras firmar una petición.

Si firmas una petición, creyendo que esos cientos de miles de firmas tendrán un poder de persuasión bien en una entidad nacional, como puede ser el Congreso de los Diputados, bien en una internacional, como la ONU, no me parece correcto que, al cabo de unos días o semanas, se pongan en contacto contigo para pedirte una aportación económica y que te hagas socio de la entidad que originó la petición. ¿No se trataba solo de recaudar cuantas más firmas mejor? Otra cosa sería que, además de la firma, se ofreciera la posibilidad de hacerse socio y colaborar con un donativo fijo en futuras campañas, pero no me parece bien utilizar una petición de firma como anzuelo. Entiendo la necesidad perentoria de reclutar benefactores para hacer frente a situaciones realmente graves y acuciantes, pero poniendo un poco de tacto y mesura.

Del mismo modo que hace muchos años, me di de baja de El Círculo de Lectores, porque prefería acudir a una librería cada vez que quería comprarme un libro y no estar obligado a cumplir con una compra obligatoria bimensual por un determinado valor, también prefiero ser yo quien decida a qué ONG favorecer y cómo. Y si firmo una petición a favor de un derecho humano o animal, no me gusta que luego se pongan en contacto telefónico conmigo para captarme como socio benefactor, poniéndome en el compromiso de tener que justificar mi negativa. Decir que no a una buena causa es siempre violento, por mucho que uno colabore en otras.

Creo que las ONG deberían revisar su modelo de captación de socios, sin atosigar ni perseguir a posibles bienhechores, pues su forma de actuar puede provocar un efecto de rechazo. Si hasta ahora firmaba “alegremente” cualquier petición altruista, ahora me planteo si debo hacerlo o no, pues sé que tarde o temprano llegará una llamada telefónica pidiéndome una aportación económica o, si es de una asociación y organización con la que ya colaboro, proponiéndome un aumento de la misma.

Es una pena, pero ahora, cuando veo una petición de ese tipo, se me presenta la disyuntiva de si firmar o no firmar.