lunes, 30 de junio de 2014

El orador perfecto


Reunidos hoy y aquí, en este magno acto, me congratulo, en primer lugar, por la contribución que esta Corporación, que me enorgullezco en presidir después de tantos años, ha hecho, con tesón y sacrificio, por el bien de este país y agradezco profundamente, en segundo lugar, la confianza depositada en mí al ratificarme en el cargo por otros cinco años.

En mi próximo periodo de presidencia, prometo seguir siendo fiel a los principios que siempre han regido nuestra Corporación en pro de los interesen que nos movieron a fundarla, hace ya más de tres décadas, y pensando única y exclusivamente en el bien de todos sus integrantes, quienes depositaron en los miembros fundadores y en los principios fundacionales una fe inquebrantable que ha perdurado hasta el día de hoy.

No cejaré en el empeño de motivar a las nuevas generaciones que han venido a engrosar nuestras filas para que, con el esfuerzo conjunto y con las miras puestas en un futuro prometedor, construyan una sociedad mejor en la que vivir en paz y armonía y con la justicia siempre como telón de fondo.
 
 

Suena bien, ¿verdad?, pero ¿habéis sacado algo concreto en claro? Yo, por lo menos, no y si alguno de vosotros ha creído entender algo de este discurso rimbombante, que podría muy bien ser el que cualquier prohombre o político con don de gentes, es que, vuestra ingenuidad, credulidad o fe en el ser humano no tiene parangón pues lo que este orador ficticio acaba de proclamar no son más que ambigüedades en forma de unas frases tan huecas como inútiles que no dicen absolutamente nada.

Y es que, cuando no hay nada que decir, cuando el fondo está vacío o más seco que un desierto, se recurre siempre a la forma. Ésta nunca falla. A veces, con unas buenas formas, hasta se consiguen mayorías absolutas en las elecciones
 

miércoles, 25 de junio de 2014

¿Puede la cultura producir una dislocación vertebral?


En una sociedad como la nuestra en la que todo, o casi todo, está regulado, estandarizado; donde existen normativas para todo, o casi todo; en la que nos inundan las normas UNE, ISO, las PNT o SOP; donde tenemos manuales de instrucción para todo, o casi todo, yo me pregunto y no paro de preguntarme ¿por qué demonios nadie, o casi nadie con poder de decisión, a saber, las editoriales, la asociación de autores, la de consumidores, la de traumatología, o quienquiera que desee preservar en buen estado las vértebras cervicales de la población lectora, ha pensado en normalizar la orientación en la que debe imprimirse el título y el nombre del autor en el lomo de un libro?

¿No os resulta de lo más incómodo, por no decir molesto e incluso mareante, tener que estar inclinando constantemente el cuello, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, para leer el lomo de los libros que yacen en las estanterías de las librerías y bibliotecas?

Claro que todo, o casi todo lo malo en esta vida también tiene su lado positivo. Imaginémonos por un momento que en una librería se encuentran, frente al mismo tramo de estantes, un chico y una chica buscando un libro y estando muy cerca el uno de la otra, casi rozando sus hombros, inclinan de pronto sus cabezas hacia un mismo punto y zas, una colisión craneal les produce, al instante, un dolor intenso que, a los pocos segundos, se transforma en una sonrisa complaciente. Y ya puestos a imaginar, quién sabe si un poco más tarde esos dos jóvenes lectores están recordando esa anécdota en el bar más próximo a la librería que les ha unido gracias a la cultura y a la inoperancia de los órganos reguladores.

Visto así, quizá será mejor dejar las cosas como están y que sea lo que Dios, o Cupido, quiera.
 

 

viernes, 20 de junio de 2014

Escatrón (tributo a un lugar y a un verano inolvidable)


Aunque sea difícil de creer, alguno de nuestros recuerdos infantiles más arraigados probablemente nunca sucedieron. La mayor parte de los “recuerdos” infantiles no son realmente recuerdos, sino una memoria generada a partir de diferentes datos recogidos de distintas fuentes de forma no consciente. Esta construcción de los recuerdos autobiográficos se aleja de la realidad tanto más cuanto menor edad teníamos en el momento del suceso (Antonio L. Manzanero, profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid).



Sea como fuere, han pasado más de cincuenta años y todavía recuerdo como si fuera hoy el temor que me infundía el fuerte rumor de la corriente del río Ebro que se oía, ya de lejos, al bajar por el camino que nos conducía a la zona de baño donde el río formaba una pequeña playa de arena fina y ardiente.
 
Aquel sonido, que iba en aumento a medida que nos aproximábamos a la orilla de aquel río que se me antojaba inmenso e impetuoso, me provocaba un desasosiego y, a la vez, una emoción incontrolable, la emoción del descubrimiento, de la aventura, y es que Escatrón era, a ojos de un niño de ciudad como yo, un lugar que ofrecía multitud de posibilidades para disfrutar del contacto con la naturaleza virgen.
 
En aquella época, la de mis recuerdos, a mediados de los años cincuenta, Escatrón acababa de experimentar una expansión demográfica sin precedentes debido a la construcción de una central térmica que atrajo a un gran número de forasteros que se instalaron en El Poblado, un nuevo barrio de casas unifamiliares construido por la central para sus trabajadores. A la construcción del Poblado, le acompañó la de las piscinas municipales, la de un cine, del que todavía recuerdo ese aroma peculiar que ambientaba los cines de la época y en el que vi la película “20.000 leguas de viaje submarino”, y la de El Club, un local de ocio exclusivo para socios, con piscina, bar y restaurante, donde todos los sábados de verano creo recordar que había baile y donde las chicas casaderas acudían para ver si Cupido las unía con alguno de los jóvenes venidos de fuera.

La fonda Panadés, la única del pueblo, ubicada en la que debía ser la calle principal, regentada por mi tío Ramón, hermano de mi padre y aragonés de adopción, y mi tía Araceli, su esposa y aragonesa de nacimiento, fue nuestra residencia veraniega en más de una ocasión aunque yo solo guardo un recuerdo nítido de la última, cuando ya gozaba de lo que se conoce como uso de razón, pues de anteriores ocasiones solo han quedado retazos de imágenes demasiado fragmentadas como para componer unos recuerdos mínimamente nítidos.

En la fonda convivía con mis tíos y mis cinco primos sin estrecheces por ocupar nosotros, mis padres y mis dos hermanas, la zona destinada a los huéspedes que en pleno mes de agosto brillaban por su ausencia. Ese era, pues, el centro de operaciones desde donde se gestaban las actividades familiares y las aventuras con mi único amigo de aquellas vacaciones, un chiquillo de mi misma edad, hijo de un guardia civil, que vivía en la casa-cuartel que había justo enfrente, cruzando la calle, y con el que viví multitud de correrías.

Como para mí, la aventura estaba fuera, en la calle, en el monte o en las inmediaciones del río, mis recuerdos de lo acontecido entre las paredes de aquella residencia de verano, una finca que se me antojaba enorme, son más bien escasas. Con mis primos y primas, debido a la diferencia de edad, no tuve un contacto especialmente íntimo. Si cinco años de diferencia en la edad adulta es una insignificancia, en la infancia son más que suficientes como para que sean un obstáculo a la hora de compartir juegos y complicidades y si a esta diferencia de edad se le suma la de sexo, la distancia se hace mayor. Aun así, mis recuerdos familiares de aquel verano han dejado una huella imborrable y una estela de simpatía y cariño como con el que siempre fuimos acogidos.

No sabría decir si lo que recuerdo de aquel verano es real o fruto de la inconmensurable imaginación infantil: el río inmenso, caudaloso y furioso, y la isla selvática en medio de aquella corriente de agua tan extensa como traicionera cuyos abundantes remolinos, contaban, habían engullido a más de un nadador imprudente o inexperto hasta que la poza que los había atrapado en lo más profundo del cauce los acababa vomitando ya sin vida.

Por la noche, el ulular de las lechuzas que habitaban en uno de los campanarios de la vieja iglesia que había en lo alto de un montículo frente a la fonda, no me dejaba pegar ojo pues, según la menor de mis hermanas, que disfrutaba atemorizándome con historias de terror, estas aves rapaces, de vida nocturna, atacaban a las personas mientras dormían, vaciándoles las cuencas de los ojos en un santiamén, y cerrar la ventana no era precaución suficiente ante sus posibles incursiones nocturnas pues podían penetrar por cualquier resquicio.

También recuerdo aquellas emocionantes ocasiones en las que en el bar de la fonda se organizaba un espectáculo nocturno de variedades, supongo que bajo la atenta mirada y el beneplácito de los poderes fácticos de la época, a saber, el cura párroco y la vecina guardia civil, al que no se me permitía asistir pero que veía a hurtadillas.

Es curioso cómo, al igual que las imágenes y los sonidos, también los olores quedan grabados en la mente, pues todavía siento aquel olor dulzón de la pastelería que los tíos Marcos y Fina, hermano y cuñada de mi tía Araceli, tenían a pocos metros de la puerta principal de la fonda, olor a pastel de nata y a merengue.

Para mí todo era emocionante, todo era tan grandioso y sorprendente como yo pequeño e influenciable. La excursión a la isla del río fue como explorar la selva amazónica; los despojos de piel de las inofensivas culebras que hallé pegados aquí y allá debido a su muda, se convirtieron, de repente, en el rastro de peligrosos monstruos; los pequeños saltos de agua que había cerca de la zona de baño, producidos por un desnivel del cauce del río, como si de una diminuta presa se tratara, y que atravesábamos andando sobre unos troncos gruesos y anchos que conectaban pequeñas isletas de rocas, se transformaron, a mis ojos, en una gran cascada, y los troncos de madera en la cuerda metálica por la que camina el intrépido equilibrista para cruzar un abismo; la fuerte brisa que arrastraba la corriente del río en aquel lugar era como un viento huracanado que hacía peligrar nuestro precario equilibrio, poniendo en riesgo nuestra vida. Con ese telón de fondo, no era de extrañar que todo fuera para mí una gran aventura.

Hace poco más de un año, con motivo de una visita que hice a mi familia aragonesa, a la que no veía desde hacía más de treinta años, estuve de nuevo en Escatrón, adonde sólo había vuelto en una ocasión siendo ya un adolescente pero sin apenas tiempo para recorrer sus calles y rememorar lugares y antiguas experiencias. En esta ocasión, sin embargo, la nostalgia que conlleva la madurez, hizo que quisiera aprovechar esta oportunidad para contactar de nuevo con aquel pasado de tan gratos recuerdos y buscara aquellos parajes que fueron los escenarios de aquel verano. No sé lo que esperaba ver después de más de cinco décadas pero lo que encontré no se correspondía con lo que había quedado grabado a fuego en mi mente. Los años no solo han transformado, lógicamente, el aspecto del pueblo: nuevos edificios, nuevas calles, rotondas y carreteras de acceso desconocidas para mí, sino que también han difuminado e incluso diría desgarrado la imagen idílica y a la vez misteriosa de aquel pueblecito de la Ribera Baja del Ebro en el que un chiquillo de seis o siete años vivió unas de las vacaciones más recordadas de su infancia.

La casa cuartel, donde tantas veces había jugado con mi amigo y que esperaba que fuera el punto de referencia para orientarme, ya no existe como tal. El edificio de la antigua fonda no lo reconocí hasta que no hube pasado por delante dos o tres veces y fue gracias a las dos tribunas cubiertas que todavía presiden su fachada, que parecía haber encogido con el tiempo. También contribuyó a mi desorientación el hecho de que el bloque está ahora segregado en varias viviendas y la pastelería hace ya muchos años que dejó de existir habiendo, en su lugar, un local esperando inquilino. La vieja iglesia, fuente de mis terrores nocturnos, no es otra que la ermita barroca de San Javier que, con sus dos torres gemelas apuntando al cielo, sigue imperturbable al paso del tiempo y a la que se accede ahora por una larga escalinata donde antaño había una empinada cuesta pedregosa. También sigue en pie la piscina municipal pero no así aquel cine y aquel club cuya desaparición debe haber dejado un poco huérfanos de divertimento al poco más de un millar de habitantes que actualmente tiene el pueblo.

El río sigue, como no podía ser de otro modo, en su lugar, provocador y majestuoso, con su marcha lenta y solemne, pero el paisaje no es como lo recordaba. Por mucho que lo intenté, no hallé la cuesta que nos conducía hasta el río ni pude identificar nuestra zona de recreo, donde tantas veces habíamos tomado baños de sol y de agua dulce, de tan cambiada como hallé la orilla, repleta de arbustos y matorrales, y que, por la crecida que había sufrido el río tras las recientes lluvias torrenciales, no dejaba ver las señales de ninguna playa. La isla selvática y siniestra de mis aventuras reales e imaginarias se la ve más cercana y menos tenebrosa; es, ahora lo sé, una isla fluvial, de fácil acceso, formada por la acumulación de los sedimentos que arrastra el río en aquella zona de meandros, tan abundantes en esa área conocida como Mejana de Sástago. ¿Y qué decir de los saltos de agua, ese tramo de corriente rápida que tanto pavor me producía? Desde donde pude verlos, son de una longitud y profundidad que, sin necesidad de ningún tronco apoyado sobre las piedras que emergen a ras de la corriente, se podrían cruzar saltando de roca en roca o caminando por el fondo del cauce teniendo, eso sí, un poco de tiento y, sobre todo, unas buenas botas de agua.

Así pues, comprobé con tristeza que la realidad, en este caso, no supera a la ficción. Por lo tanto, prefiero quedarme con lo que mi imaginación y mis recuerdos infantiles me traen a la memoria. Prefiero pensar que esta visita no resultó tal como la he descrito y que Escatrón todavía es aquel pueblecito que me hizo vivir un verano de fantasías y espejismos.
 
 

Dedicado, con cariño, a mis tíos, Ramón y Araceli (EPD) y a mis primos y primas Maricel, Ramoné (†), Tony, Charo y Merche.
 
 

jueves, 12 de junio de 2014

Después de la tempestad viene la calma



Todos hemos oído este famoso refrán anónimo y en más de una ocasión hemos sido testigos de su veracidad. Tras un episodio doloroso, ya sea físico o anímico, saboreamos la tregua que nos da el cuerpo o el alma antes de reanudar su tormento con un placer muchísimo mayor que cuando estamos acostumbrados a su ausencia. Ello se debe al poco tiempo que dista entre ambas etapas, entre el dolor y el bienestar, entre el desasosiego y la calma, entre el bien y el mal.

Cuán protectora es, a veces, nuestra mente que al poco de dejar atrás una etapa, una mala racha, una mala experiencia, se olvida de ella, quizá para borrar, de este modo, todo rastro negativo que pueda impedirnos ser felices.

A diferencia de una, diría yo, mayoría resentida, yo no he guardado jamás rencor ni he abrigado deseos de venganza contra nadie, aunque parafraseando a uno de mis grupos musicales preferidos, The Corrs, hago mía la frase de la canción Forgiven not forgotten (perdonado, no olvidado).

Quien tiene memoria será un ser agradecido o prudente, según sea el hecho a recordar, pero nunca insensible o necio. Del mismo modo que se dice que es de bien nacido ser agradecido, añadiría que es de prudente ser clemente, pues el odio sólo crea insatisfacción y angustia.

En mi vida, he vivido muchas malas experiencias y casi todas vinculadas con el trabajo, y las más lamentables tuvieron lugar en mi último año de vida laboral, etapa tan breve como intensa, que podría calificarla como la de la gran tempestad que me hizo zozobrar hasta límites insanos para el cuerpo y para el alma.

Dos años de calma más tarde, ya jubilado, cuando ya había parado de llover golpes y penas, inicié mi aventura escritora en un blog que mis hijas, las principales artífices de mi andanza literaria, crearon y bautizaron con el nombre de Retales de una vida para que pudiera plasmar en él mis más íntimas vivencias y reflexiones, a lo que he  dedicado mucho tiempo e ilusión. Pero el tiempo, los consejos de mi mujer y mi imaginación, me llevaron a virar hacia un rumbo algo más osado y novedoso para mí, el de los relatos de ficción que ahora ocupan gran parte de mi todavía escasa producción literaria.

He aquí una recopilación de mis narraciones íntimas y personales, reales y ficticias y que he dividido en historias vitales, imaginativas y fantásticas.
 
 
 
Este es el prefacio de la obra recopilatoria a la que puse como título Ahora que ha parado de llover y que, por las causas que comento en la entrada anterior de este mismo blog, he acabado auto-editando buscando, con ello, satisfacer mis deseos más básicos de ver materializado el fruto de mi ilusión escritora.

Esta edición, financiada por mi bolsillo y por esa ilusión cuasi infantil, tan limitada en número de ejemplares como, posiblemente, en calidad literaria (a fin de cuentas solo soy un escritor amateur sin formación en el mundo de las letras), solo va destinada a mis propias manos y a las de aquellas personas de mi entorno familiar y círculo de amistades que han sido especialmente complacientes con lo que escribo.

Otra versión, que yo mismo he editado en la web de Amazon (
www.amazon.es), está disponible en formato para ebook a un precio de compra tan modesto como mis aspiraciones literarias. Al fin y al cabo, no inicié esta andadura con ánimo de lucro, una andadura que en los próximos días cumplirá un año y que aunque tenga que hacerla en solitario, no le he puesto fecha de caducidad. Por ahora.
 
 
 

lunes, 2 de junio de 2014

El Divino Impaciente



Tengo unos cuantos defectos, no muchos, tampoco vamos a exagerar, pero el peor de ellos, para mí, pues soy su principal víctima, es la impaciencia. Al parecer, los defectos, al igual que algunas virtudes, pueden ser hereditarios y éste, en concreto, lo heredé de mi padre, a quien mi madre solía llamar, con sorna, “el divino impaciente”, haciendo alusión a la obra teatral de José María Pemán, que recrea la vida de San Francisco Javier, y que mi padre había interpretado cuando, siendo joven, era un actor amateur.

A mí, más bien, se me podría calificar como el “perfecto impaciente”, pues mi impaciencia es una de las manifestaciones de mi perfeccionismo crónico. El adjetivo de crónico lo pongo yo, aunque sea una redundancia pues no hay perfeccionismo agudo, pero la calificación de perfeccionista me la han asignado los test psicotécnicos a los que me he sometido, en más de una ocasión.

Recuerdo que, la primera vez que me dijeron que era un perfeccionista, me lo tomé como un elogio, cuando después fui comprobando que, en realidad, es una maldición para el/la que la padece. Hay quien cree, como a mí me sucedió, que perfeccionista es sinónimo de perfecto. Cuán errados están. El perfeccionista es aquel que quiere y necesita que todo funcione a la perfección, sea lo que sea. Todo tiene que salir a pedir de boca, como esperaba, como lo había meticulosamente preparado, en definitiva, como debe ser, y así se lo exige tanto a él mismo como a los que le rodean.

El perfeccionista sufre, y mucho, pues se decepciona cuando sus deseos no se hacen realidad, cosa harto frecuente. Es una persona controladora a quien, en el trabajo, le cuesta delegar porque teme que sus colaboradores o subordinados no estén a la altura de sus exigencias y deja de hacerlo cuando ese temor se hace realidad. Además, suele sentirse frustrado y decepcionado consigo mismo porque, al ponerse el listón demasiado alto, no siempre logra el objetivo que se había marcado.

Para una empresa, el perfeccionista es el empleado ideal pues siempre está pendiente de todo, es meticuloso, no deja nada al azar, controlando hasta el mínimo detalle, dedicándose en cuerpo y alma al trabajo para que todo salga a la perfección y cuando no es así se desespera. Este tipo de personas están constantemente estresadas y muchas acaban sufriendo de ansiedad crónica.

Aunque lo parezca, no me estoy desviando del tema inicial, la impaciencia, pues ésta vive agazapada en el núcleo de esta desviación conductual que es el perfeccionismo.

Así pues, víctima de la impaciencia, cuántas veces no habré hecho un trabajo en vano por apresurarme a cumplir una tarea encomendada y cuánta frustración y rabia no habré sentido cuando, tras dedicar tiempo y esfuerzo en ella, quien me la encomendó ha cambiado de opinión, ha cancelado su interés o ha recibido, a su vez, una contraorden de su superior jerárquico. Si no me hubiera precipitado, si solo hubiera dejado transcurrir 24 horas antes de ponerme manos a la obra…, he pensado en más de una ocasión. Pero como siempre he sido un obseso de la puntualidad, nunca he podido demorarme en cumplir un encargo que me han hecho creer que era importante o urgente.

He aprendido, aunque me cueste ponerlo en práctica, que no hay que apresurarse en cumplir ciertos deseos, tanto propios como ajenos, especialmente cuando no se tienen las ideas muy claras o son fruto de un capricho.

Además, la impaciencia es bidireccional, al menos en mi caso, pues no solo soy impaciente por hacer las cosas, aplicándome el refrán “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, hasta llevarlo al límite de “no dejes para luego lo que puedas hacer ahora”, sino también por esperar su resultado. Ya se sabe aquello de “quien espera, desespera”, otro refrán que conozco muy bien.

Si hubiera sido más paciente, o menos impaciente, da igual, habría gozado mucho más de ciertos aspectos y momentos de mi vida y, quizá, quién sabe, habría conseguido logros que, por no haber sabido esperar, no he conseguido. Y para muestra, un botón. 

Hace poco, cuando quise intentar que me publicaran mi primer libro, consulté a una persona con experiencia en esta lid, pues ya ha publicado dos novelas, y un consejo que reiteró es que tuviera mucha paciencia pues sería un camino muy arduo ya que, como autor novel y persona totalmente desconocida, tanto en el mundo de las letras como en la vida pública, tendría que recurrir a numerosos agentes literarios y editoriales que difícilmente muestran interés por estos autores; pero que no desesperara, que hiciera como él, que había enviado sus manuscritos a multitud de editoriales y certámenes. Si tienes paciencia, tarde o temprano, alguien te ofrecerá esa oportunidad que buscas, añadió. Pero no la tuve. Y así me ha ido.

Solo envié mi manuscrito a cinco editoriales (modestas, según mi criterio, pues ya no me atreví con las grandes y más conocidas), de las que solo una mostró interés en publicar el libro pero en régimen de coedición, es decir, gastos y beneficios a medias, con el inconveniente añadido, para mí, de que cada parte se responsabilizaría de la distribución y venta de los ejemplares que le correspondía, pues el reparto a partes iguales no solo se refería a los beneficios económicos sino también al de los ejemplares de que constaría la primera tirada. Como yo no me veía yendo puerta por puerta, librería por librería, ni presentando mi libro en un espacio cedido por una entidad cultural, biblioteca o Ayuntamiento, a cuyo acto, dada mi escasísima proyección social, no acudiría más que un puñado de amigos y familiares complacientes, rechacé esta oferta y decliné seguir probando suerte con otras editoriales o contactar con agentes literarios, cosa que no había hecho, pues, afectado por un cierto desánimo y acosado por la impaciencia de ver en mis manos, cuanto antes, el fruto de mi creación, me decidí por la autoedición, yo me lo guiso y yo me lo como, y eso que no me llamo Juan Palomo.

Si hubiera remitido mi estimada y, hasta entonces, poco valorada obra al máximo número de agentes y editoriales, y hubiera tenido la paciencia de aguardar el tiempo que fuera, meses o incluso un año, como mi informador me aconsejó, quizá algún día la hubiera visto publicada por una editorial con una política de comercialización al uso. Otra cosa es que la obra se vendiera. Ese ya es otro cantar. Solo con pensarlo, me imagino el ataque de impaciencia que me sobrevendría esperando el resultado de las ventas. Quizá haya sido mejor así, mira por dónde.

De todos modos, debo añadir que cuando decidí iniciar esta tímida andadura literaria, nunca me planteé que podía ganar dinero con ello, pues solo escribo por diversión, y que el deseo de ver publicado lo que escribo solo busca una satisfacción personal, la de saber que lo que hago gusta a entendidos en la materia. Quién sabe si la impaciencia ha imposibilitado que este deseo se pudiera hacer realidad. Como dijo Confucio: “La inconstancia y la impaciencia destruyen los más elevados propósitos”. La anterior entrada de este blog la titulé “Maldita rutina”. Ésta la concluyo con otra queja: ¡Maldita impaciencia!