lunes, 2 de junio de 2014

El Divino Impaciente



Tengo unos cuantos defectos, no muchos, tampoco vamos a exagerar, pero el peor de ellos, para mí, pues soy su principal víctima, es la impaciencia. Al parecer, los defectos, al igual que algunas virtudes, pueden ser hereditarios y éste, en concreto, lo heredé de mi padre, a quien mi madre solía llamar, con sorna, “el divino impaciente”, haciendo alusión a la obra teatral de José María Pemán, que recrea la vida de San Francisco Javier, y que mi padre había interpretado cuando, siendo joven, era un actor amateur.

A mí, más bien, se me podría calificar como el “perfecto impaciente”, pues mi impaciencia es una de las manifestaciones de mi perfeccionismo crónico. El adjetivo de crónico lo pongo yo, aunque sea una redundancia pues no hay perfeccionismo agudo, pero la calificación de perfeccionista me la han asignado los test psicotécnicos a los que me he sometido, en más de una ocasión.

Recuerdo que, la primera vez que me dijeron que era un perfeccionista, me lo tomé como un elogio, cuando después fui comprobando que, en realidad, es una maldición para el/la que la padece. Hay quien cree, como a mí me sucedió, que perfeccionista es sinónimo de perfecto. Cuán errados están. El perfeccionista es aquel que quiere y necesita que todo funcione a la perfección, sea lo que sea. Todo tiene que salir a pedir de boca, como esperaba, como lo había meticulosamente preparado, en definitiva, como debe ser, y así se lo exige tanto a él mismo como a los que le rodean.

El perfeccionista sufre, y mucho, pues se decepciona cuando sus deseos no se hacen realidad, cosa harto frecuente. Es una persona controladora a quien, en el trabajo, le cuesta delegar porque teme que sus colaboradores o subordinados no estén a la altura de sus exigencias y deja de hacerlo cuando ese temor se hace realidad. Además, suele sentirse frustrado y decepcionado consigo mismo porque, al ponerse el listón demasiado alto, no siempre logra el objetivo que se había marcado.

Para una empresa, el perfeccionista es el empleado ideal pues siempre está pendiente de todo, es meticuloso, no deja nada al azar, controlando hasta el mínimo detalle, dedicándose en cuerpo y alma al trabajo para que todo salga a la perfección y cuando no es así se desespera. Este tipo de personas están constantemente estresadas y muchas acaban sufriendo de ansiedad crónica.

Aunque lo parezca, no me estoy desviando del tema inicial, la impaciencia, pues ésta vive agazapada en el núcleo de esta desviación conductual que es el perfeccionismo.

Así pues, víctima de la impaciencia, cuántas veces no habré hecho un trabajo en vano por apresurarme a cumplir una tarea encomendada y cuánta frustración y rabia no habré sentido cuando, tras dedicar tiempo y esfuerzo en ella, quien me la encomendó ha cambiado de opinión, ha cancelado su interés o ha recibido, a su vez, una contraorden de su superior jerárquico. Si no me hubiera precipitado, si solo hubiera dejado transcurrir 24 horas antes de ponerme manos a la obra…, he pensado en más de una ocasión. Pero como siempre he sido un obseso de la puntualidad, nunca he podido demorarme en cumplir un encargo que me han hecho creer que era importante o urgente.

He aprendido, aunque me cueste ponerlo en práctica, que no hay que apresurarse en cumplir ciertos deseos, tanto propios como ajenos, especialmente cuando no se tienen las ideas muy claras o son fruto de un capricho.

Además, la impaciencia es bidireccional, al menos en mi caso, pues no solo soy impaciente por hacer las cosas, aplicándome el refrán “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, hasta llevarlo al límite de “no dejes para luego lo que puedas hacer ahora”, sino también por esperar su resultado. Ya se sabe aquello de “quien espera, desespera”, otro refrán que conozco muy bien.

Si hubiera sido más paciente, o menos impaciente, da igual, habría gozado mucho más de ciertos aspectos y momentos de mi vida y, quizá, quién sabe, habría conseguido logros que, por no haber sabido esperar, no he conseguido. Y para muestra, un botón. 

Hace poco, cuando quise intentar que me publicaran mi primer libro, consulté a una persona con experiencia en esta lid, pues ya ha publicado dos novelas, y un consejo que reiteró es que tuviera mucha paciencia pues sería un camino muy arduo ya que, como autor novel y persona totalmente desconocida, tanto en el mundo de las letras como en la vida pública, tendría que recurrir a numerosos agentes literarios y editoriales que difícilmente muestran interés por estos autores; pero que no desesperara, que hiciera como él, que había enviado sus manuscritos a multitud de editoriales y certámenes. Si tienes paciencia, tarde o temprano, alguien te ofrecerá esa oportunidad que buscas, añadió. Pero no la tuve. Y así me ha ido.

Solo envié mi manuscrito a cinco editoriales (modestas, según mi criterio, pues ya no me atreví con las grandes y más conocidas), de las que solo una mostró interés en publicar el libro pero en régimen de coedición, es decir, gastos y beneficios a medias, con el inconveniente añadido, para mí, de que cada parte se responsabilizaría de la distribución y venta de los ejemplares que le correspondía, pues el reparto a partes iguales no solo se refería a los beneficios económicos sino también al de los ejemplares de que constaría la primera tirada. Como yo no me veía yendo puerta por puerta, librería por librería, ni presentando mi libro en un espacio cedido por una entidad cultural, biblioteca o Ayuntamiento, a cuyo acto, dada mi escasísima proyección social, no acudiría más que un puñado de amigos y familiares complacientes, rechacé esta oferta y decliné seguir probando suerte con otras editoriales o contactar con agentes literarios, cosa que no había hecho, pues, afectado por un cierto desánimo y acosado por la impaciencia de ver en mis manos, cuanto antes, el fruto de mi creación, me decidí por la autoedición, yo me lo guiso y yo me lo como, y eso que no me llamo Juan Palomo.

Si hubiera remitido mi estimada y, hasta entonces, poco valorada obra al máximo número de agentes y editoriales, y hubiera tenido la paciencia de aguardar el tiempo que fuera, meses o incluso un año, como mi informador me aconsejó, quizá algún día la hubiera visto publicada por una editorial con una política de comercialización al uso. Otra cosa es que la obra se vendiera. Ese ya es otro cantar. Solo con pensarlo, me imagino el ataque de impaciencia que me sobrevendría esperando el resultado de las ventas. Quizá haya sido mejor así, mira por dónde.

De todos modos, debo añadir que cuando decidí iniciar esta tímida andadura literaria, nunca me planteé que podía ganar dinero con ello, pues solo escribo por diversión, y que el deseo de ver publicado lo que escribo solo busca una satisfacción personal, la de saber que lo que hago gusta a entendidos en la materia. Quién sabe si la impaciencia ha imposibilitado que este deseo se pudiera hacer realidad. Como dijo Confucio: “La inconstancia y la impaciencia destruyen los más elevados propósitos”. La anterior entrada de este blog la titulé “Maldita rutina”. Ésta la concluyo con otra queja: ¡Maldita impaciencia!
 
 
 

2 comentarios:

  1. Hola, Josep Mª. Creo que unos pecan de perfeccionistas y otros de chapuzas; y entre ambos extremos, es un mal menor el primero; al menos esa persona será un sufridor, un impaciente que, a veces pondrá nerviosos a sus compañeros, pero es noble y solo se hace daño él mismo. El chapuza, en cambio es al contrario; defrauda a quien puso confianza en él y solo saca provecho para sí mismo.

    Bueno, si decides prescindir de alguno de los adjetivos del "divino impaciente", despréndete del segundo y conserva el primero.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Sí, Fanny, normalmente, en el término medio está la razón y lo razonable pero, por desgracia, a veces nos cuesta ser tan equilibrados y más cuando llevamos en los genes una forma de ser, un temperamento perfeccionista, o bien lo hemos heredado culturalmente de nuestros padres. Desde luego, también soy de la opinión que en esto más vale pecar por exceso de por defecto.
    Mujer, esto de quedarme solo con el calificativo de divino quizá sea demasiado pomposo pues, a fin de cuentas, sigo siendo muy humano.
    Muchas gracias por seguirme.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar