viernes, 16 de noviembre de 2018

Descalzos por la calle



Gene Saks dirigió en 1967 la película titulada “Descalzos por el parque” (Barefoot in the park en su versión original), en la que el protagonista masculino, Robert Redfort, acaba caminando, borracho y descalzo, por el Washington Square Park de Nueva York, después de que su recién estrenada esposa, papel protagonizado por Jane Fonda, le eche de casa por sus irreconciliables discrepancias matrimoniales. Nunca he entendido la forma en plural del título, a no ser que mi memoria me falle y también ella acabara caminando por el parque sin zapatos. Sea como sea, e independientemente del motivo, es un placer caminar descalzo sobre el mullido césped de un parque, siempre que ello no suponga cargar con una multa. Debería estar prohibido prohibir pisar el césped, siempre que se haga con delicadeza.

Otra cosa muy distinta es caminar descalzo por la calle, sobre el duro y sucio pavimento. Por fortuna, en nuestras latitudes y en los años que corren, ya no se ven niños descalzos por la calle, con los pies sucios y callosos, por falta de unos zapatos. Lejos, geográficamente, nos quedan esas imágenes de criaturas descalzas y desaliñadas, carcomidas por la pobreza, una imagen ligada al llamado tercer mundo. En el nuestro, incluso las personas con menos recursos tienen unos zapatos o zapatillas de deporte que llevarse a los pies, esa parte tan importante de nuestra anatomía que nos sostiene y permite la locomoción.

Andar descalzo puede ser un placer. Liberarse de un calzado que aprieta y nos tortura, o simplemente andar por una superficie lisa y cómoda como puede ser el parqué o la moqueta, o bien granulosa, pero con efectos tonificantes, como la arena de la playa, me parece una práctica sana, natural y oportuna, sobre todo en los momentos de relax, tanto en casa como en la playa. Pero existiendo ese elemento protector podológico y generalmente estético llamado zapato, no entiendo cómo todavía hay quien, de forma totalmente voluntaria, gusta de andar descalzo por la calle. Me refiero, sobre todo, a los turistas (me atrevería a decir extranjeros, aunque también los pueda haber nacionales) que deambulan por un paseo marítimo o por las calles aledañas a la playa, que, indiferentes a la suciedad inherente e inevitable de la superficie de la vía pública, caminan tranquilamente con los zapatos en sus manos.

Si en cualquier objeto que pasa de mano en mano, hay cientos de miles de microorganismos (afortunadamente pocos de ellos patógenos), solo con imaginar cuántos hongos y bacterias deben colonizar los residuos orgánicos que recubren, visible e invisiblemente, nuestras calles, me dan ganas de ir con una mochila al hombro conteniendo un producto desinfectante e ir irrigando a presión las aceras. Pero sin necesidad de ser un paranoico hipocondríaco (ignoro si existe tal calificación médica), una solución para evitar que nuestros pies entren en contacto directo con esos residuos es llevarlos protegidos con un buen calzado.

Tampoco comprendo cómo esos despreocupadamente descalzos viandantes no temen quemarse con una colilla mal apagada, pisar un escupitajo (que no solo los futbolistas hacen alarde de ello en el campo de juego, que hay mucho guarro suelto), un residuo de caca de perro, un chicle super mascado y pegajoso, y un largo etcétera de elementos y sustancias residuales. Y los ves andar tan tranquilos, ajenos a todo tipo de suciedad, la cual se acaba instalando en las plantas de sus pies, adoptando un color oscuro bastante asqueroso, que solo desaparece con un buen lavado a fondo.

Me imagino que no entran con esa guisa plantar en el vestíbulo del hotel o del apartamento donde estén hospedados sin calzarse, ni se acuestan en una cama con sábanas limpias antes de lavárselos. Allá ellos con la suciedad y los posibles inconvenientes de andar descalzos por la calle, pero la sola visión de sus pies en tal estado me produce un gran rechazo.

A los ciudadanos de origen francés que tuvieron que abandonar Argelia tras la independencia de ese país se les conocía como pieds-noirs (“pies negros” en francés). Indistintamente del uso que se le dio a este término (peyorativo, por parte de unos, identitario, por parte de otros), dos de las posibles explicaciones de su origen tienen que ver con el color de los pies de esos expatriados, ennegrecidos por el trabajo que hacían limpiando zonas pantanosas o por la falta de higiene, al no lavarse los pies con tanta frecuencia como sus conciudadanos musulmanes.

Así pues, al margen de consideraciones políticas o históricas, y sin relación alguna con Argelia, han emergido unos nuevos y modernos pieds-noirs, los que cada verano frecuentan nuestras zonas turísticas sin importarles lo que pisan. Y, según parece, esta costumbre se está arraigando entre los famosos. Y si no lo creéis, la siguiente imagen vale más que las 800 palabras de que consta esta peculiar entrada.




lunes, 12 de noviembre de 2018

Por el interés te quiero Andrés



No sabría decir si lo mío es cobardía, inseguridad o prudencia. El caso es que nunca antes había dudado tanto sobre si publicar o no una entrada por temor a una reacción negativa por parte de algún lector que pueda sentirse molesto por alusiones. Yo soy así, siempre temiendo ofender. Pero he acabado pensando: qué caramba, este espacio lo creé para dedicarlo básicamente a la reflexión y a la exposición de hechos que se me antojan criticables o, cuanto menos, controvertidos y, por lo tanto, sujetos a todo tipo de opiniones. Y al final de mucho pensar, he decidido hacerlo. Eso sí, echando mano de las tijeras de la autocensura.

Siempre he sospechado que la primera “fuga” de seguidores de mis blogs se produjo a raíz de una crítica que hice sobre la conducta, para mí anómala, de algunos usuarios de las redes sociales y de algunos blogueros. ¿Se sintieron aludidos y ofendidos? Podría decir aquello de “quien se pica, ajos come”. Aun así, siempre me quedará un cierto pesar por ello.

No me gusta quejarme, y mucho menos de mis amigos. Tampoco me gusta enfadarme, y mucho menos con mis amigos. Pero como quien me ha inspirado esta entrada no puede considerarse una amistad real, no he podido reprimir el deseo y la necesidad de explayarme con algo que me ocurrió hace unas dos semanas. Aunque pueda sonar a pura anécdota, pues tiene, en el fondo, tanta importancia como una gran cagada de ave en el parabrisas del coche, me molestó tanto como me molesta encontrarme con una gran cagada de ave en el parabrisas del coche, es decir bastante.

En una ocasión escribí sobre las apariciones y desapariciones que suelen producirse en esta comunidad bloguera. Llegan nuevos visitantes, se quedan por un tiempo y luego emigran a otros lares donde encuentran mejor cobijo. Hay quien te visita una sola vez y ya no vuelve, a pesar de haber manifestado su satisfacción por lo leído, seguramente porque no le has devuelto la visita dejándole un comentario. Habrá quien, simplemente, es un culo inquieto, y se cansa de estar mucho tiempo en el mismo lugar y le gusta cambiar de aires con cierta frecuencia. Hay conductas de todo tipo, unas más extrañas que otras. Cada uno es libre de obrar como quiera. Hasta aquí nada que objetar. El “te leo si me lees” es una actitud relativamente frecuente en este mundillo. Es la reciprocidad interesada. Digamos que es, hasta cierto punto, algo normal. Pero ya no lo es tanto cuando alguien no acepta de buen grado no ser correspondido.

La protagonista de la historia que voy a relatar apareció un buen día del pasado año en mi blog “Retales de una vida” y algo más tarde en este. El comentario que dejó, muy poco o nada tenía que ver con el texto que se suponía había leído. Para mí solo era una nota de atención. Y es en este punto donde he reprimido el deseo de ser más explícito. En la primera versión de esta entrada, reproducía fielmente sus palabras y sus incongruencias, pero ello podía descubrir su identidad, por la peculiaridad de su estilo y porque, además, he observado que deja su huella en los blogs de algunos de los que me leéis, con frases muy parecidas. Además, aunque su forma de escribir deja mucho que desear, reproduciendo sus comentarios también podría parecer que pretendo hacer burla de ello, nada más alejado de la realidad. Lo único que quiero criticar es la conducta, por lo que he decidido denunciar el pecado, pero no al pecador.

En más de una ocasión, tras alguno de sus “mensajes”, me acerqué a su blog para ver qué publicaba. Nunca quise ser tan hipócrita como para dejar un comentario sobre un texto que no era de mi agrado, como si tuviera que pagarle su visita.

Hace poco me pidió amistad en Facebook, a lo que yo accedí con cierto reparo, esta vez sí, para quedar bien. Y se hizo la luz. Y la tormenta.

Al poco de compartir en esa red social uno de mis últimos relatos, dejó un comentario un tanto extraño, afirmando que andaba perdido y que hacía mucho que no me veía. Como no entendí lo que quería decir, no le respondí, creo que solo le puse un “Me gusta”, por poner algo.

Al cabo de unos días, recibí por Messenger un mensaje que venía a decir que era un desconsiderado por no haberle contestado y solo poner un Like. Que no sabía si en España eso era habitual, pero que donde residía, cuando uno te invita, se le corresponde. Debo decir que su pésimo estilo ortográfico y la peculiar sintaxis hacían difícil la comprensión del texto a la primera.

Corrí (idiota de mí) a buscar su comentario en Facebook y vi que había añadido otro que decía que, si no había respuesta, quizá era porque lo había escrito mal y no me había enterado. Así que le respondí que me disculpara por no haberle contestado, pues no había entendido a qué se refería al decir que andaba perdido Su respuesta no se hizo esperar (ahora sí la reproduzco literalmente):

“Cuando salgas de ti lo podrás ver, muchas gracias”

Con ello di por terminado ese disparatado malentendido. Pero no. Por Messenger me envió una especie de diatriba reprochándome estar encerrado en mi “grupito”, sin querer salir y conocer sus palabras, y bla, bla, bla. Y al no recibir respuesta alguna por mi parte, insistió en que debía volar y conocer otros blogs, Que ella me leía y tal y cual. Acabó invitándome a visitar su blog, para lo cual me facilitada el enlace.

Ante la disyuntiva de si callar o responderle, me decidí por esta última opción, diciéndole la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad: que había visitado su blog en varias ocasiones, que solo dejo un comentario si lo que he leído me ha satisfecho, cosa que, lamentándolo mucho, no había sucedido. Que cada uno tiene sus gustos. Que existen miles de blogs y, ante la imposibilidad de seguirlos a todos, prefería quedarme con los que más me satisfacen, que son los que conforman ese “grupito” al que ella hacía referencia. Y que esperaba no haberla ofendido ni haber malinterpretado sus palabras.

Su última “misiva-torpedo” decía que “escribir largo no es escribir bien” (he observado que en muchos de los comentarios que suele dejar en otros blogs alaba la brevedad con afirmaciones del tipo “escribes corto y bonito”), que ella trabaja en un periódico y que me fuera bien con mi blog (que supongo podría traducirse como que me fuera al carajo).

Al día siguiente, adivinando que me habría borrado de su lista de “amistades”, consulté, movido por una curiosidad malsana, el apartado de “amigos” en mi perfil de Facebook y, efectivamente, el pájaro había volado. Creo que más que una amistad, me he quitado un peso de encima. Nunca me han gustado, y he evitado, las amistades interesadas.



lunes, 5 de noviembre de 2018

Speedy Pass o Pase Exprés. ¿Ventaja o injusticia?



Somos muchos ─no tengo reparo en incluirme, aunque solo sea para quedar bien─ los que cuando gozamos de una prebenda o trato especial no tenemos en cuenta si ello, al beneficiarnos a nosotros, perjudica o discrimina al prójimo, por acción u omisión. Simplemente nos sentimos satisfechos de la oportunidad que se nos brinda sin pensar en los demás.

La primera vez que me llamó poderosamente la atención esa discriminación, para mí del todo injusta, fue en el parque de atracciones Port Aventura, y el hecho que motivó mi disconformidad fue observar cómo, mientras mi familia y yo hacíamos una larguísima cola, otros subían a la atracción sin apenas detenerse. Cuando manifesté mi enfado, una de mis hijas me dijo que tenían un Pase Exprés, lo que en muchos parques se conoce como Speedy Pass o Fast Pass. ¿Y eso?, pregunté, extrañado. Pues porque han pagado un extra y tienen preferencia, me contestó con total naturalidad. Así que por unos cuantos euros más puedes pasar por delante de los que han pagado el precio “normal”. Me sentí como el pobre que debe esperar a que los ricos hayan satisfecho sus necesidades para poder, a su vez, satisfacer las suyas. Aunque he vuelto a ese parque en varias ocasiones, nunca he querido aprovechar esa prioridad de paso a cambio de unas cuantas monedas más. En su lugar prefiero acudir a las atracciones con menos colas o esperar el momento de menor afluencia de público, ¿Seré tonto? Pues a lo mejor sí.

Esto me ha venido a la memoria ahora, después de mucho tiempo, con motivo de una noticia que decía que se estaba estudiando una fórmula para evitar los atascos en las grandes ciudades. Dicha fórmula consistiría en habilitar un carril de pago en las vías y avenidas con más tráfico. De ese modo, los usuarios de ese carril rápido invertirían mucho menos tiempo en llegar a su destino, pues podrían conducir a mayor velocidad y evitar los habituales atascos.

Yo sé muy poco de regulación del tráfico rodado, solo soy un ciudadano que ha usado el coche durante muchos años para ir al trabajo, y que siempre ha procurado eludir los atascos evitando las horas punta. Pero dentro de mi escasa sapiencia en esta materia, habilitar un carril rápido y de pago se me antoja una medida, no solo injusta por la discriminación económica que conlleva y por el objetivo fundamentalmente recaudatorio que la motiva, sino además un desatino como la copa de un pino. Veamos: ¿cuántos conductores optarán por circular por ese carril? Lo ignoro, pero sea cual sea el porcentaje, lo cierto es que el resto de usuarios que no acepten pagar el peaje, tendrán que reubicarse en los carriles gratuitos, con lo cual el atasco en estos será monumental. ¡Genial! ¿Cómo no se les había ocurrido antes? ¿Acaso me he perdido algo?

Pagar un canon especial o un plus a cambio de una ventaja que deja al resto de usuarios en clara desventaja, me parece una injusticia, cuando no un atropello. Tenemos autopistas de peaje que descongestionan las carreteras nacionales y comarcales. Sería ─y en algunos casos lo es─ injusto que los conductores se vieran forzados a ir por ellas para evitar las caravanas en las vías gratuitas. Una cosa es querer conducir a 120 Km por hora por autopista en lugar de a la velocidad máxima marcada en el resto carreteras, y otra es no tener más remedio que abonar un peaje para evitar tragarse kilómetros de retenciones y reducir sustancialmente el peligro de accidentes. Si las carreteras nacionales y comarcales estuvieran en condiciones para asegurar un tráfico fluido y todo lo seguro que este tipo de carreteras de doble sentido puede ofrecer, sería muy razonable que quienes quisieran conducir a mayor velocidad y con mayor seguridad tuvieran que pagar por ello. Lo ideal sería convertir, como se ha hecho en algunas zonas, las carreteras en autovías que garantizaran una mayor fluidez, rapidez y seguridad sin coste alguno para los usuarios.

Así pues, ya sea en un parque de atracciones, en una ciudad con problemas de tráfico rodado o en cualquier otro lugar y circunstancia, no me parece de recibo que haya ciudadanos de primera, que se beneficien de unas comodidades, pagando por ellas, y ciudadanos de segunda que, por no poder o querer aceptar ese tributo innecesario, se vean relegados a la incomodidad y a tragarse sus inconvenientes.

Del mismo modo que hay que erradicar el “enchufismo” y que cada cual consiga las cosas con su esfuerzo personal, no debería existir un trato preferente a cambio de dinero. Por muy anecdótico que pueda parecer, los carriles de peaje para aligerar el tránsito de algunos en las grandes ciudades, los Speedy Pass, Fast Pass, Pases Exprés, o como se les quiera llamar, en los parques de atracciones o donde sea que se implanten, son un ejemplo de esa segregación económica que vemos con frecuencia para poder acceder a servicios que deberían ser accesibles a todos los ciudadanos sin coste adicional.

Algún día no muy lejano tendremos que pagar para poder respirar aire puro.