lunes, 21 de noviembre de 2016

Biblioteca creciente, tiempo menguante



Aunque el primer libro que recuerdo haber leído, Las aventuras de Tom Sawyer, llegó a mis manos –por vericuetos que no recuerdo y con motivo de una gripe que me hizo guardar cama una semana- cuando yo tenía unos diez años de edad, no fue hasta los dieciséis cuando empecé a leer de forma habitual. Y desde entonces no he parado. Tuvo que ser mi madre quien se hiciera socia del Círculo de Lectores ―a la sazón mi fuente de lecturas― en mi lugar porque los menores de edad no podían firmar subscripciones de ese tipo (ignoro si hoy en día es posible). Ella era la socia titular y yo el lector y contribuyente real (pagaba las cuotas con los ahorros procedentes de mi modesta paga mensual, que se iban todos en libros y discos).

Solo durante mis estudios universitarios disminuyó mi ritmo de lectura pues tenían prioridad los apuntes y libros de texto. Aún así, no pude evitar seguir comprando libros para cuando estuviera en disposición de leerlos con tiempo y calma. De este modo, a lo largo de los años, he ido acumulando tal cantidad de libros que necesitaría varios lustros para leerlos todos. Y aún así sigo adquiriendo nuevas publicaciones, tanto en papel como para ebook. Tengo un buen número de libros adquiridos desde mi época adolescente que no he leído y van entrando nuevos sin parar (regalados o comprados por su novedoso interés o por ser secuelas de obras leídas y disfrutadas con anterioridad). He arrinconado a los clásicos, que esperan pacientemente en mi biblioteca, para dar paso a nuevos autores, nuevos lanzamientos de autores conocidos, recomendaciones de amigos y best sellers de los que todo el mundo habla. ¿No debería leer de una vez por todas Crimen y castigo, cuyas páginas hace años que amarillean, que la última entrega de Ruiz Zafón?

No doy abasto para todo lo que querría leer. ¿Para qué leer, entonces, obras nuevas cuando tengo tantas pendientes de lectura? ¿Debería hacer un lugar en los estantes de mi biblioteca para libros (y escritores) nuevos cuando hay tantos antiguos que todavía no he leído?

Debo añadir un hecho curioso: ahora que tengo más tiempo para leer es cuando leo menos. ¿Cómo es eso posible? Pues muy fácil. Cuando estaba en activo, dormía poco y mal. El estrés me pasaba factura y dedicaba las horas de insomnio a leer, lo cual no sólo me relajaba sino que, muchas veces, me devolvía a los brazos de Morfeo. Por otra parte, cuando terminaba mi jornada laboral, al llegar a casa, mi forma de desconectar era tener un libro en mis manos, y leerlo, por supuesto. Leía, pues, unas cinco horas diarias, sin contar, lógicamente, los fines de semana, en los que dedicaba menos tiempo a la lectura y más a actividades al aire libre. Ahora, en cambio, sucede todo lo contrario. Durante los días laborables reparto mi tiempo libre en tantas actividades ― culturales, sociales, familiares y domésticas―, y por la noche me vence con tanta facilidad el sueño, que sólo me quedan unas dos horas diarias, a lo sumo, para leer, mientras que los fines de semana y días de guardar dedico a los libros un tiempo extra. Pero esto es tan solo un hecho anecdótico y personal del que soy yo el único responsable.

El mensaje –si puede llamarse así- que pretendo lanzar en esta breve entrada, es que muchas veces, cuando, por acumulación de trabajo pendiente, debemos priorizar y administrar adecuadamente el tiempo, no siempre sabemos cómo hacerlo. Y volviendo a nuestros queridos amigos los libros, permitidme, además, la licencia de una reflexión funesta pero innegablemente real y práctica a efectos contables: estimando en veinte años lo que me resta de vida –al menos cognitivamente eficiente, hasta los ochenta y seis-, es decir, unos siete mil trescientos días, a mi ritmo de lectura actual, solo me quedará tiempo para leer algo más de seiscientos libros de unas quinientas páginas de promedio. Así que, ¿qué puedo hacer? ¿Dejar en el trastero los libros hasta ahora no leídos y seguir concentrándome en las nuevas publicaciones, o no compro ni un libro más hasta que no haya consumido intelectualmente los que han estado esperando su oportunidad?

Si opto por lo primero, ¿me lo reprocharán Shakespeare, Tolstoi, Balzac, Mann, García Márquez, Víctor Hugo, Hemingway, Hesse, etc., etc., etc., en el más allá? Pero, bien pensado, como esto es altamente improbable ―que cada uno interprete libremente el porqué― quizá debería dejarme llevar por lo que me aporta el presente sin pensar en el pasado, en el mañana ni en el más allá. ¿Acaso lo importante no es pasarlo bien sin pensar en lo que es políticamente ―o literariamente― correcto? Pero es que me sabe mal pasar por alto a ilustres escritores y ahuecar el ala sin haber leído algunas de las joyas de la Literatura Universal. Pero si nadie me lo tiene que echar en cara…

De hecho, hay muchas cosas que no tendremos tiempo de hacer, aun llegando a ser longevos, que quizá sean tan importantes o más que la lectura. ¿O no?
 
 
 

jueves, 3 de noviembre de 2016

Un fin de semana en el Sobrarbe


En los últimos tres años he participado en veintitantos certámenes de cuentos, relatos cortos y microrrelatos. En media docena quedé como uno de los muchos finalistas. En realidad, eran concursos promovidos por pequeñas editoriales encubiertas. No entraré en detalles sobre ello porque ya dediqué, en este mismo blog, una entrada al respecto (“El negocio de algunos concursos literarios”, 19-03-2015).

En otros certámenes, convocados por entidades culturales y ayuntamientos, me he llevado más de una decepción al no haber visto premiado, ni siquiera con un accésit, el relato presentado y en el cual había depositado grandes esperanzas. Pero ello forma parte de la vida real. No siempre se gana y mucho menos cuando uno se enfrenta a gran cantidad de “adversarios” seguramente mucho más cualificados. Debo decir, sin embargo, que si bien en algún caso en que pude acceder al relato ganador, tuve que descubrirme ante su calidad, en algún otro la decepción fue todavía mayor al comprobar –según mi criterio- la mediocridad de la obra que había resultado ganadora. Esta es otra realidad cotidiana. No siempre quien se lleva los laureles es merecedor de ellos. Soy consciente de que esta afirmación puede parecer propia de quien, frustrado por el fracaso, arremete contra quien o quienes le han derrotado en la contienda. Os aseguro que no es este mi caso.

Es, pues, inútil dar más vueltas a este asunto. Lo antedicho solo pretende ser un breve currículo sobre mi escasa y poco exitosa participación en certámenes literarios y como mera introducción a lo que sigue.
 
Tras varios meses de aislamiento en este sentido, desestimando las convocatorias que pasaban por mi vista, que eran, y siguen siendo, muchas, una en particular me llamó poderosamente la atención: el IX certamen de cuentos y relatos breves “Junto al Fogaril”, convocado por el Ayuntamiento de Ainsa-Sobrarbe y la Biblioteca Pública Municipal de Ainsa, con la colaboración de la Asociación cultural "Junto al Fogaril", el Centro Vacacional Morillo de Tou, la Diputación de Huesca y CCOO Comarca de Sobrarbe. ¿Y qué fue lo que me llamó la atención? Pues que había un accésit especial, con el nombre del poeta y cantautor aragonés José Antonio Labordeta, para obras que abarcaran una temática relativa al Sobrarbe.

Y es que yo tomé contacto con Ainsa (en aragonés L’Aínsa) y, por extensión, con la comarca del Sobrarbe en agosto de 1964, cuando aterricé allí, casi por casualidad, para pasar las vacaciones de verano, unas vacaciones que a priori se me antojaron de las más aburridas y que resultaron ser las mejores de mi vida adolescente. Desde aquel verano he vuelto regularmente a la zona, en compañía de amigos primero y de mi familia después. Tal fue la impronta que dejó en mí aquella primera visita que en julio de 2014 escribí, también en este blog, un relato autobiográfico titulado “Verano del 64”. ¿Cómo podía, entonces, eludir la invitación para escribir un relato ambientado en esa comarca que tan gratos recuerdos me trae?

Por otra parte, si entramos en el capítulo de las coincidencias, hace quince años, en agosto de 2001, de vuelta a Barcelona tras uno de esos periplos por el pirineo de Huesca, nos detuvimos, mi mujer, mi hija menor y yo, en la población de Abizanda, cercana a Ainsa, junto al embalse de El Grado. Allí, además de la visita obligada al castillo torreón del siglo XI y a su iglesia románica del siglo X, visitamos el Museo de Creencias y Religiosidad Popular, que me introdujo a un pasado orlado de supersticiones y leyendas. En dicho museo adquirí el “Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón”, de Chema Gutiérrez Lera, y tras su lectura me prometí escribir algún día, cuando tuviera el tiempo libre necesario, una historia fantástica basada en esas creencias.

Así pues, la convocatoria del Ayuntamiento de Ainsa fue todo un reto y vino como anillo al dedo para cumplir una promesa que había quedado pendiente durante quince años.

El caso es que el resultado del ejercicio resultó favorable y el relato con el que concurrí al certamen, “Al final se hizo la luz”, fue premiado con el anteriormente citado accésit. La verdad es que desde el primer momento tuve un pálpito. Y debo decir que ha sido la primera vez en mi vida que un presentimiento positivo se ha visto cumplido, contraviniendo mis creencias (léase “La otra Ley de Murphy”, en este mismo blog, del 1-04-2016). No sé por qué, pero algo me decía que Ainsa me traería buena suerte. Y así ha sido.

Hace unas dos semanas recibí una llamada del primer Teniente Alcalde del Ayuntamiento de Ainsa, José Luis Bergua, comunicándome la buena nueva y recordándome que la aceptación del premio me obligaba a recogerlo en persona. Ya os podéis imaginar mi reacción a la propuesta. ¿Qué son 292 kilómetros desde Molins de Rei? Un paseo. Y, dadas las circunstancias, mucho más agradable que de costumbre.

El acto de entrega de premios se había fijado para el sábado día 29 de octubre al mediodía en el Jardín del Museo de Artes y Oficios de Ainsa. El alojamiento, a cargo de la organización, la noche del viernes, era en Morillo de Tou, un pueblo recuperado y reconvertido en centro vacacional a 4 kilómetros de Ainsa. Aprovechando, pues, esta circunstancia, mi mujer y yo decidimos prolongar nuestra estancia dos noches más.
 
 
Antes de dar paso a la entrega de los premios, tuvo lugar una actuación a cargo de Alfonso Palomares, un conocido actor humorístico de la televisión aragonesa que amenizó el acto con la obra satírica “Una indocumentada historia de Aragón”, en la que hizo un recorrido un tanto sui géneris por la historia de esta Comunidad. Como era de suponer, bajo las risas provocadas por las ocurrentes parodias, los nervios de un servidor iban tejiendo una tela de araña que al subir al estrado empezó a emerger desde las entrañas y que –espero que nadie se apercibiera de ello- me hicieron trastabillar verbalmente en más de una ocasión.

Huelga decir que, para un novato en estas lides, fue todo un acontecimiento, diría que histórico, no solo por ser el primer premio que recibo en mi todavía corta vida literaria sino porque mis dos compañeros premiados, el asturiano Carlos Fernández Salinas, que se llevó el primer premio con el relato titulado “Crónicas de la inocencia”, y el riojano Ernesto Tubía Landeras, galardonado con el segundo premio por su relato “Los claveles de Zihuatanejo”, son consumados escritores premiados en numerosas ocasiones, tanto en certámenes de relatos como de novela. Por lo tanto, fue para mí todo un honor estar a su lado y conocerlos personalmente. No solo son muy buenos escritores sino también unas personas encantadoras y humildes, algo que no suele ocurrir –creo yo- entre autores repetidamente laureados. Me sentí satisfecho y a la vez abrumado. A fin de cuentas, repito, era mi primera experiencia, como la del adolescente en su primer encuentro amoroso.
 
De izquierda a derecha: Enrique Pueyo (Alcalde), Carlos Fernández Salinas (primer premio), Ernesto Tubía Landeras (segundo premio), Josep Mª Panadés (accésit), Mercedes Vaz-Romero Bernad (ganadora del primer premio del año anterior) y Pedro Arbó (gerente del centro de Morillo de Tou)
 
A la ceremonia de entrega de premios y al posterior almuerzo con representantes de la organización y algún miembro del jurado profesional, le siguieron la relajación y placer del contacto con la naturaleza en su estado más puro. Las horas siguientes, hasta el momento de la partida, el lunes por la mañana, fueron un bálsamo y a la vez un acicate para volver, una vez más, al pirineo aragonés.

En esta ocasión, Tella, Revilla, Escuaín y Panticosa fueron los lugares que visitamos, sin dejar de callejear, al atardecer, por las empedradas pendientes del núcleo urbano original de Ainsa y su preciosa plaza porticada, que tantas suelas de nuestros zapatos han pisado a lo largo de nuestras repetidas e inolvidables visitas.



Ciertamente, de todas las experiencias se extrae una lección. En este caso, la lección o, mejor dicho, las lecciones aprendidas podría resumirlas así:

- Que nunca es tarde para lograr que una ilusión se haga realidad.
- Que el tesón y la paciencia acaban dando, tarde o temprano, sus frutos.
- Que el mejor premio que se puede recibir es conocer a gentes y lugares que te hacen sentir vivo, y
- Que la mejor experiencia literaria es rodearte de quienes, conociendo el éxito, comparten contigo sus experiencias, te animan a seguir adelante y te regalan sus consejos con generosidad y sin reservas.
 
En definitiva, ha sido todo un lujo disfrutar de un fin de semana en Ainsa-Sobrarbe, tanto desde el punto de vista cultural, humano y recreativo.

Creo que, desde ahora, seré más receptivo para con los certámenes literarios. Y más paciente.
 
 
 
Nota: los tres relatos galardonados, están disponibles en la web http://www.villadeainsa.com