Hago uso del título de un libro que estoy leyendo, cuya finalidad es enseñar a escribir con estilo y precisión a los escritores noveles. En él se dan consejos sobre cómo hacer que un texto tenga calidad literaria evitando los fallos habituales del principiante.
Hay que aclarar, sin embargo, que para el autor*, estilo rico no es forzosamente sinónimo de riqueza, variedad, belleza, precisión, matización, intensidad, etc., pues estos objetivos no siempre se persiguen por los caminos mejor orientados (sic).
A lo largo de los dos últimos años, en los que asistí a un taller de escritura creativa, también he recibido numerosos consejos orientados a escribir con estilo.
Son muchas las recomendaciones sobre cómo escribir bien que uno puede encontrar por doquier y formuladas por plumas de renombre. Pero incluso los expertos a veces se contradicen.
Aquí podríamos aplicar la máxima de que “cada maestrillo tiene su librillo” y no son pocos los ejemplos que podemos encontrar en obras de autores famosos que contravienen claramente esas líneas directrices a las que antes me refería.
Evitar frases excesivamente largas, con abundantes oraciones subordinadas; no utilizar adverbios acabados en –mente; no usar demasiados adjetivos; no usar gerundios; evitar utilizar verbos “simples” como decir, hacer, dar o entrar, substituyéndolos por sinónimos más “estilísticos”. Y así una retahíla de consejos y prohibiciones por mor (¡vaya expresión más literaria!) del buen gusto.
Otros expertos abogan, en cambio, por la sencillez. Es muy propio de principiantes utilizar expresiones pomposas o grandilocuentes para decir (¿he dicho decir?) o, mejor, expresar, algo sencillo. Se dicen mentiras, que también se pueden contar, pero no se expresan o manifiestan; se hace la comida o se cocina, pero no se lleva a cabo o se produce; se da la mano, también se estrecha, pero no se entrega; se entra en una habitación, pero uno no se introduce o penetra en ella, a menos que se haga a hurtadillas o por la fuerza, practicando un butrón. Con ello solo quiero indicar que cada verbo tiene un uso según las circunstancias y el contexto, y no deben utilizarse sinónimos sin ton ni son solo para que parecer más ilustrado. Ese sería el estilo pobre.
Desde que aprendí estas normas básicas, admito que leo mejor. Me fijo y saboreo mucho más las novelas que caen en mis manos, aunque sean traducciones de la lengua original en que fueron escritas –los traductores, esos subestimados y desconocidos profesionales de la lengua- y soy mucho más crítico. Valoro ahora más la forma y no solo el fondo (el argumento, la trama). Advierto ahora, también, que autores de best sellers, como por ejemplo Dan Brown, que tanto admiraba, que, si bien están dotados de una gran imaginación, de la que nacen historias trepidantes que enganchan al lector, carecen de un estilo literario notable (¿quizá sea aquí culpa del traductor?). También ahora tomo nota mental de si esos escritores profesionales respetan o no las reglas del “buen escritor”. Y puedo decir que he leído a autores reconocidos y premiados, con los que he disfrutado y disfruto enormemente, de una gran calidad literaria, que me han dejado sin apenas resuello tras una frase repleta de oraciones subordinadas hasta el esperado punto y seguido. Los hay, en cambio, quienes utilizan frases tan cortas que el texto parece telegráfico. Hay autores laureados que hacen escaso uso de la puntuación y en otros casos he llegado a contabilizar hasta seis o siete adverbios acabados en -mente en una sola página (yo ya he utilizado cuatro en lo que llevo escrito y todavía queda otra por aparecer). Y podría seguir citando otros pecados supuestamente capitales.
En fin, que se puede eludir la Norma sin menoscabar la Calidad de una obra. Tal como lo veo, cada género literario precisa de un estilo y de unos recursos determinados. En relatos cortos y en pasajes de intriga, las frases muy cortas dan un ritmo que incrementa la atención y el suspense. Pero si se está describiendo, por ejemplo, una escena romántica, queda mucho mejor una exposición más larga, manteniendo así el clima. Queda muy bien decir: “Se oyeron unos pasos. La tarima crujía. Quien fuera que estuviera al otro lado se iba acercando. Me sentía atrapado. Tenía miedo. No podía respirar”. En cambio, resulta aceptable escribir: “Cuando entré en el gran salón, la busqué con la mirada y la vi sentada en un rincón, sola y con cara de hastío, y no pude reprimir mis deseos de presentarme, así que me dirigí raudo hacia ella, sin atender a los saludos de los que se cruzaban en mi camino, sabiendo que sin duda aquella bellísima mujer se llevaría una gran sorpresa al saber que era yo quien la había invitado”.
Aunque lo pueda parecer, no pretendo sentar cátedra, pobre de mí. Sigo siendo un aprendiz de escritor y continúo, seguramente, cometiendo errores. Solo pretendo explayarme exponiendo mi punto de vista, mi humilde opinión personal, sobre el tema del estilo que tanto me preocupa.
Creo, por supuesto, que las normas de puntuación y la sintaxis son fundamentales, el ABC de la escritura (todos conocemos el clásico ejemplo de la diferencia existente entre “no tenga piedad” y “no, tenga piedad”, en que una simple coma puede cambiar radicalmente el destino de una persona). Y, aun así, debo reconocer que a veces tengo dudas sobre si poner o no una coma, si he puesto demasiadas o demasiado pocas.
Lo importante, a mi juicio, es tener una buena base para luego crear un estilo propio, que respete las normas más elementales de la escritura pero que no nos encorsete y nos impida ser libres y creativos; tener, en definitiva, nuestra propia forma de escribir.
Soy, pues, del parecer de que las normas están para conocerlas, como una base de la que partir, respetarlas hasta cierto punto, y saltárnoslas siempre que sea de forma consciente y con un propósito.
Acepto, cómo no, los consejos que vienen de gente mucho más experimentada que yo, pero no así las imposiciones ni las limitaciones como las que indican que no se debe recurrir a expresiones demasiado usadas a lo largo de la historia literaria por los que nos precedieron (lo que se conoce como un tópico). Hay quien opina, por ejemplo, que las expresiones “una profunda tristeza”, “pechos turgentes”, “negro como el ala de un cuervo” o “espiral de violencia”, por poner solo unos pocos ejemplos, son muy manidas, que tuvieron su momento pero que ya han caducado. No veo por qué. Así no podríamos decir “su larga melena color azabache” porque esta expresión ya ha sido usada en infinidad de ocasiones.
Yo sigo viendo, en obras de autores célebres, expresiones tan repetitivas como las del tipo: una chaqueta de tweed (que yo me pregunto qué es el tweed que sale tanto en las novelas), ojos de un azul acerado o acuoso, cabello ralo… Por no hablar de la tan utilizada frase “todo sucedió en un breve instante que se me hizo eterno”, para dar a entender lo largo que se le hizo al personaje un suceso que, siendo de corta muy duración, percibió como muy prolongado por lo penoso o desagradable que resultó.
En fin, creo, para terminar, que todo escritor puede permitirse ciertas licencias, sin menoscabo de la calidad de su obra, si bien en el mundo editorial, en el que mandan los editores escrupulosos y los correctores de estilo–los inquisidores de los nuevos escritores- parece ser que dichas licencias solo se les están permitidas a las “figuras”.
¿Estoy equivocado y lo que me ocurre en realidad es que, como novato que soy, no practico suficientemente bien la autocrítica y no me percato de mis limitaciones? Quizá mi estilo sea más pobre de lo que pienso y yo lo vea más rico de lo que es. Quien sabe.
*Luis Magrinyà. Colección Debate. Penguin Random House. 2015