miércoles, 29 de mayo de 2019

La lengua se viste de Prada



Todo cambia, la moda y las costumbres cambian. Y la lengua no puede ser menos. A diferencia de las lenguas muertas, las vivas hacen honor a este calificativo para ponerse al día, actualizarse, modernizarse. Todos los idiomas, desde tiempo inmemorial, se han ido nutriendo o se han visto influidos por los de su entorno, de otras culturas. De ahí que la RAE incorpore continuamente nuevos vocablos en nuestro léxico, lo cual es un signo de modernidad o, cuando menos, de dinamismo. Pero ¿son realmente imprescindibles todas estas nuevas inclusiones?

No soy lingüista, solo un usuario de la lengua que utilizamos para comunicarnos. Por lo tanto, esta entrada no va de filología sino del vocabulario que llamaría emergente y de la costumbre, mala a mi entender, de utilizar términos anglosajones cuando existe su correspondiente versión española, una costumbre que, por cierto, viene de muy lejos, pero que sigue en auge.

La lengua es una seña de identidad. Forma parte esencial de nuestra cultura. Todos estamos orgullosos de nuestra lengua, o de nuestras lenguas en el caso de ser bilingües, pero muchas veces la utilizamos incorrectamente y no por ignorancia, sino por “adulterarla”, voluntaria o involuntariamente, con influencias extranjeras cuando, como ya he dicho, existe un término “autóctono” perfectamente válido. En algunas ocasiones, el término “foráneo” resulta ser tan potente o apreciado que se asienta de tal forma en nuestro lenguaje, que acaba siendo aceptado por la RAE, incorporándolo al diccionario de la lengua tal cual o con una cierta adecuación ortográfica. Entiendo esta inclusión solo cuando se trata de un vocablo inexistente hasta ahora en nuestro léxico. Así, Boomerang se incorporó como bumerán, y football acabó como fútbol, dejando, por cierto, al balompié totalmente fuera de juego. En cambio, decimos balonmano y baloncesto en lugar de handball y basketball, respectivamente. Otros términos se han admitido en su forma original, como el caso de hockey. Y así podríamos hacer una larga lista de términos para todos los gustos y con distintos tratamientos por parte de la ilustre Academia.

Esta influencia extranjera en nuestro lenguaje no es nada actual, por supuesto. Yo recuerdo, de niño, decir merci en lugar de “gracias” con toda naturalidad, como quien dice ciao en vez de “adiós” u okey para expresar un acuerdo. Y así encontraríamos muchos ejemplos de extranjerismos usados coloquialmente. Es solo una cuestión de moda, esnobismo e incluso cursilería que acaba en costumbre.

En ciencia y tecnología abundan los términos ingleses que, aun teniendo una traducción en nuestro idioma, se han convertido en algo natural seguramente por su brevedad (feedback, online, login, check-in, check-out, file, network, performance, update, input, output, y un largo etcétera). En el mundo de la música, ya ni hablamos, pero es que muchas veces resulta imposible hallar un término local. ¿Cómo vamos a traducir reggae o trap? Lo mismo ocurrió en su momento con rock and roll, blues o jazz.

En el ámbito empresarial también es muy común el empleo de términos como Product Manager, Community Manager, Business Development, Controller, stock, target, goal, benefits, offshore, etc, etc, etc. Parece como si sus equivalentes en español no tengan la misma importancia o distinción.

En el particular mundo de la informática es asimismo frecuente el empleo de términos ingleses, aunque ello es, para mí, un signo de “sumisión tecnológica” y, en algunos casos, de comodidad. ¿Por qué no utilizar con naturalidad los términos “entrar”, “copia de seguridad” y “reiniciar” en lugar de intro (o enter), back-up y reset? “Dale a intro, haz un back-up, resetea el ordenador” ya son expresiones cotidianas que casi todos utilizamos. Aún tenemos que estar agradecidos de que no haya desaparecido la letra ñ de nuestros ordenadores.

Y en las redes sociales y en los medios de comunicación ocurre otro tanto. ¿Por qué tenemos que decir fake news en lugar de “noticia falsa” o, simplemente, el “bulo” de toda la vida? ¿Y cómo podríamos traducir blog? Estamos rodeados de anglicismos. Antiage (anti edad), catering (servicio de comida preparada), outfit (vestimenta), flow (ritmo), pasword (palabra clave), ya son de uso normal. ¿Es bueno o malo? ¿Acabaremos algún día diciendo “Hey, brother”, ¡Oh, my God!, o “esto es de lo más cool”?

Últimamente he reparado que nuevos términos y expresiones han entrado a formar parte de nuestro vocabulario con mucha fuerza y asiduidad. En unos casos son nuevamente términos anglosajones (que parecen que molan más), pero en otros son palabras o expresiones españolas que han adquirido de pronto una gran notoriedad y que, por lo menos yo, nunca antes las había oído, o no tan frecuentemente y en el contexto actual. Algunas me dan la impresión de que hayan sido inventadas exprofeso. De todos estos términos, los que más me han llamado la atención pertenecen al mundo del deporte y de la política.

Empecemos por el primero. Sigo sin entender por qué en el deporte se usa, cada vez con más frecuencia, términos como hat-trick, pole position (o simplemente pole), final four o play-off. Si no estoy equivocado, final four significa semifinales (pues son cuatro ─four─ los equipos contendientes), y play-off la final o fase de desempate, como se ha dicho toda la vida. Entiendo que hallar una traducción en forma de un término breve para las dos primeras expresiones (el marcaje de tres tantos por un mismo jugador en un mismo partido y partir en primera posición de la parrilla de salida en una carrera automovilística, respectivamente) es tarea difícil, pero seguro que, echándole un poco de ganas e imaginación, podríamos encontrarla (si es que ya no existe).

Sigamos ahora con el segundo. Como los políticos no podían ser menos, en el ámbito de la política también han “florecido” términos que han calado tan hondo que los usan constantemente. Ahora bien, aquí no suelen haber anglicismos, pues ya se ha visto que el inglés no es el punto fuerte de muchos de nuestros políticos. En este caso, sus términos favoritos y repetidos hasta la saciedad son: equidistante, escrache, cordón sanitario, sorpasso (que no quiere decir otra cosa que adelantar, sobrepasar, pasar por delante, superar, etc.), marca España, líneas rojas, tempo, etc.

Así pues, siguen apareciendo palabras y expresiones que, de tanto usarlas, acaban imponiéndose. Es como si la lengua también se vistiera de moda, aunque de un modo, a mi parecer, muy poco ortodoxo. Insisto: no soy un profesional de la lengua. Por lo tanto, todo lo aquí dicho puede ser una sarta de tonterías. Será que me gusta hablar por hablar.


viernes, 17 de mayo de 2019

Las residencias del terror



Los que hemos tenido que ingresar, muy a nuestro pesar, a un familiar de primer grado en una residencia geriátrica, hemos procurado cerciorarnos de la calidad de los servicios y la comodidad de las instalaciones, si bien tanto o más importante es el trato humano.

Siempre que visitaba a mi padre (cada día recibía, por lo menos, la visita de alguno de sus tres hijos, es decir de mis dos hermanas y yo) procuraba asegurarme de que estaba en buenas manos. Por su dependencia física y su mermada función cognitiva, a sus noventa y nueve años requería de una atención constante. El personal sanitario y auxiliar resultó ser excelente, y así nos lo hacía saber con su peculiar forma de expresarse. Ello nos quitaba ese peso de encima que sobreviene a quienes se ven en la tesitura de dejar en manos ajenas y en un lugar extraño a un padre o una madre, quienes te cuidaron y procuraron tu bienestar mientras dependiste de ellos. Por fortuna para nuestras conciencias, mi padre no puso ningún reparo cuando, desde el hospital donde estaba ingresado, lo trasladamos a una residencia de una mutua privada.

Aun no estando en su propia casa, mi padre siempre manifestó estar muy a gusto. Su cuidadora y el personal de enfermería y auxiliar nos inspiraron la máxima confianza por su profesionalidad y la atención que le dispensaban. No podíamos saber cómo se comportaban a nuestras espaldas, cuando abandonábamos el centro, durante la noche o en esos momentos de intimidad (baño, curas y aseo). Pero si hubiera recibido un mal trato, mi padre gozaba todavía de una lucidez suficiente como para contárnoslo. Por lo tanto, estábamos tranquilos y satisfechos con la elección del centro.

La única duda que siempre me ha asaltado y que me mortificó durante un tiempo es no conocer exactamente las circunstancias que rodearon a su muerte. Dimos por buenas las explicaciones que nos ofrecieron y, por lo tanto, no exigimos una investigación ni se nos ocurrió la posibilidad de presentar una denuncia por negligencia. Lo más seguro es que tampoco habríamos podido descubrir nada que no fuera lo que nos contaron. También me habría gustado saber que no sufrió y que perdió el conocimiento en pocos segundos. Mi padre no temía a la muerte, siempre afirmaba que la estaba deseando, para así reunirse con mi madre, que nos había dejado cinco años antes. A lo único que temía era al dolor físico. Ojalá no sintiera nada. Pero esto nunca lo sabré.

Estuve con él en su último día de vida. Ese día llegué más temprano de lo habitual y lo encontré en su habitación. Su cuidadora lo acababa de asear y me ofrecí a afeitarlo (algo que ya no podía hacer por sí solo a causa del temblor en las manos). Mientras lo hacía comprobé que tosía con mucha frecuencia. “Me he resfriado, con esas corrientes de aire no resulta extraño”, me dijo. Mi padre era muy friolero. Siempre le decíamos, en broma, que se resfriaba con solo abrir una ventana. Así que no le di demasiada importancia, pero aun así lo hice saber al personal para que lo reconociera el médico del centro. No hizo falta porque al cabo de unas tres horas yacía, inconsciente, en la UCI del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo, adonde lo llevaron en ambulancia tras el maldito incidente, no pudiendo hacer nada por él ni en la residencia ni en el hospital. Una neumonía por aspiración es fatal a esta edad ─nos dijeron los médicos. A su edad no murió de vejez, de lo que se conoce como muerte natural, ni a causa de una enfermedad. Murió por asfixia.

La última imagen que conservo de él vivo es sentado a la mesa del comedor, donde le dejé en su silla de ruedas, ante un humeante plato de sopa. Al parecer, un acceso violento de tos hizo que aspirara el líquido hacia los pulmones y se ahogara. La prolongada falta de oxígeno, desde que lo intentaron reanimar in situ hasta que llegó al servicio de urgencias del hospital, lo dejó en estado vegetativo. Con los ojos abiertos, sin parpadear, fijos en el techo del box, estaba conectado a un respirador y del tubo salían pequeñas cantidades de líquido, seguramente el que todavía contenían sus pulmones. Falleció de madrugada. De eso hace algo más de seis años. Habíamos planificado la forma para que pudiera asistir, por unas horas, a la comida de Navidad en casa y le habíamos convencido para que así fuera, pero ese infortunio se lo llevó nueve días antes.

Quiero creer que el personal de la residencia hizo todo lo humanamente posible para salvarle la vida, pero eso tampoco lo sabremos. Como he dicho, no indagamos lo ocurrido porque la explicación que recibimos nos pareció plausible. Pero, a pesar del tiempo transcurrido, no dejo de darle vueltas al hecho de que si hubieran tratado esa tos a tiempo, si en lugar de habérselo indicado yo, la cuidadora y demás personal se hubieran anticipado tomando las medidas necesarias, o le hubieran practicado alguna técnica expeditiva de reanimación, o yo qué sé, habría llegado a cumplir los cien años, lo que, en cierto modo le hacía ilusión, “¿Tú crees que llegaré a los cien años?”, me preguntaba casi cada día que le visitaba. Le faltaron cuatro meses. Si por lo menos se lo hubiera llevado una enfermedad grave, un fallo cardiaco, un ictus, cualquier dolencia mortal de necesidad, lo habría aceptado mucho mejor. Pero que fuera un accidente perfectamente evitable, resultó mucho más doloroso.

Mientras vivió en aquel lugar, estuvo bien atendido y me consta que nunca se sintió abandonado ni maltratado. Las veces que le hice compañía durante la comida, observé que, al menos aparentemente, la alimentación era buena y sana, de lo contrario se habría quejado ─era viejo, pero remilgado con la comida─, y siempre olía a su loción para el afeitado, iba limpio y bien vestido.

Toda esta historia viene a colación por las últimas noticias hechas públicas sobre los malos tratos que reciben los ancianos en algunas residencias, las deficientes condiciones en las que los mantienen y la escasez, cuando no insalubridad, de la comida que les sirven.

Se me pusieron los pelos de punta y me indigné cuando vi las imágenes grabadas con una cámara oculta que instaló un familiar en una residencia alertado por la sospecha de malos tratos, en las que aparecen cuidadoras que abofetean a ancianas con demencia senil, que no pueden defenderse ni confesarlo a sus hijos, porque no “colaboran” al vestirlas, porque se han aliviado encima, porque no quieren comer, o por la razón que sea. Y, al parecer, este no es un caso aislado, pues ya son varias las denuncias presentadas por malos tratos a ancianos en residencias geriátricas. Ver a personas que no pueden valerse por sí mismas, que necesitan del cuidado y ayuda de profesionales, y que se vean humilladas de esa forma, tratadas como bultos que molestan, me produce indignación. Ojalá existiera el karma y esos “profesionales” reciban el mismo trato cuando se encuentren en esas mismas condiciones.

He visto llorar a hijas e hijos al conocer cómo han sido tratados sus mayores. Dejar a tu padre o madre en manos de quienes deben cuidarlos para que, en lugar de esto, los insulten, los manoseen de forma violenta o los abofeteen por “portarse mal” es intolerable y desolador. Y encima quienes deben poner cartas en el asunto no intervienen, al menos con la prontitud y diligencia necesarias. Tanto la Administración de la que dependen esos centros como los directores y directoras de los mismos son, con su inhibición, cómplices de maltrato. Esos directores y directoras que dicen no saber nada, que niegan la evidencia e incluso amenazan con denunciar a quienes han grabado esas imágenes tan terriblemente elocuentes, deberían ser acusados de negligencia en el desempeño de sus funciones y pedirles responsabilidades por los daños físicos y morales causados. Y las personas que han protagonizado esas humillaciones y malos tratos, no solo deberían ser apartadas de su puesto de trabajo y expedientadas, que es lo único que hasta ahora se ha hecho, sino juzgadas por agresión y que no puedan ejercer nunca más esa labor.

Una sociedad sana no solo cuida y educa a sus jóvenes, sino que también cuida y protege a sus mayores. Todos llegaremos a viejos, o eso esperamos, y no queremos vernos en esa situación si, por los motivos que sean, tenemos que acabar nuestros días en una residencia geriátrica, ya sea pública o privada. Hay que acabar para siempre con esas residencias donde, en lugar de cariño, se practica el terror.


sábado, 11 de mayo de 2019

Vida domótica, robótica y estrambótica



No por sabida y repetida hasta la saciedad deja de ser menos cierta la famosa frase atribuida a Don Sebastián, en la no menos famosa zarzuela La verbena de la Paloma, “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. Suena a rancio, a tópico, como la típica pregunta retórica de “¿adónde iremos a parar?”. Pero yo sigo haciéndome esta pregunta. ¿Será acaso un síntoma de vejez? Creo que un poco sí, pues ya hay cambios que se me antojan innecesarios, superfluos, o incluso preocupantes. Lo dicho: me estaré haciendo viejo.

Siempre me ha gustado la comodidad y todos los adelantos técnicos que la hacen posible, que nos facilitan las labores más ingratas. ¿Qué haríamos sin un aspirador? ¿Cómo nos las apañaríamos sin un refrigerador, un ventilador, una tostadora o un molinillo eléctrico? Pero no hace falta retroceder tanto en el tiempo en lo que a electrodomésticos se refiere. En las últimas décadas del siglo pasado irrumpieron en nuestras oficinas y luego en nuestros hogares los ordenadores personales, la telefonía móvil, los televisores de plasma y otros tantos adelantos tecnológicos, que no cesan de perfeccionarse, superando, año tras años, sus prestaciones. Cuando uno ha adquirido el nuevo modelo de smartphone, el fabricante ya tiene preparado una nueva versión mejorada. Típico de una sociedad de consumo como la nuestra.

La tecnología ha invadido nuestras vidas y nuestros hogares, generalmente para bien, pero permitidme que reitere mi pregunta: “¿Adónde iremos a parar?”, o formulado de otro modo: ¿Son realmente necesarios algunos adelantos que nos ofrecen?

Aunque todavía no ha llegado a introducirse de forma masiva, seguramente por la cuantía de la inversión, hace años que la domótica ha irrumpido en nuestras casas. Podemos activar muchas actividades domésticas a distancia. La calefacción, la alarma, el riego automático ya no precisa de nuestra presencia física en casa. Podemos programarlo casi todo. Se puede encender la luz o el televisor dando unas palmadas al aire. Hasta podemos hacer preguntas y dar órdenes a un pequeño artilugio, siempre y cuando tengamos instalada la aplicación y las conexiones necesarias, aunque nos lo vendan como un elemento milagroso que atiende a nuestras órdenes cual chambelán de última generación.

La domótica hace años que llegó para quedarse, solo es cuestión de tiempo que se haga tan asequible que el ciudadano medio pueda disfrutar de todas sus ventajas.

Pero, siguiendo con el turno de las preguntas: ¿Esta creciente comodidad no irá aparejada a una progresiva complicación? ¿Realmente será todo ello tan útil como pretenden hacernos creer o será cada vez mayor el engorro que supone su disfrute? ¿Acabaremos dependiendo de las nuevas tecnologías hasta el punto de no poder vivir sin ellas?

Resulta obvio que los que ya tenemos una edad, la simple y llana informática es una frecuente fuente de problemas y complicaciones. Todo en esta vida tiene sus pros y sus contras. Un claro ejemplo de ello es internet. La gran mayoría de sus usuarios ya no sabríamos prescindir de ella. Es nuestra primera y mayor fuente de información. Los estudiantes ya no consultan libros, ahí está internet para satisfacer sus necesidades de forma rápida y económica. Pero también es una fuente de problemas, como la piratería, la pornografía y la difusión de información inadecuada y peligrosa. “Gracias” a internet se puede fabricar una bomba y adquirir productos tóxicos sin que nadie pregunte. Y qué decir de la “toxicidad” de las redes sociales, que incluso se utilizan para acosar y llevar a cabo bullying a compañero/as de clase.

Estos últimos aspectos indeseables se pueden evitar eludiendo el empleo de dichos recursos por parte del usuario o controlando por parte de terceros la utilización de la tecnología con fines perversos. Conociendo sus efectos perniciosos podemos neutralizarlos. Pero ¿seremos capaces de anticipar los perjuicios de las aplicaciones tecnológicas que están por venir? ¿Será el hombre lo suficientemente precavido, inteligente y cauto para no ceder al empleo de aplicaciones que a simple vista tienen que ayudarnos a vivir mejor pero que, una vez instaladas en nuestras vidas, anularán o coartarán nuestra libertad? Si ya podemos ser espiados a través de las redes sociales, de nuestros teléfonos móviles, de nuestras cámaras de seguridad (hay quien asegura que incluso a través de los televisores “inteligentes”) y de nuestras transacciones electrónicas, ¿qué no ocurrirá en un futuro con los nuevos inventos? ¿Serán los robots la solución definitiva para procurarnos una vida mejor o estaremos subyugados inconscientemente a su tiranía? El empleo de robots industriales ya resulta un modelo a seguir en muchas empresas como medio para optimizar la producción, pero también son y serán el motivo de un mayor desempleo. Las máquinas sustituirán al hombre cada vez con mayor frecuencia. ¿Seremos capaces de idear alternativas para combatir ese efecto secundario laboral?

Coches y trenes sin conductor, estaciones de servicio totalmente automatizadas, hoteles sin recepcionistas. ¿Qué será lo próximo? ¿Aviones sin piloto, aeropuertos íntegramente robotizados, restaurantes y supermercados de autoservicio integral, autodiagnóstico médico por ordenador? ¿Pagaremos estos “adelantos” a cambio de nuestra seguridad y la pérdida de cientos de miles (o millones) de puestos de trabajo? Actualmente ya resulta muy difícil, si no imposible, contactar con un ser humano para resolver un problema o tramitar una queja en Empresas que han optado por sustituirlo por una aplicación informática programada para atender al público, bien telefónicamente, bien entrando en su web. Aun así, dicha aplicación solo contempla un número limitado de entradas y muchas veces las respuestas ya están incorporadas en el apartado de “Consultas frecuentes”, dejando fuera cualquier otra incidencia que no haya sido previamente contemplada. ¿Qué ocurrirá, entonces, cuando todos los servicios de los que puede y debe disponer el consumidor estén íntegramente operados por ordenadores?

Gracias a los adelantos científicos nuestra esperanza de vida es mucho mayor de la de cien años atrás. Algunas enfermedades que parecían incurables tendrán una solución definitiva a medio plazo y acabarán pasando a la historia de la medicina. Otras dolencias con un componente hereditario podrán pronto prevenirse mediante manipulación genética. Los trasplantes se convertirán en algo rutinario y sin complicaciones, y los órganos obtenidos por biotecnología y los fabricados con impresoras 3D estarán a la orden del día, al igual que las intervenciones robotizadas y teledirigidas.

Pero, por otro lado, cada vez estaremos más controlados y dominados por las nuevas tecnologías. Ese es el futuro que nos espera (utilizo la primera persona del plural para referirme al conjunto de la sociedad, pues no creo que viva cuarenta años más para verlo). ¿Acabaremos viviendo una vida que tendrá más de virtual que de real? En definitiva ¿seremos virtualmente felices? Espero que las máquinas solo sirvan para mejorar la calidad de vida y para el tratamiento de enfermedades, teniendo en cuenta que vivir conectado a una de ellas ya no será una opción.

Hace tan solo unos días, en un programa de televisión se trató el tema de los adelantos tecnológicos y la soledad asociada a ellos. Como ejemplo se citaba el aislamiento que las redes sociales están provocando en adolescentes, que prefieren o dedican muchas más horas a estar conectados virtualmente que a disfrutar de la compañía física. Pero al margen de esa conocida y creciente adicción al móvil y a las redes sociales, lo que más me llamó la atención fue saber que una de las nuevas ofertas que va ganado adeptos consiste en la fabricación de muñecas (y muñecos, aunque en mucha menor proporción) que emulan con una gran precisión a una mujer (o a un hombre) a tamaño natural, con el propósito de procurar compañía y desahogo sexual. Ya no se trata de las típicas muñecas hinchables, esos monigotes que más bien dan aprensión que atracción, sino una copia bastante fiel de un ser humano, con una textura y tacto muy semejante al de la piel humana, pudiendo regular su temperatura corporal igualándola a la de un cuerpo humano, y dotada de movimientos (sonrisa incluida) programados y controlados por un mando a distancia. También se mostró cómo en Japón existía la posibilidad de disfrutar de compañeras y novias virtuales en forma de holograma con las que se puede mantener largas conversaciones. ¿Acabaremos prefiriendo estos sucedáneos a la compañía humana?

Una cosa es disfrutar de la domótica y de la robótica, pero ¿no estaremos abocados a una vida un tanto estrambótica?

*Imágenes obtenidas de Internet