domingo, 7 de abril de 2019

La caza: ¿deporte, necesidad o salvajada?



Ya va siendo habitual que en este espacio se traten temas conflictivos o, cuando menos, polémicos. De hecho, es este un blog pensado, como dice su lema y enunciado, para la reflexión, sea cual sea el asunto a discutir. En todos los casos pretendo que el denominador común sea el interés que suscita a la sociedad en general. Y como toda discusión no está exenta de discrepancia, me atrevería a afirmar que el tema que hoy traigo aquí es tanto o más sensible que sus predecesores por cuanto existen muchos condicionantes para posicionarse a favor o en contra de la caza.

Siempre he procurado ser respetuoso con las costumbres y tradiciones, aunque no las comparta, mientras no representen una regresión hacia épocas pretéritas por sus prácticas primitivas, injustas y dañinas, sea cual sea su objetivo. Si tuviéramos que recuperar costumbres que antaño se consideraban normales, tendríamos que volver a ahorcar en las plazas públicas, cortar la mano al ladrón o ejercer el derecho de pernada, entre otras muchas.

Incluir a la caza entre estas costumbres anacrónicas sería exagerado por mi parte, pero sí deberíamos reflexionar qué lugar ocupa esta actividad en nuestra sociedad moderna. Existe una gran controversia entre los que están a favor y en contra de la caza como deporte, como bien social y como patrimonio cultural. Aquí trataré esta cuestión del único modo que me es posible: con un enfoque ecologista, de respeto a la naturaleza y a los animales, como usufructuario de este planeta ─que hace tiempo que está dando señales de debilidad─ junto con los demás seres vivos que lo habitan.

Debo reconocer que mi opinión quizá esté un poco sesgada, ya que siento un evidente prejuicio hacia los cazadores, pues, en primer lugar, nunca he entendido la atracción que alguien puede sentir por las armas de fuego. En mi formación militar obligatoria, tuve que empuñarlas y dispararlas, algo que me resultó altamente desagradable y eso que apuntaba a un objeto inerte llamado diana. No puedo imaginarme disparando a un ser vivo que está indefenso y huye despavorido para salvar el pellejo.

Para no prolongar demasiado esta exposición, me limitaré a exponer mis argumentos en contra de la caza de una forma muy simplificada, pues el tema podría dar para una tesis doctoral por sus implicaciones biológicas, sociales, culturales, económicas, políticas, etc. Todos los argumentos a favor por parte de sus partidarios tienen su correspondiente réplica, de ahí que sea imposible conciliar ambas posturas. Sabemos, por experiencia, que los extremismos suelen desenfocar la realidad, pero para todo puede hallarse un punto de encuentro, solo es cuestión de informarse y empatizar ─tarea nada fácil, por no decir utópica─ con la postura contraria. Todas las negociaciones requieren de un tira y afloja y, aunque el pacto al que se llegue no acabe de satisfacer por igual a ambas partes, hay que buscar una salida razonable y sobre todo justa. Como antitaurino que también soy, pondría como ejemplo de una salida pactada que las corridas de toros no terminaran con la muerte del animal, como se hace en algunos países. Si el toreo es un arte, como sus aficionados alegan, ¿por qué debe haber necesariamente sangre y muerte en una obra artística? La sangre y la muerte no puede ser jamás un arte; que cada uno le ponga el calificativo que prefiera.

Volviendo a la caza, esta no es indispensable, como aseguran sus defensores, para mantener el control de las especies, por cuanto los animales salvajes ya disponen de mecanismos de auto regulación y adaptación al medio. Es el hombre quien, con su desafortunada intervención, altera este medio natural. Cada especie ocupa un lugar en la cadena alimenticia. La desaparición de una sola especie (¡cuántas especies están al borde de la extinción!) desestabiliza todo un ecosistema. Muchas veces, la caza ha provocado el efecto contrario al supuesto control de la sobrepoblación de algunas especies. El caso del jabalí es uno de esos ejemplos. Los cazadores prefieren cazar los ejemplares mayores y más fuertes. La de los jabalíes es una sociedad matriarcal, para llamarla de algún modo; es la hembra adulta y mayor la que dirige la piara y la responsable de su reproducción; el resto de las hembras no juega ningún papel reproductivo, a menos que muera aquella, tras lo cual todas se convierten en hembras reproductoras, aumentando de este modo significativamente su población. La invasión de jabalíes en el medio urbano no es más que el resultado de la falta de alimento en su entorno natural. Siendo animales omnívoros, buscan su subsistencia entre los residuos abandonados por los humanos. El jabalí no decide hacer las maletas y emigrar en busca de otros horizontes, simplemente escapa de la hambruna y busca su supervivencia.

Cazar es, por otra parte, un negocio, pero estacional y precario, que solo favorece a los propietarios de las fincas y cotos de caza, hosteleros, fabricantes de armas, criadores y hasta autoridades municipales, que conforman el gran lobby de la caza y que están lógicamente detrás de su defensa. Esa temporalidad laboral tiene además un resultado perverso, que es el abandono y sacrificio de miles de perros adiestrados. Y como siempre que se trata de cuantificar algo, aparece un baile de cifras que imposibilita su justo cálculo. De este modo, los ecologistas (Fundación Affinity) cifra en 104.000 perros abandonados cada año a su suerte, mientras que el SEPRONA reduce este número en 14.000. Aunque solo fueran unos centenares, me parecería un hecho inaceptable. ¿Cómo puede presentarse al cazador como alguien amante de la naturaleza si trata de ese modo a los animales que le sirven? Según la Federación Española de Caza, esta actividad genera unos 3.600 millones de euros anuales, la cual se cobra la vida de más de 21.000 animales por temporada (INE).

Cuando traté, en otra entrada, del negocio de la producción armamentística española y la repercusión económica en pérdida de ingresos y empleos que representaría su eliminación (a colación del tema de su venta a Arabia Saudí), afirmé que el dinero nunca debería ser el motivo para conservar un puesto de trabajo que lleve aparejado la muerte de inocentes. En el contexto de la caza y de otras actividades productivas contra el medio ambiente, por dinero estamos irremediablemente abocados a la destrucción paulatina de nuestro planeta. Por dinero cerramos muchas veces los ojos a prácticas inadecuadas que hacen mella en nuestra sociedad.

Últimamente, con el resurgimiento de voces que se presentan como defensoras a ultranza de la caza y del toreo, como señas de identidad de la denominada Marca España, se ha reabierto con más crudeza la batalla entre los animalistas y los cazadores, y entre los antitaurinos y los que estamos en contra del maltrato animal. En este último caso, como la práctica de la tauromaquia se reduce a pocos países del mundo, es internacionalmente mayoritaria la postura contra el maltrato y muerte del astado, pero en lo referente a la cinegética, al practicase en todo el planeta, con distintas formas y regulaciones, resulta mucho más conflictiva su crítica y prohibición. Aun así, recuérdese que en un país tan tradicionalista y conservador como la Gran Bretaña, se prohibió la caza del zorro por su crueldad, a pesar de que uno de sus practicantes y defensores era el mismísimo príncipe Carlos.

Generalmente, cuando se cuestiona un comportamiento o hábito, sus defensores se apresuran a limpiar su imagen buscando justificaciones de todo tipo. Mientras escribo esto me viene a la memoria una reciente declaración de un representante de Cejuego (Consejo Empresarial del juego) minimizando el peligro de los juegos de azar y negando la existencia de la ludopatía como enfermedad, cifrando los adictos al juego en unos 7.000 en toda España, algo, según él, no significativo. Es este también un gran negocio, cuyos usuarios y empresarios intentan combatir cualquier medida disuasoria e incluso reguladora. A nadie le gusta que le restrinjan, y menos aún que le prohíban, una diversión. A los que practican senderismo, ciclismo o motociclismo de montaña, les fastidia que les impidan circular por determinados parajes protegidos, y a los campistas que les prohíban acampar y hacer fuego en los lugares donde les apetece. Pero al final debe prevalecer el bien común y el respeto a la naturaleza.

Sin ánimos de ofender a nadie, me resulta cuando menos paradójico que una actividad milenaria, como la caza, que ha ido pasando de padres a hijos de forma “costumbrista”, sin ningún planteamiento que no sea la supervivencia (en determinadas épocas y lugares) o el ocio, ahora se presente como un bien social y cultural.

La caza no es un deporte, pues este implica, por definición, una competencia entre dos individuos o equipos que están de acuerdo y en igualdad de condiciones. Además, la muerte que provoca un cazador a su presa no suele ser una muerte “limpia”, pues en muy pocas ocasiones el disparo es tan certero como para producir la muerte instantánea. Muchos animales escapan heridos y, si no son capturados, mueren tras varios días de agonía. Por no hablar de la caza con perros adiestrados para despedazar, mutilar o herir de muerte a su presa a dentelladas.

En cuanto a los argumentos sobre la pretendida conservación del medio ambiente, los cazadores alegan que con su actividad protegen el bosque y los campos de los destrozos producidos por los animales salvajes. Nada más lejos de la verdad. Los etólogos (especialistas en comportamiento animal) afirman que los animales estresados por efecto de la caza ven aumentada su necesidad de alimentarse, por lo que provocan una mayor destrucción de las especies vegetales comestibles. A eso hay que añadir el hecho de que los llamados “destrozos por forrajeo” en el bosque y en el campo se producen porque a los animales no les queda alimento suficiente para su sustento. Antes, tras la cosecha, quedaba mucho grano en los campos. Hoy día, en cambio, a causa de las máquinas recolectoras modernas, no queda apenas nada con lo que alimentarse. Y si, a pesar de ello, los animales penetran en los campos en busca de alimento, son abatidos por los cazadores, esa es la forma que tiene la caza de regular el desequilibrio. ¿Cuál de los dos debe ser regulado: el animal al que se le ha arrebatado su espacio vital o al hombre que es el causante de ello?

Abundando en el tema del impacto ambiental de la caza, también hay que tener en cuenta la contaminación del suelo por el plomo procedente de los perdigones. Estos tardan entre 100 y 300 años en desaparecer del medio y, a medida que se degradan, el plomo se va incorporando al suelo, al agua, a las plantas y a los animales, que mueren a los pocos días. Basta con ingerir unos pocos perdigones para matar a un ave, aumentando así su impacto en la biodiversidad, y supone la entrada de este metal pesado en la cadena trófica, causando a quien lo ingiere graves problemas neurológicos, como lo hace el mercurio. Según un informe de la Agencia Europea de Sustancias Químicas (ECHA, en sus siglas en inglés), cerca de 14.000 toneladas de plomo, que se estima han quedado dispersas durante años en zonas terrestres, pueden haber causado la muerte de entre 1 y 2 millones de aves.

En la antigüedad, salir de caza servía para conseguir alimento y como diversión de los señores feudales, pero actualmente, al contrario de la pesca, la caza ya no es una necesidad alimenticia. En Europa el hombre ya no caza para asegurarse el alimento, sino que se trata únicamente de una ocupación de tiempo libre, de un entretenimiento. Que el hombre se arrogue el derecho a matar por diversión a seres vivos que sienten el mismo dolor que él, se me antoja inaceptable.

Cuando una actividad demuestra ser dañina para el medio ambiente, tiene que controlarse, supervisarse o bien prohibirse. Por ejemplo, no es lo mismo la pesca recreativa, la de quien va al río a pescar alguna que otra trucha, que la pesca de arrastre, que destroza el fondo marino, o la sobrepesca que acaba con algunos caladeros, por no hablar de la captura de especies en vías de extinción, como la ballena. Y en cuanto al ámbito terrestre, no es lo mismo cazar unas cuantas perdices o conejos, que abatir centenares de ejemplares por el mero hecho de poner a prueba la puntería, o cazar zorros, lobos y osos para acabar con ellos por considerarlos peligrosos, cuando el hombre ha convivido con estas especies desde tiempo inmemorial, o para hacerse con su piel.

La mano del hombre ha sido, en numerosas ocasiones, el origen de grandes perjuicios ecológicos, incluso cuando se ha pretendido actuar en beneficio de alguna causa aparentemente encomiable. La historia de la superpoblación de conejos en Australia es uno de los mayores ejemplos de una mala gestión de la fauna por parte del ser humano. La introducción de esta especie animal en aquel país con fines cinegéticos hizo que se comportara como una especie invasora y como tal desplazó a otras especies autóctonas, tanto animales como vegetales. La solución a esos estragos fue la introducción del zorro como depredador, pero resultó en un auténtico fracaso, pues el zorro se convirtió, a su vez, en un depredador de los canguros y otros marsupiales, no habituados a la presencia de ese cánido. El zorro redujo también la población de aves que consumían insectos. El impacto medioambiental fue enorme. Ante ello se decidió “importar” una de las enfermedades más letales para el conejo: la mixomatosis, lo cual dio su fruto, exterminando a 500 millones de ejemplares. Sin embargo, los animales supervivientes, más resistentes a esta patología, transmitieron dicha resistencia a sus descendientes. A cada intento por diezmar la población de conejos, aparecía un efecto secundario peor. El último ensayo consistió en contagiar a los conejos con otra de sus graves enfermedades: la enfermedad hemorrágica vírica. Aunque a día de hoy la población de conejos australianos se ha reducido, estos experimentos demuestran que no se puede controlar la naturaleza, y aun hoy se teme que ese virus pueda mutar en Australia y llegar a Europa.

Para terminar, si la caza menor ya es una actividad que, para mí, debería restringirse y reducirse a la mínima expresión, admitiéndola solo en casos excepcionales, la caza mayor debería, sin ninguna excusa ni paliativos, ser totalmente prohibida.

Qué puede justificar abatir a ejemplares únicos, muchos en peligro de extinción, solo para posar en una foto junto a la presa, para luego disecarlos, colgar su cabeza o su cornamenta como trofeo, vender su piel o partes de su anatomía (los colmillos de los elefantes, el cuerno del rinoceronte o las manos de los gorilas), dejando sus despojos abandonados, cuyos únicos beneficiarios serán los carroñeros que, de ese modo, no tienen que buscarse el sustento de forma natural en los animales muertos por viejos o enfermos. Los safaris de caza también mueven una gran cantidad de dinero, siendo un negocio totalmente ilícito, que también incluye el tráfico de animales exóticos. Es en la caza mayor donde se aprecia hasta dónde puede llegar la codicia y la crueldad humana. Hace tan solo unos días pudieron verse unas imágenes, capturadas por una cámara de vigilancia para estudiar a los osos, en la que dos cazadores, Andrew Ranner y Owen Renner, padre e hijo, mataban a tiros una osa y a sus crías mientras hibernaban en un pequeño refugio natural en Alaska. Una vez perpetrado ese “asesinato”, el padre, orgulloso de su proeza, lo celebraba chocando la palma de su mano con la de su hijo, como diciendo “misión cumplida”, una misión cuyo objetivo, según alegaron tras ser detenidos, era las pieles de esos animales.

Entiendo que quienes han practicado la caza desde su adolescencia, y que ahora ya peinan canas, les resulte muy duro renunciar de la noche a la mañana a una de sus actividades favoritas, esperando con ansia a que se abra la veda para vaciar sus cargadores sobre sus más preciadas presas. Pero insisto en que, por muy extendida que esté una práctica, si atenta contra los seres vivos que pueblan nuestros campos y bosques y, por lo tanto, no es respetuosa con la naturaleza, debe intentase neutralizar los daños que causa concienciando y reeducando a sus practicantes, e instruyendo a los niños en el respeto por el medio ambiente. Entretanto, hay que extremar al máximo las precauciones para reducir esos daños a la mínima expresión, antes de acabar aboliendo esta actividad, que debería quedar para los libros de historia.

Y en cuanto a la caza mayor, que es la mayor causante del exterminio de muchas especies, hay que perseguirla y penarla con la máxima contundencia. Matar a los animales por pura diversión o especulación no es un deporte ni una necesidad. Solo nos queda calificarla, pues, como una salvajada.