miércoles, 22 de enero de 2014

No es nada personal o el sabor de la venganza




“No es nada personal, Joe” y, luego, el disparo.

No es nada personal. ¿Cuántas veces habremos oído esta frase? Yo la oí de primera mano, dirigida a mí, tres veces consecutivas en poco más de una hora, tantas veces como Pedro negó a Jesús antes de que cantara el gallo.

Todavía ahora, cuando lo recuerdo, no acierto a entender muy bien qué era lo que les disgustaba de mí a J y M, mis superiores jerárquicos y mis verdugos durante mi último año de vida laboral. Siempre me lo he preguntado y nunca he hallado una respuesta medianamente creíble. Me convertí, de la noche a la mañana, en una persona incómoda para ambos, por no llevarles la razón en todo, por no hacer las cosas del modo que ellos hubieran querido, por no reírles las gracias, por no mostrarles el debido respeto, porque, a pesar de ser obediente y sumiso por naturaleza, una desgracia como cualquier otra, mi carácter no era de su agrado, o no era lo suficientemente manejable, dócil, humilde… yo qué sé, no lo supe entonces ni lo sabré jamás y ya no me importa.

Pero una cosa era no caerles simpático  – ya se sabe que más vale caer en gracia que ser gracioso- y otra que estuvieran esperando a que incurriera en un error, por mínimo que fuera, para descargar sobre mi todo tipo de recriminaciones y, si ese presunto error no se producía, provocarlo tendiéndome una trampa, porque eso fue lo que hizo J, en más de una ocasión, al dejarme interceder en temas que, aun obrando de buena fe, no eran, según él, de mi incumbencia, teniendo así una excusa perfecta para acusarme ante M de intromisión indebida.

J era como la araña que teje su tela y yo el incauto insecto que cae en su red. Pero si en esta historia él pecó por su acción, hubo quien lo hizo por omisión, al mantenerse al margen cuando les correspondía intervenir pero hacerlo tenía su riesgo. Eran, simplemente, más inteligentes, o más prudentes, que yo y sabían, a diferencia de mí, cómo comportarse  y cuándo no mojarse, aunque ello implicara dejarme con el culo al aire.

En realidad no sé quién de los dos era peor, si M o J. Cada uno, con su estilo, eran igualmente peligrosos, pero si tuviera que encontrarles un equivalente entre la fauna animal, J era como la hiena, traidor y carroñero, y M el león, el rey de la selva, que ruge atemorizando a sus enemigos pero que no se ensucia las garras cazando sino que le traen la presa lista para disfrutar del banquete.

La situación se hizo para mí tan insoportable que no había día que, al levantarme, no me sintiera tentado de quedarme en la cama simulando cualquier indisposición y no había jornada de trabajo que no entrara por la puerta de la empresa con el temor instalado en mi mente, siempre pensando qué me depararía esa larga jornada que tenía por delante. Me sentía como el niño que va al colegio convencido de que el maestro le tiene tirria y que buscará el modo de demostrárselo, haga lo que haga y diga lo que diga. La impotencia y desamparo que sentía, empezaron a minar, poco a poco, mi seguridad y autoestima. ¿Por qué no acababa, de una vez por todas, esa conspiración y me invitaban a marcharme como habían hecho con otros? ¿Pero era realmente una conspiración o me estaba volviendo paranoico y no me daba cuenta de que era yo quien, con las facultades profesionales mermadas, estaba siendo un estorbo y que, con mis meteduras de pata, me tenía merecido ese trato? Caramba ¿no suena esto como la actitud de la mujer maltratada, que piensa que es la única culpable y merecedora de las palizas que le inflige su marido? 

Aun partiendo del supuesto de que, sin darme cuenta, hubiera llegado a la decrepitud profesional, cosa que pongo en duda, existen formas mucho más razonables y humanas para afrontar ese problema que la de optar por someterme a una presión y a un control desmesurados e injustos para buscar el modo de criticar cualquier detalle, hurgar en cualquier resquicio de descuido, juzgar lo hecho sin conocer los precedentes ni comprender las justificaciones y dispensarme un trato que podría calificarse de mobbing laboral.

Si desde mis primeras diferencias con M, al poco de alcanzar éste el estatus de “gran jefe”, ya intuí que no iba a llegar a la edad de la jubilación en esa empresa, a medida que pasaban los días iba acortando cada vez más mi vida laboral en ella. Sin embargo, aun sabiendo que mi fin podía estar cercano, debo decir que no dejé por ello de implicarme al máximo en todos y cada uno de los planes de trabajo, siendo incapaz de aplicar aquel adagio sobre el alivio de las necesidades fisiológicas cuando a uno le queda poco tiempo de estar en el hogar conventual.

Nada de lo que hacía tenía buena acogida, a pesar de los elogios de terceros. Si en los casos de triunfo, ni una mínima señal de satisfacción salía de la boca o del semblante de J, ¿qué ocurriría si algún día fracasara estrepitosamente ante uno de sus cada vez más disparatados retos? Tal como estaban las cosas, me veía abocado a un precipicio del que no saldría indemne pues debía lidiar con temas cada vez más arriesgados y en una situación tan insegura como el del equilibrista sobre el alambre zarandeado por el viento. DE este modo, ir a trabajar ya no era siquiera un reto, era un suplicio, siempre a la espera del reproche desagradecido e injusto, a veces en público. Contaba los días que faltaban para el fin de semana, para el descanso físico y mental, como cuenta el reo los que le quedan para la libertad.

Y contando, contando, llegó mi sexagésimo primer cumpleaños, que fue lo que activó la espoleta de la granada de mano que tenía J reservada para mí. Aun recuerdo su semblante cuando le dije que cumplía 61 tacos. Por toda reacción, se quedó pensativo, como si mi comentario le hubiera hecho recordar algo que había olvidado por completo. Y tras unos segundos, volvió a la vida y se despidió deseándome, eso sí, un feliz cumpleaños. Sólo faltó el beso de Judas como regalo.

En aquel preciso instante me di cuenta de que acababa de poner fecha a mi despido. ¿Cuánto tardaría en producirse? ¿Llegaría a las Navidades o ni siquiera a las vacaciones de agosto?.

Pronto se despejaron mis dudas pues al cabo de tres semanas sonó mi teléfono y la voz de F, Director de Recursos Humanos, me invitaba a que acudiera a verle. Al colgar el aparato me dije que ya había llegado mi hora y, subiendo las escaleras de dos en dos, como si tuviera prisa por oír mi sentencia de muerte, me personé en su despacho de la séptima planta, la “planta noble”, sabiendo lo que iba a ocurrir tras esa puerta que, a diferencia de casi todas, siempre estaba cerrada.

Como siempre me ocurre cuando quiero describir hechos de gran tensión y violencia, no puedo reproducir fielmente lo que sucedió durante nuestro cara a cara. Lo único que ha quedado nítidamente en mi memoria es la frase con la que empezó su discurso: “no es nada personal”.

Tres veces oí las mismas palabras ese día, palabras que aun hoy no acabo de entender. Tres personas las pronunciaron, una tras otra, las que participaron en mi desahucio, mi despido prematuro o mi pre-jubilación como todos, incluso yo, quisieron calificarlo. Cada uno jugó su papel, como está mandado. J debió ser quien propuso quitarme de en medio, siempre presto a satisfacer a M, quien firmaría encantado mi pena de muerte y quien dio la orden a F, el brazo ejecutor, para deshacerse de mí y poner en mi lugar a dos personas de su confianza y más cómodas de manejar.

Desde el preciso instante en que se hizo pública mi “desvinculación” de la empresa, eufemismo que últimamente ha cobrado una renovada significación, aséptica y elegante, todo fueron felicitaciones: que si enhorabuena, que si te ha tocado la lotería, que ¿qué bien no?, estarás contento, y expresiones por el estilo a las que respondía con una tonta sonrisa de asentimiento sin saber qué es lo que les habrían contado para que pensaran de ese modo. Luego, con el tiempo, no mucho por cierto, ese mismo verano, me dije que era lo mejor que me había podido ocurrir dadas las circunstancias, pero bajo esa reflexión, que pretendía ser sincera, emergió un resquemor que anidó en mi mente durante más tiempo de lo que hubiera deseado.

Recuerdo que al término del lunch que la Dirección ofreció un viernes de finales de julio, con motivo de las inminentes vacaciones de verano, coincidiendo con mi último día en la empresa, el único que dijo unas palabras de despedida fui yo, el despedido, a petición de M –ironías de la vida- y, haciendo un alarde de caballerosa hipocresía, me dirigí a los allí presentes para desearles algo así como “que la nave gobernada por la mano firme del capitán no zozobre, que podáis sortear todos los obstáculos del camino y que lleguéis así a buen puerto, sanos y salvos”. Qué gilipollez, con perdón. Cuánto cinismo y retórica para decir, en otras palabras, que les deseaba mucha suerte, eso sí, y que los cabronazos de M y J, con sus malas artes, no llevaran a la empresa, que estaba atravesando malos momentos, a la ruina definitiva. Mientras F y J me miraban fijamente y escuchaban mis palabras con cara de póker, quizá temiendo alguna inconveniencia por mi parte, M lo hacía sin perder la sonrisa y sin parar de interrumpir con sus típicos comentarios guasones y marcado acento italiano, quizá para desdramatizar la situación o para trivializar mi oratoria.

Como colofón a este despropósito, acabado el discurso y el brindis de rigor, cuando el público que había en la sala fue menguando y ya me disponía a despedirme de los pocos que todavía quedaban, comprobé que M, J y F habían desaparecido sin despedirse de mí. Sinceramente, me hicieron un favor al ahorrarme ese violento, hipócrita e ingrato momento pero, aun así, fue un gesto de mala educación, uno de los muchos a los que me tenían acostumbrado, y su último acto de desconsideración hacia mi persona. Y sin más, me marché sin mirar atrás deseando no volver a cruzarme con ellos en mi vida.

Dos años más tarde, M y J fueron despedidos de forma fulminante, supuestamente por malos oficios. Cuando la noticia se hizo pública, unos cuantos, aquéllos que habían sido víctimas de sus canalladas antes que yo, saltaron de alegría. Yo, que había estado esperando la justicia divina, el día del juicio final, el día de la verdad, ese día que dicen que les llega a todos los cerdos, no sentí nada.

Ese día descubrí que la venganza quizá se sirve fría pero no tiene sabor, al menos para mí. Dicen que de todo lo malo se puede sacar algo bueno. Lo bueno que saco de todo esto, es que puedo contarlo, que el daño que me hicieron no fue irreparable, que me he recuperado del mal causado en mi autoestima y que, a pesar de los pesares, soy feliz.
 
 
 

jueves, 9 de enero de 2014

Haz el amor y no la guerra



¿Por qué la vida es tan complicada? Porque la esencia humana lo es.

¿Por qué, si queremos a alguien, podemos hacerle llorar? Porque cuando creemos que a quien amamos se está equivocando seriamente, no tenemos la suficiente destreza para que nuestros reproches no duelan y no sabemos controlar las emociones y las palabras.

¿Por qué queremos corregir los errores de quienes amamos? Pues porque el amor implica implicarse en la vida de nuestros seres queridos hasta el punto de sufrir con sus fracasos.

La única pregunta para la que no encuentro una clara respuesta es por qué creemos saber que ese alguien a quien amamos se está equivocando. Ahí es, precisamente, donde reside la complejidad de la vida: en nuestros sentimientos y creencias. La intuición, nuestras convicciones  y la voz de la experiencia nos indican dónde puede estar el error, el peligro. Si estamos o no en lo cierto, sólo el tiempo lo dirá, pero ¿y si no hay tiempo para ensayos y debemos intervenir antes de que sea demasiado tarde?

A las únicas personas a las que deseamos sacar, acertada o equivocadamente, de un error hasta el punto de hacerlas sufrir son los hijos y sólo quien ha sido padre sabrá reconocer lo duro de esta situación. El verdadero dilema se presenta cuando nuestra percepción o criterio de lo que es incorrecto o peligroso no coincide con el de ellos o ellas. Y si en cualquier etapa de la vida esta situación ya es, por sí misma, difícil, mucho más lo es en esa etapa, especialmente complicada, que es la adolescencia.

Si bien los hijos tienen derecho a equivocarse, los padres también lo tenemos a ejercer nuestra influencia y autoridad en contra de los deseos de quienes queremos más que a nuestra vida. Es preferible ser innecesariamente duros con la mejor de las intenciones que ser excesivamente blandos por temor a equivocarnos. Creo que el fin justifica los medios cuando se trata de la vida de nuestros hijos.

Pero ¿qué ocurre cuando no aceptan nuestra opinión? ¿Debemos dejar que vivan sus propias experiencias aun a riesgo de que el asumir una decisión equivocada les lleve a un fracaso estrepitoso, a un daño irreversible? Antes pensaba que sí, por supuesto. Ahora tengo serias dudas.

Las dudas, al igual que los errores, forman parte de la esencia humana. No podemos estar absolutamente seguros de todo lo que hacemos pero hay que tomar decisiones y las decisiones entrañan a menudo un riesgo, incluso un peligro, y no por ello nos paralizamos, sino que tenemos que seguir nuestro criterio asumiendo las consecuencias. Cuando se trata de un hijo, sin embargo, las cosas se ven de otro color. Nos erigimos en juez y parte pues juzgamos y a la vez nos sentimos responsables del resultado y, por ello, no siempre obramos con la necesaria imparcialidad. A veces, incluso, actuamos como un juez prevaricador, dictando una resolución a sabiendas de que es injusta. Nos basamos en la experiencia para hacer prevalecer nuestra postura. Ya se sabe, del mismo modo que lo justo no siempre es legal, tampoco tiene porqué ser forzosamente beneficioso. No es justo trabajar pero quien no trabaja no come.

Ciertamente, si optáramos por seguir los (sabios) consejos de nuestros predecesores en la aventura de la vida, evitando así caer en sus mismos errores, al no tener que repetirlos, avanzaríamos más rápidamente y con muchos menos obstáculos. Pero quizá seríamos menos sabios pues, al parecer, sólo aprendemos de nuestros propios errores. Así es el ser humano.

Entonces, ¿para qué enzarzarnos en trifulcas y diatribas con nuestros vástagos, aunque sea con la mejor de las intenciones, cuando no podemos disuadirlos y, al fin y al cabo, tienen el derecho a equivocarse? La respuesta es sencilla: porque no queremos que se equivoquen, que pierdan un tiempo precioso en experiencias vanas que consideramos negativas, y porque, sobre todo, nos duele verles sufrir. Pero ¿quién está en lo cierto? ¿Quién sabe si esas experiencias serán o no tan negativas como parecen? ¿Quién tiene derecho a oponerse a las decisiones de sus hijos aun pudiendo ser erróneas? ¿Debemos dejarles a su aire sin intervenir? ¿Debemos observar cómo caen sin mover un dedo?

Aunque duela, salvo en casos de delincuencia o conductas autodestructivas, no nos queda más remedio que dejarles hacer, dejarles de proteger como cuando eran niños y resignarnos a que vivan su vida a su modo. Ya pasó el tiempo de las enseñanzas, ahora toca aplicarlas y ellos son los únicos protagonistas de este ejercicio.

Debemos, en definitiva, amarles sin límites, sin luchas lacerantes para ambas partes, darles nuestro consejo y apartarnos para ver, de lejos, cómo se desenvuelven con éxito o bien fracasan aunque luego debamos recoger y ensamblar los restos del naufragio, secarles las lágrimas, curarles las heridas y ayudarles a reconstruir lo destruido. Es nuestro sino y deber como padres.

Debemos amarles y no guerrear inútilmente. Como decía la generación hippie: haz el amor y no la guerra.
 
 

viernes, 3 de enero de 2014

Debemos guardar las formas




Siempre he procurado medir muy bien mis palabras a la hora de discutir, que discuto muy poco, por cierto, pero a veces no se trata sólo de cómo decir las cosas, para no ofender a nadie, sino de qué término usar para no herir susceptibilidades, no parecer racista, machista, sexista o cualquier otro -ista.

Y es que los que ya tenemos una edad, estamos viciados por prejuicios que heredamos de cuando éramos pequeños y que, involuntariamente, se nos pueden colar en el vocabulario usado al tuntún. Hay que ser educado, hablar bien, y guardar las formas.

Cuando mi madre, al verme entrar por la puerta, con las rodillas sucias de haber jugado en la calle a caninas con los amigos, me decía, anda ve a lavarte, que pareces un gitano, no pensaba, la pobre, que estaba profiriendo un comentario racista.

Del mismo modo, hemos tenido que aprender a decir disminuido psíquico en lugar de subnormal, que significa por debajo de la normalidad. Incluso deficiente mental suena mal. El término inválido, que significa inservible, ha sido sustituido por disminuido físico, aunque también se acepta el término minusválido. Invidente suena mejor que ciego y así un buen número de acepciones que han sido sustituidas por otras mejor sonantes. En definitiva, hemos tenido que adaptarnos a una serie de cambios lingüísticos en pro de una mejor convivencia.

Así pues, hemos modernizado nuestro lenguaje para no parecer que practicamos una discriminación social al usar términos peyorativos aunque sea sin mala intención, por pura costumbre y herencia educativa o social.

Pues bien, alcanzado este grado de buen hablar, pensando en los sentimientos de los demás, apelo a que estas sutilezas se apliquen a la hora de expresar nuestras opiniones aunque sean para discrepar del prójimo. No descalifiquemos a nuestro oponente ideológico con expresiones del tipo eso es una “gilipollez” o una “idiotez” pues le estaremos llamando gilipollas o idiota ni echar mano de eufemismos tan chapuceros que todos saben interpretar. Seamos, por lo menos, más sutiles y educados, porque ha llegado un momento en que es más importante el continente que el contenido.

Guardemos las formas, aunque sea menos divertido. Hagamos como los políticos modernos, que hace tiempo dejaron de decir “mentira” para adoptar el término “incierto”, que queda muchísimo mejor, o que tachan de conducta “inapropiada” a un corrupto, o a los de rancio abolengo, que saben usar un lenguaje culto aunque no entendamos de qué hablan. Al menos, si nadie sabe muy bien de qué hablan, que, por lo menos, suene bonito. Apliquemos, pues, el aforismo italiano que dice Si non è vero è ben trovato.

Iniciemos este año con este mandamiento: Hablaré bien sobre todas las cosas y, a menos que me vea obligado, no emplearé vocabulario soez o impertinente en vano.


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