martes, 15 de abril de 2014

Los reencuentros



Algo que debería ser eminentemente festivo, puede resultar un quebranto emocional. Y es que los años no pasan en balde. Todos envejecemos a la vez (aunque haya quien acuse el paso del tiempo más que otros) pero parece como si creyéramos que sólo envejecen los demás. Pero cuando nos encontramos con alguien al que habíamos perdido de vista largo tiempo, entonces nos percatamos de lo viejos que somos. Parece como si al contemplar el envejecimiento ajeno despertáramos a la cruda realidad. Las reglas de tres no engañan, si él es viejo y yo tengo su misma edad, luego yo también soy viejo.

Aunque nos miramos al espejo varias veces al día y vemos a nuestra pareja e hijos constantemente, nuestros cambios, lentos y graduales, nos pasan más desapercibidos que los de los demás, especialmente en aquellos a los que sólo vemos de tarde en tarde. Y si el salto del tiempo desde un encuentro a otro es de muchos años, el efecto puede ser devastador.

En dos ocasiones he vivido una experiencia semejante, la primera en un encuentro de antiguos alumnos de bachillerato, y la segunda, más recientemente, de ex-compañeros de trabajo, y en ambas ocasiones fueron más de veinte los años transcurridos desde la última ocasión en que nos vimos.

Si en la segunda experiencia ya iba psicológicamente preparado, en la primera experimenté un shock emocional casi traumático. Con dieciséis años nos separamos y con más de cuarenta nos reencontramos. Canas en muchos, calvicie incipiente en otros y arrugas (o líneas de expresión como a muchos gusta llamar) por doquier, algo normal como la vida misma pero inesperado por quien todavía, al cerrar los ojos, ve a aquellos muchachos adolescentes. El reloj se ha parado en las mentes pero no en los cuerpos. Incluso hubo a quien no reconocí hasta que se presentó.

Con esta experiencia, el segundo encuentro, que tuvo lugar hace tan sólo algunas semanas, cuando ya estoy a las puertas de lo que se ha dado en llamar “la tercera edad” (preferiría llamarla la edad de oro o, mejor aún, del renacimiento), como ya estaba mentalmente preparado y, aunque también hubieran transcurrido veintitantos años, los cambios físicos, aunque notables, no tenían porqué ser tan brutales, mis temores residían en no ser reconocido o, peor aún, recordado, y no sólo por el aspecto físico sino por la poca o nula huella que hubiera podido dejar en la mente de aquellos compañeros y compañeras con lo/as que compartí más de diez años de vida laboral.

Lógicamente, hubo de todo. Hubo quien no me reconoció a la primera, hubo quien me reconoció pero no recordó mi nombre y hubo quien no supo quien era simplemente porque no coincidimos en el tiempo ni en el lugar, siendo todo ello recíproco.

Lo que sí hubo, y hay siempre en este tipo de acontecimientos, es esa sensación placentera que produce la reunión (etimológicamente, volver a unir) con viejos (en el sentido de antiguos) compañeros de fatigas aunque pueda subyacer el sabor amargo que deja el tiempo pasado e irreversible, la nostalgia de una etapa de juventud o de madurez irrecuperable, el sabor agrio que deja el paso de los años al ver convertido en “anciano/a venerable” a aquel hombre o mujer maduro/a y vital, y el malestar subliminal, todo hay que decirlo, de ver cómo derrocha simpatía quien se comportó mordaz e indebidamente contigo. Pero el tiempo, tan implacable para lo bueno de la vida, tiene, a la vez, un efecto balsámico para lo malo pues si no cura todos los males, sí los suaviza y no suele dejar lugar para el rencor.

Esos encuentros no sólo son una oportunidad para reencontrarse con antiguos amigos y compañeros de fatigas sino para hacer frente a los fantasmas del pasado y hacer las paces con ellos, y, lo más importante, es una gran oportunidad para reencontrarse con uno mismo.
 
 

martes, 1 de abril de 2014

Una de escritores



La soberbia le dijo al orgullo: “Cuando yo publique algo, tienes que decir a todo el mundo que soy la mejor”; a lo que el orgullo replicó: “Pero madre, ¿cómo voy a hacer eso si yo escribo mejor que tú?”