jueves, 24 de enero de 2019

En busca del tiempo perdido



No, no me refiero a la novela de Marcel Proust, de la que tan grato recuerdo conservo ─de la obra en sí y del bachillerato, o debería decir de la profesora de francés que nos hizo leer A la recherche du temps perdu y otras tantas obras en francés que hizo aficionarme a la literatura gala─. No, no me refiero a algo tan “elevado” sino a un pasatiempo mucho menos edificante y mucho más vulgar, que consiste en ocupar ese tiempo aparentemente desocupado para cosas realmente útiles y provechosas con actividades absurdas y a veces peligrosas que, para dar fe de ellas, se filman y acaban convirtiéndose en virales para notoriedad y gloria de imprudentes e irracionales imitadores.

La lista podría ser tan larga que para no dilatar innecesariamente esta entrada solo mencionaré tres ejemplos bastante recientes: el salto de cornisa en cornisa, haciendo piruetas y acrobacias a diez, veinte, treinta metros de altura. Incluso sobre andamios en edificios en construcción que, solo con verlo, da vértigo; el llamado Mukbang, que consiste en comer cantidades ingentes de alimentos mientras se interacciona con la audiencia vía internet; o la última moda ─en este caso sin que exista un iniciador-provocador consciente─ consistente en salir a la calle o hacer cualquier actividad, solo o acompañado, con los ojos tapados, imitando así las peripecias de Sandra Bullock en su última película “A ciegas”, en la que tiene que huir y protegerse de una entidad a la que no se puede ver, so pena de morir en el intento.

El mencionado Mukbang me parece una chorrada propia de quien no tiene nada mejor que hacer salvo llamar la atención. Aun así, me sorprende que haya alguien interesado en seguir esa actividad por internet. Lo de ir saltando de cornisa en cornisa y cuanto más alto mejor, se me antoja de locos descerebrados, pero allá cada uno con lo que haga con su vida. De hecho, si fuera solo por el peligro que entraña, también metería en el mismo saco algunos deportes de riesgo, como el del hombre volador. Incluso el famoso puenting me resulta una locura, por muy bien sujeto que uno esté. Pero esta última “distracción” de hacer cualquier cosa con los ojos cubiertos con una venda es una completa majadería que podría provocar un accidente serio.

Una de las primeras imágenes que vi por televisión de esta actividad lúdica, una grabación casera, consistía en que un padre con sus dos hijos pequeños, cogidos los tres de la mano, corrían por la casa en esa guisa. Al intentar pasar por una puerta, el más pequeño de los dos críos, de no más de tres añitos, no pasó por el umbral (aun yendo en la correcta dirección era imposible que cupieran los tres por él) y se dio un trompazo contra la pared, rebotando su cuerpecito por el golpe y emitiendo un gritito lastimero. ¿Qué padre tan imbécil ─podría usar otros calificativos, pero este es el más suave y el que mejor se le adapta─ puede hacer algo así a sabiendas de lo que le puede suceder a cualquiera de sus hijos que, además, no son conscientes del riesgo que corren ni, por supuesto, han dado su consentimiento para ello? Pero no solo hay que culpabilizar a ese padre irresponsable sino también a quien estaba grabando (¿la madre, tal vez?) esta graciosísima instantánea. En una ocasión posterior vi cómo un grupo de jóvenes se bañaban, también con los ojos vendados, con caimanes, y el “juego” consistía en tocarlos e incluso agarrarlos. Sincera y lamentablemente diré que, si un día me llega la noticia de que alguno de esos jugadores ha sido devorado por un reptil carnívoro, solo me apenaré por sus padres.

Lo más llamativo, sin embargo, es ver cómo algo así es rápida y ampliamente imitado, traspasando fronteras. ¿No tendrán algo más productivo o, aunque inútil, simpático e inofensivo que hacer estos jóvenes? Esas demostraciones de habilidad y valentía, tan solo es, para mí, una muestra de no saber con qué llenar el tiempo libre, un tiempo de ocio que, de ese modo, se convierte en tiempo perdido. ¿Qué se busca con ello? ¿Notoriedad? ¿Exhibicionismo gratuito? ¿Aumentar la autoestima? ¿Crear escuela? Creo que es una forma absurda de matar el tiempo y, en algunas ocasiones, a sí mismos.


sábado, 19 de enero de 2019

Las pastillas de la felicidad



Hace ahora treinta años que se lanzó al mercado el Prozac, medicamento al que se le bautizó como “la pastilla de la felicidad”. Su principio activo es la fluoxetina, un antidepresivo del que actualmente existen muchos genéricos disponibles. Pero por aquel entonces, fue el primer medicamento de una serie que, en cierto modo, revolucionó el tratamiento farmacológico de la depresión, gracias a un mecanismo de acción novedoso que demostró ser mucho más eficaz que los tratamientos convencionales, de ahí que se ganara ese calificativo tan elogioso como inadecuado. Ciertamente, un enfermo con depresión no es feliz. Curar la depresión ofrece a quien la sufría un aliciente para vivir y afrontar la vida de forma mucho más optimista. Pero obvia decir que la felicidad no se consigue solo a base de pastillas.

Todo esto viene a colación de que el pasado viernes, 18 de enero, el programa de la Sexta, “Equipo de investigación”, llevaba por título este mismo enunciado y trataba del empleo excesivo en nuestro país de medicamentos para el tratamiento de alteraciones tales como el estrés, el insomnio, la ansiedad, la depresión, etc.

Para ser sincero, solo vi una muy pequeña parte del programa, pues cuando lo sintonicé ya estaba llegando a su fin, pero lo que vi y oí me hizo reflexionar sobre los peligros de generalizar y banalizar ciertos problemas socio-sanitarios. Así pues, no puedo hacer ninguna crítica sobre si lo expuesto en dicho programa se ajustaba o no a la realidad en su totalidad. Solo pretendo hacer una reflexión personal sobre algo que he vivido muy de cerca, que me ha afectado personalmente, como es la ansiedad y la depresión (casi siempre van ligadas), y que, al parecer, afecta cada vez a más personas en nuestra sociedad en general y en nuestro país en particular.

En líneas generales, en el programa de La Sexta se “denunciaba” el uso excesivo, y a veces sin demasiado control, de este tipo de fármacos a los que antes he hecho alusión, entrevistando a consumidores a pie de calle. Muchos entrevistados reconocían haber tomado alguna vez, o estar tomando, ansiolíticos y antidepresivos, y una gran parte de ellos reconocían también que lo hacían para tratar trastornos que yo calificaría de banales, como sería el nerviosismo ante unos exámenes, los nervios provocados por un exceso de trabajo, un insomnio transitorio producido por un estilo de vida inadecuado, o simplemente estar pasando por un mal momento. Ante ello, la presentadora afirmaba que con esta práctica lo que se pretende es buscar o conservar la felicidad, no salir de nuestra zona de confort, y el tono con el que lo afirmó podía interpretarse como que muchas personas echan mano de la medicación solo para ser felices eludiendo cualquier problema cotidiano.

No negaré que habrán (¿algunos?, ¿muchos?) casos en los que la toma de un medicamento de este tipo no solo no es necesaria sino contraproducente, pero, al margen de lo que suceda en la práctica, esa afirmación me pareció simplista, frívola e incluso peligrosa, pues no se puede generalizar en un tema tan sensible como las enfermedades mentales, porque la ansiedad, la angustia y la depresión, entre otros cuadros clínicos, lo son, nos guste o no. Solo hay que haber sufrido uno de estos episodios para saber cuánto se sufre, cuánto se hace sufrir a los que rodean al enfermo y cuán necesitado está este de ayuda.

Ciertamente, la vida moderna nos ha llevado, si no a todos sí a muchos, a padecer trastornos del sueño y de la conducta (nerviosismo, irritabilidad, tristeza, eso que coloquialmente llamamos estar “depre”), alteraciones estas que no siempre requieren de tratamiento farmacológico. Por lo tanto, si en España se ha registrado un aumento alarmante en el consumo de fármacos para tratar estas alteraciones, lo podemos achacar, por una parte, a la búsqueda fácil de un antídoto por parte de quien las experimenta y, por otra, a la manga ancha de algunos médicos generalistas que, a falta de un diagnóstico certero por parte de un especialista, se quita al paciente de encima para no contrariarlo cuando le pide una pastilla, en lugar de buscar otro enfoque.

Ignoro hasta qué punto es esta la razón principal por la que se ha disparado el consumo de ansiolíticos y antidepresivos, pero, desde luego, no se puede negar que el ritmo de vida actual, la precariedad y competitividad laboral, los problemas económicos y el deterioro de la calidad de vida, ha arrastrado a mucha gente hacia el abismo de las enfermedades mentales, algo digno de una gran atención sanitara.

Por ello, temo que una banalización del problema, por un lado, y el abuso irresponsable en la prescripción y consumo de fármacos, por otro, origine una campaña anti-psicofármacos que deje desprotegidos a los verdaderos enfermos que sí los necesitan. Hemos visto, en más de una ocasión, cómo el Ministerio de Sanidad, ante un consumo aparentemente desmedido de un determinado grupo de medicamentos, los ha desfinanciado, trasladando el total de su coste al bolsillo del paciente. Si pensamos, además, que muchos de estos enfermos son víctimas de una situación socio-económica muy frágil, cuando no están en riesgo de exclusión social, el drama estaría servido.

Así pues, debemos ser muy cautos a la hora de diferenciar entre un uso banal y una necesidad real. Para reducir la factura sanitaria de la Seguridad Social no podemos poner en riesgo la salud mental de miles y miles de pacientes, teniendo en cuenta el factor añadido de la precariedad de psicólogos y psiquiatras que hay en nuestro país.