viernes, 29 de junio de 2018

Autoestima del alma querida




¿Por qué unos nacen con una autoestima que está por las nubes y otros vinimos a este mundo con más inseguridades que pepitas tiene una chirimoya? Misterios de la naturaleza humana.

Será por envidia o incredulidad, pero me asombran esas personas que van por la vida creyéndose mejor de lo que son, por no hablar de los que se consideran los reyes del mambo. Y no lo digo con ánimos de ofender, sino con la convicción de que a veces el mundo es de los que se lo ponen por montera, pasando de la opinión ajena y practicando el autobombo. Y diré más: no me parece mal del todo siempre que no perjudiquen a los que sí valen. Lo que no me parece bien es que, mientras unos se creen mejor que el resto, otros se crean inferiores, y en ambos casos falsamente aunque los que salen peor parados son, con toda probabilidad, los que pertenecen al segundo grupo.

Para desgracia mía, y quizá la de los que me han rodeado en determinados momentos de mi vida, siempre he llevado a cuestas el peso de la inseguridad. Y por eso me asombra que, a pesar de ello, haya tenido la vida personal y profesional de la que he gozado. ¿Qué habría sido de mí si, por el contrario, hubiera nadado en la autoconfianza? Habría sido el no va más. ¿O no?

Y como siempre me gusta ejemplarizar lo que afirmo, ahí va, como muestra, tres botones que ilustran mi baja autoestima.

» Cuando tenía unos diecinueve años, pasando las vacaciones de verano en una famosa población de la Costa Brava, centro de diversión o de perversión, según para quien, un vecino de mi edad con el que entablé una cierta amistad, me propuso salir una noche y tomar unas cervezas en un local muy de moda en aquella época. Era un local musical que solían frecuentar nuestros visitantes extranjeros, sobre todo ingleses y holandeses, aunque nuestro objetivo eran los representantes del género femenino. El caso es que, antes de salir, me preguntó qué tal andaba de inglés. Yo le dije que regular ─lo cual para mí era absolutamente cierto─, a lo que, en tono tranquilizador, me dijo: “no hay problema, yo me defiendo bastante bien”. Y la verdad es que ello me tranquilizó. No ligamos, pues todo eran parejas o grupos cerrados de chicos y chicas, pero conocimos a un matrimonio joven que nos invitó a compartir mesa con ellos. Cuando oí hablar en inglés a mi vecino, casi me da un patatús. Al final acabé siendo yo el intérprete. Mi compañero de fatigas lingüísticas me echó una mirada reprobatoria como si creyera que le había mentido. “¿Pero no dijiste que no sabías mucho inglés?”, me preguntó, contrariado. “Es que no sé mucho inglés”, le contesté.

» Cuando ya contaba con veinticuatro años, trabajando en el Instituto de Investigaciones Pesqueras de Barcelona, actualmente Instituto de Ciencias del Mar, tuvimos que llevar a cabo un estudio de la contaminación bacteriológica del litoral catalán. Para ello, salíamos al mar con frecuencia para tomar muestras a bordo de una zodiac. El dilema fue quién conduciría esa embarcación fueraborda. Al bautizo marítimo nos acompañó, como instructor, un compañero del Centro muy experimentado en estas lides. El resto del equipo lo formábamos cuatro personas, incluyendo la directora del departamento que, como mujer osada que era, se presentó de inmediato como voluntaria, sin dar opción a ningún otro de los presentes. La experiencia fue un fiasco total. “La jefa” no sabía manejar el timón. Si quería dirigir la zodiac hacía la derecha, actuaba como si estuviera al volante de un automóvil, orientando el timón hacia la derecha y la embarcación, lógicamente, viraba en sentido contrario. No hubo forma de que se familiarizara. A pesar de su tenacidad, acabó resignándose y cediendo su turno al siguiente novato. Yo me mantenía en una especie de anonimato. Aunque sabía cómo debía hacerse, temía no pilotar la nave con la necesaria habilidad. Cuatro pares de ojos me juzgarían. Por extraño que parezca, ninguno de los otros dos colegas (un chico y una chica) se desenvolvió lo suficientemente bien como para confiarle el timón, pues no todo consistía en dar gas hacia adelante, hacia atrás y virar, sino saber cómo tomar las olas para que la embarcación no volcase, tal como nos había indicado nuestro instructor. Para mí era pura intuición, pero permanecía callado como un muerto. Hasta que no quedó otro voluntario y me tocó el turno. Recuerdo que mi jefa me nombró como si yo fuera el último e inevitable recurso, interpretando, seguramente, que mi falta de voluntariedad era sinónimo de inutilidad. A los cinco minutos quedé nombrado “capitán de la nave”, por mi pericia.

» Por último, ya a mediados de los noventa, durante un curso para directivos en el que se complementaba las sesiones académicas con actividades sociales de obligado desempeño, me vi en la tesitura de participar en una competición de tenis de mesa por parejas. La pareja ganadora tendría el honor de competir con los campeones mundiales de esa especialidad, dos suecos que nos maravillaron con sus increíbles piruetas más propias de un espectáculo circense. Yo solo había practicado ese juego en muy contadas ocasiones y siempre en familia, en plan nivel básico. Si bien nadie de los contendientes era un experto jugador, por los comentarios deduje que se desenvolvían con mucha soltura y que practicaban con frecuencia. Presentía que mi pareja de juego acabaría odiándome y yo haciendo el ridículo. Tras sudar la camiseta un mogollón, llegamos, mi compañero y yo, a los octavos de final. Un resultado más que honroso. Mi pareja de juego, alertada previamente por mí de mi incompetencia, no solo no me odió, sino que me felicitó. Todavía no sé cómo pude hacerlo. Será que los milagros existen.

Estos son solo tres ejemplos que tuvieron un final satisfactorio para mí. Hay algunos más que ejemplarizan mi naturaleza autodidacta, y otros seguramente con finales muy distintos. Si he mentado estos no es para sacar pecho (lo cual iría en contra de mis principios) sino porque me han quedado grabados a fuego y por su significación con respecto al tema de esta reflexión.

En el otro extremo, el ocupado por quienes no saben o no quieren reconocer sus limitaciones y no temen hacer el ridículo porque simplemente no tienen desarrollado ese sentido, están los que, por ejemplo, se presentan a un concurso de talentos como Got Talent o Factor X, o a un casting para un programa-concurso musical como Operación Triunfo, algo que he tenido ocasión de observar recientemente y que ha disparado mi deseo por escribir esta entrada.

Una cosa es no estar a la altura del nivel de exigencia de un jurado para que el candidato sea admitido en un concurso tras presentarse a un casting, al igual que cuando un estudiante obtiene una calificación de seis cuando se exige un mínimo de un ocho para poder entrar en una determinada Facultad. En ambos casos el aspirante ha demostrado una calidad aceptable pero insuficiente para el objetivo que persigue. Pero otra cosa muy distinta es hacerlo estrepitosamente mal, sin siquiera alcanzar un uno en la escala del cero al diez. ¿Cómo puede alguien creer que canta bien y se presenta a un casting cuando en realidad canta como una almeja? ¿Acaso tiene problemas auditivos? ¿No se escucha, no se da cuenta de cuánto desafina? ¿Nadie ha sido capaz de decirle la verdad, de devolverle a la realidad?

Ante hechos como los que he relatado, es fácil constatar cuán subjetiva, y traidora, es la autoestima. Un exceso puede conducir a quien la disfruta ─o la padece, según se mire─, al fracaso cuando por fin se da de bruces con la cruel realidad, cuando alguien se atreve a decirle a la cara lo inútil, o no apto, que es para tal o cual cometido. Otra cosa es la exageración de las propias cualidades con objeto de llamar la atención y conseguir una oportunidad o un empleo. Hay quien cuando en su curriculum vitae pone “inglés: nivel medio” significa que sabe decir poco más de una o dos frases con sentido, y “conocimientos de informática a nivel de usuario” que sabe encender el ordenador y abrir y guardar un documento de Word. Aun así, la exageración también puede llevar al fracaso, pues cuando se descubra la verdad, que ha falseado su CV, se corre el riego de que a uno le den una patada en el trasero, a menos que sea político, claro. Siempre he creído que en el término medio está la sensatez. No hay que pasarse tres pueblos ni quedarse demasiado corto.

Acabo esta entrada sin poder afirmar si los que lucen y practican una autoestima exagerada, que es lo mismo que un ego exacerbado, acaban triunfando en la vida o se estrellan estrepitosamente. Del mismo modo que nunca sabré cómo me habría ido si hubiera tenido más confianza en mí mismo. Puede parecer ridículo ─ya que inútil sí que lo es─ pensar en ello a estas alturas de mi vida, pero es que me sigo quedando perplejo cuando veo hacer lo que para mí es un ridículo espantoso a alguien que está convencido que es un artista de tomo y lomo. Lo dicho: misterios de la naturaleza humana.



viernes, 22 de junio de 2018

Impotencia lingüística




Hace ya unas semanas vi por televisión la entrevista que le hicieron a Garet Bale, jugador del Real Madrid, con motivo de haber ganado este equipo la Champions League ─desde aquí mi enhorabuena a lo/as madridistas que me están leyendo─. Durante toda la entrevista, de tan solo unos pocos minutos, este jugador galés no dijo ni una sola palabra en castellano después de cinco temporadas jugando en un equipo español y viviendo en nuestro país. Al instante me vino a la mente el caso de otro jugador, en este caso inglés, David Beckham, que también formó parte de la plantilla del Real Madrid durante cuatro temporadas y que se fue de España hablando el mismo castellano que cuando llegó, es decir nada, o casi nada. En cambio, jugadores croatas, serbios, alemanes, franceses, etc., etc., etc., al poco de llegar se esfuerzan en aprender el idioma del país de acogida y lo acaban hablando aceptablemente bien en poco tiempo.

De pronto recordé un chiste que me contaron hace muchos años. Decía así:

─A ver si sabes cómo se le llama a quien habla varios idiomas.
─¿Políglota?
─Correcto. ¿Y a quien habla dos idiomas?
─Pues, bilingüe.
─Muy bien. ¿Y al que solo habla un idioma?
─Pueees, no lo sé. ¿Cómo?
─Británico.

También recuerdo que poco después, bajo el efecto de unas pintas de cerveza, en el bar de un hotel donde tenía lugar un curso de formación, se me ocurrió contar este chiste-acertijo a un grupo de compañeros procedentes de diversos países. Todos rieron menos uno: el británico.

Cuando trabajaba en una empresa norteamericana, muchos de mis colegas yanquis conocían algún idioma extranjero, generalmente alemán, francés o castellano (la central de la empresa estaba en California), lo suficientemente bien como para chapurrearlo. Los colegas británicos, en cambio, solo hablaban inglés. No puedo afirmar que sea esta una regla absoluta. Lo más probable es que haya británicos que hablen otro idioma, pero me atrevería a asegurar que son una franca minoría.

En los años ochenta, mi mujer y yo pasábamos muchos fines de semana y parte de las vacaciones de verano en una casita que mis padres tenían en una urbanización de una población de la Costa Brava. En dicha urbanización existía una colonia británica. Todos sus integrantes, en su mayoría jubilados residentes en España, vivían en una misma zona, a la que llamábamos “el barrio de los ingleses”. Pues bien, no solo no se relacionaban con el resto de veraneantes y vecinos locales, sino que incluso tenían su propio supermercado, con productos exclusivamente ingleses.

En alguna ocasión que había coincidido con alguno de ellos en “nuestro supermercado” (debía de ser por una cuestión de vida o muerte), se hacían mal entender con signos e intentando leer a su manera el rótulo de aquello que pretendían comprar. Y eso que la gran mayoría llevaba viviendo allí más de diez años, tiempo más que suficiente para haber aprendido algunas palabras en castellano. Estoy seguro que solo veían la BBC, pero eso ya no lo puedo asegurar.

En una de esas temporadas, debido a unas reformas mobiliarias que tuvimos que hacer, necesitamos los servicios de un carpintero. Alguien nos habló de uno que vivía en la urbanización, trabajaba muy bien y a un precio razonable. Solo había una pega: era uno de los ingleses.

Era un jubilado muy atento e incluso simpático. Hizo muy bien su trabajo. Pero a mí me costó un pequeño sacrificio, pues tuve que actuar de intérprete y, aunque por aquella época ya me defendía aceptablemente en inglés, no dejaron de haber algunos contratiempos y malentendidos por culpa del idioma, por fortuna nada grave. Pero yo me preguntaba: ¿por qué tengo que hablar con él en su idioma y él no puede hacer el esfuerzo de hablar el mío?

Evidentemente, hablar inglés tiene muchas ventajas. Es el idioma internacional, el idioma de entendimiento entre la mayoría de habitantes de este planeta, aunque en España, dicho sea de paso, el nivel de inglés todavía es muy deficitario entre los jóvenes. Es el idioma de los negocios, del arte y de la ciencia. Partiendo de este aserto, los británicos deben pensar que no tienen ninguna necesidad de aprender un idioma que no sea el suyo, que ya casi es el de todos. Pero de ahí a que consideren que tenemos la obligación de hablarlo, y además fluidamente, hay un buen trecho.

Considero que quien vive en un país debe conocer su idioma. Nunca he entendido cómo en los barrios chinos de los EEUU, por ejemplo, muchos de sus habitantes no hablan una sola palabra en inglés. Si tienen la nacionalidad estadounidense deben saber hablarlo. Entonces ¿no saben o no quieren? ¿Serán inmigrantes ilegales? El caso es que forman guetos dentro de una población y una cultura con la que no quieren integrarse por muchos años que vivan allí.

Del mismo modo, volviendo a los británicos residentes en nuestro país, considero inaceptable su indiferencia o incompetencia para hablar nuestro idioma, porque lo que ignoro es si realmente se trata de una falta de interés o de una ineptitud que raya la impotencia lingüística.


jueves, 14 de junio de 2018

El tamaño sí importa




Soy consciente de que el título que he elegido para esta entrada puede dar lugar a un equívoco. Muchas cosas en esta vida tienen un doble sentido, un mismo concepto puede aplicarse a cosas muy distintas. Siento haberos alarmado o defraudado, pero el tamaño al que aquí me refiero, como habréis podido deducir de la imagen, es el de ciertos textos.

Creo haber dicho en alguna ocasión que me considero un lector lento. No sé si serán los años, pero cada vez tardo más en leer un libro y los libros muy extensos me provocan, de antemano, rechazo. Obviamente, si el libro lo vale, no me queda más remedio que leerlo hasta el final, aunque la empresa resulte larga y tediosa.

También es cierto que, contrariamente a lo que pudiera parecer, al estar jubilado y disponer de mucho más tiempo libre, dedico ahora mucho menos tiempo a la lectura que cuando estaba en activo. Si exceptuamos los fines de semana, solo le dedico a la lectura una media hora diaria, todas las noches, lo que suelen tardar mis párpados en querer cerrarse. De hecho, me acuesto antes de lo que me pide el cuerpo para poder satisfacer mis deseos de lectura, pues me encanta leer en la cama, cómodo y relajado, aunque esta práctica tiene un efecto secundario: la somnolencia. Antes de jubilarme, en cambio, cuando pasaba casi doce horas fuera de casa, leía unas cuatro horas al día. El estrés y la necesidad de desconectar eran los responsables. El insomnio me obligaba a levantarme cuando apenas clareaba, momento que aprovechaba para leer. Y al regresar al hogar dulce hogar, seguía con la lectura hasta la hora de cenar. Así cada día.

Quizá sean, pues, estas dos razones (mi lentitud lectora y el menor tiempo destinado a ello) las principales culpables de que un libro de más de 800 páginas me resulte actualmente un “tocho” más pesado que diez ladrillos macizos. Una novela de tal envergadura puede durarme un mes. Pero al margen de estas circunstancias personales, cada vez me parecen menos atractivas las novelas largas sin justificación aparente, salvo el mero hecho de desear ilustrar, intercalando descripciones, situaciones, e incluso personajes innecesarios que nada aportan a la trama y solo sirven para distraer (y aburrir) al lector y tenerlo ocupado leyendo páginas y más páginas, haciendo gala, eso sí, de un exquisito estilo narrativo que con frecuencia resulta, para mi gusto, demasiado grandilocuente y florido. En más de una ocasión he dicho que parece como si sus autores cobraran o las editoriales fijaran el precio del libro en función del número de páginas.

Pero si un libro muy extenso puede resultar agobiante e incluso pesado, ¿qué ocurre con textos que, por naturaleza, son muchísimo más breves? ¿El tamaño, o la longitud, también importa en estos casos?

La redacción de un escrito comercial u oficial, por ejemplo, tiene que ser clara y concisa, evitando andarse con rodeos e ir al grano si se quiere asegurar el interés y la comprensión lectora de su receptor. Lo mismo debería ocurrir con los contratos y documentos de cualquier índole, si excluimos los sumarios judiciales que suelen tener miles de páginas con un contenido solo apto para sesudos letrados. Pero ¿qué tal si evaluamos este aspecto en otro tipo de textos, como los relatos, crónicas, reseñas, y cualquier entrada en general que se publica en un blog?

Asesores en escritura, personas mucho más entendidas que yo en esta materia, se han pronunciado reiteradamente sobre la conveniencia de evitar textos demasiado largos para no cansar al lector y mantener su atención, y debo darles la razón, pues yo mismo he eludido leer, en más de una ocasión, un texto por su excesiva longitud. Cuando intuyo que su lectura me llevará más de lo que en ese momento estoy dispuesto a invertir, me lo pienso dos veces. Solo si el tema me atrae y su autor o autora es de mi agrado, sigo adelante o bien pospongo la lectura para otro día, cuando tenga más tiempo o paciencia. 

Reconozco que yo mismo, en más de una ocasión, he producido relatos más largos de lo que es habitual en mí, en cuyo caso, consciente de que ello puede producir el mismo rechazo que yo siento ante escritos ajenos de igual longitud, he decidido dividirlos en dos o más episodios, aprovechando esta circunstancia para darle a la historia un toque de suspense al interrumpir la narración en un punto álgido, lo que se conoce como “Cliffhanger”, término que suena muy chulo y que desconocía, lo admito, hasta que lectores-escritores de mejor formación literaria que yo me lo mencionaron.

Me consta que hay a quien no le gustan los relatos por entregas y prefieren leerlo de corrido y conocer, de este modo, el final sin necesidad de esperar días o semanas. Ciertamente hay relatos por capítulos que se publican con tal dilación (entre un capítulo y el siguiente pueden haber transcurrido semanas) que uno ya se ha olvidado de qué iba la historia y a pesar de que algunos autores incluyen un enlace al capítulo anterior para refrescar la memoria, ello implica dedicar un tiempo extra a releer lo olvidado.

Así que me he encontrado, en más de una ocasión, con el dilema de escribir un relato entero o fragmentado y, en este último caso, cuánto tiempo debía dejar transcurrir entre episodios para que 1) los lectores rezagados tengan tiempo de leer uno antes de haber publicado el siguiente, y 2) que los adelantados no se "despisten" mientras esperan la continuación. Pero la frecuencia en la publicación ya es otro tema que ahora no viene a cuento, aunque también tiene su miga, para bien y para mal.

Llegado a este punto, cabe preguntarse, pues: ¿Cuál es la longitud óptima?

Ya conocemos el adagio en latín que reza “de gustibus non est disputandum”. Vamos, que para gustos los colores, y esta no será una excepción a la regla. Hay a quien le gustan los relatos largos y hay quien prefiere los breves y más aún los microrrelatos, pero si me atengo a la opinión de quienes son más duchos en la materia, el tamaño es algo que hay que tener siempre en cuenta al escribir. Así, según alguno de estos asesores, el tamaño idóneo de un artículo de blog es de 1.600 palabras o 7 minutos de lectura. Pero como toda norma tiene su flexibilidad y cada maestrillo su librillo, hay quien defiende a ultranza que lo importante es la calidad más que la cantidad, así que no pasa nada si un post alcanza las 2.500 e incluso las 3.000 palabras. Si, por el contrario, se queda en 700 ó 900 palabras, tampoco es importante. Y esa recomendación también puede aplicarse a otros textos. Así, un tuit no debería superar los 100 caracteres, un comentario en Facebook 40 caracteres. Incluso he hallado consejos sobre la longitud adecuada de un párrafo, de un correo electrónico. ¡Hasta de un título! Si esos “expertos” están en lo cierto, entonces significa que el tamaño tiene mucha importancia.

Por lo tanto, del mismo modo que en el contexto de la otra acepción del título que encabeza esta entrada, algunos corren a comprobar si su atributo masculino cumple con el tamaño ideal, yo he hecho lo mismo con mis posts, ya sean reflexiones en este Cuaderno de bitácora o relatos en Retales de una vida.

Así pues, en lo que llevamos de año, los textos de mayor tamaño que he publicado en una sola entrega han oscilado entre 2.000 y 2.700 palabras, y los publicados en dos entregas tuvieron una longitud total entre 4.300 y 5.000 palabras, es decir, unas 2.000-2.500 palabras cada una, lo cual encajaría con lo indicado por los autores consultados. Si son largos o cortos solo el lector o lectora podrá decirlo, pero yo sigo creyendo que lo mejor es ceñirse a un tamaño no demasiado largo, entendiendo como tal un texto que no supere las 3.000 palabras.

Aun dando por sentado que la calidad es lo más importante, ¿qué opinión os merecen, en términos generales, los textos extensos? ¿Controláis la longitud de vuestros escritos? ¿Estáis de acuerdo con Baltasar Gracián en que lo bueno, si breve, dos veces bueno? En definitiva, ¿creéis, como yo, que el tamaño sí importa?