jueves, 19 de julio de 2018

La otra cara de la moneda



Estamos en esa época del año en la que, quien más quien menos, planifica sus vacaciones y cuenta lo bien que espera pasárselo en tal o cual destino. En este mundo bloguero son muchos quienes se despiden hasta septiembre y anuncian que se van a cargar pilas junto al mar o la montaña, o simplemente en casa bajo los efectos del aire acondicionado, del abanico o del aire cálido y húmedo que solo logra distraer un buen refresco. En general es la época de los viajes, ya sean cercanos o lejanos. Pero como soy un poco rarito y a veces veo el vaso medio vacío, seguramente por culpa de las malas experiencias, esta es para mí también la época de las incomodidades.

En una ocasión dije que lo que me desagrada de viajar son los viajes, es decir los traslados. Si tuviera el don de la teletransportación todo sería muy distinto. Quien viaja en coche teme las retenciones y caravanas durante sus desplazamientos. Yo, que este mes de agosto debo tomar varios vuelos, ya tiemblo con solo pensar en esas malditas huelgas anunciadas, ya sea del personal de tierra, del personal de cabina o del colectivo que sea, que secuestra al personal que ninguna culpa tiene del conflicto laboral entre empleados y empleadores, que suele aflorar, oh casualidad, en época de vacaciones.

Pero no todas las incomodidades se centran en el medio y condiciones de transporte. También durante las tan anheladas vacaciones, hace acto de presencia el turismo incívico y gamberril, el llamado turismo de borrachera que tanto abunda en las localidades costeras donde uno procura disfrutar de paz y tranquilidad. Si eliges la playa, lo malo de día es la masificación, con proliferación de tumbonas y sombrillas, particulares y de alquiler, que apenas dejan espacio para extender tu toalla, a menos que bajes a la playa poco después de salir el sol. Lo malo por la noche es la aparición, a horas intempestivas ─que por muy de vacaciones que uno esté también necesita dormir─ de una pequeña pero ruidosa plaga de jóvenes con ganas de seguir con la gresca, que ni el doble cristal de las puertas de la terraza ni los gruesos postigos de madera logran aislarnos de la jarana, que a uno se le acaba la paciencia y le empieza a hervir la sangre, deseando tener en sus manos un arma arrojadiza en forma de cubo de agua, bote de humo o bomba fétida para dispersar a tales energúmenos con una tasa de alcoholemia desmesurada.

Esa es, para mí, la otra cara de la moneda de las vacaciones de verano. Aun así, año tras año, estamos deseando abandonar nuestra residencia habitual para cambiar de aires y solazarnos con baños de sol, de mar, lectura al aire libre, siestas de larga duración y alguna que otra excursión y cenas en restaurantes con encanto.

Y como ha empezado la cuenta atrás, tic tac tic tac, y ya sois pocos los que quedáis por estos andurriales, le doy la vuelta a la moneda y empiezo a preparar las maletas. Solo me queda esperar que el personal de tierra, mar y aire se comporte como Dios manda, dejándonos en paz, los unos durante nuestros traslados aéreos y los otros en nuestras acampadas playeras, y que los turistas, nacionales y extranjeros, se explayen solo lo justo delante de nuestro lugar de descanso.

Así pues, con cierto pesar, cierro este cuaderno hasta el inicio del nuevo curso académico.

Feliz descanso y que la otra cara de vuestra moneda os resulte lo más placentera posible.



domingo, 8 de julio de 2018

La historia de mi Máster



Ahora que los Máster están al orden del día, he recordado mi desafortunada experiencia. Y es que hay Másteres reales, falsos y fallidos. El mío fue un Master interruptus.

Allá por el año 2006, yo trabajaba en una farmacéutica alemana, pionera, en su país de origen, en la comercialización de medicamentos a base de plantas medicinales. Aunque en su Vademécum ya eran más numerosos los medicamentos de síntesis, los formulados con extractos vegetales seguían siendo abundantes y la Empresa seguía apostando, aunque con menor intensidad, por la fitoterapia (tratamiento a base de plantas).

Como en casi todas las Empresas en las que he trabajado, existía una remuneración extra anual por objetivos cumplidos. Cada año se fijaban varios objetivos (el tipo, número y complejidad variaba en función del cargo), unos eran personales y otros compartidos. Por falta de ideas o de posibilidades, cada año resultaba más difícil fijar los objetivos personales que, si bien debían ser aprobados por el superior jerárquico inmediato, proponía el interesado.

Por definición, un objetivo debe representar un reto difícil pero no imposible de alcanzar, debe llevar implícito un esfuerzo extra y ajeno a las tareas habituales del departamento. El objetivo personal debe redundar en el beneficio del empleado pero también de la Empresa.

Así pues, por aquella fecha tuve la brillante idea de proponer, como objetivo personal, la realización (y superación) de un Máster en Fitoterapia. Como responsable del departamento técnico y regulatorio, un conocimiento más detallado de las plantas medicinales y sus extractos aportaría un valor añadido a mi formación como farmacéutico y, como resultado, beneficiaría indirectamente a la filial española.

Mi propuesta pilló con el paso cambiado a mi superior, el Director General, pues como quien dice acababa de aterrizar en la Empresa y no estaba familiarizado con la estrategia de I+D de la Central, de modo que minimizó el interés de la Compañía por la fitoterapia. A pesar de ello, tras mi insistencia, acabó accediendo, pero con una condición: el coste no debía acercarse, ni de lejos, a los dos mil euros por curso que solía costar esa titulación. Vi, por lo tanto, muy mermada la posibilidad de cursar un Máster presencial, como el que ofrecía la Universidad de Barcelona (UB), de dos años de duración, y cuyo coste, si mal no recuerdo, rondaba esa cifra.

Pero mi superior, al igual que yo (bendita ignorancia), desconocía que la Empresa patrocinaba, junto a otros institutos y sociedades científicas, un Máster “Virtual” (no presencial) organizado también por la UB, y que, como empleado, podía beneficiarme de un precio especial que prácticamente solo cubría los gastos del material académico. De este modo, de los dos mil euros del coste oficial, la Empresa solo debía abonar doscientos. Una verdadera ganga. Por una vez tuve que agradecer a mis compañeros de Marketing su colaboración, pues fueron ellos los que me pusieron sobre aviso de esta circunstancia al enterarse de mi propósito.

Al poco recibía el material de estudio, consistente en dos gruesos volúmenes (véase la imagen que encabeza esta entrada): el primero sobre los fundamentos de la fitoterapia (aspectos básicamente botánicos y químicos) y el segundo sobre la aplicación clínica de las plantas medicinales y de sus extractos.

Una vez en posesión de este material, inicié su estudio a marchas forzadas (uno, que es meticuloso, impaciente y ansioso por cumplimentar lo que sea lo más rápidamente posible). Todas las tardes, salvo los fines de semana, dedicaba unas dos horas al estudio. Cada Volumen estaba constituido por varios Módulos, cada Módulo por varios Temas y cada uno de estos por varios Capítulos. Al término de cada Tema había un ejercicio de autoevaluación, cuyas respuestas se hallaban al final del Volumen. Mi plan de estudio consistió en no pasar al siguiente Tema sin haber superado el ejercicio de autoevaluación con, por lo menos, un notable. En una libreta llevaba la cuenta de las puntuaciones obtenidas. Al completar el primer Volumen, volví a repetir todo el proceso, con la particularidad que, en esa segunda ronda, las notas debían ser iguales o superiores a las obtenidas en la primera, de lo contrario tenía que repetir todo el Tema. Superada con éxito esa segunda vuelta, procedí al estudio del segundo Volumen con idéntica metodología. Al cabo de once meses y medio ya había concluido las dos rondas de cada Volumen y me disponía a hacer un último repaso general contrarreloj, antes de que se anunciara la fecha para el examen presencial, cosa que debía estar al caer. Estaba nervioso y preocupado, pues sentía que, aun estando medianamente bien preparado para superar el examen, me habría faltado uno o dos meses más para acabar de pulir y dominar todo el temario. No solo quería superar el examen sino hacerlo con nota.

Como pasaban los días y no recibía ninguna notificación de la Secretaría del Máster, me puse en contacto con ella por correo electrónico. Al cabo de una semana aproximadamente recibí su respuesta, indicándome que, al igual que la gran mayoría de Másteres, este tenía una duración de dos años. ¡Dos años! Y yo esforzándome y estrujándome los sesos para completarlo en doce meses (maldita ignorancia).

Tras la sorpresa inicial, acompañada de un cierto malestar por el gran esfuerzo realizado en vano, vino la consiguiente relajación. Bueno, pensé, tengo un año más para volver a estudiarlo todo con calma y con la ventaja de tener una base muy sólida. Ahora solo debía ir repasando cada uno de los Módulos, Temas y Capítulos con muchísima más tranquilidad. Esos dos meses que habría necesitado para acabar de reafirmar mis conocimientos, se convertían en doce. Eso estaba chupado. Otra cosa era contarle a mi jefe este percance, que significaría no haber visto cumplido el objetivo. Ya lo haría el próximo año.

Pero nunca hay que lanzar las campanas al vuelo, dar algo por sentado, menospreciar al enemigo, ni vender la piel del oso antes de cazarlo, porque el hombre propone y las circunstancias disponen.

En primer lugar, me tomé un merecido descanso de dos meses, sin contar agosto. En noviembre reinicié el estudio, convencido que sería como miel sobre hojuelas. ¡Cuán equivocado estaba! El caso es que no lograba recordar lo que tan bien había aprendido, no avanzaba con la misma rapidez, las notas que obtenía en cada evaluación eran muy inferiores a las de la vez anterior. ¿A qué se debía ese estrepitoso fracaso? Os lo diré: a la mente.

Cuando antes mencioné las circunstancias, que tanto pueden resultar propicias como adversas, a mí me saltaron a la yugular, a mi motivación, a mis ganas de seguir con ello. ¿Y qué circunstancias fueron estas que actuaron de forma tan perniciosa? Pues que la Empresa, cuyo director general se había mostrado reacio a aceptar mi objetivo autoimpuesto, fue adquirida, sorpresivamente, por una Mutinacional italiana, con lo que, de la noche a la mañana, muchos puestos de trabajo quedaban pendientes de un hilo, un hilo muy fino que pendía, a su vez, de muy arriba, o debería decir de Milán, el centro de toma de decisiones, y que resolvería nuestro futuro inmediato. Aunque mi puesto quedó, en relativamente poco tiempo, asegurado, mi estado de ánimo, al igual que el del resto de empleados (muchos acabarían en la calle tras el cierre de la fábrica), andaba por los suelos. Asambleas, huelgas, piquetes, se convirtieron en una parte del paisaje laboral cotidiano. El equipo directivo, entre el que me encontraba, pasamos a ser el enemigo del pueblo. En más de una ocasión, nuestros vehículos tuvieron que ser protegidos por los Mossos de Esquadra de la furia de aquellos que habían sido hasta entonces compañeros, a la salida y entrada del recinto. ¿Y qué culpa tenía yo por haber sido ratificado en mi cargo, mientras otros se verían en la calle? No me extenderé en consideraciones en torno al ambiente y a la actitud agresiva del personal en tales circunstancias que, por desgracia, me ha tocado vivir en bastantes ocasiones; enfrentamientos entre los compañeros que se van y los que se quedan y entre los empleados de rango inferior y los mandos intermedios y superiores, viendo cómo amigos de años se convierten en enemigos por haberles tocado en suerte o en desgracia un determinado bando.

Pero volviendo a mi querido y torturado Máster, este pasó a ocupar un segundo plano en mis inquietudes profesionales. Aun así, me propuse no tirar la toalla; nunca he abandonado algo que he empezado, siempre he procurado cumplir con mi palabra y mis objetivos, y esta no era una excepción. Aunque muy poco, la Empresa había invertido un dinero conmigo y yo me había comprometido a aprovechar esa oportunidad, aunque fuera con un año de retraso con respecto a lo inicialmente previsto. Pero aquella Empresa ya no existía y a la nueva le importaba un carajo mi Máster y mis conocimientos de fitoterapia. Pero a mi no. No he sufrido nunca de “titulitis”, pero ya que había dedicado tanto tiempo y esfuerzo a ese cometido, tenía que seguir adelante como fuera y finiquitarlo. Pero mi cerebro no estaba de mi parte. Se había obrado un milagro, pero en sentido contrario al esperado. Mi genio de la lámpara, en lugar de otorgarme un favor, me perjudicaba de tal modo que era incapaz de recordar lo aprendido y me mutilaba también la memoria a corto plazo, incapacitándome para asimilar de nuevo lo que debía haber quedado sedimentado en mi memoria.

De este modo, me vi incapaz de sacar adelante con éxito mi objetivo, no me sentía mínimamente preparado para superar el examen que se acercaba inexorablemente mientras yo seguía en una especie de parálisis cerebral. Llegué a pensar si era la edad lo que me dificultaba a seguir adelante, pero solo había transcurrido un año desde que inicié aquel plan de estudios que resultó tan exitoso. De pronto, viendo mi impotencia, decidí mandar al carajo el Máster de los cojones (me perdonaréis la expresión, pero es tal como lo sentí en aquel momento) y dedicarme a sobrevivir en el nuevo ambiente creado y embrutecido por la adquisición Empresarial que se saldó con más de cien despidos de una plantilla de ciento cincuenta, sin contar la red de ventas, que se vio también seriamente afectada.

Si os cuento esta historia, personal pero quizá no intransferible, pues quizá muchos habréis vivido situaciones semejantes, no es solo para hacer constar lo ocurrido con lo que he calificado como Master interruptus, sino para evidenciar cómo el estado de ánimo y la falta de entusiasmo puede hacer fracasar el más honorable, apasionante, valioso y apreciado propósito.

Y es que el hombre propone, las circunstancias disponen… y las emociones descomponen. Y yo me quedé sin mi Máster.


Dedicado a mi amiga bloguera Paloma Celada, alias Kirke buscapina, que nos deleitó con sus vicisitudes durante la elaboración de su tesis doctoral en “Doctoranda al borde de un ataque de nervios” en su blog Leer, el remedio del alma (http://buscapina7.blogspot.com/)