Según el Diccionario de la
lengua española, un anciano es “una persona de mucha edad”. Como el término
mucho me resulta muy vago, preferiría usar, en su lugar, el de “edad avanzada”, aunque
tampoco sea muy aclaratorio.
La OMS considera una persona
de edad avanzada (ellos sí usan este término) a la que tiene entre 60 y 74
años. Desde los 74 a los 90, es vieja y más allá de esta edad de una vejez
avanzada.
La verdad es que a mí el calificativo viejo no me gusta nada. Viejo es un mueble, un coche, un objeto
cualquiera, pero no una persona.
Dentro de cuatro meses
cumpliré los 74, por lo que todavía estoy considerado oficialmente una persona
de edad avanzada, y al año siguiente ya seré un viejo. Pero yo, en contra de la
opinión pública, sigo considerándome un viejo joven o, si mucho me apuráis, un
adulto mayor.
Pero vayamos a las estadísticas:
A uno de enero de 2022 (no he logrado encontrar datos más recientes), el número
de personas mayores en España ascendía a 9.479.010, lo que representaba casi un
20% de la población total (47.479.000 de habitantes). A fecha de hoy, poco
habrán variado estas cifras.
Si miramos el número de
pensionistas, al cerrar 2023 había en nuestro país algo más de 9 millones,
aproximadamente un 18,75% de la población. Evidentemente, no todos los
pensionistas son personas de edad avanzada ni todas las personas de edad
avanzada cobran una pensión, pero para hacernos una idea del peso económico que
representa la población anciana, estos datos son suficientemente aclaratorios.
Hasta aquí, todo han sido
consideraciones sobre el significado de la palabra anciano, o persona de edad
avanzada, y su incidencia en la sociedad española, pero lo realmente importante
es saber y ver cómo viven y son consideradas estas personas por el resto de la
población.
Hace unos días, leí que 4 de
cada 10 personas mayores de 65 años se sienten solas. Esto es muy triste y
grave.
Uno de los problemas con las
personas mayores, aunque no el más importante, es lo que se ha dado en llamar
“edadismo”, es decir, los estereotipos, prejuicios y la discriminación hacia
las personas asociados a la edad, fenómeno este presente, de forma aceptada, en
casi todos los ámbitos de la sociedad. La Fundación Pasqual Maragall, colaboradora
con la investigación del Alzheimer, ha elaborado un documento en el que se distinguen
tres tipos de edadismo: el institucional, referido a los servicios que discriminan
y limitan la participación de las personas según su edad; el interpersonal, en
el que se usa un lenguaje plagado de términos y expresiones despectivas
asociadas al envejecimiento; y el autoinfligido, cuando las personas mayores
acaban interiorizando discursos negativos relacionados con la edad.
El edadismo, según la OMS,
impacta negativamente en la salud y el bienestar de las personas, especialmente
en las mayores, en cuyo caso su efecto se manifiesta por una menor esperanza de
vida y peor salud física, mental y emocional, una menor calidad de vida, un
mayor aislamiento social, un incremento de la inseguridad económica, y un mayor
riesgo de sufrir casos de violencia y abuso.
Con respecto a este último
punto, todos hemos conocido casos de maltrato en residencias de ancianos, que,
aunque sean afortunadamente minoritarios, son un claro ejemplo de lo
anteriormente dicho. La discriminación de la banca hacia las personas de edad
avanzada, a quienes no se les facilita las transacciones de sus ahorros, los
desahucios de personas vulnerables por razón de edad y economía, que son
expulsadas de sus viviendas y a las que se deja sin amparo, hasta que una “obra
de caridad” se apiada de ellos, son algunos ejemplos del desamparo al que están
sometidos.
De niño, me educaron en el
respeto a las personas mayores, tratándolas con educación y cediéndoles el
asiento en cualquier transporte público, Hoy día —y no pretendo ser un viejo
nostálgico que piensa que todo lo pasado fue mejor— ese comportamiento ya no
existe y se trata a los ancianos, en el mejor de los caos, con conmiseración,
como si fueran dignos de lástima o niños pequeños.
Llegados a cierta edad, muchos
ancianos no pueden valerse por si mismos y la vida moderna y ajetreada, hace
que sus hijos no puedan hacerse cargo de ellos, pues requieren una atención
continua y muchas veces sanitaria. Es comprensible, en tales casos, que los
familiares responsables de ellos acudan al empleo de una residencia de
ancianos, donde serán atendidos como se merecen y como quisiéramos ser
atendidos todos nosotros. Pero no deja de ser triste ese alejamiento del hogar,
el suyo o el de sus hijos, al que se ven empujados, muchas veces contra su
voluntad.
Los viejos estorban, son un
gasto, un engorro, que algunos desaprensivos, por no llamarlos sinvergüenzas, que
ostentan el poder, desatienden su responsabilidad moral y social para velar por
su salud y bienestar en las residencias públicas que los acogen (algunas en un
estado y con unos medios lamentables), y cuya muerte por causas perfectamente
evitables, los trae al pairo porque de todos modos tenían que morirse.
Las leyes, las costumbres y,
en definitiva, el sistema, no ampara lo suficiente a los ancianos necesitados
de ayuda, que son muchos, dejándolos en una situación muy frágil. Han sido
ciudadanos que, con su trabajo y su contribución económica, han levantado el
país y lo han hecho mejor, son seres humanos que al llegar a una edad en la que
ya no son rentables, se les aparca, esperando que desaparezcan lo antes posible
para ahorrar en pensiones, por muy paupérrimas que sean.
No sabría decir si esa
situación tan desgarradora que he expuesto es la regla general o la excepción.
Solo puedo decir lo que mis ojos ven y han visto. Ojalá estuviera equivocado y
espero que las personas mayores de hoy no se vean en ninguna de estas
situaciones en un futuro próximo.