jueves, 27 de junio de 2019

La cultura, esa desconocida



Siempre había creído que el término “cultura general” era un cúmulo de conocimientos básicos sobre distintas materias, como las ciencias, el arte, la literatura, la historia, etc., etc. Y también creía que todo ciudadano de una sociedad mínimamente desarrollada debía tener una buena dosis de esa cultura. En más de una ocasión, sin embargo, algunas personas, a quienes les gusta polemizar, me lo han cuestionado, argumentando que saber, por ejemplo, dónde murió Napoleón Bonaparte, qué ocurrió en Pearl Harbour en diciembre de 1941 o en qué año Colón descubrió América, no era de ninguna utilidad para encontrar trabajo o ascender en la escala social y profesional. Un director de un banco no tiene forzosamente que saber qué provocó la primera guerra mundial ni qué son las células-madre.

Visto el nivel cultural de muchos de nuestros jóvenes, me inclino a pensar que esas personas tienen razón. También se me ha dicho que quien ha finalizado sus estudios no tiene necesariamente por qué haber aprendido de memoria hechos y fechas que acabará olvidando, sino que debe haber recibido la formación necesaria para saber analizar y resolver un problema, y no me refiero a uno de matemáticas. Desde luego, hay que enseñar a los jóvenes a pensar y dotarles de las herramientas necesarias para la observación, análisis y deducción en cualquier proyecto al que se enfrenten. Revisando la historia educativa reciente, he comprobado que en poco más de treinta años, hemos tenido en España seis sistemas o leyes de educación. Y yo me pregunto si alguna de ellas ha contribuido eficazmente a ello.

Vaya por delante que ni soy profesor, ni pedagogo y, por lo tanto, hablo de vista y oído, nada más, y por mi edad quizá tenga ideas un tanto retrógradas en cuanto a lo que significa la enseñanza. Por lo tanto, ruego a los que sí son profesionales de la misma que tomen esta reflexión como lo que es: una simple reflexión de un ignorante observador que busca respuestas.

Escribí hace algo más de un año una entrada titulada “La letra con sangre entra”, comparando el sistema educativo de mi época de colegial (años cincuenta y sesenta y pico) con el actual, en función de los conocimientos con los que salíamos entonces y salen ahora los jóvenes, y de los métodos utilizados para inculcarnos esos conocimientos. Afirmaba que, a pesar de la excesiva rigidez a la que éramos sometidos los alumnos de aquella época (al menos en la escuela privada y religiosa), nuestro nivel cultural supera al de los jóvenes que han recibido un trato mucho más tolerante. ¿Mano dura o mano blanda? ¿Dónde se sitúa el término medio y la eficiencia docente?

Pues bien, no sé si la aparente incultura de muchos o algunos jóvenes (pues los hay muy bien preparados e incluso brillantes) debe achacarse a un deficiente o laxo plan de enseñanza o bien al supuesto desinterés que muestran por todo lo que les rodea. Y para muestra un botón:

Hace unos días, en el programa de la Sexta “El intermedio”, uno de sus colaboradores, Santi Villas, se lanzó a la calle, micrófono en mano, a preguntar (supongo que de forma aleatoria) a varios adolescentes sobre temas de actualidad. ¿Quién es el actual rey de España? ¿Quién fue su antecesor en el trono? ¿Cómo se llama la reina actual? ¿Y la anterior? ¿Para qué sirve un rey? Para mi sorpresa fueron muchos los que no supieron contestar correctamente a esas preguntas tan elementales. Quienes acertaron con el nombre del regio personaje no supieron decir el número que le corresponde o le correspondió. Unos dijeron Felipe IV, otros Juan Carlos XV, los hubo que “bautizaron” a la reina actual como Sofía o Leonor. Hasta aquí pudiera pensarse que los jóvenes simplemente pasan de la Monarquía, a pesar de que una joven (la que no supo ponerle número a Felipe) se declaró rotundamente monárquica, aunque no supo explicar el papel de un rey. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando el entrevistador preguntó cuál de las siguientes cosas (bikini, reggaeton, minifalda o partidos políticos) estuvo prohibida durante el franquismo (a algunos, Franco solo les sonaba de oídas). Ninguno de los encuestados dio con la respuesta acertada. Pero el colmo fue cuando a una chica, el simpático colaborador le ofreció el “comodín de la llamada”. Ni corta ni perezosa, la joven hizo una llamada desde su móvil. “¿A quién llamas?”, le preguntó Santi Villas. “A mi padre”, contestó la joven. Bien, pensé para mis adentros, al menos su señor padre sabrá darle la respuesta correcta. Si la chica rondaba los diecisiete años, su padre tendría unos cuarenta y muchos y, por lo tanto, debió haber nacido allá por los años setenta. Pero cuando la muchacha le repitió a su progenitor la pregunta y sus cuatro posibles respuestas, aquel contestó, alto y claro (estaba activado el manos-libres): “¡Y yo qué sé!”. Así que la ignorancia no era algo propio de una adolescente desinteresada por el mundo que la rodea, sino que era algo heredado en casa.

Pero ese no es un ejemplo aislado, pues unas semanas atrás, otra encuesta realizada por el mismo colaborador a pie de calle trataba el tema de las elecciones en España. Esta vez las personas encuestadas eran de todas las edades. Fueron pocas las que supieron decir cuántas elecciones iban a tener lugar en nuestro país esta pasada primavera, la fecha exacta y qué se votaría en cada una de ellas. La excusa más común para ese desconocimiento fue que no solían ver las noticias.

Por lo tanto, cultura es un concepto muy amplio y eso de saberse de memoria la lista de los reyes godos o de qué color era el caballo blanco de Santiago, es lo de menos. Cultura incluye el conocimiento e interés por lo que ocurre a nuestro alrededor y saber valorarlo e interpretarlo. Claro que debe haber una mano que guíe ese aprendizaje, pues, de lo contrario, lo único que interesaría a muchos sería lo que corre por las redes sociales.

Quiero pensar que ese ramillete de personas que tanto desconocimiento demostraron sobre algo tan cercano y básico, representa a una franca minoría. Tampoco sé si esas encuestas estuvieron sesgadas y solo se emitió lo que inclinaba la balanza hacia la más absoluta ignorancia. Pero lo primero que me vino a la cabeza fue: si esos jóvenes son los que tienen que gobernar este país algún día y esos otros, jóvenes y no tan jóvenes, los que decidan en las urnas quién debe gobernarnos, que Dios nos coja confesados. Y es que no sé qué es peor, si la ignorancia o la falta de interés en saber. Claro que lo segundo lleva a lo primero. Lo cual me recuerda ese chiste en el que uno pregunta al otro: “Oye, ¿tú sabes la diferencia entre ignorancia e indiferencia? A lo que el otro responde: “No lo sé ni me importa”.

Desde luego, hay políticos y empresarios importantes que son muy ignorantes, y a la vez sabemos que la ignorancia es mala consejera y muy peligrosa cuando hay que tomar grandes decisiones que afectan a los ciudadanos. Pero, por otra parte, por muy culto que sea quien ostente el poder económico y/o político, tampoco ello es garantía de la buena marcha y/o buen gobierno de nuestro país. Así que sigo preguntándome hasta qué punto es importante la cultura. Estoy hecho un verdadero lío.

miércoles, 19 de junio de 2019

El decálogo del buen político




De acuerdo con mi mala y dilatada experiencia ─sabe más el diablo por viejo que por diablo, dice el refrán─, para todo aquel que desee hacer carrera en la política activa con éxito estas son las condiciones sine qua non que debe cumplir:

1) Tener un “pico de oro”, es decir estar capacitado para hablar largo y tendido sin decir absolutamente nada coherente.
2) Saber mentir descaradamente sin sonrojarse y eludir responder a las preguntas incómodas y conflictivas, yéndose por los cerros de Úbeda.
3) Echar siempre la culpa de cualquier mal a los demás, preferentemente a sus opositores, y no reconocer jamás sus propios errores.
4) Ver siempre la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio, por voluminosa que esta sea.
5) Negar hasta el paroxismo cualquier imputación delictiva que los medios y/o la Justicia le haga, por evidente que sea y aunque en su fuero interno la reconozca como cierta.
6) Cambiar radicalmente de opinión, si ello le favorece a él o a su partido, en menos que canta un gallo.
7) Prometer cualquier cosa, por inalcanzable y absurda que sea, si ello le depara votos, porque los populistas siempre son los demás.
8) No tener escrúpulos a la hora de pactar con otras fuerzas políticas, por antagónicas que le resulten, y si hace falta con el diablo, con tal de joder a su principal oponente y desplazarlo del poder.
9) Proteger a sus correligionarios a toda costa por muy corruptos y deshonestos que sean. Hoy por ti, mañana por mí.
10) No aceptar jamás por buenas las ideas de la oposición. Las únicas buenas son las suyas, por principios.

Estas diez condiciones se resumen en dos: amar el poder sobre todas las cosas y odiar a los que piensan de forma distinta con todas sus fuerzas.

Seguro que hay más condiciones, tanto o más importantes, pero para no hacer esta entrada demasiado extensa y dolorosa, he preferido dejarlas en diez, que no son pocas.

Si alguien observa un grave error u omisión, le agradeceré que me lo haga notar. Del mismo modo, si algún lector o lectora se dedica a la política y no se ve reflejado o reflejada en este decálogo, que no se me ofenda y que piense que siempre hay excepciones loables.

Nota aclaratoria: Alguna condición buena habrá, quiero pensar, pero ahora no se me ocurre y, además, me gusta poner el dedo en la llaga.



miércoles, 12 de junio de 2019

El filtro cerebral



Es bien sabido que el cerebro ─o la mente─ nos puede jugar malas pasadas.  Cerebro y mente, dos entidades todavía muy desconocidas, son la causa de reacciones cuando menos singulares. ¿Por qué reaccionamos de un modo en determinadas circunstancias y de forma totalmente opuesta en otras ante un mismo detonante?

¿No resulta curioso ver a ese padre o a esa madre (más habitualmente) durmiendo a pierna suelta, a pesar del ambiente ruidoso de la calle, pero que se despierta, en estado de alerta, ante el más leve sonido emitido por su bebé?

¿Qué es lo que hace que el cerebro “filtre” los sonidos ambientales habituales y, en cambio, “deje pasar” los que nos interesa percibir? Supongo que la respuesta está en que nos acostumbramos a los ruidos de fondo rutinarios, que el cerebro acaba asimilando como normales e irrelevantes, mientras que el resto se hacen conscientes. Así pues, debe de existir una especie de filtro que discrimina ambas sensaciones sonoras.

Pues del mismo modo, en nuestro cerebro actúa otro tipo de filtro, un mecanismo mental, más que fisiológico, que anula algo tan trascendente como es la objetividad, y que nos hace percibir ciertos hechos de un modo muy distinto al de otras personas que también disponen de ese mismo tamiz y que, me atrevería a decir, somos la mayoría de mortales.

Es evidente que hay temas que, por su complejidad, resultan muy difíciles de enjuiciar. Somos humanos y tenemos nuestras limitaciones para poder opinar sobre un acto censurable a simple vista, ya que posiblemente no tengamos ni los conocimientos ni la información adecuada para ser absolutamente certeros en nuestro juicio. Por el contrario, hay casos en que la información es diáfana, pública, elocuente y exhaustiva, y todos hemos tenido el mismo acceso a ella.  En tales circunstancias, las diferencias de opinión entre distintos observadores no deberían ser abismales, sino más bien sutiles. Lo mismo ocurre cuando, en lugar de emitir un juicio, se trata de dar con una solución a un contratiempo. Diferiremos en el cómo, en la forma, pero no en el resultado a obtener. Todo el mundo está de acuerdo en que el paro es un inconveniente acuciante que hay que mitigar, pero hay discrepancias en cómo lograrlo. Todos los jubilados coinciden en que hay que incrementar las pensiones, pero no está claro de dónde debe salir el dinero. 

Pero hay muchos casos en que la cuestión no está tanto en discrepar sobre el modo de solucionar un problema, sino en calificar ese problema. Y ahí es cuando se pone de manifiesto, a mi juicio, el “filtro cerebral”.

Un ejemplo muy simple y hasta cierto punto banal lo encontramos en el futbol. Mientras que hay jugadas de dudosa legalidad, por la falta de visión del árbitro y lo enmarañado u opaco del lance, en cuyo caso es comprensible que exista un desacuerdo entre el colegiado, los jugadores y la afición y deba recurrirse al VAR (sistema de video-arbitraje), hay otras en las que no cabe confusión alguna, pues la imagen ha sido suficientemente nítida y fuera de toda duda. Pues, aun así, las partes afectadas no suelen aceptar de buen grado la decisión arbitral, mientras que las beneficiadas lo consideran un acto de justicia palmaria.

Y aquí me pregunto si cuando existen esas discrepancias tan irreconciliables ─y normalmente broncas─, las voces discordantes son realmente sinceras, creen a pies juntillas lo que defienden, o estamos ante una representación teatral, en pleno acto de hipocresía dramática.

Idéntico planteamiento, pues, me hago en otros ámbitos de mucho mayor calado social. ¿Qué es lo que hace que un mismo hecho sea juzgado por unos como un acto execrable y por otros como justo y perfectamente defendible? Pero si tal dislate conceptual solo se diera en un patio de vecinos, en una tertulia de un bar o, a lo sumo, en las redes sociales, no alcanzaría más notoriedad que la de una notable anécdota. Pero lo que resulta grave y alarmante es que ello tenga lugar entre supuestos expertos sociólogos, economistas, analistas políticos de gran predicamento, en el Congreso de los Diputados, en el seno de un Tribunal Superior de Justicia o incluso del mismísimo Tribunal Constitucional.

¿Qué hace posible que una falta sea vista por unos como gravísima y por otros como muy leve e incluso merecedora de exculpación? ¿Por qué lo que para unos es un latrocinio ignominioso, para otros es una nadería, lo que para según quién es un acto de prevaricación, para otros es un simple error humano perfectamente disculpable? ¿Cómo pueden dos jueces calificar de forma diametralmente opuesta un mismo delito? ¿Qué hay en esos cerebros humanos que permiten ver las cosas de forma tan antagónica? Si analizáramos post morten los cerebros de unos y otros no advertiríamos ninguna diferencia, ni siquiera microscópica. Porque no es en ese órgano donde reside el motivo de tales discrepancias ─algunas aberrantes─, sino en algo tan insondable, una entidad tan desconocida e incomprensible como es la mente humana.

Si un individuo identificara como verde un objeto y otro como azul-turquesa, esa distinta apreciación no se consideraría grave, sino dentro de la normalidad. Si la confusión fuera entre el verde y el rojo, diríamos que estamos ante un problema de daltonismo, perfectamente explicable. Pero si lo que uno ve como blanco nuclear otro lo considera negro azabache, eso sí que es motivo de alarma. Uno de los dos observadores probablemente tendría serios problemas de visión. O los dos. En cambio, en los ejemplos sobre la distinta percepción de culpabilidad o de la gravedad de un delito no hay problemas fisiológicos ni psiquiátricos detrás de esas discrepancias, muchas veces abismales. El problema reside en una percepción distorsionada por la ideología. No es, por lo tanto, una diferencia de opinión basada en una evaluación subjetiva del hecho a enjuiciar, sino en una interpretación interesada, a veces en un sentido, a veces en el sentido opuesto, sin atender a un mínimo principio de objetividad, equidad y racionalidad. No hay razón en la sinrazón. Al parecer, cuando dichos intereses son ideológicos, hay que defender a toda costa la postura opuesta de la de nuestros adversarios y no hay mejor modo de ganarles la partida que recurriendo a la exageración o al negacionismo más absoluto.

Una sociedad dirigida por individuos que faltan a la verdad, distorsionándola o retorciéndola, que tienen implantado un filtro cerebral selectivo, es una sociedad enferma y condenada a la división irreconciliable. En un país dominado por tal anomalía, la justicia no solo es ciega, sino también sorda.