lunes, 29 de octubre de 2018

Prescribir o no prescribir, esa es la cuestión



Disculpad la desfachatez de imitar el más que famoso soliloquio del genio inglés de las letras, nuestro admirado Guillermo Shakespeare, pero lo hago con la mejor de las intenciones, que no es otra que la de poner en el ojo de mira una de las dudas que más me inquietan últimamente.

Aunque siempre he creído en la veracidad del famoso refrán “zapatero a tus zapatos”, también pienso que hay temas en los que no se precisa ser un experto para opinar. El de hoy solo requeriría de unos profundos conocimientos de leyes si intentara debatir la forma, no el fondo de la cuestión. Así pues, ¿debe prescribir un delito grave? ¿Debe extinguirse la responsabilidad penal de quien ha cometido un acto criminal por el hecho de haber transcurrido un cierto periodo de tiempo? ¿Por qué se fija un plazo legal para poder eludir una condena? ¿Acaso el mal tiene fecha de caducidad?

Como la gran mayoría de mis entradas en este blog, esta también surge a raíz de una noticia reciente que, por su interés mediático y su reincidencia, me ha dado que pensar largo y tendido.

El pasado 8 de octubre, la Audiencia Provincial de Madrid dictó sentencia en el tema de los “bebés robados”, en la que, a pesar de reconocer que los hechos declarados en el juicio habían sido cometidos, procedía la absolución del Doctor Vela en base a que el delito había prescrito. En otras palabras: al haber transcurrido un tiempo determinado, ese delito tan grave no puede ser castigado con la pena de once años que pedía la acusación. Al margen de que este caso en concreto pueda ser revisado por consideraciones cronológicas, de cuándo debe empezar a contarse el plazo para la impunidad, es decir la fecha a partir de la cual debe computarse el plazo de prescripción, mi pregunta, desde el punto de vista de un perfecto profano en leyes, sigue siendo la misma: ¿por qué deben prescribir ciertos delitos?

Como señalan los que son especialistas en Derecho Penal, “la existencia de la prescripción se basa en que, aunque la pena es necesaria para la existencia y pervivencia del orden jurídico, el transcurso de un tiempo razonable desde la comisión de un delito sin que se haya castigado al culpable, hace que la pena ya no pueda cumplir la finalidad de prevención e incluso pueda ser contraria a la finalidad de reinserción de la pena, por lo que esa prescripción anula toda responsabilidad penal” (sic).

Lo dicho en el párrafo anterior me parecería aceptable en casos de menor trascendencia social como, por ejemplo, hurtos bajo el efecto del alcohol o estupefacientes o venta de drogas cuando han transcurrido varios años y el presunto ladrón o “camello” ya se ha rehabilitado, tiene un trabajo honrado y estable, e incluso ha formado una familia. Me parece igualmente correcto apelar, en estos casos, a un indulto si el condenado debe entrar en prisión después de varios años de haber sido juzgado. Encarcelar a un exdrogadicto que cometió años atrás un delito contra la propiedad cuando ya ha abandonado esa vida delictiva, cuando ya no representa ningún peligro para la sociedad, hay un franco arrepentimiento y tiene una familia por la que velar, no me parece apropiado ni conveniente. Pero tampoco encuentro justo ni apropiado aplicar este mismo trato benevolente a delincuentes que han cometido faltas muy graves y de forma reiterada.

He aquí los plazos que establece el Código Penal para la prescripción de un delito en función de la pena máxima, que empiezan a contar desde el mismo día que se cometió el hecho delictivo:

-A los veinte años, cuando la pena máxima señalada al delito sea prisión de quince o más años.

-A los quince, cuando la pena máxima señalada por la ley sea inhabilitación por más de diez años, o prisión por más de diez y menos de quince años.

-A los diez, cuando la pena máxima señalada por la ley sea prisión o inhabilitación por más de cinco años y que no exceda de diez.

-A los cinco, los demás delitos, excepto los delitos leves y los de injuria y calumnia, que prescriben al año.

No prescriben, en cambio, los delitos contra la humanidad y de genocidio, los delitos contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado y los delitos de terrorismo si han causado alguna muerte.

A colación de lo indicado sobre los delitos de “lesa humanidad”, quizá no se les aplique un plazo de prescripción, pero ello suele ser, de facto, reemplazado por otros argumentos que acaban haciendo inviable su penalización y castigo. Pero, como se suele decir cuando surge un tema sobre el que no se pretendía discutir, “esta ya es otra historia”.


Obviamente no es igual un delito fiscal (dependiendo de la cuantía defraudada) que uno contra la dignidad (pederastia, violación) y la vida humana, como no lo es un crimen aislado, accidental y con atenuantes que un crimen premeditado y reiterado. Por tal motivo no todos los delitos, al margen de los realizados contra la humanidad o de índole terrorista, deberían prescribir. Me repugna pensar que, por haber transcurrido veinte años, la vida de un ser inocente parezca exenta de valor porque quien se la quitó no pueda ser juzgado por ello; que por haber transcurrido quince, el robo de un bebé a una madre, haciéndole creer que este ha fallecido, quede impune; o que por haber transcurrido diez, una violación o acto de pederastia puedan quedar indemnes.  El tiempo puede borrar muchas cosas, pero jamás el merecido castigo por unos actos tan execrables como estos.

El Código Penal se puede modificar, hasta la Constitución es modificable. ¿Por qué motivo se mantiene la prescripción de delitos graves? Esa es la cuestión.



viernes, 19 de octubre de 2018

El poder de las palabras



Un antropólogo lo diría con muchísima mayor propiedad que un humilde servidor, pero no hay lugar a dudas de que la capacidad para comunicarse mediante lo que conocemos como lenguaje ha contribuido enormemente al desarrollo y evolución social del Homo sapiens.

Esa comunicación, que se inició mediante signos y señales, llegó a su máxima eficiencia al convertirse en sonidos y grafismos, es decir en la expresión oral y escrita.

De estas dos formas de expresión, la oral suele dar una mayor información, pues va acompañada de otro tipo de lenguaje: el corporal. Una frase puede ser interpretada de distinta forma si no va acompañada de una determinada expresividad. Una cara seria y unos ademanes adustos dan a entender algo muy distinto que si la misma frase se expresa con una sonrisa acompañada de gestos amables. De ahí que en los nuevos sistemas de comunicación por las redes sociales se utilicen con tanta profusión los emoticonos o emojis. Una cara triste, seria o sonriente desvela de inmediato el estado de ánimo de quien escribe o el sentido del mensaje. Una frase escrita sin más, sobre todo si es muy breve, puede parecer fría y cortante, sobre todo si se desconoce el contexto. A falta de símbolos gráficos, el uso del “je, je” o del “ja, ja, ja” sirve para evitar equívocos. En el lenguaje verbal es la entonación, la expresividad facial y la expresión corporal los elementos que tienen esa misma función aclaratoria.

Mención aparte merece el hecho increíble de ver cómo un mensaje puede distorsionarse a medida que este atraviesa más de un intermediario hasta convertirse en algo muy distinto a cómo se originó, pudiéndose ello asemejar al juego de los disparates. La información que parte del primer emisor puede no parecerse en nada a la que llega al último receptor. Saber transmitir un mensaje es crucial para la correcta comprensión del mismo. Todas las partes implicadas tienen para ello que cumplir una función esencial, que consiste en saber interpretar correctamente lo que se lee u oye y transmitirlo sin tergiversaciones. Pero si el mensaje original ya adolece de claridad, difícilmente llegará al receptor en condiciones de ser entendido y apreciado como es debido.

En este sentido, hay quien, de forma voluntaria o involuntaria, hace un mal uso de las palabras. En literatura, por ejemplo, es este un hecho que simplemente muestra una impericia, a veces grave, del escritor. El mal uso de determinados vocablos o expresiones, sobre todo de forma continuada, puede dar al traste con toda una obra por muy interesante que resulte el tema. Ello suele ocurrir con mucha mayor frecuencia en escritores noveles (entre los que me cuento), que desean utilizar un lenguaje culto para no caer en la simpleza, evitando para ello verbos, adjetivos y términos corrientes, inclinándose por expresiones grandilocuentes o, mucho peor, a mi juicio, sinónimos incorrectos, como he podido constatar con cierta frecuencia. Así pues, se da una orden, no se expele una ordenanza; se pone interés en algo, no se expone interés; una persona se encuentra en buen estado físico, no en un correcto estado físico, por poner solo unos pocos ejemplos basados en hechos reales.  Aunque hay puristas que no lo recomiendan, para mí no es ningún pecado usar los verbos hacer, decir o entrar, sin necesidad de sustituirlos forzosamente por realizar, expresar o penetrar, respectivamente. Es hacer novillos, no realizar novillos; decir mentiras, no expresar mentiras; entrar en clase, no penetrar en clase. Esta es mi humilde opinión, pero como no soy lingüista ni corrector de estilo, aceptaré con mucho gusto cualquier rectificación al respecto.

Pero si en literatura el uso correcto de las palabras y expresiones es fundamental para que un texto no rechine y no vaya en detrimento de la calidad del mismo, en política ─ya ha salido la dichosa política─ hay que ir con muchísimo más cuidado por las consecuencias que un mal uso de aquellas puede tener sobre la audiencia. Así, el uso inadecuado de las palabras puede llegar a producir el efecto contrario al deseado. Si, además, ese mal uso no es fruto de la impericia verbal sino de la voluntad de manipular o contaminar la información por parte del emisor original o por parte de los trasmisores intermediarios a lo largo de la cadena de comunicación, el resultado puede ser desastroso e intolerable.

Lo malo es que en política ese mal uso casi siempre tiene un objetivo malintencionado, incluso perverso, para predisponer a los partidarios del orador o charlatán de turno en contra de sus adversarios, tergiversando a propósito la realidad. Al igual que ocurre con los ejemplos que he citado en los escritos literarios, no es lo mismo decir que tal partido o tal otro ha exigido al Gobierno, que ha pedido; como no es igual afirmar que se ha censurado el comportamiento de alguien, que lo ha injuriado. Con estas fórmulas solo tratan de soliviantar a su público y conseguir su fidelidad en forma de votos, sin importarles si han obrado ateniéndose a la verdad. Porque el fin justifica los medios. Hay expresiones que, empleadas torticeramente, pierden su sentido e incluso su credibilidad: definir de golpe de estado una moción de censura, de terrorismo una manifestación o protesta multitudinaria, se sale de lo aceptable. Incluso el término democracia huele mal en boca de quienes lo emplean a su antojo y conveniencia. Si extrapoláramos estos calificativos desmesurados al ámbito de nuestra vida ordinaria, ello resultaría en afirmaciones grotescas. Un hijo que no atiende a los consejos y advertencias de sus padres podría ser acusado de rebelión; una acalorada discusión entre partidarios de equipos de futbol rivales, de incitación al odio; unas palabras obscenas, de herejía, como en plena edad media. Y así un largo etcétera.

Pero volvamos al léxico y al lenguaje en general. Deberíamos ir con cautela y tiento a la hora de emplear las palabras, utilizándolas con propiedad porque estas se pueden volver en nuestra contra. Tanto en el lenguaje escrito como en el oral pueden hacernos un gran o un flaco favor. En las palabras puede residir la clave del éxito o del fracaso, del reconocimiento o del desdén, de la verdad o de la mentira. Como dijo Mahatma Gandhi: “somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras”.



viernes, 12 de octubre de 2018

Nuestro pan de cada día



Hace tiempo que quería tratar este tema, no del pan, pero casi: el de las pensiones de jubilación. Como jubilado que soy, el tema me toca muy de cerca, por lo que no resulta extraño que algunas declaraciones que se oyen o publican en los medios de comunicación me solivianten, por ridículas, absurdas, e incluso miserables.

Aunque parece que el tema va por buen camino ─por lo menos hay interés en hallar una salida mínimamente satisfactoria─, no dejan de oírse voces que, por muy calificados que sean sus protagonistas, no dejan de resultarme odiosas y un insulto a la inteligencia.

No soy economista y las matemáticas siempre se me han atragantado, pero mi sentido común me dice que los argumentos que esgrimen los que sí saben de Ciencias Exactas, son, cuando menos, meras especulaciones y falacias. Aun así, han sido tantos los expertos que contradicen mi pobre sentido común que al final me han hecho dudar de mi cordura. Cuando alguien a quien consideras un experto repite machaconamente un argumento, por descabellado que te parezca al principio, acabas asimilándolo como normal. Del mismo modo que cuando algo se hace siempre de la misma forma, uno acaba creyendo que no hay otra mejor.

No sé si se trata solo de un ejemplo sobre lo que acabo de afirmar o de un hecho cierto, pero la historia que me contaron en un curso se refiere a una empresa que acababa de ser absorbida por otra y el nuevo director de recursos humanos se paseaba por las oficinas observando cómo trabajada el personal. En estas se detuvo ante un empleado y le preguntó por qué hacía lo que hacía de ese modo, a lo que el interpelado le respondió “porque siempre se ha hecho así”.

El mismo planteamiento lo podemos aplicar al sistema actual de pensiones. Todo el mundo considera que es inviable. Y tienen razón. Pero lo que antes era viable puede no serlo cuando las condiciones cambian radicalmente, como es el caso. Mientras la población activa superaba con creces al número de pensionistas, las cotizaciones de los trabajadores cubrían de sobra la cuantía a invertir en las futuras pensiones. Si, además, tenemos en cuenta la precariedad de muchas de ellas, los números salían perfectamente. Tanto era así que la llamada “hucha de las pensiones” llegó hasta hace bien poco a tener un superávit de 60 mil millones de euros. No voy a tratar el tema de dónde ha ido a parar todo ese dinero, cómo y por qué se ha pasado de ese excedente a la actual situación de quiebra, porque no tendría palabras ni calificativos suficientes. El objeto de esta entrada está en juzgar las afirmaciones de muchos entendidos en la materia que justifican la insostenibilidad de las pensiones, llegando incluso a proponer, no ya la prolongación de la vida laborar hasta más allá de los 70 años, sino la reducción de las mismas. En otras palabras, lo que proponen esos sesudos estudiosos, algunos reconocidos catedráticos en economía, es trabajar más años y cobrar una menor jubilación.

Cuando en una tertulia sobre este tema tan delicado, que afecta a más de 9 millones de españoles, personas de gran predicamento, como el profesor de economía de la Universidad de Barcelona, el doctor Gonzalo Bernardos, o el actual director de La Vanguardia (periódico catalán de marcado cariz conservador y monárquico), Marius Carol, hacen declaraciones de este tipo sin sonrojarse (ellos podrán seguir trabajando hasta los setenta y con su salario podrán gozar de una jubilación dorada, sin preocupaciones económicas), me sublevo hasta tal punto que me entran ganas de afiliarme a un partido de extrema izquierda. El señor Carol me irritó especialmente cuando tuvo, hace tan solo unos días, la desfachatez de comentar que, dada la situación a la que hemos llegado, él mismo no sabía si llegado el momento de su jubilación (tiene actualmente 64 años) podría cobrar la pensión. ¡¿Qué se habrán creído esos descarados capitalistas neoliberales?! Algún día propondrán que se eliminen los subsidios públicos de todo tipo y que cada ciudadano se pague un seguro, como en los EEUU. Afirman, sin ningún rubor, que no hay dinero, y cuando se insinúa que habría que incrementar los impuestos a las grandes fortunas o a la Banca (esa que todos hemos contribuido a salvar), ponen el grito en el cielo como si ello fuera una herejía. ¿Dónde ha ido a parar el dinero defraudado durante años y años en nuestro país? ¿Cuánto ha costado una de las redes de ferrocarril de alta velocidad más grande del mundo, la construcción de aeropuertos inútiles, de autopistas por las que no pasa casi nadie, de submarinos que no flotan y luego no caben en el puerto? Pero no quiero seguir por ahí porque parecería este un panfleto antisistema y no pretendo politizar esta entrada ni este blog. Solo quiero dejar constancia de que, por mucha inteligencia que derrochen esas mentes privilegiadas, con tales argumentos solo demuestran lo que aquel empleado quiso decirle al director de recursos humanos: que las cosas son como son y no pueden cambiarse.

Llegado a este punto debo decir lo que afirmaba al principio, que por fin alguien ha tenido la valentía o la iniciativa necesaria para enfocar la solución del problema de la sostenibilidad de las pensiones hacia la buena (y única, por el momento) solución. Si no se puede seguir pagando las pensiones con el dinero recaudado por el actual sistema, hay que cambiar el sistema. ¿Cómo hacerlo? Para esto están los verdaderos expertos, para hallar soluciones y no para refugiarse en falacias que solo pretenden hacer creer a los pensionistas que no hay salida a su situación. Afortunadamente, los políticos, burócratas, tecnócratas y manipuladores de este país reacios a aplicar un cambio radical al sistema se han visto desbordados por la simple pero poderosa resistencia de miles y miles de pensionistas que no han dudado en salir a la calle para reclamar sus derechos legítimos y los de las futuras generaciones. No solo exigen una actualización de sus pensiones en base al IPC, sino unas pensiones dignas y sostenibles.

A los que siguen insistiendo en que ello no es factible, les preguntaría: ¿Con qué dinero se financia el ejército? ¿Con qué dinero se financian las obras públicas? ¿Y la educación? ¿Y la sanidad? Cuando en una familia los ingresos se ven mermados, se afronta esa reducción recortando los gastos más prescindibles. Es cuestión de repartir lo que se tiene de la forma más eficiente posible. Si los gastos para mantener nuestro país en marcha salen de los presupuestos generales del Estado, ¿por qué no utilizar esos presupuestos para financiar las pensiones? Los “sabios” dicen ahora ─por fin─ que para que ello sea factible habrá que subir los impuestos y eso aterra a la gran mayoría de ciudadanos. Quizá juegan con ese temor generalizado para que volvamos a cerrar la boca y nos quedemos como estamos. Pero la historia más o menos reciente ha demostrado que, cuando ha interesado, no le ha temblado el pulso al gobernante de turno para gravar el precio del tabaco, del alcohol, de la gasolina, para recaudar más. Como soy un perfecto ignorante en economía, no sé si hay que partir de impuestos directos o indirectos, me da exactamente igual. Si un padre tiene que dar de comer a sus hijos, sale a la calle a conseguirles comida como sea. No les comprará zapatos nuevos, golosinas ni juguetes, pero la comida que no les falte, aunque tenga que mendigar. Así que adelante con el pacto de Toledo o el que sea, y que el Fondo Monetario Internacional (FMI), que ha metido baza en el asunto advirtiendo de los peligros de esa política económica justa y necesaria sobre las pensiones, procure dar ejemplo de austeridad con una moderación salarial de sus directivos, empezando por su directora general, Christine Lagarde, que, a sus 62 años, gana casi medio millón de euros anuales y tuvo la desfachatez de decir públicamente que los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global, por lo que había que tomar medidas urgentes. Prefiero no saber en qué medidas estaba pensando y me pregunto si ella se incluía en el paquete.

Mientras no se llegue a un acuerdo definitivo, tendremos que seguir oyendo y soportando invectivas, para mí infundadas, contra el mantenimiento de las pensiones y la mejora del poder adquisitivo de los jubilados. Seguirá siendo este, pues, nuestro pan de cada día.



lunes, 1 de octubre de 2018

A vuelta con las farmacéuticas (2ª Parte)



Tal como había anunciado en mi entrada anterior, hoy vuelvo con un tema tanto o más controvertido que también ha sido puesto repetidamente de manifiesto como un pecado más de las farmacéuticas: el precio de los medicamentos.

Intentaré ─espero que con acierto─, exponer este asunto de la forma más didáctica posible, esperando ─dudo que con éxito─, no parecer el abogado defensor de una industria cuya misión es fabricar y comercializar medicamentos que sean eficaces, pero también rentables.

Para abordar este tema, debo retrotraerme a mediados de los años setenta, cuando tomé contacto profesional con la industria farmacéutica.

Por aquel entonces la fijación del precio de los medicamentos en nuestro país seguía el sistema ancestral del regateo, como en cualquier mercado ambulante. El laboratorio pedía un precio (previo estudio de rentabilidad) y el organismo responsable, dependiente del Ministerio de Sanidad, lo fijaba automáticamente a la baja, ante lo cual el laboratorio presentaba una contraoferta, y así sucesivamente hasta llegar a un acuerdo. A veces el asunto se zanjaba en cuestión de minutos, otras de días o semanas. Cada parte “barría para casa”, pero casi siempre se alcanzaba una entente cordiale y todos tan contentos. Era la época dorada de los laboratorios farmacéuticos en España. El amiguismo estaba al orden del día y las empresas nacionales tenían un trato de favor, siendo objeto de un proteccionismo descarado por parte de la Administración. Los laboratorios extranjeros no tuvieron más remedio que entrar en el juego, buscando alianzas locales, a medida que crecían en importancia y creaban puestos de trabajo. En otras palabras, el precio de los medicamentos tenía un componente político-social.

Pero tal sistema de fijación de precios era claramente arbitrario, de modo que, con la incorporación de España en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1985, las autoridades españolas se vieron obligadas a adaptar la legislación española (en esta y otras muchas áreas) a la Comunitaria. Esta “armonización” duró muchos años, pues se estipularon distintos calendarios según la materia a normalizar. En el ámbito farmacéutico, los grandes cambios tuvieron lugar en tres frentes: la patente farmacéutica (hasta entonces los medicamentos no eran patentables), dando lugar a la Ley de Patentes de 1986, los estándares de calidad, seguridad y eficacia de los medicamentos, que empezaron a implementarse casi de inmediato y que posteriormente quedarían plasmados en la Ley del Medicamento de 1990; y el sistema de fijación de precios de los medicamentos, que se reguló gracias a la llamada Directiva de transparencia de precios de 1989.

De estas tres áreas de actuación, las única que no resultó conflictiva fue la segunda. Con la ley de patentes se acababa con la vida fácil de la gran mayoría de laboratorios nacionales, que en lugar de invertir en investigación y desarrollo (I+D) se dedicaban a copiar impune pero legalmente los medicamentos que los laboratorios innovadores (extranjeros en casi su totalidad) desarrollaban. Eran los llamados laboratorios “piratas”. Al no existir una protección de patente para los medicamentos, cualquiera podía “fusilar” el invento ajeno. Para los fármacos lo único que existía era la patente de procedimiento, no de producto. ¿Qué significaba esto? Que solo quedaba protegido de ser copiado el procedimiento por el cual se sintetizaba una molécula. Mientras se utilizase otra vía de síntesis se podía utilizar y comercializar la molécula que había “inventado” otro laboratorio. De este modo, los laboratorios “pirata” solo debían tener en su plantilla a un buen experto que supiera hallar una vía alternativa de síntesis. Ante ello, los laboratorios innovadores protegían sus productos desarrollando y patentando tantos procedimientos como fuera posible. Pero ¿cómo se sabía si un laboratorio “pirata” utilizaba o no la misma vía de síntesis que el laboratorio investigador? Era la palabra del supuestamente copiado frente a la del presunto copiador y en caso de disputa se aplicaba lo que se conoce como “la carga de la prueba”, es decir el afectado por la copia debía probar que el presunto copiador le copiaba, algo a todas luces imposible. Hasta que no se logró aplicar “la inversión de la carga de la prueba”, obligando al presunto copiador a demostrar que usaba una vía alternativa y distinta, no se acabó con esta práctica.

De todos modos, el gran cambio no se produjo hasta octubre de 1992, cuando venció la moratoria de 6 años que el estado español logró incorporar en la Ley española de patentes para la entrada en vigor de la patente de producto (del medicamento en sí, fuera cual fuere el procedimiento por el que se había obtenido). Esa moratoria tenía por objeto dar tiempo a los laboratorios nacionales a buscarse la vida invirtiendo en I+D o logrando alianzas (licencias) con los laboratorios innovadores. De ese modo, muchos laboratorios pudieron subsistir comercializando sus propios medicamentos o los de otros laboratorios (con una marca distinta) gracias a un contrato de cesión de licencia.

Pero ¿por qué un medicamento, algo tan importante para la salud, tiene que estar patentado? Algo así no puede estar en manos de un solo propietario, pues se crearía un monopolio, diréis. Antes que nada, hay que aclarar que para que algo sea patentable tiene que demostrar que es novedoso (no existe algo igual), útil, y viable (que pueda materializarse, que no sea fruto de una elucubración). En este último supuesto entraría el concepto de explotación de la patente, que significa que lo patentado tiene obligatoriamente que ser puesto a disposición de los posibles beneficiarios. De no ser así, podría haberse descubierto la panacea para curar una enfermedad incurable y que el descubridor nunca lo pusiera en el mercado, al abasto de la población. Sería, desde luego, algo maquiavélico, pero también podría acontecer que el inventor no tuviera finalmente medios para hacerlo. En tal caso la ley de patentes permite que un tercero obligue al descubridor a otorgarle forzosamente una licencia de explotación. Pero volviendo a la necesidad de una patente, es justo y necesario que quien ha invertido años y mucho dinero en desarrollar un producto original, este quede protegido de cualquier copia y que solo el descubridor (y/o quien él designe) pueda sacar provecho económico de su invención. Esta protección tiene, por cierto, una vigencia de 20 años desde el momento en que se solicita, que es cuando el laboratorio tiene indicios de la posible utilidad terapéutica de una sustancia, de modo que pueda llevar a cabo todos los estudios necesarios para corroborar esa hipótesis en exclusividad.

Veinte años pueden parecer muchos, pero en realidad este plazo queda reducido en la práctica a unos cinco. Toda la extensa batería de estudios para asegurar la calidad, seguridad y eficacia ─los tres pilares fundamentales de todo medicamento─, primero en animales y luego en humanos, puede consumir más de diez años, a los que hay que añadir el tiempo necesario para llevar a cabo los trámites para obtener la autorización de comercialización, consistentes en la evaluación de toda esa información por parte de las autoridades sanitarias y la posterior fijación del precio del medicamento y su posible financiación pública. En total pueden llegar a consumirse hasta 15 años; si fueran más, el periodo de protección real de la patente se ampliaría hasta un máximo de cinco años.

Una vez extinguida la exclusividad de comercialización que otorga la patente, pueden aparecer en el mercado los llamados medicamentos genéricos, que son aquellos que contienen la misma sustancia activa, a la misma dosis, que el originalmente desarrollado por el laboratorio investigador. Es decir, es una copia totalmente legal y perfectamente equiparable al medicamento que hasta entonces había estado protegido por una patente.

Teniendo en cuenta todo lo antedicho, ¿es realmente muy elevado el precio de los medicamentos en España? Me atrevería a afirmar que, salvo los de reciente lanzamiento ─y, por lo tanto, con patente vigente─, el precio de los medicamentos en nuestro país es más bien moderado, sobre todo si lo comparamos con el de los países de nuestro entorno, y va disminuyendo progresivamente a lo largo de los años. Ello es debido a la constante aparición de los genéricos, entre un 30% y un 50% más baratos que el medicamento original. Con la aparición de un nuevo genérico, el medicamento original debe reducir su precio al mismo nivel del de su genérico (precios de referencia fijados anualmente por Orden Ministerial). De no hacerlo así, el medicamento quedaría desfinanciado por la Seguridad Social.

¿Por qué los genéricos son tan baratos respecto al medicamento original? En los cinco años que le restan de exclusividad al medicamento original desde que sale al mercado, el laboratorio investigador tiene que recuperar la inversión realizada a lo largo de los aproximadamente diez años de su desarrollo, los costes indirectos de dicho desarrollo, obtener una rentabilidad suficiente para reinvertir en investigación, y compensar los gastos de promoción ─la publicidad dirigida a los profesionales sanitarios en revistas científicas─. Los laboratorios comercializadores de genéricos, en cambio, solo deben invertir en demostrar la calidad de su producto y su “bioequivalencia” (que es intercambiable con el medicamento original). La calidad, de hecho, la asegura el fabricante de la sustancia activa, que casi nunca es el propio laboratorio de genéricos sino el fabricante/suministrador de dicha sustancia, de quien el laboratorio adquiere esa información. La demostración de la equivalencia terapéutica solo requiere un pequeño estudio en dos grupos de voluntarios (unos veinte en total), uno al que se ha administrado el medicamento original y el otro el genérico. A este coste solo hay que añadirle el derivado de su fabricación, ya que los genéricos, al no representar ninguna novedad médica, no requieren de promoción activa, con informar al médico de que existen es más que suficiente.

Los medicamentos genéricos tienen, por lo tanto, un papel fundamental para contener el gasto, abaratando la factura farmacéutica. Con su aparición, la competencia se vuelve más feroz. Ya no son dos, tres o cuatro laboratorios los que pugnan por vender su medicamento (distintas sustancias para una misma dolencia), ahora son decenas los laboratorios que compiten entre sí para introducir sus respectivos genéricos, competencia a la que el paciente es, afortunadamente, ajeno.

Sería muy prolijo, aburrido y se sale de la intención de esta entrada describir las vicisitudes de las compañías de genéricos para sobrevivir a esta competencia que ellos mismos han provocado al reducir, año tras año, sus precios para ser más competitivos. Hay genéricos que tienen un precio inferior a dos euros. Personalmente, y sin ánimos alarmistas, me preocupa que por ganar cuota de mercado y ser competitivo se pueda llegar a poner en riesgo la calidad de un medicamento. Si tenemos en cuenta el coste del material de acondicionamiento (caja, envase interior y prospecto), los márgenes de la farmacia y del mayorista, y el coste de fabricación, ¿qué queda para la materia prima y, particularmente, para el principio activo? Una gran mayoría de laboratorios de genéricos obtiene actualmente las sustancias activas de mercados emergentes (India y China principalmente). En teoría, los estándares de calidad deben ser iguales en todo el mundo. Es cierto que la mano de obra en esos países es muchísimo más barata, pero el coste más alto sigue siendo el derivado del proceso de producción de la sustancia activa. Esta será tanto más cara cuanto más sofisticado sea el procedimiento de síntesis y cuanta más pureza (calidad) tenga. ¿Podemos asegurar que esa calidad se mantendrá inalterada a medida que las exigencias comerciales obliguen a rebajar su precio para que el medicamento del que forma parte sea cada vez más barato? Sé que con ello extiendo la sombra de la duda, pero no sería la primera vez que se descubre que una materia prima procedente de esos países lleva asociada alguna impureza o que no cumple con los estándares internacionales, por mucho que luego se afirme que no hay nada que temer.

Según datos publicados este pasado mes de septiembre por Statista, un portal de estadística, el precio medio de los medicamentos comercializados en España a través de las Oficinas de Farmacia en 2017, por grupos terapéuticos, van desde los 54,69 euros (antineoplásicos y agentes inmunomoduladores) y los 1,05 euros (soluciones hospitalarias), según la siguiente tabla:



 Si tenemos en cuenta que los medicamentos del primer y tercer grupo (antineoplásicos e inmunomoduladores, y los agentes de diagnóstico) y los del último grupo (soluciones hospitalarias) son, o bien de uso hospitalario o, en su gran mayoría, de aportación reducida (lo que paga el beneficiario de la Seguridad Social es solo un 10% del precio de venta al público, con una máximo de 4,26 euros), podemos ver que, salvo el grupo de Varios, que viene a ser un cajón de sastre, los precios oscilan entre los 13 y los 5 euros.

A ese precio debemos descontarle el porcentaje de financiación de la S.S. (entre el 60% y 90% según el medicamento), con lo cual esos valores quedarían aún más reducidos.

Ya solo me queda por reiterar que ─aunque sea este un consuelo relativo─ el precio medio de los medicamentos en nuestro país es un 16% inferior a la media europea, tal como se muestra en la siguiente figura (datos de 2015):



Ante ello, lo que yo suelo preguntarme (aunque este sería un tema para ser discutido en otra entrada) es por qué, salvo la población de pensionistas (la más frágil y sensible económicamente), mientras que el consumidor medio se queja de lo abultada que resulta su factura en farmacia, no le importa gastarse tres veces más en productos cosméticos que, en su gran mayoría, no sirven para nada. Pero ya se sabe: sarna con gusto...