miércoles, 25 de octubre de 2017

Weinstein, Cosby y otros tantos


Recientemente ha sido un famoso productor de Hollywood, Harvey Weinstein, pero hace algún tiempo fue el no menos famoso actor y showman de televisión, Bill Cosby, los que han saltado a la palestra por su conducta “inadecuada”, habiendo sido acusados de acoso, abusos sexuales e incluso de violación a actrices, jóvenes aspirantes a estrellas del cine y de la televisión norteamericana.

Nunca había oído hablar de ese productor cinematográfico, pero conozco muy bien al actor de color, quien, en un famoso show televisivo que llevaba su mismo nombre, representaba a un ejemplar y encantador padre de familia.

Ambos casos me han producido asombro, pero en el caso de Mr. Cosby consternación, al igual que cuando un pederasta resulta ser un monitor que tenía bajo su responsabilidad a niños a los que debía cuidar y proteger. Simplemente, el actor representaba un papel muy alejado a la cruda realidad. Pero mi asombro ─ingenuo de mí─ no solo se debe a que hechos de esta índole sigan ocurriendo en un país, como los Estados Unidos de América, donde parece que las mujeres tengan más poder y sean más respetadas que en otras latitudes, sino por el hecho de que esa conducta delictiva fuera conocida o sospechada por personas del ambiente artístico e incluso por compañeros de trabajo. Algunos han indicado que era un secreto a voces. Si era así, ¿por qué nadie alzó la voz para acusar al abusador y evitar que reincidiera?

En el caso de Weinstein, el escándalo ha salido a la luz por boca de Zelda Perkins, una antigua asistente a quien el productor había pagado una generosa suma de dinero para que mantuviera la boca cerrada sobre el acoso al que fue sometida en más de una ocasión, acuerdo al que ella, por lo visto, accedió. Otras actrices, hoy famosas, entre ellas Lupita Nyong’o (que saltó a la fama con la película “12 años de esclavitud”), Gwyneth Paltrow y Angelina Jolie, han admitido haber sido también objeto de acoso y/o proposiciones deshonestas. Otras han declarado que también aceptaron un acuerdo de confidencialidad por parte del acosador Weinstein, para que no revelaran públicamente su improcedente actitud, acuerdo al que accedieron por consejo de un bufete de abogados.

Ahora son muchas las voces, en el entorno de Hollywood, que critican y abominan de la conducta del famoso productor. Matt Damon y Quentin Tarantino incluso han admitido que sabían que era un acosador. ¿Cuántos más lo sabían y callaron? ¿Cuántas actrices famosas se sumarán ahora a la lista de acusadoras, pero callaron en su momento? ¿Cuántos otros acosadores sexuales saldrán a la luz? La actriz Emma Thompson afirma que eso es solo la punta del iceberg. ¿Cómo es posible que hoy en día ocurran estas cosas y se sigan ocultando? ¿Por temor a represalias? ¿Por interés?

Lo que seguramente nunca sabremos es cuántas actrices principiantes accedieron en su momento y siguen accediendo a este tipo de proposiciones a cambio de un papel en una obra de teatro o en una película.


Y yo me pregunto: ¿Qué estaríamos dispuestos a hacer para llegar a ser famosos?


miércoles, 11 de octubre de 2017

La sinrazón del corporativismo



Se habla de “corporativismo” cuando un grupo o sector profesional actúa, a ultranza, en defensa de la solidaridad interna y de los intereses de sus miembros.

Por fortuna, este comportamiento corporativista ha ido menguando. Hemos visto casos en que la mala praxis de un médico ha sido denunciada sin tapujos por sus colegas y por el mismo Colegio Oficial de Médicos, algo no solo ético sino necesario, pues no se puede permitir que la conducta inadecuada de un elemento ponga en entredicho la profesionalidad y el buen hacer de un colectivo.

Pero donde algo hubo, algo queda (como con la hermosura) y me atrevo a decir que todavía hay colectivos en los que se practica el encubrimiento mutuo.

A mi juicio este corporativismo sigue más vigente que nunca en la clase política, aunque con unos tintes y manifestaciones especiales. Porque, salvo contadas excepciones, la actitud mayoritaria es la de cerrar filas y defender a ultranza el mal comportamiento del correligionario, a menos que quede meridianamente clara y probada su culpabilidad. Entonces, la situación se invierte, defenestrando al culpable para deshacerse de un lastre, un peso muerto, que daña la imagen del partido. Todos se apresuran a desmarcarse del hecho juzgado y sentenciado, y del apestado en que se ha convertido el garbanzo negro de la familia, olvidándose de las antiguas correrías conjuntas.

Pero iré más allá de este comportamiento de autodefensa y me referiré a la obediencia de partido, a la falta de discrepancia dentro de un grupo político, a la prohibición generalizada de practicar la objeción de conciencia, impidiendo con ello ejercer el dominio de la razón, la libertad de pensamiento y de expresión.

Si bien es lógico que un afiliado a un partido “comulgue” con la ideología y el programa político del mismo y que la cúpula de dicho partido tenga un pensamiento homogéneo, un mismo enfoque frente a los problemas sociales y una actitud común ante lo que consideran el ejercicio de su deber, también es perfectamente normal que exista alguna discrepancia, incluso significativa, en torno a un tema en concreto. ¿Todos los miembros de un partido conservador tienen que estar, por ejemplo, en contra del aborto?

¿Y a qué se debe que todos los miembros relevantes (los que se manifiestan en público) de un partido usen el mismo lenguaje, las mismas consignas, palabras y ejemplos? ¿Acaso, en aras de ese corporativismo u obediencia, se aprenden la lección de memoria sin pensar en si lo que dicen se ajusta a la realidad? Pero ¿qué es realidad o verdad en política?

Pero todavía iré más lejos, adonde realmente quería llegar, pues todo lo anterior era para hacer boca, un aperitivo. Y como suele ocurrir en los banquetes, el aperitivo es mucho más abundante que el plato principal.

Y el plato principal al que quería llegar es al seguidismo que practican muchos ciudadanos y ciudadanas.

Porque alguien haya votado a un determinado partido, ¿tiene que secundar forzosamente todo lo que sus portavoces dicten y acuerden? Por muy afín que sea a su ideario político, ¿acaso no puede discrepar jamás y tener su propia opinión, aunque se desvíe de la del “consorcio”? ¿Dónde está la objetividad, si es que existe? ¿Todos a una, como Fuenteovejuna?

Usando un ejemplo deportivo, ¿por qué todos los seguidores de un equipo de futbol niegan unánimemente que uno de sus jugadores estuviera fuera de juego cuando marcó un gol y lo siguen manteniendo incluso después de ver las imágenes por televisión? ¿Y por qué el árbitro siempre favorece al equipo contrario cuando el nuestro pierde, pero nunca al revés? Si en algo tan banal como es un juego existen unas conductas tan parciales y gregarias, qué no sucederá cuando se trata de asuntos más espinosos y controvertidos.

Haciendo un ejercicio de ingenuidad, pienso que se puede estar perfectamente en desacuerdo con la opinión de tus “correligionarios”. Pero parece que eso no es así en la realidad. Al menos no en política. Hay quien considera que una crítica a “su partido”, es un ataque personal. Y, siguiendo esta premisa de fidelidad a rajatabla, esos mismos "jueces" interpretan que cuando uno valora positivamente unas declaraciones o una iniciativa de un determinado dirigente, ello forzosamente indica que pertenece o simpatiza con el partido que aquel representa. ¿Acaso en política no puede existir la objetividad? ¿Os habéis fijado como en el Congreso de Diputados o en cualquier Parlamento una intervención, por muy acertada y digna de encomio que sea, solo es aplaudida por la bancada del partido del orador? Si se expone algo justo y ecuánime, ¿por qué no es aplaudido por todos los diputados, independientemente de su afiliación? Pues porque tal actitud se interpretaría como darle la razón al enemigo, una traición imperdonable a su partido. Quizá esa sea la tónica general o la regla no escrita. Yo mismo, por mostrar mi desacuerdo en una red social con el partido del Gobierno, he sido etiquetado en más de una ocasión de “podemita” y con ello no quiero decir que sea algo insultante, faltaría más. Simplemente quiero significar con qué facilidad se hacen conjeturas y se etiqueta a la gente por sus palabras.

Todavía hay quien clasifica a la gente en dos grupos: buenos y malos; amigos y enemigos. Son los mismos que practican el “estás conmigo o contra mí”. No hay un abanico de colores; para ellos solo hay blanco y negro.


Al parecer, la inteligencia, la sensatez y la ecuanimidad no siempre van de la mano. Para mí, cerrar filas en torno a un único argumento y partido político, haciendo oídos sordos a cualquier otra alternativa, es una forma de corporativismo muy negativa. Incluso diría que es una sinrazón.

O quizá resulta que soy un anti-sistema sin saberlo.