jueves, 30 de octubre de 2014

Nuevas visitas a viejos lugares


A todos nos ha ocurrido alguna vez que un lugar que hemos visitado nos ha impactado de tal modo que nos marchamos con el deseo de volver algún día. Si el lugar, además, ha sido el escenario de una experiencia personal que ha dejado huella, entonces tendemos a idealizarlo y dotarlo de un protagonismo especial que intensifica dicho deseo.

Mencioné tiempo atrás lo que, en mi opinión, la nostalgia puede hacer a nuestra mente y a nuestra alma (distinguiendo lo puramente psicológico, propio del autómata que hay en nosotros, de lo anímico, de la parte más sensible de nuestro yo). La nostalgia desmesurada puede ser peligrosa, especialmente cuando deviene tan obsesiva que nos retrotrae una y otra vez al pasado, a una etapa o momento de nuestra vida en que fuimos felices, magnificando los hechos y su trascendencia, impidiéndonos vivir y disfrutar plenamente del presente.

Si todo, o casi todo, lo acontecido en nuestra vida ha jugado un papel primordial para que ésta haya fluido en la dirección en que lo ha hecho, es lógico que valoremos y estimemos todas y cada uno de las vivencias positivas que han formado parte de nuestro bagaje vital y queramos reencontrarnos con ellas de uno u otro modo. Uno de esos reencuentros podría ser, por ejemplo, con personas y lugares de los que conservamos un recuerdo especial.

En mi caso, volver a lugares que me traen muy buenos recuerdos de la adolescencia y juventud, me han producido, en más de una ocasión, sentimientos contradictorios y quizá sea debido a esa idealización en la que incurrí cuando veía las cosas desde otro prisma y con otra intensidad. ¿Quién no recuerda su primer amor, a esa persona maravillosa de la que nos enamoramos perdidamente, como algo excepcional, poseedora de todas las cualidades y virtudes, la perfección personificada? ¿Tendríamos la misma percepción si nos encontráramos con ella de nuevo al cabo de veinte años?

Lo mismo me ocurre cuando vuelvo a un lugar en el que viví, siendo joven, una experiencia que, por su singularidad, ha permanecido imborrable en mi mente. No sé si la culpa de que ahora me resulte mucho menos emocionante la tiene mi corazón, que ha envejecido y se ha vuelto menos sensible, mis ojos, que ya no ven las cosas con el mismo brillo, o el ambiente, que se ha transformado con el paso de los años para vulgarizar aquello que tan hermoso me pareció.

Donde antaño había aquella pensión, familiar y entrañable, en esa calle tranquila, en cuya acera, por las noches, salíamos a tomar el fresco y a charlar bajo las estrellas, ahora hay un moderno y bullicioso hotel rodeado de tiendas, bares y supermercados que no cierran hasta las 22:00 horas y cuya contaminación lumínica ya no deja vez ese cielo tan estrellado.

Donde antes había, cerca del río, esa casa de campo que hacía las veces de merendero para los veraneantes y donde todas las tardes, resguardados del calor bajo una parra, degustábamos los embutidos de la zona acompañados de pan con tomate, deferencia de los dueños a sus clientes catalanes, ahora la ampliación de la carretera nacional ha barrido todo signo de su existencia.

Donde recordabas haber disfrutado de largos paseos por ese frondoso hayedo, que bordeaba la carretera de acceso al pueblo, ahora solo hay casas adosadas y, tras ellas, un polideportivo y un “pipi-can” pues los perros ya no pueden correr libres por el campo sino en recintos cerrados para ellos.

Donde había un prado floreciente de amapolas silvestres, ahora hay un aparcamiento de pago al aire libre, sembrado, aquí y allá, de latas de refrescos y desperdicios varios junto a una papelera desbordada de residuos.

Estos y muchos otros cambios, producto de una modernidad y un desarrollo mal entendidos, son los que te abofetean, devolviéndote a una realidad muy alejada de la de tus recuerdos, provocándote un suspiro de melancolía y resignación y tentándote a pensar en algo de lo que siempre abominaste: cualquier tiempo pasado fue mejor.

No creo en la veracidad absoluta de esta frase que Jorge Manrique  plasmó en “Coplas por la muerte de su padre”, y que se ha hecho muy popular con alguna que otra variante, pero sí creo que deberíamos respetar lo bueno y mejorar lo malo de tiempos pasados. Pero ello, claro está, es muy subjetivo. ¿Qué fue bueno? ¿Qué fue malo? Y aun más, ¿qué se entiende por progreso? Para mí, el concepto de progreso se basa en hacer que el estilo y calidad de vida vayan parejos y concilie los adelantos de todo tipo con el respeto a las personas, al medio ambiente, al paisaje, en evitar que las nuevas edificaciones afeen el entorno y contrasten grotescamente con el tipismo local y monumentos históricos, en preservar y restaurar la belleza natural del lugar y la estética original evitando la degradación producida por un urbanismo caótico que solo busca rentabilidad económica y la explotación incontrolada de los recursos naturales. El progreso y la vida en armonía con la naturaleza no tienen porqué estar reñidos; el progreso no solo debe ser tecnológico sino humanístico, conservando lo que, durante muchas generaciones, ha formado parte sustancial de un pueblo, de una gente y de un lugar.

Sin embargo, han sido muchas las veces que, visitando de nuevo lugares de gratos recuerdos, la satisfacción de reencontrarme con un pasado feliz se ha visto enturbiada por la ausencia de unas señales de identidad consustanciales con dichos recuerdos, que han dejado de existir, que han desaparecido porque nadie las ha considerado importantes y que ya son irrecuperables. Para los habitantes del lugar, que han vivido esa transformación paulatinamente, sin estridencias, esa ausencia quizá no sea tan evidente pero para el foráneo nostálgico como yo constituye una gran distorsión de lo que fue tan real tiempo atrás. A veces pienso que más vale evitar las nuevas visitas a viejos lugares.
 

Fotografía: Parte nueva de Ainsa (Huesca); Avenida Sobrarbe o carretera A138
 

miércoles, 15 de octubre de 2014

En todas partes cuecen habas y sálvese quien pueda


Hasta que no empecé a viajar al extranjero con cierta asiduidad, tenía la firme convicción, porque así la experiencia me lo confirmaba, que en España los retrasos en los medios de transporte, la lentitud y la conducta negligente en el servicio al público eran un distintivo exclusivo de nuestro país con aires tercermundistas. Cuántas veces no sentí vergüenza al oír a un ciudadano extranjero quejarse de todo aquello que no fueran las tres eses de la, entonces, marca España: Sun, Sex and Sangría (sol, sexo y ya saben ustedes lo que es la sangría).

Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que esos países supuestamente perfectos, de donde procedían esas voces críticas, no lo eran tanto. Serían mejores en muchas cosas pero, aun así, estaban muy alejados del tópico y creencias populares. Me di cuenta también que muchas veces, la desinformación y los prejuicios hacia un país como el nuestro que, merecidamente o no, se había ganado una cierta impopularidad, distorsionaba la realidad y exageraba ciertos estereotipos, como cuando me preguntaban dónde y durante cuánto tiempo hacía la siesta en el trabajo.

Me di cuenta, asimismo, que esas voces críticas hacia algunas costumbres y defectos de casa ajena no lo eran o no lo eran tanto en casa propia. Así, mientras que nuestros visitantes escupían sapos y culebras ante un (inaceptable, desde luego) retraso de un vuelo de Iberia, por ejemplo, estos mismos ciudadanos permanecían impasibles en la sala de embarque de un vuelo retrasado de SAS en Copenhage, de KLM en Amsterdam o de SABENA en Bruselas, sin pedir explicación alguna, demostrando así, supongo yo, su forma civilizada de comportarse y su serena convicción de que si había un problema, aunque nadie se hubiera dignado a informarles del mismo, es que éste era inevitable y justificado.

En campo contrario, no solo he tenido que sufrir retrasos sino muchos otros inconvenientes tanto por falta de diligencia como de corrección, como la pérdida del equipaje en varias ocasiones, el trato desdeñoso de los representantes de la Compañía aérea que debía resarcirme por la pérdida de un vuelo, la conducta displicente de los agentes de seguridad del aeropuerto de Amsterdam que me retuvieron innecesariamente, solo por verme correr, haciéndome perder el vuelo, que evitaba perder, a Barcelona, o el comportamiento arrogante de los agentes de inmigración de Toronto cuando tuve que presentarme en la zona de llegadas del aeropuerto para recoger mi maleta extraviada porque no me podían garantizar el tiempo de entrega en el hotel donde me hospedaba, entre otros muchas despropósitos que he tenido que soportar.

Estas experiencias tuvieron lugar hace un puñado de años y podría pensarse que este tipo de negligencias ya no ocurren en la actualidad. Craso error. Mi reciente visita a Bélgica así lo ha confirmado.

Solo llegar a ese país amigo, sede de la mayoría de las instituciones europeas, la empleada de los ferrocarriles, a quien compramos el billete, nos indicó un trayecto para ir del aeropuerto de Bruselas a Brujas más largo del que amigos y la guía turística consultada nos habían recomendado y, lo que es peor, nos señaló la vía equivocada, por lo que por poco perdernos nuestro tren. A eso hay que añadirle el retraso de más de veinte minutos que sufrió el siguiente tren de enlace que nos debía llevar hasta nuestro destino. Por no hablar de la extrema lentitud con la que nos sirvieron en varios restaurantes, mediando más de media hora entre el primer y el segundo plato, el error al servirnos un plato que no era el que habíamos pedido (y no por un malentendido lingüístico) e incluso la poca simpatía con que fuimos generalmente tratados, especialmente en el norte del país. ¿Mala suerte? Posiblemente. ¿Mala conducta? Seguramente. Sea como sea, demasiados inconvenientes para solo cuatro días de estancia.

Pero si los fallos humanos me desagradan por la repercusión negativa sobre la comodidad personal y la calidad de un servicio por el que has pagado una cantidad nada despreciable, más me irrita el comportamiento egoísta o poco generoso de quienes deberían, o crees que deberían, ayudarte.

A mi edad, ya estoy bastante escarmentado y suelo fiarme poco de los demás, así que tiendo a espabilarme por mi cuenta, costándome mucho dejar en manos ajenas lo que quiero que salga bien y puedo hacer yo mismo (reconozco que es una lacra derivada de mi perfeccionismo enfermizo, que en el ámbito profesional me ha creado algún que otro inconveniente por no saber delegar lo suficiente). Pero a veces no hay más remedio que recurrir a la ayuda externa y es cuando uno comprueba la poca fiabilidad de quienes suelen preconizar que la unión hace la fuerza.

Mi primera experiencia en este campo fue a mis doce años, siendo Boy Scout, en donde el equipo y el compañerismo son algo sagrado. Por la edad a la que me remito, no puedo juzgar duramente el caso al que me referiré pero esta anécdota, ahora lejana y casi graciosa, no deja de ser un paradigma de lo que significa no pensar en los demás, en quienes dependen de ti. El segundo ejemplo, mucho más cercano en el tiempo, es menos anecdótico y más significativo por venir de personas adultas y supuestamente educadas. Pero vayamos por partes.

La experiencia juvenil tuvo lugar unas semanas después de la riada en el Vallés Occidental, en septiembre de 1962, y que causó casi un millar de víctimas en esa comarca y alrededores. La agrupación de Boy Scouts de mi colegio organizó una salida a Sant Miquel del Fai, en el Vallés Oriental, donde exploramos unas cuevas que, a pesar de que la recientes inundaciones no habían afectado tanto esa zona, resultó que se hallaban anegadas de agua. Para mayor desgracia, yo me había olvidado la linterna en casa, por lo que tuve que servirme de la luz emitida por la de uno de mis compañeros del que no me separaba ni un momento. Cuando estábamos en lo más recóndito de la cueva, se oyeron voces de alarma y el grito lastimero de uno de los componentes de otra patrulla quien, según supimos más tarde, se había hecho una brecha en la cabeza al topar con una estalactita. Ante el vocerío que se organizó en la cueva (parecían mil voces gritando al unísono), mi grupo en pleno corrió hacia la salida dejándome solo, a oscuras y totalmente perdido en el interior de la gruta, por lo que tuve que apañármelas como pude, topando contra paredes y rocas que se interponían en mi torpe camino hacia una exigua claridad que indicaba la salida, cayendo dentro de una gran bolsa de agua, por suerte poco profunda, que me empapó de la cabeza a los pies (las botas chirucas tardaron días en secarse) y sin que nadie se disculpara por haberme abandonado. Así pues, ante una situación inesperada y un temor a lo desconocido, todos se dieron a la fuga sin pensar que con su conducta irreflexiva me dejaban tirado y en peligro.

La experiencia, digamos adulta, tuvo lugar muchísimos años después cuando, trabajando para una empresa norteamericana, me hallaba en la terminal del aeropuerto del Prat esperando la salida del vuelo que me llevaría al aeropuerto británico de Heathrow, donde debía tomar otro vuelo hasta San Francisco. El primer vuelo era operado por Iberia y el segundo por British Airways. Tan pronto como nos anunciaron que el vuelo de Iberia llevaba un retaso de unas dos horas, se formó un remolino que viajeros, inquietos y quejumbrosos, de entre los cuales sobresalió un norteamericano que, como yo y algunos pasajeros más, debíamos tomar el mismo vuelo de enlace hasta San Francisco.

En unos minutos, el yanqui se erigió en líder de una revuelta, congregando al grupo de pasajeros que, como él, perderíamos nuestro vuelo de conexión a San Francisco. Como, lógicamente, sus protestas no consiguieron que la compañía, o quien fuera el responsable del retraso, solventara la demora que irremediablemente nos condenaba a perder nuestro enlace, optó por azuzar al grupo de afectados con un repetitivo e incansable stick together, stick together, indicando así la necesidad imperiosa de hacer piña ante esa eventualidad y no separarnos bajo ningún concepto pues insistía, en buena lógica, en que al llegar a Heathrow sería mucho más fácil que nos reubicaran en otro vuelo cuantos más fuéramos los reclamantes.

Yo, confiando en esa posibilidad (por aquel entonces todavía no había perdido mi virginidad ingenua), me tranquilicé pensando que un líder como aquel encabezaría la marcha de afectados hacia el mostrador de la British Airways y que, de un modo u otro, volaríamos a San Francisco sin tener que perder veinticuatro horas y pasar la noche en algún hotel londinense. Pero sólo llegar a Healthrow y abrirse las puertas del avión, una desbandada humana se precipitó hacia la terminal y con un mudo sálvese quien pueda todos, empezando por el norteamericano que lideró la revuelta, desaparecieron en un santiamén y yo, situado en las últimas filas, por mucho que corrí, me quedé sólo ante el peligro y, al cabo de unas horas, en una habitación de un hotel de la periferia del aeropuerto.

Niños o adultos niños, egoístas o irreflexivos, qué más da; el caso es que, en estas dos historias, todos obraron de forma similar, unos involuntaria e inconscientemente, como niños que eran, y otros interesada y deliberadamente, solo pensando en su provecho, lo que les hace especialmente perversos.

Así pues, creo que el comportamiento egoísta, incívico, negligente o irresponsable, es decir el mal comportamiento, no entiende de edades, de épocas ni de fronteras. En todas partes, ante un problema que afecta a un colectivo reducido, en lugar de “la unión hace la fuerza” se aplica el “sálvese quien pueda”, porque, de hecho, “en todas partes cuecen habas”.