lunes, 25 de mayo de 2015

Pago yo



Al célebre guitarrista Eric Clapton se le conocía, de joven, con el sobrenombre de slow hand (mano lenta). A mí me sorprendió que le llamaran así. Hasta que alguien me aclaró que ello no tenía nada que ver con su forma de tocar ese instrumento que lo ha hecho mundialmente famoso sino por su actitud a la hora de pagar una ronda. Al parecer, el joven Clapton no se daba ninguna prisa a la hora de sacar la billetera.

Al margen de los que se hacen el loco a la hora de pagar, el resto de “paganos” tenemos varios estilos para hacerlo: a escote; cada ronda la paga uno; ahora me toca a mí, la siguiente a ti; pago yo porque he sido el que te ha propuesto salir o porque eres mi invitado; cuando vaya a tu tierra ya me invitarás tú, ahora estás en mi terreno, y poco más. Pero son muchas otras las veces en que, a la hora de pagar la cuenta en el bar o restaurante, se suscita una discusión, en ocasiones acaloradas, sobre quién debe hacerse cargo de la cuenta.

A la hora de sacar cuentas, uno de los problemas reside en la fórmula a utilizar cuando el número de comensales es elevado. No es lo mismo salir a cenar con uno o dos amigos que ser diez o doce a la mesa. En este caso, lo más habitual suele ser dividir la cuenta a partes iguales. Pero ojo al dato. He visto casos en que, mientras unos procuran ser prudentes, para que no les tachen de aprovechados, otros se ponen las botas, y al final todos acaban pagando lo mismo. Por lo tanto, lo mejor es no mirar los precios y pedir lo que a uno más le apetezca. A fin de cuentas, si no lo hace él, lo hará otro. He visto también casos en que, en aras de la ecuanimidad, cada comensal o pareja solidaria cuenta y abona justamente lo que ha consumido según la lista de precios. Lo que, al parecer, nadie tiene en cuenta es el IVA, que se lo acaba tragando el que se contenta con abonar la diferencia entre lo que han recaudado sus compañeros de mesa y lo que figura en la cuenta, pensando inocentemente que esa diferencia es exactamente lo que le corresponde a su consumición. A mí se me daban muy mal las matemáticas pero hasta ahí llego. Sea como sea, en este tipo de encuentros no suelen haber discusiones.

En el caso de salir a comer con otra pareja o un grupo muy reducido de amigos, la cosa cambia, pues no es extraño que haya una cierta controversia a la hora de pagar. A menos que se hayan establecido unas reglas de juego.

Yo, quizá por mi ascendencia catalana, en cuestión de dinero me gusta dejar las cosas claras de antemano. Reconozco que quizá sea una rareza y se pierda la gracia de la discusión cuando el vino y algún que otro chupito corre por las venas, pero prefiero aclarar por adelantado que voy a pagar yo y no se hable más. No soporto las discusiones en la mesa, frente al camarero que no sabe a quién ceder el platillo. Ante la duda, siempre intento adelantarme e insisto en pagar y ante la cara de desacuerdo del otro, añado que en la próxima ocasión será él otro quien lo haga. Pero si éste se pone duro no tengo ningún inconveniente en concederle el honor de abonar la cuenta, dejando bien sentado que en el próximo encuentro gastronómico seré yo quien ostente dicho honor. Todo menos entablar una ardua, estéril y, diría yo, ridícula discusión en público.

Me resulta tan incómodo tener que asumir el papel de alzarse como el luchador por ganar una contienda. A veces no he disfrutado de la comida pensando en el momento de la verdad, el que algunos llaman el de la “dolorosa”, cuando sé que mis presuntos invitados se opondrán de forma encendida a mi intento. Esta situación me resulta especialmente violenta cuando considero que debo ser yo, por los motivos que sea, quien pague. Levantarme antes de tiempo, con la excusa de ir al baño, para darle al camarero instrucciones para que me traiga la cuenta a mí o, ya de paso, para pagarla antes de que mi contrincante en la refriega se me adelante.

Detesto enzarzarme en una pelea por ver quién corre con los gastos: Manos agarrándote con fuerza el brazo con el que intentas tomar el platillo que te tiende un atribulado camarero, mirada furibunda y enfado (al menos en apariencia)  con juramentos de no volverte a hablar, protesta airada de quien por fin ha quedado relegado a un simple comensal… Situaciones que podrían evitarse llegando a un consenso amistoso. Será frío, poco convencional, incluso poco romántico, pero muy práctico. Hoy pago yo y no se hable más. La próxima vez pagas tú. Así de sencillo.

Debo decir, no obstante, que ahora esta situación me preocupa algo menos. No insisto tanto como antes. ¿Te empeñas en pagar? Pues vale. Sin pasarse, claro. A la siguiente ocasión le recordarás quién pagó la última vez. Aunque seguro que se acuerda. Lo malo es cuando tu mujer, por ejemplo, te insiste para que no cedas. Entonces te ves obligado a actuar como se espera de ti pero, insisto, ya no lo hago con tanta vehemencia. Oye, que hemos venido a pasarlo bien, qué caramba, no a pelearnos.

Mi mujer y yo solemos salir a cenar con amigos que ya conocen y practican este sistema de alternancia. Esta vez nos toca a nosotros, decimos al unísono. Parecerá que llevamos un registro y lo llevamos, aunque prefiero pecar por exceso que por defecto. No quisiera que nadie tuviera que pagar dos veces seguidas por culpa de mi mala memoria.

Otra historia es la de las parejas, aunque ésta ya no me incumbe. Cuando éramos novios, mi mujer y yo nunca discutimos para ver quién pagaba. Se daba por supuesto que era el chico quien debía invitar a la chica. Chico paga a chica. Y uno lo hacía a gusto. Era lo que se esperaba. Esto ha cambiado rotundamente. Cada uno se paga lo suyo. Así pues, no hay discusiones. Claro que eso de repartirse la cuenta a medias, hasta el último céntimo, no es muy romántico que digamos. Podrían aplicarse lo de hoy yo, mañana tú. A fin de cuentas, los adolescentes de hoy no son machistas a la hora de dejarse invitar por una chica.

En definitiva, que cada cual aplique el sistema que prefiera. Lo importante es no discutir por ello y que cuando uno dice “pago yo” no suscite una agria discusión. Y otra cosa: que quien pronuncie estas palabras lo haga con sinceridad, porque seguro que hay quien lo hace esperando la réplica del que tiene enfrente, para quedar bien. Pero le puede salir mal, sobre todo si a quien tiene enfrente soy yo, pues no le llevaré la contraria.
 
 

sábado, 16 de mayo de 2015

Encuentros en la primera fase


Quienes hayan asistido alguna vez a un encuentro de ex alumnos o ex compañeros de trabajo a los que hacía muchos años que no habían visto, desde que dejaron el colegio o abandonaron la empresa donde les conocieron, seguramente habrán pasado por lo mismo que yo.

Dice el refrán que cada uno cuenta la feria según le va. Pues a mí esta feria no me fue demasiado bien.

He asistido a varios encuentros, tanto con ex compañeros de clase como con ex compañero/as de trabajo. Varias décadas habían transcurrido entre la pérdida de contacto y el reencuentro y pude comprobar cómo el tiempo se encarga de defraudar las expectativas, sustituyéndolas por una buena dosis de desilusión. Muchos de mis temores iniciales, esos que hicieron mostrarme reacio a aceptar la invitación, se vieron confirmados en mayor o menor grado.

Con los ex compañeros de colegio, sentí la lejanía lógica que el tiempo había interpuesto entre aquellos chavales de dieciséis años y los casi cuarentones que, sentados alrededor de una larga mesa, intentaban en vano ponerse al día. Y tras el esfuerzo memorístico en torno a viejas anécdotas vino el vacío de la desconexión que el forzado interés por conocer detalles de sus vidas no logró subsanar. Y ese debió ser el sentir general. Prueba de ello es que, contrariamente a los propósitos formulados en voz alta a la despedida, no ha habido una segunda vez.

Con ex compañero/as de trabajo me he reencontrado muchas veces, pero han sido los encuentros “al por mayor”, esos organizados por un comité de antiguos empleados de la empresa, los que más desazón me han procurado. En los dos encuentros de este tipo a los que he asistido hasta el momento, sentí la calidez con la que algunos –normalmente los organizadores- intentaban avivar las relaciones enfriadas por los años de ausencia pero también la frialdad de aquellos –la mayoría- con quienes me unieron lazos poco sólidos. Lo peor de todo es cuando recibes esa temible y terrible pregunta “¿Y tú en qué departamento trabajabas?”, esa que demuestra la escasa o nula impronta que dejaste en personas con las que creíste haberte relacionado lo suficiente como para que, por lo menos, te ubicaran en un marco concreto. O ese comentario, “Tú eres…. Ahora no me acuerdo de tu nombre”, que suele significar “no tengo ni idea de quién eres”. ¿Fallo de la memoria o desconocimiento real? Me gustaría creer en la primera opción.

Y es que una empresa no es un colegio. No existe la complicidad propia de la infancia y adolescencia. En el colegio se hacen amigos; en las empresas, pocos son los amigos, bastantes –con suerte- los camaradas y muchos los compañeros ocasionales, de quita y pon.

Compañerismo no es sinónimo de amistad, especialmente en la convivencia laboral. Los avatares de la vida escolar no son comparables con los que se viven en una empresa, un lugar de paso, en la que la competitividad y el interés personal suelen estar por encima de la colaboración desinteresada.

Por otra parte, en un encuentro con ex alumnos no se invita habitualmente a los profesores, mientras que junto con los ex compañeros de trabajo sí están aquellos que ejercieron de superiores jerárquicos. Y todos sabemos que no se suele guardar muy buenos recuerdos de éstos.  Pero también están aquellos que, sin ser tus jefes directos, te las hicieron pasar canutas con su comportamiento altivo-agresivo y con los que, muy a tu pesar, tienes que compartir mesa y guardar la compostura.

Otro hecho que, por muy esperado nunca es suficientemente asimilado, es la doble constatación de cuán rápido ha pasado el tiempo y de cómo éste ha dejado una huella indeleble en nuestro cuerpo. Uno mismo se contempla en el espejo a diario y vive su transformación de forma paulatina. Solo cuando se ve en una foto antigua constata cuánto ha envejecido. Pues esos encuentros son como abrir un gran álbum de fotos de color sepia. Aquellos niños de tus recuerdos han transmutado en hombres con alguna que otra cana o una incipiente calvicie. Aquellas caras y cuerpos de mujeres y hombres de mediana edad están ahora repletas de surcos y el cabello –el de los hombres- totalmente encanecido o ausente y con algún que otro achaque propio de la senectud. 

Anticipando en cierto modo lo que habría de ocurrir, dudé sobre si dejarme seducir o no por la llamada nostálgica de quienes convocaron ese primer viaje en el tiempo. Pero no debí de ser el único en dudar. Salvo en la reunión de ex alumnos, a la que asistimos la inmensa mayoría de los antiguos compañeros de clase, a los encuentros con los ex compañeros de trabajo solo estuvimos presentes una pequeña parte de los empleados de la central. Este hecho motivó mi mayor decepción pues me privó de la compañía de aquellas personas con las que más deseaba encontrarme.

Para no sufrir una decepción en ese tipo de reuniones, solo se debería asistir si tenemos garantizado el éxito emocional, si sabemos a ciencia cierta que estaremos rodeados de los ex compañeros más allegados, con los que nos unía una mayor empatía, con los que teníamos algo, mucho o poco, en común.

Aún así, el paso del tiempo sigue mostrándose implacable para con las relaciones humanas. Por lo que sé, incluso los encuentros más exitosos, es decir con un mayor índice de entusiasmo y asistencia, se van desinflando con el tiempo, como los globos, poco a poco, hasta extinguirse. Supongo que ello se debe a que una vez satisfecha la curiosidad y la ilusión de esa primera fase del encuentro, aquélla desaparece y ésta se desvanece, debilitándose las ganas de repetir.

Pienso, pues, que aquí también puede aplicarse aquello de que más vale poco y bueno que mucho y malo, entendiendo por malo la falta de afectividad o apego. Estos sentimientos son lo más parecido a la amistad y son los que hacen deseable mantener el contacto. Yo prefiero sin duda las reuniones en petit comité, con un reducido y “selecto” número de compañero/as-camaradas-amigo/as, más que los encuentros multitudinarios y, hasta cierto punto, forzados.

De todos modos, ¿cuántos amigo/as y compañero/as se han ido quedando por el camino a pesar de la voluntad e intención de seguir en contacto? La vida enfría las relaciones con quienes no nos vemos con asiduidad. Si se quiere de verdad que haya más reencuentros, más fases, en la combinación a partes iguales de aprecio y voluntad está la clave.