jueves, 29 de junio de 2017

El crítico y la crítica


Criticar es fácil, si entendemos como tal el acto de juzgar negativamente a alguien o algo. Todo el mundo sabe hacerlo, solo es cuestión de probar. Y si no, solo hay que ver a la oposición al Gobierno ─la que sea y el que sea─. Mientras se está a ese lado de la barrera, resulta muy cómodo juzgar, atacar y, en definitiva, criticar. Pero cuando se ostenta la responsabilidad de gobernar, la cosa cambia y entonces aparecen los peros, los matices, cuando no las contradicciones, ese “donde dije digo, digo Diego”.

Pues creo yo que ocurre algo parecido en el ambiente literario, gastronómico y artístico en general. Todo el mundo se atreve a criticar. Pero en estos casos solo un profesional de la crítica, con una formación “especializada”, es capaz de hacerlo con un poco más de conocimiento, de estilo, de savoir faire. No son amateurs de la crítica pues viven de ella. Pero ¿quién critica a los críticos? Pues yo, ¿quién va a ser?

La profesión de un crítico se me antoja complicada y, diría yo, imaginativa. Y muy delicada, pues la opinión de un reputado crítico puede hundir la carrera de un pintor, un escritor, un chef (o un restaurante) o el éxito de una película en cuya producción se han invertido millones de euros. Todos hemos visto en el cine esa imagen de los actores de teatro que, tras la primera representación, les corroe el nerviosismo mientras esperan el resultado de la crítica publicada en la primera tirada de los periódicos, cuyo veredicto determinará la permanencia de la obra en cartel y quién sabe si hasta el futuro profesional de los principales intérpretes. 

Pero ¿no habrá en la labor de un crítico una pizca de prepotencia, afectación, pose o incluso inventiva? Parece que un crítico, por definición, tiene que ser duro, a veces implacable y debe mantener esa reputación. Sin ir más lejos, Risto Mejide saltó a la fama (o a la popularidad) gracias a sus ácidas y despiadadas críticas para con algunos concursantes de OT. ¿Sabía ese publicista lo suficiente de música como para erigirse en cruel verdugo de jóvenes promesas del canto? ¿No formaría esa actitud parte de su rol en el programa? 

Pero volvamos a los críticos “de verdad”, los profesionales, los que se han formado para serlo. Ante todo, yo me preguntaría si un crítico debe dominar la materia que se dedica a criticar. Y aquí empleo el término criticar en el sentido de valorar, positiva o negativamente, el mérito de una obra o de un autor. ¿Debe saber pintar un crítico de pintura? ¿Debe saber escribir un crítico literario? ¿Debe saber cocinar un crítico gastronómico? ¿Debe saber dirigir o actuar un crítico cinematográfico o de teatro? Yo pienso que sería lo ideal, para entender de este modo la dificultad que entraña esa actividad y no pecar de presuntuoso ni ser desmesuradamente exigente. 

La actividad del crítico no puede ser contrastada científicamente, no hay forma de saber si es objetivo, si tiene o no razón. Entonces ¿qué le otorga el poder de dictar sentencia? Solo hay que ver las críticas que se publican sobre una determinada película. Con frecuencia se observan divergencias, a veces mayúsculas, en la opinión de los distintos críticos. Mientras uno considera una película digna de encomio, otro puede calificarla de bodrio infecto. Uno puede puntuarla con un 8 y otro con un 4. Tal cosa, entre las opiniones del público, tendría su justificación, pero entre profesionales en la materia resulta llamativo, cuando no sospechoso, pero, sobre todo, un ejercicio inútil. Hace tiempo que he dejado de seguir a pies juntillas lo que dice la crítica “oficial”. Prefiero dejarme guiar por la opinión de un amigo con quien, según me ha demostrado la experiencia, comparto los mismos gustos, bien sea sobre libros o cine.

Y volviendo a la afectación, que a menudo roza el esnobismo, de muchos críticos, siempre me he preguntado qué opinaría, por ejemplo, el autor de una obra abstracta si oyera las explicaciones admirativas de un “entendido” sobre lo que hay detrás de su pintura o escultura. Y lo mismo vale para cualquier otra materia. En el campo de la literatura, qué debía opinar Augusto Monterroso de las interpretaciones vertidas sobre su famoso microrrelato, el más breve y célebre en lengua castellana, que reza así: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Que yo sepa, nunca llegó a pronunciarse públicamente. Para ello ya estaban los estudiosos, que hicieron correr ríos de tinta sobre este pormenor. Quiero pensar que algo le motivó a escribir esas siete palabras, que algo profundo quiso decir con ellas. Todos podemos conjeturar. Si quiso decir algo, quizá se lo guardó de forma deliberada. Ahí queda eso, ya os apañaréis en descifrarlo, que para eso sois críticos literarios. Si alguien conoce fehacientemente la interpretación del propio autor, que me la diga, por favor. 

Hay dos historias alrededor de esta situación ─la arbitrariedad del crítico, el hablar por hablar, el postureo academicista─, que no sé si serán leyendas urbanas o son ciertas.

Se dice que en una exposición de pintura abstracta alguien colgó deliberadamente ─con el desconocimiento de los responsables de la sala, por supuesto─ una pintura realizada por un niño de corta edad y que ante esa obra artística uno de los “entendidos” que pululaban por la sala vertió sobre la misma grandes alabanzas, intentando interpretar la motivación del artista. También se cuenta que el Sunday Times envió a más de cuarenta editoriales el manuscrito de una obra ya publicada y que había ganado un prestigioso premio literario y que todas, excepto una, lo rechazaron por, según justificaron, su falta de calidad.

Si la opinión del crítico no va a misa y, por lo tanto, es discutible, incluso poco fiable, ¿de qué sirve su maldita opinión? En todo caso puede servir de orientación, del mismo modo que el contador de audiencia demuestra el éxito, que no la calidad, de un programa. Debería ser la suma de muchas opiniones lo que debería darnos una idea fiable de la calidad de una obra. Así, si el ochenta por ciento de los críticos opina que una novela, un pintor, una obra de teatro, etc., es de gran calidad, deberíamos darla por buena. Pero yo sigo en mis trece, no me fio ni un pelo de lo que digan los críticos. Su opinión, sintiéndolo mucho, me la trae al pairo. Lo malo es que, por desgracia, siguen decidiendo qué es bueno y qué es malo. Y si esos críticos toman forma de un jurado (no popular) que debe fallar el premio de un certamen literario en el que participamos, pues no nos queda más remedio que poner una vela ─qué digo una, cien por lo menos─ a San Francisco de Sales, patrón de los escritores.

Quizá sea por eso, porque no me han tratado bien, que recelo de los críticos. Quizá me equivoque y sea injusto con ellos, pero tengo todo el derecho a criticarles. Si no, ¿quién criticaría a los críticos?


martes, 20 de junio de 2017

Yo reivindico, tú reivindicas, él reivindica, nosotros...


El derecho a la reivindicación es algo consustancial con la libertad de expresión. Tenemos todo el derecho a exigir a nuestros gobernantes ─que están para escucharnos y atendernos─ cualquier cambio o medida encaminada a garantizar y/o mejorar nuestro bienestar económico y social. “Quien no llora no mama”, dice el refrán. “Pedid y se os dará”, dice la Biblia. Aunque también están los contra-refranes (siempre hay aguafiestas), como el que dice “contra el vicio de pedir, la virtud de no dar”.

Los que me conocéis (por sus obras los conoceréis, dice uno de los evangelios), sabéis que me gusta andarme un poco por las ramas antes de entrar en el meollo del asunto que quiero tratar. Y esta no podía ser una excepción, pues antes de exponer mi crítica reflexiva o mi reflexión crítica, tanto monta monta tanto, quiero dejar bien claro que estoy totalmente a favor de las reivindicaciones sociales, siempre que, y ahí está el quid de la cuestión, sean razonables. Y por razonable entiendo lo que define la RAE como “proporcionado o no exagerado”. 

Muchas veces me da la impresión que en este país, tras tantos años de represión, hemos pasado de un extremo al otro en algunas cuestiones. Como si no existieran los términos medios. 

En mi opinión, del mismo modo que algunos recurren al insulto y a la calumnia amparándose en una mal entendida libertad de expresión, también creo que, a veces, reivindicamos y protestamos un poco a la ligera, sin fundados argumentos, o bien con posturas contradictorias. Y como suelo hacer para justificar mi disquisición, se me ocurren varios ejemplos de reivindicaciones, cuanto menos, discutibles. Para muestra, unos cuantos botones:

Que el soterramiento de las vías del tren evitaría muchos accidentes mortales, no hay duda. Pero ¿están suficientemente justificadas las protestas y manifestaciones a raíz de las muertes (muy lamentables) de peatones que han cruzado la vía del tren sin atender a la barrera, al semáforo en rojo, a la señal acústica ni, sobre todo, a la proximidad del convoy? ¿No es tanto o más culpable quien se salta, a sabiendas, todos esos obstáculos, poniendo en grave peligro su vida? 

Todas las muertes son lamentables y cualquier medio para evitarlas es loable, pero todo tiene un límite que debemos aclarar, el límite que marca dónde termina la responsabilidad de uno y empieza la del otro. Creo que hay que empezar por cumplir las normas que salvaguardan la protección ciudadana y que seamos nosotros los primeros responsables de nuestra seguridad. Otra cosa muy distinta sería que no hubiera medidas disuasorias, ni indicaciones de peligro, que no existieran barreras ni señales de ningún tipo para impedir o alertar del peligro u otras deficiencias intolerables.

También podemos encontrar contradicciones en algunas reivindicaciones ecológicas. Soy ecologista, por formación y devoción, y, como tal, apoyo la gran mayoría de acciones en defensa de la naturaleza, pero en algunas ocasiones dicha defensa no está suficientemente justificada. ¿Os imagináis que exigiéramos la abolición de los aeropuertos y vuelos comerciales porque los aviones pueden colisionar o engullir (con el consiguiente peligro para la nave y todos sus ocupantes) un ave migratoria? Para evitarlo ya existen medidas (ultrasonidos y aves rapaces) bastante eficaces y no tan drásticas e inviables. Los ecologistas abogamos por las energías renovables, pero muchos de los que las defienden vierten luego duras críticas contra, por ejemplo, los parques eólicos alegando que producen contaminación acústica y la muerte de aves de gran tamaño que impactan contra las lentas y enormes aspas que se convierten, de este modo, en cuchillas mortales. Todo tiene un precio y todo tiene sus pros y sus contras. ¿Dónde está la justa medida? ¿Debemos oponernos a algo porque tenga un inconveniente cuando su ausencia tiene consecuencias mucho peores? La tan preciada energía solar también tiene sus inconvenientes ambientales: el proceso de fabricación de los paneles solares está asociado a la emisión de gases invernadero, con un impacto miles de veces mayor en el calentamiento global que el dióxido de carbono. Incluso la energía geotérmica tiene un impacto medioambiental negativo. ¿Vamos, entonces, a protestar contra las energías renovables? Insisto en que todo tiene un lado positivo y uno negativo. 

En el ámbito doméstico, todos queremos disfrutar de nuestro móvil de última generación, con una mayor duración de la batería y una buena cobertura. Pero nadie quiere tener cerca una antena de telefonía porque puede producir cáncer o algo peor, y muchas han sido las protestas ciudadanas. En otras palabras, reivindicamos el derecho a la salud cuando nos interesa. Por no hablar de los conflictos bélicos en torno a la obtención del coltán para la fabricación de baterías de mayor duración o la acumulación de residuos que se exportan a países en vías de desarrollo, mucho menos escrupulosos en temas medioambientales, donde se amontonan al aire libre por toneladas o se entierran en cementerios tóxicos cada vez mayores y más peligrosos. Reivindicamos y nos manifestamos a favor de la paz y en defensa del medio ambiente pero queremos seguir disfrutando de las nuevas tecnologías al precio que sea.  

¿Y qué decir de las huelgas salvajes? Me refiero a las que afectan fundamentalmente al ciudadano inocente, ajeno a un conflicto que solo debería enfrentar a las dos partes en disputa: empresario y trabajador. Huelgas de controladores aéreos que paralizan la actividad aérea, no solo del país donde se ha originado el conflicto, sino de casi todo un continente. Y generalmente en fechas vacacionales para, de este modo, hacer más daño (al viajero, se entiende). Huelgas de los trabajadores de servicios públicos como el tren, el autobús o el metro, afectando seriamente a los ciudadanos usuarios de estos medios de transporte, que son tan trabajadores como los huelguistas, que quizá incluso cobran menos que ellos, y que quedan atrapados entre dos líneas de fuego. ¿Os imagináis una huelga de bomberos, de médicos o de policías? Y qué decir de los manifestantes que, en lugar de plantarse ante el Ayuntamiento o la sede de la entidad contra la que protestan, cortan el tráfico de la vía y en la hora con mayor afluencia de vehículos, perjudicando al ciudadano ajeno al conflicto, pudiéndole causar un grave trastorno al no acudir a su destino puntualmente.

Y así podemos reivindicar cientos, miles de cosas que nos parecen justas pero que no lo son para todos, no son viables, no son vitales, o no son la única solución. ¿Sabemos exactamente las implicaciones y consecuencias de lo que exigimos? ¿No será mucho mejor exigir algo solo después de una profunda reflexión? 

Estoy escribiendo estas líneas y se me antoja que pueden parecer un alegato reaccionario, una soflama soterrada contra los movimientos progresistas, contra la libertad de expresión, contra las reivindicaciones anti-sistema, una postura ultraconservadora, en definitiva. Que mis gafas se empañen y mis manos se paralicen si miento cuando digo que mi ideología está en contra del conservadurismo más recalcitrante, más pétreo e inmovilista. Solo pretendo dejar constancia de que algunas de las reivindicaciones que se hacen son, a veces, demasiado improvisadas y feroces, están exentas de realismo o, en el mejor de los casos, contaminadas de oportunismo. Porque esta es otra cuestión a tener en cuenta: muchas veces solo nos quejamos cuando somos los afectados. Si una medida nos favorece, es excelente, mientras que, si nos afecta negativamente, es abominable y exigimos su derogación. Esta sería la reivindicación egoísta.

¿Son razonables las siguientes protestas, que afloran una y otra vez en nuestra cotidianeidad? En Barcelona, el ayuntamiento quiere limitar la creación de nuevos hoteles. ¿Acaso no son los hoteleros los que deberían preocuparse si con ello provocan una sobreoferta de plazas? Asimismo, una parte de la población de la Ciudad Condal protesta contra el turismo (civilizado) porque molesta al residente en las zonas más visitadas, cuando es una enorme fuente de ingresos (aunque preferiría que procediera de una actividad menos vulnerable). También se ha protestado por la apertura de nuevos centros recreacionales y grandes superficies comerciales. Yo defiendo al pequeño comerciante/empresario, pero ¿qué hay de la libre competencia? Se protesta contra la expulsión de okupas cuando estos han allanado una vivienda cuyo legítimo propietario, a la vuelta de las vacaciones, no puede acceder a ella y debe esperar al dictamen de un juez para poder recuperarla. O bien se protesta contra el movimiento okupa cuando hay tantos pisos en manos de bancos y especuladores sin hacer uso de ellos ante una situación de tanta precariedad.

¿Dónde está la solución? ¿Dónde está el equilibrio entre el derecho a reivindicar y la sensatez e incluso la justicia?

Reivindicar es fácil, todos podemos hacerlo. Pero no por reivindicar, exigir, demandar, vociferar, tendremos la razón de nuestra parte. No busquemos culpables donde no los hay, no tachemos de capo criminal a quien solo es partícipe involuntario de una situación imperfecta que puede y debe mejorarse. Reivindiquemos salarios justos, la igualdad de oportunidades, una educación de calidad, una sanidad sin recortes que pongan en peligro la salud y la vida del paciente, la conservación de los recursos naturales, la protección del planeta. Y, aunque sea como luchar contra Goliat, la recuperación de los más de sesenta mil millones de euros perdidos por el rescate a la banca. 

Hace cinco lustros nadie se quejaba por miedo; ahora nos quejamos de futilidades. Un día hasta nos quejaremos de la lluvia. Y es que ya sabemos lo que dice ese otro refrán: nunca llueve a gusto de todos.



martes, 6 de junio de 2017

Comer para vivir o vivir para comer


Cada vez me siento más saturado con los programas televisivos de gastronomía; hasta empiezo a sentir un cierto hartazgo hacia la propia gastronomía. Por lo menos la gastronomía grandilocuente y de espectáculo. 

Lo que antes era una actividad doméstica y hostelera, representativa de una región y cultura, básicamente pensada para satisfacer el hambre y el estómago más exigente, lo que era un pequeño placer mundano, se ha convertido, en las últimas décadas y cada vez con un mayor auge, en un arte, una ciencia, en el no va más del ingenio y de la ingeniería culinaria.

Esta demostración artístico-técnica ha llegado a cotas tan elevadas que ya ocupa un puesto de honor en nuestra vida y en los medios de comunicación de masas. 

¿Está justificado ese derroche de ingenio, tanta investigación de laboratorio, esa lucha sin cuartel por una estrella Michelin, para que la “obra de arte” resultante acabe ocupando un espacio minúsculo en un plato de grandes dimensiones (lo que mengua aún más el tamaño aparente de la ración) y para la que tendremos que abonar una cantidad exorbitada? ¿Vale la pena apuntarse a una larga lista de espera (en algunos casos de meses) para tener el privilegio de saborear la especialidad de ese chef tan famoso, estrafalario y petulante, para que nuestro paladar pase una hora agradable y nuestra tarjeta de crédito una mala experiencia?

¿No nos estamos pasando un poco con la gastronomía de última moda? A fin de cuentas, el objeto de la gastronomía es, o debería ser, alimentarnos de forma sana y agradable, satisfaciéndonos tanto por la calidad como por la cantidad, esa relación, a veces infravalorada, calidad-precio. Estoy seguro que nuestro paladar, y mucho menos nuestro estómago, no sabrá apreciar si el alimento que le llega lleva el sello de tal o cual chef. ¿No habrá mucho esnobismo oculto tanto por parte del que cocina como de quien consume?

Hoy día no hay cadena televisiva que se precie que no tenga en su parrilla de programación, y muchas veces en horario de máxima audiencia, un espacio dedicado a cursos o concursos de gastronomía. Los chefs de calidad han pasado de ser unos buenos profesionales de la cocina a unos genios de la innovación, a unos personajes célebres y mediáticos como lo puede ser un cantante, actor o diseñador de moda de fama nacional e internacional. Pero si bien una obra musical, una obra de teatro, una película, una moda en el vestir tiene, o puede tener, una larga vida, una vianda dura lo que dura el trayecto desde el plato a la boca y al cabo de unos minutos ni siquiera permanece su sabor en nuestro paladar y a duras penas en nuestra memoria.

No puedo ni me atrevo a discutir el puesto que ocupa en el ranking de intereses personales la gastronomía. Pero yo pienso que una cosa es, por ejemplo, hacer una excursión a un bello y lejano paraje y, de paso, buscar un buen restaurante por los alrededores donde degustar los platos típicos del lugar, y otra muy distinta recorrer muchos kilómetros solo para comer en un renombrado restaurante montañés y, solo de paso y como quien dice por accidente, contemplar la naturaleza que transcurre junto a la carretera.

Cada uno es muy libre de comer dónde y cómo quiera, así como de vaciar su billetero a su antojo tras un opíparo ágape. Comer siempre ha sido un acto fisiológico que procura placer. Pero qué queréis que os diga, yo prefiero un buen puchero de alubias seguido de carne asada con guarnición que un “suflé Mirepoix de cardamomo bañado con salsa de gorgonzola y vinagreta de manzana Fuji” seguido de un “papillote de salmón noruego en salsa de piña guajillo marinado con vino agrio japonés y especiado con eneldo crudo de Calabria”.

Allá cada uno con sus gustos y su economía. Pero siempre que oigo tantos elogios a favor de la gastronomía moderna, de élite, y veo esos talleres y concursos de cocina innovadora, me pregunto lo mismo: ¿comemos para vivir o vivimos para comer? De todo habrá en la viña del Señor. Y ahora os tengo que dejar porque es la hora de comer y estoy hambriento. Además, hoy tenemos lentejas con arroz y pollo al chilindrón, mmmm.


Nota aclaratoria: los platos mencionados como ejemplo de modernidad culinaria son pura invención. Todo parecido con la realidad es pura coincidencia.