sábado, 8 de agosto de 2015

Las apariencias engañan y el misterio de las coincidencias (*)




No sabría decir si las apariencias siempre engañan y si las coincidencias son o no un misterio, pero la anécdota de aquí voy a referir parece cumplir con ambos supuestos.

Viajaba de vuelta a Barcelona desde Estocolmo y el vuelo hacía escala en el aeropuerto de Amsterdam. Éramos cuatro compañeros de viaje y trabajo: el director médico, el de marketing, el director general y yo. A ellos les tocó tres asientos contiguos dos o tres filas por delante del mío situados a la derecha del pasillo. A mí me tocó uno junto a la ventana, a la izquierda del pasillo, donde las filas eran de dos asientos.

Eso no hubiera tenido ninguna importancia ni consecuencia si no fuera porque a mi lado se sentó un individuo alto, rubio y corpulento, con apariencia de Vikingo.

Hasta que el avión no alzó el vuelo, mis compañeros no cesaron de bromear en voz alta, girándose e intentando persuadirme para que cambiase de lugar si no quería acabar aplastado por la humana corpulencia de mi vecino. Que si sal de ahí, hombre, que ese tío no te dejará respirar, que qué mala suerte has tenido porque mira que es grandote, cámbiate de sitio, no seas tonto, que en cualquier otro asiento estarás mejor, que hay espacio de sobras. Y así una retahíla de cometarios jocosos y de risotadas más propias de críos que de unos hombres hechos y derechos. Mis amigos y jefe no se cortaron ni un pelo a la hora de soltar sus audaces calificativos hacia el desconocido pues, por muy conocedor de lenguas extranjeras que fuese, era muy improbable, por no decir imposible, que conociera la lengua de Pompeu Fabra, es decir el catalán, que era y es la nuestra.

Finalmente, cuando el avión ya había alcanzado la altitud adecuada y las señales luminosas y acústicas nos avisaron que ya podíamos desabrocharnos el cinturón de seguridad, me levanté con la idea de cambiar de asiento y acabar, de este modo, con las insistentes puyas de mis compañeros y, sea dicho de paso, procurarme un viaje más cómodo pues de hecho me sentía atrapado entre mi vecino y la ventanilla, habiendo además lugar de sobras para elegir. Fue entonces cuando al pedirle a éste que me dejara pasar con un lacónico excuse me, me contestó, ante mi sorpresa y la de mis colegas: “en català si us plau” (= en catalán por favor).

Yo quise que la tierra me tragara para no vomitarme nunca jamás. Aunque en ningún momento fui el artífice, directo o indirecto, de ninguna de aquellas mofas hacia su persona ni sobre la situación en la que me encontraba y que tanta hilaridad había provocado en mis compañeros, me sentí chocado y profundamente avergonzado. El supuesto extranjero venido del norte había entendido todo lo proferido por mis imprudentes acompañantes sin haberse inmutado un ápice y sin dar señales de su catalanidad. Ellos, mudos del asombro por la inesperada réplica del supuesto pasajero nórdico, voltearon raudos sus cabezas mirando al frente y ya no las volvieron a girar en todo el trayecto.

Pero ahí no acabó la cosa. Cuando estábamos en la zona de tránsito del aeropuerto de Amsterdam intentando localizar, en una de las pantallas informativas, la puerta de embarque del vuelo que nos debía llevar hasta nuestro destino final, Barcelona, se me ocurrió hacer un comentario gracioso (ahora sí) diciendo algo así como que esperaba no volver a encontrarme otra vez con ese tío enorme sentado a mi lado. Al girarme para dirigir nuestros pasos hacia la puerta de embarque que nos correspondía, me di de bruces con el corpachón del aludido. Por segunda vez en pocas horas sentí el deseo de desaparecer. Por suerte, el hombre fue prudente y se marchó sin decir esta boca es mía aunque, eso sí, mirándome con cara de pocos amigos.

Supongo que no fue la casualidad la que hizo que, efectivamente, me lo volviera a encontrar en el mismo asiento que en el vuelo anterior, nuevamente junto al mío. Quise suponer (en más de una ocasión me ha ocurrido) que cuando se vuela con la misma Compañía, haciendo escala en un aeropuerto de conexión, en el aeropuerto de origen se le asigna a uno el mismo asiento en ambos vuelos, simplemente por comodidad. Eso y no otra cosa explicaría lo que, en un principio, parecería (y me pareció) una coincidencia misteriosa.

Esta vez, no obstante, fue mi repetido vecino de asiento quien, sin decir nada, cambió de lugar una vez el avión hubo despegado y las señales se lo permitieron.

A pesar de quedarme cómodo y a mis anchas el resto del viaje, éste no me resultó muy placentero pues me inundó un cierto sentimiento de culpabilidad hasta llegar a mi destino. Desde entonces soy muy cauteloso y procuro no enjuiciar a nadie por su aspecto y no hablar más de la cuenta. Creo que, por prudencia, todo el mundo debería obrar del mismo modo. Así evitaríamos crearnos enemigos innecesarios o bien no herir sensibilidades ajenas. Ya que eso de amar al prójimo como a ti mismo nos resulta tan difícil de cumplir, por lo menos respetemos a nuestros semejantes aunque físicamente de semejantes no tengan nada. Lo que saqué en claro de esa experiencia es que, efectivamente, las apariencias pueden engañar y mucho y que las coincidencias no siempre son un misterio.

 
(*) Título de la obra de Eduardo R. Zancolli, RBA Libros, 2006