No sabría decir si las
apariencias siempre engañan y si las coincidencias son o no un misterio, pero
la anécdota de aquí voy a referir parece cumplir con ambos supuestos.
Viajaba de vuelta a
Barcelona desde Estocolmo y el vuelo hacía escala en el aeropuerto de
Amsterdam. Éramos cuatro compañeros de viaje y trabajo: el director médico, el
de marketing, el director general y yo. A ellos les tocó tres asientos contiguos
dos o tres filas por delante del mío situados a la derecha del pasillo. A mí me
tocó uno junto a la ventana, a la izquierda del pasillo, donde las filas
eran de dos asientos.
Eso no hubiera tenido
ninguna importancia ni consecuencia si no fuera porque a mi lado se sentó un
individuo alto, rubio y corpulento, con apariencia de Vikingo.
Hasta que el avión no alzó
el vuelo, mis compañeros no cesaron de bromear en voz alta, girándose e
intentando persuadirme para que cambiase de lugar si no quería acabar aplastado
por la humana corpulencia de mi vecino. Que si sal de ahí, hombre, que ese tío no
te dejará respirar, que qué mala suerte has tenido porque mira que es grandote,
cámbiate de sitio, no seas tonto, que en cualquier otro asiento estarás mejor,
que hay espacio de sobras. Y así una retahíla de cometarios jocosos y de
risotadas más propias de críos que de unos hombres hechos y derechos. Mis
amigos y jefe no se cortaron ni un pelo a la hora de soltar sus audaces
calificativos hacia el desconocido pues, por muy conocedor de lenguas
extranjeras que fuese, era muy improbable, por no decir imposible, que conociera
la lengua de Pompeu Fabra, es decir el catalán, que era y es la nuestra.
Finalmente, cuando el avión
ya había alcanzado la altitud adecuada y las señales luminosas y acústicas nos avisaron
que ya podíamos desabrocharnos el cinturón de seguridad, me levanté con la idea
de cambiar de asiento y acabar, de este modo, con las insistentes puyas de mis
compañeros y, sea dicho de paso, procurarme un viaje más cómodo pues de hecho
me sentía atrapado entre mi vecino y la ventanilla, habiendo además lugar de
sobras para elegir. Fue entonces cuando al pedirle a éste que me dejara pasar
con un lacónico excuse me, me
contestó, ante mi sorpresa y la de mis colegas: “en català si us plau” (= en catalán por favor).
Yo quise que la tierra me
tragara para no vomitarme nunca jamás. Aunque en ningún momento fui el
artífice, directo o indirecto, de ninguna de aquellas mofas hacia su persona ni
sobre la situación en la que me encontraba y que tanta hilaridad había
provocado en mis compañeros, me sentí chocado y profundamente avergonzado. El
supuesto extranjero venido del norte había entendido todo lo proferido por mis
imprudentes acompañantes sin haberse inmutado un ápice y sin dar señales de su
catalanidad. Ellos, mudos del asombro por la inesperada réplica del supuesto
pasajero nórdico, voltearon raudos sus cabezas mirando al frente y ya no las
volvieron a girar en todo el trayecto.
Pero ahí no acabó la cosa.
Cuando estábamos en la zona de tránsito del aeropuerto de Amsterdam intentando
localizar, en una de las pantallas informativas, la puerta de embarque del
vuelo que nos debía llevar hasta nuestro destino final, Barcelona, se me
ocurrió hacer un comentario gracioso (ahora sí) diciendo algo así como que
esperaba no volver a encontrarme otra vez con ese tío enorme sentado a mi lado.
Al girarme para dirigir nuestros pasos hacia la puerta de embarque que nos
correspondía, me di de bruces con el corpachón del aludido. Por segunda vez en
pocas horas sentí el deseo de desaparecer. Por suerte, el hombre fue prudente y
se marchó sin decir esta boca es mía aunque, eso sí, mirándome con cara de
pocos amigos.
Supongo que no fue la
casualidad la que hizo que, efectivamente, me lo volviera a encontrar en el
mismo asiento que en el vuelo anterior, nuevamente junto al mío. Quise suponer (en
más de una ocasión me ha ocurrido) que cuando se vuela con la misma Compañía,
haciendo escala en un aeropuerto de conexión, en el aeropuerto de origen se le asigna
a uno el mismo asiento en ambos vuelos, simplemente por comodidad. Eso y no
otra cosa explicaría lo que, en un principio, parecería (y me pareció) una
coincidencia misteriosa.
Esta vez, no obstante, fue
mi repetido vecino de asiento quien, sin decir nada, cambió de lugar una vez el
avión hubo despegado y las señales se lo permitieron.
A pesar de quedarme cómodo y
a mis anchas el resto del viaje, éste no me resultó muy placentero pues me
inundó un cierto sentimiento de culpabilidad hasta llegar a mi destino. Desde
entonces soy muy cauteloso y procuro no enjuiciar a nadie por su aspecto y no
hablar más de la cuenta. Creo que, por prudencia, todo el mundo debería obrar
del mismo modo. Así evitaríamos crearnos enemigos innecesarios o bien no herir
sensibilidades ajenas. Ya que eso de amar al prójimo como a ti mismo nos resulta
tan difícil de cumplir, por lo menos respetemos a nuestros semejantes aunque
físicamente de semejantes no tengan nada. Lo que saqué en claro de esa
experiencia es que, efectivamente, las apariencias pueden engañar y mucho y que
las coincidencias no siempre son un misterio.
Me parece que llevas razón, Josep, nos dejamos dominar por las apariencias y no respetamos al prójimo, algo que no debía de tener la menor importancia, me refiero a las apariencias, pero parece que eso de aceptar a los demás no es fácil, aunque no tengamos nada que ver con ellos. Un relato del que se puede aprender, felicidades.
ResponderEliminarMe alegro, Carmen, que coincidas conmigo en que hay que ser prudentes y, sobre todo, respetuosos con los demás, sean como sean.
EliminarTe agradezco tus palabras desde mi retiro físico, que no espiritual.
Un abrazo.
Muy cierto eso que dices, amigo Josep. Las apariencias engañan. Fíjate en los políticos. Por más años que pasen aún seguimos creyendo a pies juntillas que poseen sentimientos humanos. :P
ResponderEliminarUn abrazo, amigo. : )
Jajaja. Muy bueno. Sí, esos politicastros nos la han pegado pero, como en mi historieta, salimos escaldados de la metedura de pata. Todos nos equivocamos pero ya sabes aquello de que rectificar es de sabios.
EliminarMuchas gracias por pasarte por aquí.
Un abrazo.
Muy bien contada esta experiencia con moraleja, Josep. Siempre hay que ser educado y respetuoso porque no sabes quién es la persona que se sienta a tu lado.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo.
Efectivamente, Fefa, la experiencia te enseña a ser cauto, y la formación a ser educado.
EliminarUn gusto volverte a encontrar. Hacía mucho tiempo que no sabía de ti. Tienes a tu blog un poco abandonado, al pobre.
A ver si te animas.
Un abrazo.